A despecho de los tratos inhumanos que me son infligidos, de las presiones terribles que tengo que soportar y de mi debilidad física, sigo haciendo frente a la jauría de referents y niego con energía e incluso a veces con violencia.
Smola me amenaza: «No crea que usted nos desgasta. ¡Tenemos suficientes referents para irlos reemplazando a medida que usted los agote! ¡No cesaremos de interrogarle hasta que obtengamos su confesión o hasta que reviente como una rata!».
Una tarde me hace conducir a su despacho, desenvuelve delante de mí un paquete con rodajas de queso de bola y panecillos blancos, saca de su armario dos botellas de cerveza y empieza a comer. Trato de no mirar el movimiento de sus mandíbulas. Me pregunta: «¿Tiene usted sed? ¿Quiere beber?».
Permanezco mudo, pienso que se burla de mí. Me tiende entonces un vaso de cerveza: «¡Tenga!» Lo tomo con vacilación, luego me lo bebo de un trago. Me invita a sentarme, pone delante de mí un panecillo blanco y dos rodajas de queso de bola: «¡Coma!» Muy sorprendido de su actitud acepto, sin embargo, su ofrecimiento. Habla: «Si usted confiesa, señor London, le prometo que escribiré inmediatamente con usted una carta al Comité Central. El Partido tendrá en cuenta su largo y excelente pasado de militante. Le dará la posibilidad de salir de la situación en que se encuentra. Acuérdese de Merker y de Leo Bauer en la Alemania del Este. Comprometidos como usted en el asunto de Field, no fueron detenidos, sino solamente sancionados. Lo mismo le pasaría a usted si confesase, y de esa forma probaría su devoción al Partido. ¿Está usted decidido a confesarse?».
Con la boca llena le respondo: «¡No tengo nada que declarar, puesto que no soy culpable!».
Salta entonces de su silla, loco furioso, rodea la mesa, me agarra de la garganta y de los pelos y apretándome el cuello me sacude la cabeza para hacerme escupir lo que tengo en la boca. Grita: «¡Cabrón! ¡Es eso lo que usted querría! ¡Venir a festejar aquí le va, pero confesar, no!».
No tengo nada que confesar. Le he pedido varias veces que me confronte con Field. Está detenido en Hungría, así que es fácil.
Desde mi traslado de Kolodéje a Ruzyn, el primero de marzo, en la revista matinal de cada día, pido autorización para escribir una carta al Comité Central o al Presidente Gottwald. Reitero la misma petición a los referents y al comandante Smola, que me responde siempre: «El Partido no le dirá otra cosa que lo que nosotros le decimos. ¡Aquí el Partido somos nosotros! Usted es un criminal. El Partido no tiene nada que hablar con usted. ¡Demuestre su deseo de redimirse confesando sus crímenes y sus espionajes, y entonces el Partido le escuchará!».
Sin embargo, infatigablemente, todos los días hago la misma petición. Finalmente, el tres de abril, me conducen a un cuarto, me quitan la venda y me encuentro delante del Ministro Kopriva. Doubek, el comandante de Ruzyn y Smola asisten al encuentro. Kopriva me ataca con violencia: «¿Entonces, qué? ¿Te niegas siempre a hablar? ¿Cuánto tiempo piensas conservar esta actitud?».
Desde el primer día les he pedido que escriban conmigo un acta para poder responder a todas las preguntas que se me plantean, pero me es absolutamente imposible aceptar que se integren allí las mentiras que se exige de mí incansablemente.
Kopriva está furioso: «Vas a confesar las órdenes que has repartido a escala internacional, a todos los enemigos y trotskistas de tu banda». «No comprendo lo que quiere decir, nunca he hecho otra cosa que lo que el Partido me ha ordenado». Me interrumpe gritando: «Has repetido a Zavodsky que yo te había interrogado sobre él». Quiero explicarme. No me da la posibilidad. Loco de cólera, me corta la palabra: «¡Mientes como nos has mentido siempre! Te aniquilaremos. Con o sin tus confesiones te aniquilaremos. ¡En el Tribunal sabremos confundirte, puedes estar bien seguro!» Y da la orden de conducirme a mi celda.
