Al cabo de cinco meses de interrogatorios sé, que ni el mismo supremo sacrificio en los combates de la Resistencia, protege de las acusaciones de los referents. Se calumnia a Sirotek, al que la Gestapo despellejó para intentar en vano hacerle hablar; a Vejrosta, que ingirió cianuro; Kuna, Honek, Formanek y Marsalek, los cuatro decapitados; Grünbaum, caído en la insurrección del gueto de Varsovia. Entonces, ¿los que hemos vuelto vivos de los campos de muerte…?.
Y un buen día, me encuentro ante la acusación que corona toda la construcción ignominiosa que veo edificar desde hace tanto tiempo. A partir de esta organización de envío de voluntarios al país, se deduce que «yo he entregado el Comité Central clandestino del Partido Comunista Checoslovaco a la Gestapo, con Fucik y Jan Cerny a la cabeza». Ni más, ni menos.
Esta es, para mí, la peor. La infamia que me toca más profundamente. Por otro lado conocí muy bien a Fucik y a Cerny durante mi estancia en Moscú en los años treinta. Fucik, barbudo, bronceado como un explorador, regresaba de una expedición, de un largo viaje por Asia central del que obtuvo algunos de sus estrepitosos reportajes sobre la Unión Soviética. En el curso de las veladas que pasamos juntos, había tenido el privilegio de escucharle contar sus impresiones.
Con Cerny, había ido en delegación el primero de mayo a Gorky y a la región autónoma de los Tchouvaches, en donde la organización de la juventud comunista, apadrinaba a la de Checoslovaquia. Le volvería a ver en España en 1938. Como comisario político del Batallón Dimitrov, había sido gravemente herido en un pulmón. Después de su convalecencia, llegó a ser responsable de la Sección de Cuadros checoslovacos en la base de las Brigadas de Albacete. Durante varios meses habíamos compartido el mismo alojamiento con Klivar, mientras representaba al Partido en España. Nos encontramos después, en Barcelona, hacia el final de la guerra. Cerny se había pasado a Bélgica, después, desde allí, había alcanzado nuestro país por sus propios medios.
Se me acusa de haberlos entregado al verdugo. Me habría servido para ello de la repatriación de Klecan. Klecan era uno de los voluntarios internados en Vernet. Antiguo dirigente de la juventud de la región minera de Kladno, había tenido una excelente actitud en el combate. Pero como nosotros le juzgábamos indisciplinado, le habíamos ordenado que no buscase contacto con la Dirección del Partido y que crease él mismo su red de resistencia. Al mismo tiempo, en la comunicación que hicimos al Comité Central clandestino de la lista de los camaradas que repatriábamos, habíamos repetido este juicio. Naturalmente, era a la Dirección del Partido a quien incumbía decidir en última instancia. Cerny, que conocía a Klecan de España, le integró en el aparato del Comité Central.
Klecan había sido una de las víctimas, con Cerny y Fucik, de la redada trágica que decapitó a la Dirección del Partido. Fucik en su libro, Escrito bajo la horca, cree que Klecan había hablado bajo la tortura.
Esos son los hechos. Pero se multiplican «confesiones» y «testimonios» arrancados a mis codetenidos, afirmando con toda clase de detalles, que me han oído dar a Klecan la orden de entregar la Dirección del Partido –con la que yo le había prohibido contactar– a la Gestapo.
Smola irá aún un poco más lejos: «Usted es culpable de la detención de los voluntarios checos y eslovacos que usted ha repatriado. Les ha enviado conscientemente a la muerte…».
Y aquí también aparecen las «declaraciones» necesarias.
De ahora en adelante ya no me puede sorprender nada. He aquí que he llegado a ser culpable de la muerte de centenares de judíos en Francia. Esta lucubración se apoya, en principio, en la ordenanza de la policía francesa colaboradora, que obligaba a los judíos a empadronarse en los comisariados de su barrio. El Partido no tenía entonces, un aparato técnico capaz de proveer de inmediato los escondrijos, ni de fabricar papeles falsos a todos nuestros camaradas judíos. Para ganar tiempo y permitir a los camaradas que ellos sabían que eran judíos, continuar en la legalidad, a la espera de recibir una nueva identidad, la Dirección del Partido les aconsejó que se presentasen a la convocatoria o que marchasen a la zona libre.
