Capítulo IX

Repentinamente, la llave gira en la cerradura. El guardián me tiende la toalla para que me vende los ojos. Esperaba que me dejarían tranquilo hasta la hora de la comida. Mi ilusión no ha durado mucho tiempo. Hoy viernes, habrá una distribución de sopa de harina, infecta por supuesto, pero caliente. Yo que pensaba poder calmar mi hambre y sobre todo calentarme.

Al llegar a la puerta enrejada del corredor, el guardián me suelta y otra mano me coge. Es una mano que ya conozco, pero no es la de mi referent. Trato de adivinar quién me conduce y hacia qué despacho me dirige. Ya está, ahora ya sé quién es. ¡Smola! Le he reconocido por su manera de empujarme contra el muro mientras abre la puerta.

Me quitan el pañuelo y, en efecto, me encuentro frente a él. Está sentado detrás de su mesa de despacho. Con una voz muy calmada me dice: «Vamos a escribir un acta sobre Fritz Runge. Es inútil subrayar que debe usted decir absolutamente todo lo que sabe sobre él».

Estoy atónito. ¡Hasta ahora siempre se ha negado a escribir un acta sobre mí! ¿Entonces, por qué un acta sobre Runge, que es uno de los colaboradores de la Sección de Prensa del Ministerio de Asuntos Exteriores? Y además, ese tono tranquilo, educado… ¿qué esconde?

Smola comienza el interrogatorio: primero los datos de su situación civil. Y ahora: ¿cómo he conocido a Runge? Escribe. Todo parece normal y el procedimiento regular. Yo respondo conscientemente y con precisión. Pero he aquí que ahora, Smola formula él mismo en alta voz el texto que mecanografía: «Ha colaborado durante largos años en el servicio de prensa de la Internacional Comunista…» Y luego siguen unas consideraciones que no tienen nada en común con lo que yo le dicto.

Sus consideraciones son todas adversas para Runge. Le interrumpo: «¡Jamás firmaré semejante acta!».

Cae entonces en un furor sin nombre y comienza a golpearme violentamente. Luego, agarrándome por los hombros, me sacude contra el muro. La sesión de brutalidades dura mucho tiempo. Smola no se para hasta que me ve escupir sangre. Parece, entonces, un poco inquieto y me hace enjuagarme en el lavabo y limpiarme las huellas de sangre que manchan mi mono. Al día siguiente comienza la misma sesión, acompañada de las mismas agresiones. Es mi último interrogatorio con el comandante Smola. Ha fracasado en su tarea de hacerme «confesar», ya que hemos entrado en el sexto mes de mi detención y de mi «acondicionamiento». De aquí, sin duda, su último estallido de odio contra mí.

Soy transferido al grupo del capitán Kohoutek. A guisa de bienvenida este último me dice: «Usted ha liquidado una buena docena de referents. Hemos decidido comenzar de nuevo con usted los interrogatorios desde el principio. No tenemos prisa. Tenemos un número suficiente de referents para irlos relevando, incluso si esto tiene que durar un año más. Un día u otro terminará por confesar lo que se pretende de usted. Estamos lejos de haber agotado todos nuestros métodos. ¡Usted no sabe el «tiovivo» que le espera!».

Smola tenía unos cincuenta años, sienes canosas, mentón ganchudo, mirada de un gris metálico y el comportamiento de un fanático. Me trataba constantemente como a un enemigo, con unos excesos de odio y violencia sin freno. Cuando practicaba los buenos modales –haciendo un llamamiento a mis sentimientos de comunista– me daba cuenta enseguida de que recitaba una lección. Era, sin embargo, el único momento en el que salía un poco de su comportamiento de máquina de obtener confesiones. El resto del tiempo no manifestaba jamás una opinión personal, permaneciendo sordo a todo lo que no cuadraba con su misión.

Yo tenía tal aversión por ese personaje obtuso y cruel, que si hubiese continuado con mis interrogatorios, creo que me habría negado a firmar aunque reventase, aunque sólo hubiese sido por hacerle frente hasta el final.

