Capítulo VIII

La puerta de la celda acaba de cerrarse, una vez más, con estrépito detrás de mí. Automáticamente me pongo a caminar. Sobreponiéndome al dolor de mis pies, me esfuerzo en acelerar el ritmo de mis pasos para tratar de calentarme. Aunque estamos ya a finales de junio, sigo teniendo frío. Los referents están en mangas de camisa y yo tirito.

Un silencio sepulcral reina en la prisión, interrumpido solamente por el ruido de la mirilla que ase abre y por los cuchicheos furtivos de los guardianes.

Trato de imaginarme a mis amigos encerrados en celdas parecidas, torturados por los mismos pensamientos, presos de la misma desesperación. Me figuro lo que esta detención injusta, estos métodos inhumanos y criminales, han podido hacer de ellos, enseñándoles el odio y haciéndoles maldecir la vida. Su adhesión al Partido respondía a la aspiración a una vida más fraternal y más justa. Habían luchado por ello sin tregua hasta el día en que…

Me los imagino intentando, como yo, huir del presente refugiándose en sus recuerdos, ese tesoro que es únicamente nuestro y que nadie puede robarnos.

Cuatro pasos hasta el muro, media vuelta, cuatro pasos hasta el otro muro… Las fisuras de las paredes sobre las cuales dirijo invariablemente mi mirada, toman poco a poco forma Humana. Primero, como un juego, me dedico a reconstruir los rasgos de mis camaradas de combate. Y luego, ¡la locura atropella a la ficción! Las grietas se ensanchan hasta dejarles paso. Como en un alumbramiento, primero aparecen sus cabezas: me sonríen, luego sale su cuerpo. Están aquí, cerca de mí, llenan mi celda; caminan a mi lado y conversamos largamente.

Nuestro combate, el objetivo buscado incansablemente, ¿conserva su valor? Lo confrontamos con lo que hacen de mí y de mis coacusados los inquisidores de esta prisión. Ellos asienten con la cabeza. Lo mismo que no puedes desprenderte de tu pasado, donde te refugias sin cesar para olvidar el presente, tampoco puedes renegar de tu vida con todo lo que ha comportado de coraje, de luchas, de amistades…

De esta forma, entre los interrogatorios mi celda ha llegado a ser un asilo en donde encuentro de nuevo a mis compañeros. Debo hablar en voz alta, puesto que la puerta se abre a veces y un guardián irritado me interpela: «¡Acabe con ese cachondeo de hablar a las paredes!» Uno de ellos hará incluso un informe sobre mi extraña conducta.

Por lo tanto, a pesar de mi obsesión por la locura que me acecha, me alegro cada vez que me encuentro rodeado de mis camaradas…

¡Richard! Ya no recuerdo cómo entré en relación con él. Era en París, a finales de 1939. Sabía que era alemán, que había ocupado cargos importantes en la Internacional Comunista, que estaba sin documentos, sin ningún enlace, en una situación muy difícil. Era la guerra…

Cuando le vi por primera vez, su gran envergadura, su cabeza leonina, su espesa cabellera estriada de cabellos blancos, su mentón voluntarioso, la expresión enérgica de su mirada azul y penetrante, atemperada por una expresión amistosa y un aire de gran bondad, me impresionaron mucho.

Tenía que dejar el apartamento donde se escondía. Sin embargo, su suerte no le inquietaba. ¡Ya había pasado por otras! En cambio, su vida de recluso, su soledad, durante días y semanas enteras, su completa inactividad, él que desde su juventud había dado prueba de una actividad desbordante, le afectaban.

Rápidamente encontramos amigos comunes de una época todavía reciente: la de España. Supe que él era el famoso Richard, dirigente de guerrilleros en el Ejército Republicano, de todos los grupos de sabotaje que volvían a la zona franquista para los reconocimientos, y también responsable de acciones políticas…

Le prometo ocuparme de él y volver a visitarle muy pronto. El Partido Comunista Francés ignoraba su existencia, desconfiando al principio, se negó a tomar contacto con él. Así que le tuve que ayudar por mis propios medios, procurándole un poco de dinero, informándole sobre los acontecimientos, pues no hablaba ni una sola palabra de francés, lo que hacía su situación más penosa.

