Capítulo II

No éramos muchos en los años 1928-1933 en las organizaciones de las Juventudes Comunistas, pero nuestra combatividad lo compensaba. Teníamos una actividad desbordante. Nosotros lo hacíamos todo: la distribución de octavillas, las pintadas en los muros, pegar carteles. Participábamos en las reuniones públicas, en las manifestaciones; vendíamos los periódicos, organizábamos la propaganda y la agitación entre los jóvenes de las fábricas, de las minas; reclutábamos y formábamos otros grupos de las juventudes…

Mis estancias en prisión. La huelga de hambre que declaramos en los calabozos de la prefectura de la policía, en donde nos encerraron a veinticinco jóvenes después de una manifestación. Y luego aquella víspera del Primero de Mayo en la prisión del distrito, donde habíamos sido encerrados varias docenas de camaradas, atrapados como yo, algunos días antes de la manifestación. Izamos la bandera roja en una ventana de la cárcel. Liberado a las diez de la mañana, había sido delegado por mis compañeros, para saludar en su nombre, en el mitin al aire libre al que asistían veinte mil personas.

Las cargas en las manifestaciones de la policía montada que nos dispersaba a latigazos golpeándonos con la parte plana de los sables; las reuniones fascistas que boicoteábamos, las peleas que teníamos con ellos…

Los estoy viendo ahora: cuatro jóvenes camaradas dirigidos por nuestro secretario federal, una noche delante del consulado polaco. Después de haber escrito con nuestra sangre en un papel blanco: «Vengaremos a nuestros hermanos polacos asesinados», rompimos los cristales a pedradas y lanzamos nuestro mensaje por la ventana atado a un puñal. Esto ocurría algunos días después de unos fusilamientos de huelguistas en Polonia. ¡Nuestro internacionalismo era entonces muy vigoroso!

Las grandes huelgas de mi región, sobre las que la policía disparaba, los heridos derrumbándose a mi lado. Con la rebeldía y el romanticismo de nuestra edad, tres de nosotros habíamos decidido responder al terror policial dinamitando la prefectura. Con los cartuchos que nos habían dado los mineros, fabricamos una bomba de relojería. Nos dispusimos a poner en práctica nuestro proyecto. Pero uno de mis camaradas había estado fanfarroneando y nuestro proyecto había llegado a oídos del Secretario Federal del Partido. Rápidamente nos hizo entrar en razón. Nos puso en guardia contra los peligros que presentaba la práctica anarquista.

Evoco mi actividad en la Dirección de la Organización de las Juventudes Comunistas y de la Juventud de los Sindicatos Rojos de la región de Ostrava.

También el viaje realizado con un grupo de camaradas para visitar la Spartakiade de Berlín en 1931. Y cómo, no habiendo conseguido obtener un pasaporte, habíamos pasado la frontera ilegalmente.

Era mi primera penetración clandestina en Alemania. Como prohibieron la Spartakiade nos encontramos en Chemnitz, en Sajonia, para asistir a una manifestación contra esta prohibición. En torno a nosotros, para protegernos, había miembros de uniforme de la Antifaschistischer Kampfbund.[36] Éramos muchos los que habíamos entrado en Alemania sin papeles: suizos, austríacos, italianos, checoslovacos…

Cuento también aquel otro viaje clandestino realizado poco tiempo antes de la llegada de Hitler al poder, en otoño de 1932, para asistir al desarrollo de un plebiscito… Y también, los dos encuentros sindicales fronterizos contra el nazismo, donde nos encontramos fraternalmente unidos alemanes, polacos y checoslovacos. Yo era entonces Secretario de la Juventud de los Sindicatos Rojos de la región de Ostrava.

A principios de enero de 1933, la policía había irrumpido, como consecuencia de una delación, en el local donde yo hacía una exposición a una treintena de jóvenes comunistas sobre el derrotismo revolucionario. Fui detenido.

Después de tres meses de prisión preventiva, fui puesto en libertad provisional gracias a mi huelga de hambre, a las grandes manifestaciones de solidaridad organizadas en mi favor por la juventud y a las intervenciones de nuestro diputado Kliment con las autoridades.

