Capítulo I

Fue en el curso de una noche. Después de horas y horas de preguntas. Muy nervioso, el referent me dice: «Hábleme de su pasado, de su trabajo de antaño en su juventud. En fin, cuénteme su biografía».

Me sorprendo al principio. ¿En qué puede interesar mi biografía a este referent, dada la imagen que ellos quieren presentar de mí con todas esas acusaciones abracadabrantes con las que me agobian? Supongo que el referent está fatigado y trata, con este sesgo recuperarse un poco. Me equivoco. Voy a descubrir que se trata de una nueva táctica, un travestismo, una caricatura de ese método de control empleado por los responsables de cuadros del Partido, que consiste en provocar la repetición del relato de un período discutible, para descubrir, por confrontación, las alteraciones eventuales de la verdad. Aquellas dos semanas, día tras día, veinte horas seguidas, deberé contar mi vida, desde mi infancia hasta aquel veintiocho de enero de 1951, en el que dos coches me bloquearon y fui secuestrado, en la calle, en pleno Praga. Durante dos semanas la misma repetición. Hace ya seis meses que estoy entre sus manos, pero todavía no me he enterado de que he entrado en el mundo de la repetición fastidiosa hasta la náusea, de protocolos, de actas, de papeluchos, de firmas. He empezado a «confesar», pero en sentido literal, aunque el contenido de mis confesiones no tenga sentido común. No sé a qué nivel he llegado. Estoy haciendo en cierto modo mi aprendizaje. El aprendizaje de una actividad absurda, devoradora, destructiva: la fabricación de las confesiones.

Todo esto comienza como un cansancio de mi inquisidor y como un alivio para mí. Contar mi vida. Eso deberá evitarme, al menos por algunas horas o tal vez más, ser acosado sin tregua ni descanso con preguntas odiosas, idiotas, que me descuartizan, me degradan, me confunden, y que al mismo tiempo no puedo ignorar. Voy a hablar de mí. Encontrarme de nuevo a mí mismo. Salir de este caos que me mina. Ser yo. Y no ese rompecabezas de mentiras, de retazos de verdades, monstruosamente empalmadas, apañadas, ensambladas en una imagen innoble.

Comienzo mi relato. El hombre no parece prestarme atención. Dormita con los párpados entornados, manifiesta un instante de interés y después, nuevamente, se hunde en su somnolencia, de hecho como si se tratase para él solamente de pasar el tiempo.

Me sumerjo en mi pasado con una especie de devoción, como si el desfile de mis recuerdos dejase las grietas de mi celda para acompañarme a este lugar de los interrogatorios. Me entrego a ese mundo de luz y de fraternidad que me ha abandonado tan cruelmente desde que estoy en manos de los referents. No hablo para contestar a las preguntas, sino más bien para mí mismo, para Lise y mis hijos, para los míos; para mis camaradas, mis amigos más cercanos, más queridos. Como si, después de todos estos meses, me fuese concedida la ocasión de justificarme con la ayuda de mi propia vida.

De cinco hermanos y hermanas, hemos sobrevivido dos a la masacre de mi familia por los esbirros de Hitler. Mi regreso al país inquietaba a mi hermana Flora, que vive en Nueva York. «El día que ahorquen en Praga, habrá seguramente un farol para ti…» me escribía por entonces.

Desde luego, también tengo al hablar de los míos, esa emoción de ser uno de los supervivientes, aunque quizá no sea por mucho tiempo, como si se me ofreciese una última ocasión para justificarme…

Mi padre, Emile, era el quinto de los ocho hijos de un empleado de ferrocarriles de Moravia, en tiempos de la monarquía austrohúngara. La miseria dispersó muy pronto a su prole «por el mundo» como se decía entonces. Cuando cuento eso, busco la fuente de lo que soy ahora.

