Fue en este momento del discurrir de mis reflexiones que decido, antes de quedar como un traidor, que me voy a suicidar.
Era muy difícil conseguirlo en esos días en Ruzyn; tan difícil como hacer brillar la verdad. El capitán Kohoutek me diría: «Si no tomásemos precauciones, la mayor parte de la gente que está aquí trataría de matarse».
Elijo pues, la única posibilidad que se me ofrece, dejarme morir de hambre, sin que nadie se dé cuenta, porque si se descubre que un detenido hace huelga de hambre, se le alimenta artificialmente. Espero que varios días de privación acelerarán mi recaída de tuberculosis, provocarán una forma virulenta y moriré rápidamente. Para precipitar todavía más el agotamiento de mi organismo, pido dos veces purgantes, alegando estreñimiento. Durante dieciocho días me contento con el agua que bebo.
Tiro con precaución mi comida, para no delatarme. Pero un día me traiciono. Como no me puedo resistir al «buen» olor de la escudilla, tiro de un golpe el contenido en el retrete. Poco después, el guarda mira por la mirilla y entra precipitadamente: «¿Qué ha hecho con su comida? ¡No ha tenido usted tiempo de comer, y sin embargo, la escudilla está vacía!» Examina el retrete, pero no ve nada anormal porque he tirado de la cadena. Tranquilizado, se marcha de la celda…
Adelgazo a ojos vistas. El tercer día me siento febril, mi sed se acrecienta. Trato de beber lo menos posible para abreviar mi martirio. Sin embargo, me veo obligado a pedir agua en el curso de los interrogatorios, porque mi lengua ya no me obedece; llena enteramente mi boca y me parece un cuerpo extraño. Mis palabras son ininteligibles. Temo que los referents sospechen algo, me miran con curiosidad. Terminan dándome de beber sin restricción. Tengo permanentemente una botella de agua a mis pies y bebo constantemente a fin de poder aguantar durante los interrogatorios. Me he quedado muy flaco, se me cae el pantalón, me siento muy débil. Tengo vértigos. Mis labios están agrietados. En mis brazos y manos, las venas sobresalen de tal forma, que parecen cuerdas. Sueño en pleno día con una cascada de agua gaseosa, que brota de un rincón de la celda, mezclada con jarabe de frambuesa del que aspiro el perfume embriagador. Varios días me persigue este aroma obsesivo.
En el decimoctavo día de mi huelga de hambre soy interrogado sobre Milan Reiman, uno de los colaboradores de la Presidencia del Consejo, detenido por contactar con Field. El referent dice: «Su suicidio en prisión prueba que tenía mucha basura en la conciencia». Esta observación me recuerda el discurso de Kopriva en la sesión del Comité Central a la cual asistí en febrero; en ella presentaba el suicidio de Reiman precisamente con esas palabras. Lo mismo dirán de mí. En lugar de salvar mi honor de hombre y de comunista, escapando a un proceso y a una condena infame a través de un suicidio, este hombre confirmará al Partido y al mundo que «yo tenía demasiada basura en la conciencia».
Así pues decido comenzar a comer de nuevo para conservar mis fuerzas hasta el día en que me encuentre delante del tribunal, para poder proclamar mi inocencia y desenmascarar los métodos criminales de la Seguridad. A pesar de mi estado lamentable, esta decisión de resistir me devuelve la voluntad de vivir y de seguir batiéndome. ¡Ironías del destino! Ahora he decidido vivir, he aquí que desde la ingestión de la primera comida, me pongo malo a reventar. ¿Será el efecto de las dos purgas que tomé el cuarto y el sexto día de mi huelga de hambre? ¿Es el efecto de la ingestión de una mala comida después de ese largo ayuno? El hecho es que esta vez, de verdad he creído morir…
Los referents están muy preocupados por mi estado físico. La idea de que yo pueda «palmar en sus manos» les inquieta. Están sujetos a que la pieza maestra de su construcción permanezca viva… Avisan a Smola, que viene a verme durante un interrogatorio. Él también parece sorprendido de mi aspecto: «¿Qué pasa con usted?, –dice– tiene un aire extraño. Su cabeza tiene aspecto de sostenerse sobre el cuello de un pollo desplumado».