Recuerdo cómo, a continuación, había logrado escapar de los policías encargados de detenerme para hacerme comparecer en el proceso en el que debía ser juzgado por atentar contra la seguridad de la República, y la decisión del Comité Central del Partido de hacerme pasar a la clandestinidad para escapar de un nuevo encarcelamiento de dos a cinco años.

De esta forma me encontré de nuevo ilegalmente en Praga. Debía tomar, en el momento oportuno, la Dirección Regional de la Juventud Sindical Roja. Por el momento, estaba siendo buscado activamente por la policía y mi seguridad en los últimos tiempos, estaba muy comprometida. Se multiplicaban los registros en las sedes del Partido y de los Sindicatos y los controles de identidad en los alrededores de los locales obreros. Los documentos de identidad que se me habían suministrado no habrían podido pasar un examen serio. Se decidió que marchase para Moscú.

Una mañana, hacia las nueve, un camarada me trajo un pasaporte y dinero, y me dijo que me preparara para salir inmediatamente. El itinerario previsto me obligaba a atravesar por Polonia. Era necesario atravesar Ostrava donde era muy conocido. Le indiqué que eso podría ser peligroso para mí. El me contestó: «Tienes que atenerte estrictamente a todas las instrucciones que te da nuestro aparato que sabe cómo se organizan los viajes al extranjero. Si te apartas de esas instrucciones y ocurre algo por ese motivo, tú asumirás toda la responsabilidad».

Una hora y media más tarde, ese mismo camarada me alcanzó en la sala de la estación cuando me disponía a comprar mi billete para Polonia. En el último momento, había transmitido mi observación al responsable del aparato técnico, que había encontrado por casualidad después de despedirnos: ¡no debía seguir aquel itinerario de ninguna manera! Me dio otra cita para las cuatro. Debía presentarme provisto de una maleta que contuviese mis objetos personales, marcharía aquella misma noche.

Le encontré en un café. Me dio un billete para Berlín, dinero para el billete de Berlín a Moscú y una hoja suelta sobre la que estaba estampado el visado soviético. Me recomendó que escondiese bien el visado, que no lo sacase más que en el control de la frontera soviética. Lo disimulé en la visera de mi gorra. Me dirigí rápidamente a la estación. El tren estaba ya en el andén. Deposité mi maleta en un compartimiento y me fui a los servicios para conocer mi nueva identidad: un pasaporte checo con un nombre alemán, Gerhard Baum. Parecía un poco ajado para ese pasaporte, pues no había tenido tiempo de afeitarme. La barba negra me envejecía. En aquellos días yo tenía diecinueve años. Sobre el pasaporte tenía apenas diecisiete.

Estamos a mediados de enero. El tren corre a través de la campiña invernal en dirección a la frontera alemana. Sentado en mi compartimiento, repito mentalmente mi nueva identidad, la justificación del viaje para el caso de que fuese interrogado y todas las instrucciones recibidas. Los viajeros que se encuentran frente a mí –un hombre y una mujer– me miran con curiosidad. Nos aproximamos a la última estación antes de la frontera. Se levantan y se preparan para bajar sin dejar de mirarme. No comprendo por qué. De pronto, el hombre me dice: «¿No desciende usted?». «No, yo continúo». «¿Y no tiene miedo a ir más lejos?». «¿Miedo? ¿Y por qué debería tenerlo?». «Usted va sin duda a Alemania, estamos muy cerca de la frontera». «Ya lo sé. Voy a Berlín, y desde allí todavía más lejos».

Entonces reparo en que mi aspecto físico, mis mejillas azuladas por una barba de dos días, que acentuaba mi aspecto semítico, es la causa de su miedo y extrañeza al verme entrar en Alemania.

El año anterior, estando en la cárcel de Ostrava, me había enterado por mis camaradas periodistas que gozaban de régimen político, de la llegada de Hitler al poder. Encarcelados en una celda vecina, recibían la prensa diaria, y me «telegrafiaban» cada mañana, por la tubería del retrete, las noticias del día. Pasábamos largos ratos discutiendo las perspectivas políticas y estábamos persuadidos de que Hitler no duraría más de un año. De aquí a entonces todo se habrá acabado y Alemania se encontrará ante una nueva elección, que no podrá ser otra cosa, a nuestro entender, que una república socialista.