Y esa fuente es de agua clara. Las primeras cosas que supe de la edad adulta de mi padre, fueron que trabajaba como operario sindical en Viena y que había dado su adhesión al Partido Socialista. Esto ocurría a finales de los 90. Luego vivió en Suiza, donde hizo lazos de amistad con algunos refugiados políticos rusos. Frecuenta también los círculos anarquistas, con los cuales simpatiza, juzgándolos más auténticamente revolucionarios que los socialdemócratas; respetaba el valor físico de Bakunin y tenía consideración por Kropotkin, de quien conocía todos sus escritos. Sin embargo, no compartía la ideología fundamental de la anarquía.

A principios de siglo se embarcó para América, donde se reunió con dos de sus hermanos mayores. Allí mantuvo un contacto fraternal con obreros anarquistas, a pesar de haberse convertido en miembro activo de los grupos socialistas.

América le maravillaba: un país joven, en pleno vuelo hacia delante, con perspectivas fantásticas y un poder estupendo de absorción y de amalgama de todos los emigrados del globo.

Después de haber soportado el yugo de poderes reaccionarios, sufrido miles de vejaciones y miserias en los campos de la vieja Europa, los hombres como mi padre, al llegar allí, se sentían hombres libres, decididos a luchar por sus derechos. En aquella época existía en EE.UU. un potente movimiento obrero socialista. Mi padre aprendió rápidamente el inglés, y con la ayuda de su sed de conocimientos –hasta el fin de su vida sería un autodidacta– estudió la literatura, la poesía y la historia del país. Me acuerdo que podía recitar de memoria poemas de Whitman, pasajes de discursos o escritos de Paine y de Jefferson. En su pequeña biblioteca guardaba con amor las obras completas de Heinrich Heine, su poeta preferido.

En Nueva York conoció a mi madre, que había venido con su hermana a EE.UU. desde lo más recóndito de su provincia eslovaca.

Durante el día, trabajaba de doncella en un hotel, y por la noche en la cocina de un gran restaurante. Fue allí donde mi padre la encontró cuando, estando en paro después de una huelga en la Ford, donde trabajaba como tapicero y guarnicionero, se contrató como lavaplatos a la espera de encontrar un trabajo de su especialidad.

Se casaron en Nueva York y poco después nació mi hermana Flora. Se benefició así de la doble nacionalidad, y pudo solicitar y obtener un pasaporte americano después de la entrada de los alemanes en Ostrava en 1939. Se refugió en los Estados Unidos librándose de esta forma de una muerte segura en los campos nazis.

A continuación, mis padres regresaron –lo que lamentaron frecuentemente– al país. América fue la gran época de su vida. Evocaban y adornaban sin cesar sus recuerdos de entonces, aunque su vida, llena de trabajos y de luchas, no hubiese sido siempre fácil.

Hablaban entre ellos siempre en inglés de las cosas importantes de las que querían excluir a los niños. En aquella lengua de sus amores se sentían más cerca el uno del otro.

Cuando se declaró la guerra mi padre se marchó al frente. Mi hermana Flora y mi hermano Jean habían nacido ya. Oskar vino al mundo al principio de la guerra; Juliette y yo mismo fuimos concebidos durante los permisos.

Mi padre fue destinado como camillero al frente ruso. A causa de una herida y de su mala vista, al final de la guerra fue a parar a un hospital como enfermero. En contacto con los prisioneros rusos, en favor de los cuales organizaba acciones de solidaridad, se familiarizó con los elementos bolcheviques. Abrazó la causa de la Revolución de Octubre y fue un ardiente propagandista. Fichado en las listas negras del ejército austrohúngaro como sospechoso político, atravesó, sin embargo, la tormenta sin tropiezos.

La guerra fue dura para nosotros. Éramos ya cinco niños en 1916. Mi único recuerdo de esa época data de poco antes del armisticio, cuando tenía tres años y medio. Una tarde que estábamos acostados mi hermano y yo, uno al lado del otro, atacados ambos por la varicela, el cabello rapado a causa de los piojos y cubiertos de costras, mi abuelo el ferroviario vino a visitarnos. Sacó de su cartera tres terrones de azúcar para cada uno. Era la primera vez que degustaba una cosa tan buena y he guardado siempre el recuerdo de la blancura de esos pequeños rectángulos y del sabor del azúcar roída poco a poco, para hacer durar el gusto.