Deciden entonces enviarme a pasar una visita médica y el doctor Sommer, médico de la prisión, que no tiene la reputación de ser sensible a los sufrimientos de los detenidos; esconde mal su sorpresa ante de mi estado. Peso cincuenta y un kilos. Así que he perdido quince. Me ordena en el acto, inyecciones de calcio.
De ahora en adelante recibo, con la ración normal de comida que se me ha negado hasta ahora, el suplemento al que tengo derecho como tuberculoso.
Provocando, lanzo a la cara de Smola y de sus referents mi tentativa de suicidio por hambre. Les digo también, que si he renunciado es para impedir que sea interpretado como una confesión de culpabilidad. Smola me insulta: «¡Granuja! ¡Es posible que a sus hijos les falte un mendrugo de pan mientras usted tira la comida! Esto demuestra qué inmoral es usted…» Me amenaza con represalias si algún día deseo volver a intentarlo. En numerosas ocasiones paso por los rayos X después de la comida, para verificar si de verdad he comido.
Me conducen una segunda vez, acompañado por la enfermera, el doctor Sommer y un nuevo referent, al hospital para la insuflación de mi neumotórax. El médico me examina. Inquieto, me hace preguntas sobre mi estado de salud y me ausculta largo rato. Hay dificultades para insuflarme y la operación debe reiniciarse tres veces. Luego se retira con la enfermera a la habitación contigua donde tienen un largo conciliábulo.
A diferencia del viaje de ida, en el que me habían quitado la máscara al llegar al centro de la ciudad, el referent olvida volver a ponérmela. Rodamos en dirección a Ruzyn, lo que confirma mis suposiciones. Esta carretera me es familiar, era la que tomaba cada día para volver del Ministerio a casa. Por tanto, sé que dentro de algunos minutos pasaré por delante de nuestra casa.
Conmovido, distingo de pronto, desembocando en la calle Loména, a mi suegro, encorvado, con aire abatido, empujando el cochecito al que se agarra mi pequeño Michel, que lleva el pelele rosa que mi mujer le había traído de París y sus zapatitos blancos. Con sus ojos negros bien abiertos, trota con la seria expresión que les es habitual. Una visión fugaz, pero ¡qué punzante! No puedo retener mis lágrimas. Estallo en sollozos.
El referent, sorprendido, me pregunta qué es lo que me ocurre. Me duele hablar. Cuando comprende que acabo de ver a mi hijo, no puede evitar emocionarse. Me da un cigarrillo, me invita a calmarme y luego me venda los ojos, diciendo: «¡Habría sido mejor para usted que lo hubiese hecho antes!».
Los interrogatorios continúan, siempre igual de duros. El régimen, que había mejorado durante algunos días, vuelve a ser tan severo como antes.
Yo continúo combatiendo. Grito al referent oriundo de Ostrava: «Ustedes me ahorcarán, puede ser, pero sus métodos no podrán conmigo. Ya conocimos un Yejov, que hizo fusilar a muchos camaradas, pero que ha terminado por pagar a su vez. ¡También en nuestro país llegará el día en que los instigadores de lo que está pasando aquí pagarán!» En mi rabia, llego a lanzar el nombre de Kopriva, que maldigo desde aquella entrevista del tres de abril.
El referent toma mis palabras como una buena broma. Se ríe: «He conocido otros, con tan dura corteza como usted. Uno de ellos fue condenado a muerte… Le he vuelto a ver recientemente, después del veredicto, arrastrarse de rodillas delante de nosotros. En aquellos momentos habría hecho cualquier cosa para poder confesar y salvar así su cabeza. Tal vez usted haga como él. ¡La «corbata del Estado» le sentará muy bien, señor London!».
