Capítulo III

El mito entró en mi vida en Moscú.

La viuda de Lenin, Kroupskaya, nos recibió dos veces y nos habló durante largo rato de su marido y de sus camaradas. Encontramos a los viejos bolcheviques que habían conocido a Lenin, a Trotsky, a Kamenev, a Martov, a Plekhanov… que habían estado en el corazón de la revolución en Leningrado, en Moscú, en Odessa y en otros lugares; a los comunistas alemanes que habían combatido en las filas de los spartakistas al lado de Rosa Luxemburgo y de Karl Liebknecht; a los comunistas italianos de Gramsci contra Mussolini…

En los pasillos del Komintern me crucé con Bela Kun. Conversé con los combatientes de la Comuna de Hungría y con los de la insurrección búlgara de 1923…

Vi y escuché a Manouilsky, tan atractivo, tan simpático, con su melena canosa y enmarañada, y después a las grandes figuras del movimiento comunista internacional de entonces: Maurice Thorez, Marcel Cachin, Ercoli Togliatti, La Pasionaria, José Díaz, Wilhelm Pieck, Browder, Pollit, Prestes y tantos otros.

Oí a Dimitrov pronunciar su informe en el VII Congreso del Komintern, sobre la unidad obrera y antifascista, y en la misma tribuna, escuché con idéntica pasión el relato, hecho por el representante chino Van Min, de la larga marcha de Mao Tsé Tung y de Tchou Te, mostrándonos en un gran mapa el camino seguido…

Vi a Gorki. El anuncio de su muerte por los altavoces nos sorprendió mientras Lise y yo estábamos remando en el Moskova…

Me entrevisté con los constructores de Magnitogorsk, de Komsomolsk, y me entusiasmé con los que habían hecho de Novossibirsk una metrópoli siberiana.

Seguí con pasión la transformación de comarcas misteriosas, conocidas sobre todo por las leyendas sobre Gengis Khan, Batouchan…, escuché a los jóvenes Uzbeks hablarnos de los vestigios ancestrales y religiosos de su país, donde las caravanas se cruzaban con los primeros tractores y donde numerosas mujeres seguían llevando el velo mientras trabajaban en las grandes fábricas textiles…

Con ocasión de los aniversarios revolucionarios, de los entierros de Kirov, de Gorki, o de Ordjonikidze, desfilaba con la muchedumbre moscovita, buscaba y devoraba con los ojos a nuestro ídolo Stalin. Al verle, mi corazón latía hasta romperse… Entré en éxtasis durante su corta aparición en el VII Congreso del Komintern. Cuando concedía entrevistas, me parecía genial el simple sí o no que salía de su boca… ¡Como el conjunto del movimiento comunista internacional, yo practicaba con fervor el culto a su personalidad!

Así, día tras día, he de contar mi vida hasta en sus menores detalles. De un relato a otro, los recuerdos anodinos o importantes, surgen del fondo de mi memoria y ocupan su lugar en el rosario de mi vida que desgrano, esta vida que se acaba tan miserablemente. El referent ya no me escucha desde hace mucho tiempo. Cuando termino con la frase: «Y el veintiocho de enero de 1951, he sido detenido», dice entonces: «¡Vuelva a empezar!».

¡Dos veces, diez veces, cien veces! ¡Esto, realmente, es la locura! Mientras que al principio de esta evocación tenía la capacidad de evadir mi mente de este lugar abyecto, de olvidar la presencia de mis inquisidores, al cabo de algunos días no puedo hacerlo más. Acabo detestándome, detestando mi pasado, detestando todo lo que forma parte de mi vida, pues al evocarla sin tregua, aquí, frente a esos tipos obtusos, que no saben más que obedecer ciegamente las órdenes recibidas, que incluso no escuchan y no saben más que ordenar como autómatas cuando toca: «¡Vuelva a empezar!», llamo a mi propio escarnio, como si me escupiesen a la cara. Me siento disminuido, sucio, mal peinado, la barba hirsuta, maloliente, con el pantalón que se me escurre por las caderas, y he aquí que ahora soy como una máquina, como un fonógrafo al que se le da cuerda y que recita sin parar la misma cantinela. Si el escuchar incesantemente un estribillo nos pone los nervios de punta hasta el punto de hacernos gritar: «¡Basta!» ¿cómo podría explicar lo que siento ahora?