La posguerra no fue demasiado fácil para nosotros. Mi padre trabajaba como obrero. Tenía siete bocas que alimentar. Demasiado para un pequeño salario. Ocupábamos en Ostrava un alojamiento de dos habitaciones y una minúscula cocina.

Esa ciudad era ya un centro industrial muy importante, con decenas de minas de carbón, de fábricas de coque, de fábricas de productos químicos, de fábricas siderúrgicas, algunas de las cuales se contaban entre las más grandes de Europa.

Desde su regreso de la guerra, mi padre consagraba todo su tiempo libre a la actividad política. A menudo chocaba con sus patronos y perdía su trabajo, lo que le decidió a establecerse por su cuenta. Alquiló un tenderete en el patio de una casa próxima. Creía que siendo artesano estaría más libre. Y efectivamente, empezó a militar todavía más. Tomaba a menudo la palabra en las reuniones públicas, escribía artículos en la prensa socialista.

Era la época de la gran disputa por la adhesión de los Partidos Socialistas a la III Internacional y de la constitución de los Partidos Comunistas. Como él era miembro desde hacía mucho tiempo de la izquierda socialista, se encontró de forma natural, entre los fundadores del Partido Comunista en su ciudad y en el país.

Boicoteado por la buena sociedad y por la comunidad judía que le consideraba un traidor, porque era ateo y militante de las organizaciones antirreligiosas, mí padre encontraba trabajo muy difícilmente. Y ese trabajo le procuraba muy poco: reparaba colchones, somieres y sillones de trabajadores. La mayor parte de sus clientes, financieramente limitados, le pagaban en plazos irregulares. Cada fin de semana se repetía la misma escena en nuestra casa: mamá gruñendo, enfadándose y no sabiendo cómo cuadrar su presupuesto. La familia de mi padre le consideraba como un iluminado que dañaba la reputación de todos los suyos. Sus hermanos, menos empobrecidos, se sentían poco inclinados a ayudarle. Mi tío Zigmund, con el que estaba más unido, no dejaba de sermonearle antes de consentir en prestarle la suma que le permitiese retirar de la casa de empeño su única máquina de coser, en prenda o embargada por el usurero por la falta de pago de las deudas.

Hablando con mi padre fue cuando oí por primera vez los nombres de Bebel, Liebknecht, Rosa Luxemburgo, de los spartakistas, de los bolcheviques rusos, de Lenin, de Lounatcharsky, de Trotsky, de John Reed, de la Comuna de Cantón, de Shanghai. Por él conocí a los veteranos del movimiento socialista de EE.UU.; le gustaba evocar a Tom Munley. Participé, a su lado, en las primeras manifestaciones callejeras, con mi manita infantil agarrada a la suya.

Me hizo leer a Heinrich Heine. Fue él quien me mostró, cuando aún era muy joven –trece años y medio– el camino que conducía a las Juventudes Comunistas. A esa edad empecé a trabajar, pues en nuestra familia sólo podía estudiar uno de los hijos, y eso a costa de muchos sacrificios. Nuestro estudiante fue Oskar, que tenía un año más que yo. No llegó a terminar sus estudios. Murió a los veinte años.

Mi padre era muy popular en la ciudad, donde era llamado «el viejo bolchevique». Todas las tardes, en torno a él, delante de la puerta de casa, un grupo de personas debatía los problemas de actualidad: adversarios, socialistas, comunistas. ¡Y esos debates eran muy animados!