En aquel momento no se trataba más que de un simple empadronamiento de los judíos. A continuación, el aparato técnico del Partido procuró, sucesivamente a todos los camaradas judíos comunistas y resistentes, papeles falsos. Así, algunos meses más tarde, cuando llegó a ser obligatorio para ellos llevar la estrella amarilla, nuestros militantes judíos habían pasado todos ya a la clandestinidad o pasaron en esos días.
Mi diligencia en haber transmitido a los camaradas judíos esas instrucciones, se falsifica ahora y se traduce por: «Haber enviado a la muerte a centenares de judíos», y como siempre, esta interpretación se apoya en las «confesiones» de Zavodsky y en las «declaraciones» arrancadas a Stefka y a otros «testigos» de esa época.
La Seguridad me acusa ahora, siguiendo su impulso, de haber querido entregar a Siroky a la policía francesa. Su error en la estación me lo imputan como un crimen: «Su tentativa de entregar a Siroky a la policía, haciéndole montar conscientemente en un tren equivocado, prueba que desde 1940, usted trabajaba por cuenta de la policía francesa».
En vano intento demostrar, que si hubiese sido ésa nuestra intención, habría sido inútil esperar al día de su partida, habría sido mucho más fácil para nosotros, hacerle detener en París. Por otra parte, no habríamos elegido un tren que fuese a Suiza, país neutral en el que no podía ocurrirle nada. Y además, ¿no había tomado el tren de Italia algunos días después?
Pero Ruzyn es sordo a toda lógica y a toda prueba. ¡Su única preocupación es utilizar, a cualquier precio, las «verdades a medias» para dar a su construcción la apariencia de verdad!
Como ya he dicho, Bruno Köhler y su mujer habían sido internados en Francia a principios de 1940. En el momento del desastre estaban libres en Toulouse, y desde allí llegaron a Portugal, para esperar sus visados americanos que Alice Kohnova, hoy encarcelada con nosotros, debía procurarles.
Antes de la partida de Köhler y de su mujer de Portugal hacia Moscú, vía Estados Unidos y Japón, la Dirección del Partido Comunista Francés, planeó mandarme a Lisboa para traerlos a Francia, donde sus visados soviéticos les esperaban en la embajada de la URSS en Vichy. Las dificultades y los riesgos que presentaba tal viaje, llevó al Partido a renunciar a esta idea. Por mediación de un camarada emigrado a América por Portugal, hice llegar a Köhler en una maleta de doble fondo, diez mil francos (suma que, en aquella época, representaba para nuestro grupo un sacrificio considerable), algunos ejemplares de nuestra prensa clandestina, un informe de nuestras actividades y la proposición del Partido Comunista Francés. En la respuesta, que me hizo llegar poco después, se negaba a volver a Francia. Desde Portugal, y más tarde desde los Estados Unidos, Köhler me propuso en dos ocasiones, que emigrase a la URSS. Yo no acepté. Mi misión era continuar la lucha en Francia, donde yo ya asumía responsabilidades importantes en la Resistencia.
Este asunto de Köhler me acarrea una nueva acusación: soy, no solamente responsable de su detención y de la de su mujer en París, por haberle procurado pasaportes «inutilizables», sino también de haber intentado hacerles volver a París para entregarles a la Gestapo.
En Ruzyn yo soy pues, agente de la policía francesa y de la Gestapo.
Para la primera acusación, una de las «pruebas» exhibidas es que «los Servicios de Informaciones Generales de la Prefectura de Policía de París, poseían una lista de todos los voluntarios veteranos internados en los campos».
«Sabemos incluso –me dice el referent– que esas listas tenían anotaciones con la adscripción política de cada uno y sus características: comunista, socialista, desorganizado, trotskista, elemento desmoralizado, etc.».