Le trasladé al distrito catorce, a casa de una pareja de carteros. Sólo se podía quedar por poco tiempo: el alojamiento era muy pequeño, y además, sus inquilinos militaban también, y las redadas y detenciones muy numerosas en aquella época, hacían precaria su seguridad.

El Partido Francés, habiendo podido verificar la identidad de Richard, estuvo de acuerdo en tomarle a su cargo, pero en aquellos momentos no podía alojarle ni procurarle los papeles necesarios. Me pidió pues, que continuase ocupándome de él hasta que se encontrara el medio de hacerle reunirse con el Komintern.

No era fácil encontrarle un escondite. Muchos camaradas eran por entonces clandestinos.

Y además, un escondite… ¡para un alemán! Finalmente encontré uno en casa de un metalúrgico francés de la Renault, vivía solo en una barraca hecha de tablas en aquella zona, cerca de la puerta de Saint-Ouen.

Sus condiciones de vida eran muy difíciles; no debía hacer ningún ruido ni asomar jamás la punta de la nariz. Nadie debía notar su presencia. No podía ni siquiera encender la estufa, el humo habría denunciado una presencia humana cuando la barraca debía estar vacía. Incluso por la noche, no estando dotado para los idiomas, no podía hablar con su anfitrión que llegaba fatigado de su jornada de trabajo. El diccionario de francés-alemán, comprado por su anfitrión, era una débil ayuda, su pronunciación de las palabras alemanas era incomprensible para Richard. Las manos y las miradas eran lo único elocuente. El camarada que le alojaba era de una solicitud admirable. Se ocupaba de él como un niño. Por la noche, al regresar hacía la cocina y preparaba la comida para el día siguiente, pues Richard, sin fuego, no podía ni cocinar ni calentar el alimento.

Era invierno y hacía un frío de narices en aquella barraca. El viento pasaba alegremente a través de los miles de intersticios de las tablas. Yo le leía los periódicos o jugábamos al ajedrez hasta que se hacía de día. Después nos quedábamos a oscuras, sentados, con una botella de coñac, –del que él era gran amante– a nuestros pies. Me contaba episodios de su vida, una vida increíblemente rica, vivida bajo cielos diferentes, al lado de diferentes partidos comunistas. Había participado activamente en la Comuna de Cantón, que era uno de los grandes momentos de su vida; evocaba su trabajo clandestino en los Países Balcánicos y tantas y tantas otras misiones que había cumplido como delegado de la Internacional Comunista.

Yo era su único vínculo con el mundo. Soportaba esta situación con una increíble paciencia; jamás un momento de nerviosismo, jamás una palabra malhumorada.

Esperaba tranquilamente el desenlace de su situación. Al fin, un día, le entregué un pasaporte, un billete de ferrocarril, dinero, indumentaria nueva, ropa interior y una maleta. Al día siguiente partía por fin para Moscú.

Hasta más tarde no sabría que era el marido de Erna Hackbart. Erna, apodada Clémence, que en el París ocupado, casi ciega, se reía de los nazis… En 1942, después de una nueva intervención quirúrgica en el ojo, había alcanzado la zona sur. Después de la ocupación de toda Francia por los ejércitos de Hitler, fue detenida e identificada por los servicios de la Gestapo gracias a las huellas dactilares.

¡Fue una buena caza para ellos! Fue enviada a Berlín inmediatamente. Se había evadido, una vez más, con la ayuda de un bombardeo. Había errado durante dos noches por las ruinas de Berlín, «mezclándome con los vagabundos» como nos contó más tarde riendo.

El final de la guerra, le había pillado en un pueblo de Baviera, donde vivía legalmente bajo una falsa identidad. Se había presentado un buen día en el Ayuntamiento como víctima del siniestro total de una ciudad arrasada, lo que hacía imposible cualquier control. La sal de esta historia es que el führer[28] local de los nazis, había dado garantías de ella ante las autoridades de la ciudad, porque la quería como ama de sus hijos. Piensen ustedes, una vieja dama tan cultivada… ¡Cuadraba bien con el nuevo standing[29] de aquellos advenedizos nazis!