En la puerta me vuelvo hacia él: «Permitidme al menos poder hacer llegar a mi familia, a mis hijos, el dinero que tenía encima cuando me detuvieron». Con la misma violencia me responde: «¡Cuando hayas hecho las confesiones!».
Cuando vuelvo al despacho de Smola, este último exclama exultante: «¡Ya ha tenido su entrevista con el Partido, estaba usted advertido! ¿Le ha dicho el Ministro otra cosa distinta?». Y concluye: «Y ahora irá usted al calabozo. ¿Por qué? Porque ha estado usted insolente con el Ministro, osando someterle a un requerimiento antes de haber confesado».
Me encuentro en el calabozo sin manta, sin colchón. Lo había adivinado. Es la celda vecina de la mía…
He aquí el único resultado de todos mis esfuerzos por llegar a hablar con el Partido; de mi pertinaz lucha por intentar desvelar la verdad con el fin de informar al Partido de lo que se trama en su nombre…
Camino en la más absoluta oscuridad, cegado a intervalos regulares por la cruda luz, cada vez que levantan la mirilla. Decido que todo esto no tiene ningún sentido. Se acabó para mí. Me paro y me acuesto en el suelo. El guardián me ordena levantarme. Me niego. Un segundo guardián me arroja un cubo de agua. No me muevo. Ambos unen sus esfuerzos para intentar ponerme de pie. Me hago el muerto y me dejo caer como un muñeco. Me amenazan con ponerme la camisa de fuerza. Continúo inmóvil en el suelo. Uno de ellos sale. Vuelve y se queda delante de la puerta. Sin duda ha ido a pedir instrucciones. Sale el segundo a su vez. Cuchicheos de voces alejándose. Me quedo en el suelo, tiritando con mi mono empapado.
Este encuentro con Kopriva, miembro de la Oficina Política del Partido y Ministro de la Seguridad, significa el hundimiento de todas mis esperanzas.
Para un comunista, ser prisionero de la policía de un Estado socialista es ya una prueba terrible. Ahora, después de este encuentro, he adquirido la certeza de que la Dirección del Partido ha decidido ya mi suerte. Estoy aislado, débil, desarmado delante de los «representantes» de este Partido, al cual he consagrado mi vida, de este régimen que he ayudado a gestar en el curso de tantos años de lucha y de sacrificios. El sentimiento de impotencia, el dolor, no conocen ya límites cuando se hace evidente que, detrás de los hombres de la Seguridad que nos martirizan, se encuentra la Dirección del Partido. Es un tormento terrible: ¿Cómo es posible tal cosa? ¿Dónde está entonces la verdad? ¿Dónde está el Partido?
Me doy cuenta de que las advertencias y las amenazas de los referents no eran vanas palabras, y que ese proceso con el que se me amenaza, se hará de una forma o de otra. No puedo agarrarme a nada; soy un hombre perdido.
Recuerdo las palabras de mi mujer al día siguiente del proceso Rajk: «Para una comunista debe ser terrible el descubrir, así, un buen día, que ha podido vivir y tener hijos de un hombre que se revela como traidor». ¡Esta vez soy yo el que para todo el mundo, incluida mi mujer, soy un traidor!
Hoy, el día de mi encuentro con Kopriva, es el cumpleaños de mi hijo Gérard. Nació el trece de abril de 1943 en la prisión de La Petite Roquette de París, en la que su madre estaba detenida.
«Esta mañana a las seis, te ha nacido un niño, hermoso y muy vivo», me había escrito entonces Odette Duguet, detenida por el mismo asunto que mi mujer. «¡Ha empezado a berrear enseguida! ¡Había que oírle! Todo ha ido bien para Lise. Ha sido muy valiente y no ha cesado de pensar en ti. Acaban de trasladarlos a ambos, en una camilla, a Baudelocque…».
Yo sabía por nuestro abogado común, Maítre Bossin, que mi mujer quería parir en la prisión, a pesar de que el reglamento prohibía tal eventualidad. Tenía buenas razones para ello.
Tres semanas antes había empezado con los dolores y el médico de la cárcel había constatado el comienzo del parto.