Kohoutek era exactamente a la inversa de Smola. Un poco más joven, llevaba bien su cuarentena que le engordaba un poco, pero con elegancia, ya fuese en uniforme de capitán o con el traje de civil. Había en él un vendedor profesional, indiferente a las cualidades de la mercancía que no entra en la transacción. Jamás grosero ni brutal, fuesen cuales fuesen sus palabras o sus gestos, y no manifestaba ninguna animosidad, planteando incluso preguntas de cortesía al detenido sobre el estado de ánimo, la salud y la familia. Me doy cuenta pronto de que no cree en absoluto en su trabajo y que se plantea las cosas con un crudo cinismo. A su entender, el asunto constituye una etapa política: el Partido debe hacer tabla rasa con las faltas y las insuficiencias que le molestan. Para eso servirá el proceso. Permitirá al mismo tiempo dar un salto hacia delante, desembarazando al Partido de cierto tipo de hombres que eliminará del poder y de los puestos de responsabilidad.

Kohoutek, no prevé una verdadera eliminación física. La eliminación es política. No es, probablemente, precaución de lenguaje, sino su manera de justificar lo que hace: «Si usted se hubiese quedado en Francia –me dice, por ejemplo– habría continuado siendo un militante de gran valor en ese país capitalista. Pero los hombres como usted, con su pasado, sus ideas, sus relaciones internacionales, no están hechos para un país que construye el socialismo. Se le debe apartar. Cuando el momento difícil haya pasado, el Partido podrá ver de nuevo su caso y encontrar una solución que le permita vivir sin desempeñar, por supuesto, un papel político…».

Pero Kohoutek tiene más de una cuerda en su arco. Sabe usar guantes de seda y sacar garras aceradas. Ciertamente hay en él un gato que juega durante largo rato con el ratón. En todo caso, el principio del juego, el «tiovivo» como él dice, comienza. Los interrogatorios duran veinte o veintiuna horas seguidas. Permanezco siempre de pie. Conducido a mi celda, no me está permitido tenderme; ni hablemos de dormir. Después de más de cinco meses de un régimen inhumano, el «tiovivo» de Kohoutek acaba conmigo.

Pero más grave aún, su cinismo me afecta. Lo que deja entrever de una maquinación política tramada a nuestras espaldas…

Sabré más tarde, que Kohoutek había sido el comisario de policía encargado de la represión anticomunista, precisamente en mi ciudad natal de Ostrava. Había llevado acabo pues, bajo dos regímenes diferentes, el mismo trabajo contra la misma gente… ¡Debía divertirse a sus anchas!

Yo contaba hasta ahora, en cierto modo, con ese famoso proceso contra el «grupo enemigo de los voluntarios veteranos trotskistas de las Brigadas Internacionales», que Smola y sus referents habían fijado como fecha aproximada para mayo o junio. Todos mis esfuerzos, tendían a poner en práctica mi intención de proclamar mi inocencia en esa ocasión, y de desenmascarar los métodos criminales utilizados por la Seguridad contra nosotros. Comenzaba a creer que podía aún ser salvado por un milagro. Estaba ya convencido de que la multitud de camaradas que conocen nuestras actividades no se dejarán engañar; que pedirán explicaciones y no permitirán nuestra condena… ¡que sería igualmente la suya!

Y además, de todas formas, ese proceso habría marcado el fin de la vida abyecta y degradante que me hacen llevar desde hace cerca de seis meses y que poco a poco me transforma en una bestia humana. Ahora bien, ahora que llego al final del plazo, Kohoutek ya no habla de la obligación de tal proceso. Lo peor es cuando saben que ya no hay nada que les pueda ayudar. Y ahora me encuentro en ese caso…

Por otro lado siempre, siempre, vuelve la amenaza de juzgarme a «puerta cerrada» y como única salida, ¡la cuerda! Esto significa ser exterminado en la sombra y llevar para siempre la deshonrosa marca del traidor, sin la esperanza de que la verdad estalle un día puesto que ¡los muertos no hablan!

¿Debo pues, aceptar una muerte semejante negando hasta el final? ¿Quién puede aceptar morir así? Solamente cuando el hombre dona su vida por una causa exaltadora, conscientemente elegida, su sacrificio tiene sentido.

Para el que está vivo, subsiste el rayo de esperanza, débil sin duda, pero destello a pesar de todo, de poder un día hacer brillar la verdad y su inocencia. Pues en lo más profundo de uno mismo, se conserva la esperanza de que las cosas no quedarán así y de que un día se darán las condiciones para restablecer la verdad.