Evoco a otros amigos. Giran en torno a mí como una farándula de la amistad…

Stanislav y Edvin, los más antiguos. Ellos eran con los que quise hacer saltar la Prefectura de Policía de mi ciudad natal. ¡Juntos hemos preparado e intentado tantas reuniones, tantas acciones…! Stanislav, poco tiempo después de mi partida de Ostrava, en el verano de 1933, había entrado en un aparato clandestino trabajando para el Partido Comunista Alemán. Transportaba a través de las fronteras los panfletos y los periódicos ilegales que debían ser difundidos en el Reich hitleriano. Fue condenado a diez años de prisión, los que pasó en una celda de aislamiento en la fortaleza de Breslau. Fue abatido por los SS en los últimos días de la guerra, en el momento de la evacuación de la prisión.

Edvin, a continuación de su trabajo clandestino en Ostrava, fue ejecutado por los nazis durante la guerra, en unas circunstancias que nunca he conocido exactamente.

Luego veo a mis camaradas que vivían conmigo en Moscú en aquella habitación de la Soyuznaya. Éramos doce habitualmente, a veces se instalaban camas suplementarias y habíamos llegado a acostarnos hasta dieciocho. ¡Cuántas discusiones en aquella habitación! Todos los problemas, todos los países, el movimiento revolucionario mundial, la actualidad soviética…

Boris había tomado parte en septiembre de 1923, con Dimitrov y Kolarov en la insurrección de Sofía. Había cumplido diez años de prisión por ello. Alberto llegaba de una prisión de Italia y servía de intérprete a José y Ramón, sin poder seguir su rápido modo de hablar, que nos contaban todas las peripecias de la batalla de Asturias.

Se hablaban todas las lenguas en la gran habitación número dieciocho. Y nuestros dos camaradas chinos que habían sido tan terriblemente torturados por los carceleros de Tchang Kai Chek… Y el coreano silencioso y misterioso… Y mi amigo polaco apodado maliciosamente «nicotina», por Lise y sus amigos.

¡Dormir era un pecado para nosotros! Salíamos juntos por la noche, a veces a la una o las dos de la madrugada, cuando el blizzard[30] soplaba en las calles de Moscú. Nos gustaba pasearnos por la Plaza Roja, precisamente con aquel tiempo, en el que las nubes de nieve seca se levantaban en torbellinos. Nos parecía entonces, que las sombras del pasado iban a volver a vivir en aquellos lugares y que veríamos allí, desarrollarse de nuevo, las escenas de la Gran Revolución de Octubre.

Nos exaltábamos pensando que pisábamos el suelo de la metrópoli mundial de la Revolución. ¡En aquella plaza era donde Lenin arrastraba a las multitudes! ¡Era allí donde habían desfilado los vencedores de Denikine, de Koltchak, de Wrangel, de Petlioura, y los intervencionistas de todos los estados capitalistas aliados!

Vivíamos por entonces un período exultante, extraordinario. El pasado revolucionario estaba aún muy próximo y las luchas se desarrollaban por todo el mundo… En Austria, las barricadas; en Francia se combatía en las calles; en España, la insurrección de Asturias… Estábamos llenos de fe y rebosantes de optimismo: ¡Mañana, la revolución por todas partes!

Cada vez que regreso del interrogatorio me giro hacia la pared y espero a que mis amigos aparezcan.

Una sonrisa emotiva, los ojos ligeramente entornados, el pelo encrespado… ¡Ahora es Erna la que está aquí! La mujer de mi amigo Erwin Polak… Me mira gentilmente, como lo hacía cuando yo entraba en su habitación de nuestro Soyuznaya, en la cual recibía una vez por semana, a nuestra pequeña colonia de la juventud checoslovaca. Se destaca en la parte izquierda de mi muro, pantalla de mis recuerdos. Alrededor de ella se agrupan ahora: Brunclik, que será ejecutado por los esbirros de Hitler; Heinz, lanzado en paracaídas durante la guerra en Checoslovaquia y decapitado con un hacha; Schönherz, ahorcado en Budapest por los fascistas de Horty; Krejzl, muerto en los campos de Hitler… Aquí está de nuevo Erna, que me mira con una infinita tristeza. Cuando se disponía a reunirse con Erwin en Francia, fue detenida por la Gestapo en Praga. Deportada a Auschwitz con su hija, fueron gaseadas…

Entre los amigos búlgaros, veo a Pavlov, comandante del Batallón Divisionario. Habíamos pasado toda una noche juntos en Tortosa, en una bodega a ciento cincuenta metros de las posiciones fascistas del otro lado del Ebro, bebiendo el vino embriagador de allí. Nos hablaba de los diez años de prisión que había pasado en Bulgaria después de los combates de 1923.