¿Quiénes son estos hombres? ¿Qué tienen que ver con mi pasado? ¿Por qué tengo que contarles lo que no pertenece a nadie más que a mí?

Ahora sé que se trata de desgastarme, pero aunque lo sé y aunque los referents demuestran no hacer ningún caso de lo que digo, se trata, a pesar de todo, de mi vida. De mí. Y no es solamente el desgaste, no solamente la humillación; todo esto forma parte del «tiovivo» de Kohoutek para desvalorizar, ante mis propios ojos, lo que pertenece a mi vida, para presionarme a aceptar lo que se añade, lo que se corta, y a encarnar ese papel de traidor.

Además, pronto tuve la prueba de que Kohoutek y su equipo, cuando tienen verdaderamente necesidad de consultar mi biografía, ni siquiera se les ocurre la idea de informarse por mis relatos, sino por la biografía que escribí para el Comité Central a mi regreso a Checoslovaquia.

Felizmente, con el tiempo, esta prueba se deshizo más deprisa que mi propia resistencia. Los dos referents que se relevan para llevar este extraño interrogatorio, están tan cansados de escucharme como yo de contarlo; probablemente incluso más, porque este «tiovivo» no tiene tampoco para ellos ningún sentido; les transforma en puras máquinas. Y mira por donde, esas máquinas conocen los desfallecimientos. Y he aquí que se hartan, no me escuchan, se duermen…

Y entonces gozo de algunos instantes de respiro, siempre que sigan saliendo sonidos de mi boca… pues el silencio les despierta.

Hablo de cualquier cosa, de todo lo que se me pasa por la cabeza. Recito la antología de poemas… Una noche, un referent, se despierta sobresaltado y me pide: «¡Cuente de nuevo lo que acaba de decir sobre Holdos, cuando estuvieron juntos en Estrasburgo!» «¡Pero si yo no he ido nunca a esta ciudad, ni solo ni con Holdos!» Se pone furioso y exige que repita lo que he dicho. ¡No se cuál de nosotros dos se está volviendo más loco con este juego!

Mis pensamientos se remontan a mi amigo Laco Holdos. Evoco su imagen, el recuerdo de nuestra amistad forjada a lo largo de los años en un combate que nos ha conducido desde los mismos campos de batalla a los campos de concentración. Hace dos semanas que me han leído largos pasajes de sus «confesiones». ¡Qué sufrimiento debe ser aquello para un hombre tan bueno y tan honesto! De nuestra amistad, se ha sacado una complicidad en nuestros crímenes. Y sin embargo, ¿hay algo más noble para el hombre que la amistad? No está, en absoluto, en contradicción con la ética comunista.

El referent se ha vuelto a dormir. Aprovecho para apoyarme en la pared y luego, con la astucia de un sioux, para acercar un taburete sobre el que me siento.

Retomo mi monótono modo de hablar describiendo lo que me rodea: «un armario de hierro en el rincón, laqueado de gris, con dos puertas, la llave está en la cerradura…».

El referent ronca concienzudamente. La puerta se abre súbitamente y Doubek entra. ¡Me ve sentado! ¡Ve al referent roncar!

Le sacude brutalmente y ordena: «¡Llévale a la celda y preséntate en mi despacho!».

Esta aventura me reporta algunas horas de sueño.

Al día siguiente el segundo referent me recibe con estas palabras de bienvenida: «Sinvergüenza, por su causa a mi colega le han metido ocho días de arresto…».

Y heme aquí comenzando de nuevo a soltar mi estribillo: «Nací el uno de febrero de 1915, en Ostrava…».

Es de noche, silencio, vacío. Ya no me concierne nada más. Eso es el pasado, todo se ha acabado. Ahora estoy en otro mundo en el que ya no existo.

Espero. En el silencio de la noche, interrumpido solamente por los gritos y los golpes provenientes de los cuartos vecinos, espero la aparición por la ventana, de la claridad del nuevo día que acompaña el canto de la alondra, seguido al poco rato por el concierto matinal de los pájaros.

«¿Espera usted la alondra,?». me dice el referent, tan aliviado como yo de ver al fin levantarse el amanecer. Mira su reloj. Yo sé, minuto más o menos, que son las cuatro. El tampoco puede más. En unos momentos me vendará los ojos y seré acogido en mi celda por la piada de los gorriones y el silbido de los mirlos detrás de la ventana.

Entonces comienza para mí un nuevo día de desesperación.