El dilema que se me plantea es atroz: me he encontrado antes de la guerra delante de la policía y de los tribunales checoslovacos; durante la ocupación, frente a la Brigada Especial Antiterrorista y con el Tribunal del Estado Francés. He conocido los campos de concentración nazis. Pero aquí estoy en mí país, en la República Popular Democrática de Checoslovaquia; los hombres que están delante de mi actúan en nombre del Partido, en nombre de la Unión Soviética. Es fácil luchar contra un enemigo que conocemos. En la batalla contra el enemigo de clase o los invasores nazis, el heroísmo es natural. En mi juventud, en España, durante la clandestinidad, ante la policía, en las prisiones y en los campos de concentración, siempre he dado prueba de coraje, y no he vacilado nunca ante el peligro, lo que me ha valido la confianza y el afecto de todos mis camaradas.

Pero me encuentro aquí por voluntad de mi Partido. Ha sido un miembro de la Oficina Política, el que me ha dicho: «¡Se te aniquilará con tu confesión o sin ella!».

¿Puede uno batirse contra semejante adversario? Cada uno de mis gestos, de mis negativas a realizar las «confesiones», es interpretada como la continuación de mi lucha contra el Partido, como la actitud de un enemigo encarnizado que, incluso después de su detención, rechaza hacer una enmienda honorable confesando sus faltas. En tales condiciones, para un comunista, querer probar su inocencia no es solamente imposible, sino que plantea un caso de conciencia, pasmoso, absurdo, pero apremiante: ¿Aceptas firmar las «confesiones,?». ¡Entras a los ojos del Partido en el camino de tu redención! ¿Te niegas a firmarlas porque eres inocente?, ¡entonces eres un culpable empedernido a quien debe liquidarse sin piedad!

Kohoutek sabe jugar con mis sentimientos de fidelidad al Partido, así como con la culpabilidad que siento desde que Field se ha desvelado como espía, en el curso del proceso Rajk. «¡Señor London! Usted sabe que Szonyi ha sido condenado a muerte por espía en el proceso Rajk. ¡No había recibido más que trescientos francos suizos de Field! Y usted, ¿cuánto ha recibido?…».

Me envuelve con sus silogismos: «El que cuece pan, es un panadero. Usted que está a la cabeza de un grupo de hombres que se confiesan culpables de una actividad trotskista, ¿qué es usted objetivamente? ¡Responsable de un grupo trotskista! El responsable de un grupo trotskista, ¿qué es? Un trotskista también».

Y subraya añadiendo: «No sea ingenuo. Usted conoce las confesiones de Zavodsky, Svoboda, Holdos, Dora Kleinova, Hromadko, los testimonios abrumadores de Nekvasil y Stefka, así como el montón de cartas de acusación que hemos recibido contra usted. Aunque no haya hecho nada, sus coacusados se han confesado culpables de un dilatado trabajo enemigo en los sectores más decisivos del Estado: Partido, Seguridad, Ejército. Usted es su responsable, según afirman todos. Incluso usted no puede negarlo. Así pues, los crímenes que han cometido recaen sobre usted, incluso si subjetivamente no fuese usted culpable. Su única salida, y su deber, es someterse a la gracia del Partido. ¡Hasta ahora su actitud es la de un enemigo recalcitrante, tiene que cambiarla!».

«Su única salida…» He llegado a tal grado de agotamiento físico que este término de «salida» ya no es para mí un término figurado. Pero sobre todo, Kohoutek, ha sabido desgastarme mentalmente. Ha sabido encerrarme en una operación política, quitarme toda esperanza de poderme batir. Puede que él, o los maestros de ceremonias, hayan calculado que quitándole todo el sentido a mi resistencia la minarían mejor, y no tratando de romperla. Verdaderamente no veo ninguna salida por ningún sitio. Cuando uno ve que su esfuerzo no tiene objeto, es cuando la lasitud le alcanza. He llegado a pensar que mi obstinación prolonga mi suplicio.

Un día de julio, al borde de mis fuerzas, acepto firmar mi primera «confesión»: «Puesto que los voluntarios veteranos de las Brigadas Internacionales, reconocen ser trotskistas y traidores, el hecho de haber sido su responsable me coloca en el mismo nivel que ellos. Puesto que Field es un espía y yo he estado en contacto con él, soy objetivamente culpable».