»Su colaboradora, N.S., –me afirma– nos ha declarado haber visto esa lista con sus propios ojos en los Servicios de Información General, cuando fue a prorrogar su permiso de residencia. N.S. ha añadido, que usted iba también a esos Servicios para prolongar el suyo, y que la policía francesa no habría podido obtener esa lista más que a través de usted, puesto que, por su responsabilidades en España, conocía perfectamente el perfil político y moral de los voluntarios checoslovacos».
»Además, para recompensarle de sus servicios, usted sólo fue condenado a diez años de trabajos forzados, mientras que su mujer escapó milagrosamente a la pena de muerte».
Esta acusación innoble puede parecer ridícula, pero apoyada sobre los «testimonios» de otros detenidos o, como en este caso, de testigos libres, que los referents me hacen leer, obtenidos con chantajes, amenazas y toda clase de medios ilegales, es muy grave para mí. La multitud de detalles «concretos» y «precisos» los acredita.
Replico que la policía francesa no había tenido ninguna necesidad de mí para elaborar la lista de voluntarios veteranos internados. Una de las tareas del mando francés de los campos, consistía en redactarla y comunicarla al Ministerio del Interior, a fin de detectar a los evadidos si se les ocurría presentarse al servicio de extranjeros para obtener un permiso de residencia. En vano les explico que la policía francesa tenía todas las facilidades para obtener las características (verdaderas o falsas) de cada internado por sus informadores, ¡todas mis tentativas son evidentemente inútiles!
Insisto: «¿Por qué razón habría creído oportuno la policía mostrar esta lista a mi colaboradora N.S., y cómo entonces, esta última no ha comunicado enseguida este hecho al Partido Comunista Francés?». Respuesta: «Porque, como usted, ella era también trotskista. Además, nos lo ha confesado».
Vuelvo a preguntar: «¿Por qué entonces, la policía francesa me hizo detener en 1942, en lugar de seguir utilizándome como agente en el seno del Partido Francés, siendo yo especialmente poderoso con las elevadas responsabilidad que ejercía en aquella época?». Respuesta: «La policía quería conservarle para tareas más importantes después de la guerra, cuando fuese instaurado en Checoslovaquia el régimen de democracia popular. Para crear una aureola de mártir, y aumentar su crédito y prestigio, juzgó preferible no utilizarle durante un cierto tiempo, siendo más rentable detenerle en el año 1942, tomando medidas para recuperarle vivo».
¡Así es como, siguiendo siempre este esquema, la Seguridad interpreta mi evacuación de Mauthausen a finales de abril de 1945, en un convoy de la Cruz Roja Internacional!
Los referents afirman: «Muchos documentos prueban que existía, ya durante la guerra, una conexión entre los servicios de información americanos y alemanes. Fue por eso por lo que les fue fácil a los americanos organizar, por mediación de la Gestapo, su salida de Mauthausen en uno de los convoyes de la Cruz Roja. Su objetivo era hacerle regresar a toda velocidad a Francia para permitirle reiniciar su colaboración con sus servicios contra nuestra República».
Yo contesto: «Mi repatriación a Francia en un convoy de la Cruz Roja, fue decidida por la Dirección del Comité Internacional clandestino del campo». El referent, también imperturbable, responde: «¿Qué nos prueba que aquellas personas no eran, ellos también, agentes de la Gestapo actuando bajo sus órdenes?».
Ante todos mis argumentos: los malos tratos que he sufrido después de mi detención en París y durante mis años de cárcel, mi clasificación entre los rehenes, mi envío como NN al campo disciplinario de Neue Bremme y de allí a Mauthausen, la grave enfermedad contraída durante mi deportación, mi actividad en la Organización Clandestina de la Resistencia en las prisiones y en los campos; una única respuesta: «Justamente el hecho de que, a pesar de ser judío, haya vuelto vivo, es por si sólo prueba de su culpabilidad y nos da la razón».
¿Para qué continuar la enumeración de los crímenes que me son imputados? Me siento aplastado bajo una pirámide de falsedades, de mentiras. Noche y día, los especialistas trabajan para hacer de mí el jefe de la conspiración trotskista que se les había pedido que presentasen.