Y he aquí que un año más tarde, dispuesto a franquear la frontera, Hitler sigue en el poder.

El control de pasaportes en el lado checo de la frontera pasa sin tropiezo. Del lado alemán, los policías atareados en registrar severamente a un hombre al que le habían encontrado periódicos socialistas prohibidos por los nazis, no prestan ninguna atención a mi persona. Entrada la noche, llegamos a Berlín.

Por todas las estaciones que atravesábamos, uniformes nazis y saludos nazis; es la primera vez que veo Alemania, desde que está bajo la bota nazi, desplegándose en un espectáculo que no conocía más que a través de los reportajes cinematográficos.

En Berlín tengo que cambiar de estación y comprar mi billete. Delante de la taquilla hay una larga cola de civiles, militares, hombres vestidos con el uniforme de las SA, y algunos otros enarbolando insignias nazis. Llega mi turno. Ante mi petición de un billete para Moscú, la taquillera extrañada me hace repetir la pregunta: «¡He dicho un billete para Moscú!».

Se aleja y permanece ausente largo rato. La gente detrás de mí protesta, la hora de su tren se acerca. Finalmente vuelve, se excusa en alta voz pretextando que la preparación de un billete para Moscú exige más tiempo que la de un billete ordinario. Eso da lugar a discusiones en la cola. La gente mira con extrañeza y curiosidad a ese joven viajero, que en enero de 1934, tomaba un billete –en Berlín– para Moscú.

¡Los camaradas del aparato técnico no estaban, sin duda, al corriente del precio del billete! Gasto todo el dinero, no me queda más que cincuenta pfennigs, ¡medio marco! No llegaría, en caso de que tuviese dificultades, para pagar el sello de una carta y aún menos para un telegrama. No he comprado ninguna provisión, ¿qué hacer? Continuar.

Me alegro de encontrar en un compartimiento, al hombre que había sido cacheado en la frontera. Estoy contento de estar con un compatriota. Era técnico en una empresa textil, se dirigía a Lituania para una estancia de un año.

Rodamos toda la noche. Evito toda conversación y hago como que no comprendo bien el alemán para no tener que conversar con los otros viajeros.

Después de haber atravesado el corredor polaco, llegamos por la mañana a Königsberg. El tren se vacía. Quedan muy pocos viajeros en el vagón. Mi compatriota me abandona durante la noche por un coche-cama. Nos acercamos a la frontera lituano-alemana. Aduaneros y hombres de paisano suben para controlar pasajeros y equipajes. El revisor se interesa por mi destino. Siguiendo las instrucciones que me han dado, respondo que voy a Riga para visitar a una tía que me ha ofrecido el viaje. «¡Sin embargo, tiene usted un billete para Moscú!». «Sí, aprovecho la ocasión para visitar también Moscú».

Me mira durante un buen rato antes de ir a buscar al aduanero. Este último se extraña al ver mi maleta casi vacía. Se alejan y vuelven con dos hombres de paisano que empiezan a interrogarme. Les repito exactamente lo mismo. Ellos quieren conocer la dirección le mi tía. Les doy sin vacilar la que había memorizado en Praga, extraída del anuario de la oficina principal de correos. Me interrogan sobre mi padre, sobre mi actividad. Con gran lujo de detalles les relato: este viaje, es la recompensa por haber pasado brillantemente un examen en el liceo. Pero lo que les intriga más es el porqué de mi viaje a Moscú, puesto que mi tía vive en Riga, por qué he sacado mi billete en Berlín en lugar de hacerlo cuando llegase a Riga. Mis respuestas, evidentemente, no les satisfacían. Me hacen desnudar completamente, diciendo palabras obscenas y provocativas que hago parecer que no las comprendo. Registran cuidadosamente mi maleta, mis zapatos (suelas y tacones incluidos) y las costuras de mi chaqueta. Empiezo a tener miedo: ¡con tal que no descubran el visado soviético! ¡La escena debía ser verdaderamente ridícula! Completamente desnudo en el compartimiento, pero con la gorra puesta. ¡A nadie se le ocurre la idea de quitármela para registrarla! En la frontera se bajan del vagón lanzándome una última andanada de groseras advertencias, entremezcladas con insultos en yiddish.