¿Y Gregor Wiesner? Ese joven besarabiano, refugiado político en Checoslovaquia, que trabajó más tarde en el Comité Mundial de la Juventud para la Paz, en París. Desde allí se vino en 1937 a Valencia, España. Me acuerdo de nuestras conversaciones con Lise, en la plaza de Emilio Castelar, en unas noches tan claras que era posible leer el periódico a la luz de la luna y de las estrellas. Y él, Wiesner, nos cantaba en sordina esa canción popular de la época: Mientras haya estrellas bajo la bóveda de los cielos habrá en la noche sin velos felicidad para los desheredados…

Soñábamos en voz alta con nuestro porvenir, con el futuro revolucionario de la humanidad. ¡Ah!, cuando haya triunfado por todas partes nuestro ideal…

Volví a verle en el frente de Cataluña y después perdí su pista. Supe que había sido evacuado del campo de Vernet, en donde estaba internado, a Djelfa, en África del Norte, con otros miembros de las Brigadas, y que había sido repatriado a la URSS después de la liberación de Argelia. Besarabia había llegado a ser parte integrante de la Unión Soviética. Dos años después de la liberación, me enteré de que había encontrado un fin heroico combatiendo, en una unidad del Ejército Rojo, contra las tropas japonesas.

¡Por qué Winkler K. Cichocki se me aparece ahora con la expresión tensa que tenía la última vez que le vi en España! Aristócrata, uno de los dirigentes fundadores del Partido Comunista Polaco, nosotros le apodábamos «el barón». Tenía una gran cultura, y una personalidad muy entrañable. Reclamado por Moscú, regresó con mucha angustia. Era la época de la disolución del Partido Comunista Polaco por el Komintern. Nos buscó en Valencia, donde entonces me encontraba con Lise, para decirnos adiós. Tenía el presentimiento de que no le esperaba nada bueno allí, a pesar de todo se marchó hacia el destino que le esperaba, como tantos otros comunistas polacos…

Son tantos los amigos de otros tiempos que vienen a mí…

Después de la entrada de los alemanes en París nos encontrábamos a menudo con Poulmarch, que era nuestro vecino en Ivry, y más tarde se unió también a nosotros Pierre Rigaud. Los dos fueron fusilados después en Chateaubriand, entre otros cincuenta rehenes.

Oskar Grossmann, mi amigo austríaco de Moscú, muerto con las torturas más atroces, después de haber sido detenido por la Gestapo en Lyon. Y Paula, la joven austriaca, cuyo bebé tenía dieciocho meses, y que se suicidó arrojándose por la ventana, por desesperación. Detenida y ajusticiada por la policía petenista de Lyon; había soltado una dirección creyendo que el piso estaba ya vacío. ¡Desgraciadamente no era así!

Ahora vuelvo a ver la llegada a Mauthausen, el veintiséis de marzo de 1944, de nuestro convoy de cincuenta deportados NN. Llegábamos del campo de represalias de Neue Bremme, después de un largo viaje de cuatro días sin comer ni beber. Estábamos al límite de nuestras fuerzas cuando, después de una marcha forzada de seis kilómetros, distinguimos a nuestra derecha la masa sombría de una especie de fortaleza cuyas altas torres y siniestras murallas se recortaban en un cielo pizarroso. Los copos de nieve que se arremolinaban, el viento ululando sobre aquella alta meseta llamada la Siberia austriaca, daban al paisaje un aspecto irreal. Estuvimos alineados en la plaza de revista, cerca del portón, firmes, durante varias horas. El viento glacial de los Alpes nos traspasaba. Cuando se alzaba el día, observamos las primeras idas y venidas de los prisioneros. De pronto, como el relámpago de una alucinación, creo reconocer en un grupo de tres prisioneros que se descubrían al cruzarse con un SS, a un viejo y querido amigo de mi juventud. A pesar de sus cabellos cortos y un corte de maquinilla a mitad de cráneo, le reconozco. Efectivamente, es el mismo Gabler que yo conocí algunos años antes en Moscú, donde representaba a la juventud comunista austríaca en el KIM. Entonces estábamos muy unidos. Pasa por segunda vez delante de mí. Siempre con el mismo rostro franco y una mirada cuyo estrabismo acentuaba aún más su expresión maliciosa… Creía que no le volvería a ver, me habían dicho que había sido decapitado en Viena por los nazis.