Inmediatamente fue trasladada en una ambulancia custodiada por los inspectores, los motoristas rodeaban el convoy. David, el jefe de la Brigada Antiterrorista, y su equipo, la esperaban a la entrada del hospital. Mientras que el doctor realizaba la consulta para su admisión, e incluso cuando estaba tendida sobre la mesa de examen médico, la insultaban y la amenazaban, tratando de aprovechar su estado de debilidad, el lugar y las circunstancias de este interrogatorio, para arrancarle las informaciones que nunca habían podido obtener de ella.
Enseguida fue colocada en un pequeño cuarto enrejado. Dos policías la vigilaban permanentemente, uno a su cabecera y otro en el pasillo. El parto se detuvo en seco. Mi mujer suplicó al medico que firmase el papel de salida para que ella pudiese reintegrarse a la prisión, donde –irrisoriamente– se sentiría más libre y encontraría el cálido abrigo de la solidaridad. Por dos veces se repitió ese tejemaneje… ambulancia, polis, motoristas… Baudelocque y regreso. ¡Decididamente, mi hijo se negaba a nacer entre dos policías!
Cuando las contracciones se produjeron por tercera vez, no avisó al médico de la cárcel. Con la complicidad de sus compañeras, decidió que nuestro hijo naciera en La Roquette. Su amiga Odette, consiguió hacerse hospitalizar en la enfermería para estar cerca de ella en aquellos instantes penosos. Unas presas comunes sacaron de la guardarropía sábanas y toallas para que ella pudiese preparar su cama.
Y el amanecer del sábado tres de abril, mientras que las monjas de servicio en la enfermería asistían a los oficios religiosos, el niño nació. A su regreso, enloquecidas, llamaron al médico que llegó a tiempo para cortar el cordón umbilical.
Lise había esperado poder quedarse allí con el niño, rodeada de la cálida simpatía de sus compañeras, y de la amistad que le profesaba una vieja religiosa, la hermana Santa Cruz del Niño Jesús, que se encargaba de guardar la enfermería y que había llorado tanto, las veces precedentes, viéndola marcharse. Esto sucedía un sábado, día de locutorio.
Por la tarde, Lise debía recibir la visita de sus padres y de nuestra hija. Pensaba presentarles a nuestro hijo. Pero no fue así, ambos fueron llevados a la maternidad y puestos bajo la vigilancia de los policías.
El jefe de la Brigada Especial Antiterrorista le negó la alegría de poder abrazar a su madre y a nuestra hija, venidas el día de visita con una autorización firmada por el juez de instrucción. Los policías no quisieron ni siquiera coger el paquete que contenía la canastilla.
El quince de abril fue trasladada con su bebé a la prisión de Fresnes. En la enorme y glacial sala del registro, miraba impotente a la enfermera del hospital que la había acompañado hasta allí, desnudar al bebé completamente, para recuperar la ropa de la maternidad. Lo recogió en sus rodillas, completamente desnudo, con una sola venda de gasa alrededor del vientre.
Este fue uno de los instantes más dolorosos de su cautiverio. Me había ocultado estos detalles, como todas las otras penas que soportaba. Las cartas que me escribía eran alegres, confiadas y optimistas. Jamás una queja… Mientras, ¡cada noche pensaba en la actitud que tendría al subir al patíbulo!
Yo también estaba preso en la Santé, y en aquellos tiempos la muerte era nuestra compañera. Pero qué bella, y rica era nuestra vida.
Fue en agosto cuando fuimos detenidos mi mujer y yo, como consecuencia de una delación, en una vivienda ilegal donde la policía había instalado una trampa. Mi mujer estaba siendo activamente buscada, por la Brigada Antiterrorista, desde la gran manifestación patriótica que había tenido lugar el primero de agosto, en pleno día, en la avenida de Orleans, cerca de Denfert Rochereau.