Más tarde sabría que a quien se refería, era a Otto Ernest, secretario de Laco Novomesky, el gran poeta eslovaco.[26] Efectivamente, había sido condenado a muerte y había presentado un recurso de gracia. La Seguridad había aprovechado para arrancarle todas las declaraciones que quiso, a cambio de su vida. No supo de la concesión de gracia hasta después de haber sido exprimido como un limón… Encontré a Otto Ernest en la prisión central de Léopoldov, donde me hizo un relato de su calvario. Lo que había soportado estaba por encima de los límites humanos. Me enteré de su suicidio en 1962, después de su liberación. ¡Había sido verdadera y definitivamente condenado a muerte! Solamente había conseguido con sus «confesiones», el derecho de elegir el momento y la manera de morir. ¡Todo esto en nombre del humanismo socialista!
A partir de ahora, el equipo del comandante Smola y sus referents me amenazan diariamente con la muerte. «Para usted no existe otro fin que la cuerda. ¡Muestre a sus hijos que antes de morir se ha redimido confesando sus faltas!».
El Primero de mayo se me permite escribir una carta a mi mujer. Es la primera vez desde mi detención. Mi preocupación esencial es asegurarla que no es la mujer de un espía. Pero Smola hace que me devuelvan la carta, y la destruye delante de mí. Debo limitarme estrictamente a las cuestiones de salud y de familia. El referent que me transmite esas instrucciones añade: «Somos nosotros los que llegaremos a la conclusión de saber si es usted un espía y un traidor o no. Ni siquiera en el tribunal podrá hablar a su mujer. Si no cambia de actitud será juzgado a puerta cerrada. Su familia no podrá asistir al proceso. Allí estarán dos de nuestros hombres. Ellos serán quienes informarán a su mujer sobre su caso y su juicio».
Lo tienen todo previsto, no dejan al azar nada que pueda deshonrarnos. Escribo, como los condenados a muerte en las prisiones de la Gestapo debieron escribir su última carta, sin saber si llegará algún día.
Lise mía: Hace ya más de dieciséis años que intercambiamos nuestro primer beso. Evoco cada día este recuerdo y todo el tiempo que ha transcurrido desde que me revelaste tu amor, tan puro, tan fuerte. La futura existencia de nuestros queridos padres e hijos, reposa de ahora en adelante únicamente sobre ti. Piensa, si no sería mejor para todos que volvieseis a Francia, de donde os he arrancado. Aquel es tu país, aquella tu lengua. Podrás encontrar un trabajo mejor, y con la ayuda de tu hermana y tu hermano, te será más fácil atender las necesidades de la familia. ¡Tal vez en el Partido alguien te aconsejará! En cuanto a mí, creo que ésa será la mejor solución. ¡Pero me es tan difícil aconsejarte desde aquí! Hasta la vista amada mía. Hasta una próxima carta. Os abrazo a todos.
Poco tiempo después, Smola me enseña una carta de mi mujer. Oculta el texto, no dejando ver más que la, firma y una frase: «Desde luego que no es fácil mantener a seis personas, pero con la ayuda del Partido saldré adelante». Y me anuncia que mi mujer me ha repudiado y que se separa de mí. Así, después de haber perdido al Partido, pierdo a mi mujer y a mis hijos. ¡Mientras que yo continúo luchando, soy repudiado por todos los que amo!
Me dejarán que crea eso durante mucho tiempo. ¡Qué sentimiento de angustia para el que, en tales momentos, necesita mucho más que en libertad, los lazos y el amor que le unen a su mujer, a sus hijos y a todos los suyos!
Hasta después de mis «confesiones» no recibí las cartas de mi mujer y de mis hijos. Descubriré entonces cómo, también en esto, había sido ignominiosamente engañado.