Doy un suspiro de alivio y me entretengo observando desfilar el paisaje. Atravesamos una naturaleza triste y monótona cubierta de un tapiz blanco. Estoy en Lituania. El tren parece de pronto galopar a toda velocidad. Más tarde, en el pasillo, un viajero, después de mirarme de hito en hito se dirige a mí:

"¿Usted fuma cigarrillos checos?».

Habla yugoslavo. Le digo que yo también soy checo, como mis cigarrillos. Tiene aspecto de estar de buen humor y entablamos conversación. Se instala en mi compartimiento. No tiene ni un duro en el bolsillo y me pide un cigarrillo. Mientras fuma, me cuenta que es yugoslavo; que ha trabajado cierto tiempo en Checoslovaquia; que luego se marchó al Canadá, de donde acaba de ser expulsado por actividades comunistas, que el Socorro Rojo le ha procurado un pasaporte en Viena, donde había sido enviado por el Partido Comunista Canadiense, y que con ese pasaporte ahora se dirige a la Unión Soviética como refugiado político. Le escucho extrañado y desconfiando pues temo una provocación; ¡encuentro que este hombre habla de esas cosas muy a la ligera! Es de edad madura, grande, fuerte, y se nota que tiene experiencia en la vida. Se interesa por mi destino. Le respondo como a todo el mundo: Riga.

Pasamos la frontera letona sin dificultad. Llegamos a Riga. Decidido a dar el esquinazo a mi compañero de viaje, me apeo con los otros viajeros y subo a otro vagón. Por la noche, en Daugavpils, regreso al vagón para Moscú que se encontraba al principio de la vía.

Al entrar en el compartimiento, la primera persona con la que me topo es mi yugoslavo. Me mira estupefacto: «¿Pero qué hace usted aquí? ¿Me había dicho que iba a Riga? Y además, le he visto perfectamente apearse en Riga». Le doy unas explicaciones embrolladas: que me había equivocado y que al fin y al cabo había decidido ir primero a Moscú y después a casa de mi tía en Riga.

Algunos rusos se unen a nosotros. Las formalidades fronterizas letonas han sido breves, el tren circula ahora a poca velocidad. La noche ha caído. Pronto los revisores soviéticos reemplazan a los letones.

He conseguido sacar hábilmente, sin que se notase, el visado de la visera de mi gorra e introducirlo en mi pasaporte.

Mi primer soldado del Ejército Rojo, un buen mozo con un gran capote de invierno que le llega hasta los tobillos, la gorra boudienny[37] con la estrella roja en la cabeza, pide los pasaportes. Me habían dicho que tenía que volver y devolverme mi visado soviético doblado; que ésa sería la señal de que todo iba bien y que podía continuar tranquilamente mi viaje. En efecto, aproximadamente un cuarto de hora más tarde, me devuelve mi papel doblado haciéndome el saludo militar.

Cuando mi yugoslavo ve aquello se pone a dar saltos de alegría y a hablar muy excitado. Repite a cada momento: «¡Komintern, KOMINTERN!» Me encojo de hombros: «¡No sé que quiere usted decir!» Realmente no consigo comprender la falta de discreción de mi compañero. Los dos viajeros rusos me miran a su vez atentamente. Seguimos sin hablar hasta Bugossovo. Aquí, debemos bajar del tren mientras se efectúa el registro de equipajes. He perdido las llaves de mí maleta. Mi amigo yugoslavo, en su entusiasmo, hace saltar las cerraduras diciendo que no hay necesidad de hacer perder tiempo a los soldados soviéticos. Instalados en el restaurante de la estación fronteriza, nos tomamos un té con mis cincuenta pfennigs. Era suficiente para beber un vaso de té, pero no para comer. Él tenía aún menos dinero que yo. ¡No tenía nada! Se tiene que quedar en Bugossovo, no ha encontrado el visado que tenía que estar allí, esperándole.

Le encontré algunos días después, en la escalera del Komintern. Me abrumó de reproches por no haberle dicho la verdad. Luego volví a verle varias veces en Moscú, y más tarde, después de haberle perdido de vista, en 1937 le encontré de nuevo en Albacete, en la base de las Brigadas Internacionales en España. Era capitán. Nos divertimos mucho evocando nuestros recuerdos comunes.