Le miro intensamente para tratar de atraer su mirada hacia mí. Ha pasado ya tres veces por delante de nuestro grupo, pero no he conseguido captar su atención.

Algunas horas más tarde, en el grupo de cuarenta donde nuestro convoy se ha situado, un joven español de diecinueve años, Constante, después de haberme hecho hábilmente dos o tres preguntas, reconoce en mí a un voluntario veterano de las Brigadas Internacionales. Es el primero en manifestarme aquí la solidaridad y la fraternidad comunistas. A pesar de su corta edad era un «veterano». ¡Había sido deportado de Francia en 1940! Gracias a él pude, aquel mismo día, tomar contacto con camaradas de diferentes nacionalidades, de cuya presencia en el campo él me informó.

Al día siguiente me trajo a Gabler. Caímos uno en brazos del otro muy emocionados. Durante las semanas siguientes evocamos todos los camaradas que teníamos en común. Me hablaba mucho de su mujer Herta, que yo conocía también muy bien, y de la que estaba sin noticias desde hacía tres largos años. Me contó cómo saltó en paracaídas en Austria, para incorporarse a su puesto en la Dirección del Partido Comunista Austríaco clandestino. Ha sido enviado al campo sin haber sido juzgado, y esperábamos que el fin de la guerra y la liberación llegase antes de su juicio. Juntos habíamos participado en la creación del Comité Internacional Clandestino de Resistencia y Solidaridad, del que fue responsable hasta su transferencia a Viena. ¡Al final tuvo un juicio! Sabía que iba a la muerte, pero nos dejó sereno. Cuando nos abrazamos por última vez no dijimos ni una sola palabra… Le seguí con la mirada hasta que desapareció, entre los dos SS que le escoltaban, detrás del portón del campo. Poco tiempo después nos fue confirmada su ejecución en Viena…

La misma tarde de mi llegada encontré a Léopold Hoffman. Había sido uno de los primeros voluntarios de las Brigadas de Francia en regresar a su país, a pesar de todos los peligros que esta decisión comportaba. Había reiniciado en Praga el combate encubierto contra los nazis. Después de meses de intensa actividad fue detenido y deportado aquí. Gracias a sus cualidades y a su coraje, mis compatriotas le han elegido como uno de los responsables de su comité nacional clandestino. Después de la ejecución de Gabler y de mi grave enfermedad, que exigió mi traslado a Revier, en septiembre de 1944, la Dirección del Comité Internacional fue reorganizada. Hoffman fue designado para ocupar mi puesto. Gabler fue reemplazado por Razóla, camarada español inteligente y valeroso, al cual me une una gran amistad. Vuelvo a verme ahora en el bloque cinco, donde estaba la enfermería del campo. Entonces, mi cuñado estaba tendido a algunos metros de mí, atacado gravemente de gangrena. Razóla y Hoffman venían a verme diariamente aportándome el consuelo de su presencia, noticias y a veces algunos dulces que habían logrado procurarse para mí.

Entre todos los encuentros que tuve en Mauthausen, uno de los más desgarradores ha sido el de Conrad. Oriundo de mi región natal, había dejado Ostrava para convertirse en instructor del KIM. Le había perdido de vista desde 1937. ¡Y es aquí, en 1944, donde tenía que volver a encontrarle! Un día, dos detenidos del bunker –la prisión del campo– salieron a la plaza enmarcados por los SS. Le reconocí enseguida. Le vi todavía dos veces más en idénticas circunstancias. Cambiábamos de lejos una mirada amistosa, una sonrisa, un discreto saludo con la mano. No vería la liberación del campo. ¡Los SS le mataron en el bunker algunos días antes!

¡Tantos hombres han dado su vida por nuestra causa! ¿Está en trance de traicionarnos?

Es mi ronda de la amistad, la ronda de nuestras esperanzas de antaño. La ronda de mi locura entre cada interrogatorio. Y esta locura me resulta dulce. Me ayuda a resistir. Es preciso estar loco para resistir en Ruzyn.