Descubro que Ruzyn, practica varios niveles de interrogatorio, según el papel atribuido al hombre que se «trabaja» en el tablero de juego del proceso futuro. Más tarde, después del proceso, por conversaciones con los otros supervivientes, establecería la clasificación siguiente: cabeza de grupo, cómplices, comparsas y testigos. El «tratamiento» va decreciendo según esta jerarquía y también de si se trata de un gran proceso público o de un proceso furtivo. Yo tengo pues, el derecho al tratamiento más penoso y al ensañamiento de los referents.
Los referents se esfuerzan por obtener de mis coacusados, así como de otros detenidos dejados fuera del grupo, e incluso de testigos libres, declaraciones que corroboren el papel que me han atribuido en su martingala.
La técnica de la Seguridad, requiere que esas declaraciones, para ser más convincentes y constituir un testimonio irrefutable contra mí –el cabecilla–, deban comenzar con la confesión de mi coacusado de su «propia» culpabilidad.
En caso de que la Seguridad no alcance rápidamente tal resultado, que es el coronamiento de sus interrogatorios, se esfuerza inmediatamente en obtener declaraciones en contra mía. Para conseguirlo, los referents afirman, que el Partido tiene todas las pruebas necesarias de que el hombre contra el que se piden los testimonios, es un enemigo peligroso y que, aceptando hacerlas, los coacusados ayudan enormemente al Partido a desenmascararle; lo cual no dejará de jugar en su favor cuando se decida sobre su propio proceso.
Estos argumentos son eficaces. Los camaradas comienzan a creer que fueron embaucados en el pasado por el «cabecilla del grupo». Que aquel es la causa de su actual desgracia. Si cada cual está seguro de su propia inocencia, las mistificaciones de las que es objeto, le conducen a dudar de los demás. Comienza entonces, a encontrar argumentos que den cuerpo a sus testimonios contra los otros.
Se les promete también, no revertir contra ellos las declaraciones que hagan contra el «cabecilla del grupo» y que pudiesen ser comprometedoras para ellos mismos. «El Partido tendrá en cuenta su buena fe y sus declaraciones no serán utilizadas más que en el curso de la investigación…».
Evidentemente, aquellos que se han dejado prender por esta argumentación, descubren un día, demasiado tarde, que ninguna de sus declaraciones ha sido olvidada y se encuentran delante del tribunal, a despecho de todas sus tentativas para revocarlas después. La Seguridad no deja nunca escapar a sus presas.
Ella tiene el triunfo de aquellos que ha roto física o moralmente. Sin contar a los que ha convencido. Ya he hablado del complejo de culpabilidad que he experimentado en mi mismo. Encontré posteriormente, en la Central de Léopoldov, camaradas que aún después de su condena y de la comedia de los procesos, se consideraban culpables. Uno decía: «Puede que yo haya merecido seis años como máximo. ¡Pero dieciocho años es verdaderamente injusto!» Otro afirmaba: «Objetivamente, nosotros éramos trotskistas y enemigos en potencia, dadas nuestras relaciones durante la guerra». Lo más corriente, es que estas psicosis de culpabilidad partiesen de imprudencias o faltas reales, pero lejos de tener relación alguna con los procesos que nos han hecho: no haberse dado cuenta de que se estaba vigilado durante la clandestinidad; haber sido detenido con un papel con nombres; haber tenido una apreciación política diferente de la del Partido… Pero se han convertido en verdaderas psicosis. Y en su discurso del XX Congreso, Khrouchtchev hablará de aquellos camaradas condenados a ocho, diez o quince años, que ha resultado preciso convencerles de que eran inocentes…
Uno de mis amigos me contará, después de nuestra rehabilitación, que había negado durante semanas, durante meses incluso, su propia firma, su propio nombre… porque pensaba que era una prueba para verificar si era verdaderamente apto para ocupar el importante cargo que ejercía antes de su detención por la Seguridad. Riéndose me dirá: «Y cuando me metían en el calabozo me frotaba las manos y pensaba: es la última prueba. Hoy es martes, el viernes seré liberado. No me quedan pues, más que tres días…».
¡Solamente cuando se encontró delante del tribunal y se oyó obsequiar con una condena de veintidós años de prisión, vio que su calvario no tenía nada de una prueba!