A pesar de su actividad, mi padre sólo había tenido dificultades con las autoridades en dos ocasiones: la primera durante un mitin al aire libre, porque se había negado a descubrirse cuando tocaron el himno nacional. Entonces había declarado que el único himno ante el cual él se quitaba el sombrero era La Internacional. La segunda vez fue por mi causa. Era una noche de invierno, en febrero de 1923, hacia las dos de la madrugada, la policía hizo irrupción en nuestra casa para detenerme. Mientras me vestía antes de salir, me puse bajo la mirada atónita de mi padre, su abrigo en lugar del mío. Pero no dijo nada. Yo había actuado así, porque en el mío se encontraba todavía cierta cantidad de panfletos, cuya distribución era el motivo de mi detención. Cuando tuve que vaciar mis bolsillos en la prefectura, ante los objetos heteróclitos que sacaba, los inspectores comprendieron enseguida que aquel abrigo no era el mío, sino el de mi padre.

Volvieron rápidamente a casa para traer el mío, pero mi padre había comprendido y después de que nos marchásemos, vació los bolsillos de todo material comprometedor. La policía hizo un registro en regla tratando en vano, de intimidar con amenazas a mi padre.

Vi a mi padre por última vez en Moscú, en el verano de 1935, después de la muerte de mi hermano Oskar. No conociendo la fecha de su llegada, mi mujer y yo estábamos justamente aquel día en el mitin de la aviación que se celebraba en el aeródromo de Touchino. Nos vimos obligados a regresar a pie ante la escasez de medios de transporte. Le habíamos encontramos dormido, sentado en una banqueta, en la antesala de nuestro hotel. Había envejecido mucho. Su sonrisa reflejaba la alegría de verme y de conocer a mi mujer. Para vernos se había inscrito en un viaje organizado. Todo le interesaba. Yendo y viniendo por las calles, era preciso que respondiese sin cesar a las mil y una preguntas que le provocaba el descubrimiento de ese mundo, que sólo había conocido hasta entonces, por sus lecturas y por su propia imaginación. Muchas veces no sabía cómo contestarle.

"¿Por qué aún hoy en día, dieciocho años después de la Revolución, a pesar del calor tórrido, llevan tantas personas botas de fieltro? ¿Por qué cuesta un dólar una naranja en mi hotel del Intourist?”

Y provisto de un lápiz y de su cuadernillo quería anotarlo todo: los precios de los alquileres, los salarios de las diferentes categorías de trabajadores, el precio de las localidades de los teatros, de los libros, las posibilidades ofrecidas a los niños para la educación superior.

Recuerdo todavía la imagen del joven propagandista de la caseta del Birobidjan, en el Parque de Cultura Máximo Gorki, desbordado por todas las preguntas que mi padre le planteaba y sudando la gota gorda: «¿Para qué sirve ese Birobidjan?[35] Puesto que el comunismo no reconoce el judaísmo como una nacionalidad, y puesto que estamos en contra de la emigración a Palestina, ¿por qué se hace aquí lo mismo con el Birobidjan? ¿Y cuáles son allí las condiciones…?».

Al fin el muchacho le rogó a mi padre que volviese al día siguiente y que entonces le daría respuestas por escrito a todo lo que le interesaba: libros, periódicos… Pero mi padre no estaba satisfecho.

Se preparaba concienzudamente para dar conferencias cuando llegase a Ostrava, en el marco de la Asociación de los Amigos de la URSS, a fin de rendir cuentas, objetivamente, de lo que había visto durante su viaje.

Era la realización de un gran sueño: pisar con sus pies la Plaza Roja, ir a ver a Lenin en su mausoleo, contemplar los muros del Kremlin con las tumbas de los grandes revolucionarios, conocer Moscú, respirar el aire del país que había realizado la primera Revolución…

No todo le había gustado. Había cosas que no comprendía. Pero en conjunto estaba contento. Cuando se despidió de nosotros estaba triste. ¿Cuándo nos encontraríamos de nuevo? Mi mujer habría de verle otra vez, cuando se detuvo en Ostrava en su viaje de regreso a Francia, en 1936, donde se detuvo para entablar conocimiento con mi familia. En cuanto a mí, no volví a verle nunca más, ni a él, ni a mamá, ni a Jean, ni a Juliette…