Durante el viaje, que dura todavía mucho tiempo, mis dos compañeros de viaje rusos me alimentan, mostrándose muy generosos conmigo. Hablan alemán y nuestra animada charla hace que parezca menos largo el tiempo hasta Moscú.

Este viaje me ha emocionado e impresionado mucho, no sólo porque era mi primer gran viaje al extranjero, sino porque iba a la Unión Soviética; país en torno al cual, desde mi infancia, giraban todos mis pensamientos, toda mi actividad política. Me encontraba en el país del que había oído hablar tan a menudo a mi padre, a camaradas que habían vivido o estudiado en él, a los que lo habían visitado como turistas. También conocía la URSS a través de mis lecturas, y la amaba. Ahora, iba a conocerla personalmente, a ella y a su pueblo.

Un frío tremendo me sorprende a mi llegada a la estación de Moscú. ¡Mi abrigo checo de entretiempo no está hecho para afrontar las temperaturas del invierno moscovita! Me separo de mis dos compañeros soviéticos, a los que esperaban sus familias, y me dirijo hacia la sala de espera donde Mirko Krejzl, representante en aquellos tiempos de la Juventud Comunista Checoslovaca en el KIM, tenía que venir a recogerme. Miro con curiosidad a la gente que me rodea, a los soldados vestidos con diferentes uniformes que van y vienen. Trato de captar algún fragmento de sus conversaciones. Transcurre un buen rato. Nadie viene. Comienzo a impacientarme y a pasearme nerviosamente. ¡Mira!, ¡aquí vienen mis dos viajeros acompañados de sus familias! Me ven y después de un momento de vacilación se dirigen hacia mí. «¿A quién espera usted?».

Les explico que la persona que yo debía encontrar en la estación no había venido. Después de hablar entre ellos me dicen que van a la cafetería. Al poco rato volverían para ver si estaba todavía allí, y si nadie había venido entre tanto, ellos se encargarían de conducirme a la dirección que yo tenía.

Estoy un poco preocupado: las instrucciones son precisas. Me ordenan no confiar a nadie el destino de mi viaje. Sin embargo, cuando media hora más tarde les veo volver, siento un gran alivio, me sentía perdido en aquella muchedumbre desconocida. Me proponen llevarme primero a su casa para alimentarme.

Al salir nos encontramos con una tempestad de nieve. Se adivina más que se ve, una gran plaza sumergida en la espesa sombra de la noche. A unos treinta metros, una lámpara de acetileno colgada en un farol, balancea a merced del viento una pálida luz. Los trineos se deslizan rápidamente con ruido de gritos y latigazos. Abro mucho los ojos: son las troikas, tal como yo me las había imaginado, con los izvochtchiks enguantados, envueltos en su gran hopalanda[38] y cubiertos con su tocado de pieles. El viento glacial nos sopla a la cara grandes copos de nieve. Nos montamos en un trineo y por las oscuras calles del Moscú de aquellos tiempos, nos conduce a la casa de mis nuevos amigos. Allí, por primera vez, entro en contacto con la amabilidad, la hospitalidad de los rusos. No me siento extranjero en medio de toda la familia que me rodea, aunque comprendo poca cosa de lo que dicen. Hago una verdadera cena a la rusa, con gran abundancia de entremeses y vodka, y cuando llega la hora de marcharme casi lo lamento. La hija mayor, que habla un poco de alemán, se ofrece para acompañarme. Me pregunta: «¿Dónde debo conducirle?». Aunque me contrariaba, no tuve más remedio que decirle: «¡Al Komintern!» Se muestran sorprendidos, pero parecen comprender mi discreción. Tomamos un tranvía, transbordamos dos veces durante el trayecto y finalmente llegamos a la plaza del Manége. Ella sabe que esta cerca de aquí, pero no conoce el lugar. Se dirige a un miliciano que estaba de centinela delante de un edificio. Encogiéndose de hombros responde: «¡No sé!» Insistimos, pero no sabe responder más que: «¡Nieznyou! ¡No sé!».

Permanecemos desconcertados por unos momentos, luego, justo detrás del miliciano, distinguimos en una placa la inscripción: «Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista».

He alcanzado el destino de mi viaje.