Todos los muros de París estaban por entonces, cubiertos de carteles rojos de la Kommandantur;[25] advirtiendo a la población parisiense la suerte que esperaba a los francotiradores que fuesen detenidos con las armas en la mano y de las represalias contra los miembros de su familia. Madeleine Marzin y los FTPF, detenidos poco antes como consecuencia de la manifestación de la calle de Buci, acababan de ser condenados a muerte. Los tanques patrullaban por las arterias parisinas, desplegando una maniobra de intimidación…
En esta atmósfera, centenares de mujeres movilizadas por los comités femeninos de la región parisiense, en la que mi mujer era una de las dirigentes, acudieron a la cita del primero de agosto Un gran número de amas de casa hacía cola delante del gran almacén Felix Potin, en la esquina de la calle Daguerre y la avenida de Orleans. En las aceras cercanas, una multitud de transeúntes… Los FTPF encargados de garantizar la seguridad de la manifestación estaban en su puesto.
A las tres en punto, mi mujer se subía a un mostrador y arengaba a la multitud, llamando a la lucha armada contra el invasor y al rechazo a trabajar para la máquina de guerra alemana. Las octavillas llovían por todas partes, y La Marsellesa retumbaba. Dos agentes, revólver en mano, intentaron apoderarse de Lise que, forcejeando, pudo escapar de ellos. Los FTPF protegieron su huida abatiendo a los dos agentes y a un oficial alemán que disparaba contra la muchedumbre. Entre los manifestantes hubo un muerto y dos heridos. Los testigos de esta manifestación hicieron el siguiente comentario: «Realmente son mujeres guerreras».
La manifestación tuvo una gran resonancia en Francia; Briñón, en un llamamiento a la población, se ensaña contra «la arpía de la calle Daguerre», calificativo repetido por toda la prensa colaboracionista.
Radio Londres y Radio Moscú citaron esta manifestación en varias de sus emisiones.
Cuando nos detuvieron permanecimos diez días en manos de la terrible Brigada Especial. Los interrogatorios se realizaban día y noche. Mi mujer plantaba cara a los inspectores; lejos de negarlo, consideraba un honor haber tomado la palabra en aquella manifestación. «Sólo he cumplido con mi deber de francesa… No me arrepiento de mi actuación y asumo plena responsabilidad. En cambio, las personas detenidas conmigo, o que tengan relación conmigo, son ajenas a todo esto. Mi padre y mi compañero, ignoran todas mis actividades».
En efecto, su anciano padre Federico Ricol, había sido detenido después que nosotros como rehén, para reforzar la presión sobre mi mujer. Llevado ante su presencia para una confrontación, fingió sorpresa al enterarse de «esas cosas» sobre su hija, y quejándose de su buena fe, en su sabroso hablar franco-español, guiñaba imperceptiblemente el ojo a su hija para animarla a aguantar.
Yo también había permanecido mudo. Mi verdadera identidad se encontró después de la verificación de mis huellas dactilares, y la única cosa establecida fue que yo vivía bajo una identidad falsa. A pesar de los golpes y de las brutalidades, los policías no supieron nada de mi trabajo clandestino, ni de mi condición de voluntario veterano de España; mantuve estar refugiado en Francia tras la entrada de los alemanes en Praga.
No nos fue arrancado ni un solo nombre, ni una sola información que les hubiese permitido remontar el hilo de la organización de la manifestación y entrañar otras detenciones. Mi mujer, cargando con todo sobre sí misma, fue inculpada como responsable del «asunto de la calle Daguerre», de asesinato, tentativa de asesinato, asociación de malhechores, actividad comunista y terrorismo…
Antes de abandonar la Brigada Especial para ir al Depósito, supimos de la evasión de Madeleine Marzin, cuya pena había sido conmutada por trabajos forzados a perpetuidad, durante su traslado a la prisión central de Rennes. Al alegrarse mi mujer abiertamente, un inspector le dijo: «Esto no arreglará sus asuntos. Ya no le queda ahora ninguna posibilidad de conservar su cabeza sobre los hombros…».
¿Quién ha dicho que los milagros sólo ocurren una vez? Sintiendo algunos malestares a su llegada a la prisión, mi mujer descubrió que esperaba un hijo.
Juzgada cerca de un año más tarde, en julio, por el Tribunal del Estado, escapa a la muerte gracias al nacimiento de nuestro muchacho, que tenía más de tres meses en el momento del veredicto. Salió con trabajos forzados a perpetuidad, pero salvó la vida.
Yo mismo había sido condenado, dos meses antes, a diez años de trabajos forzados y colocado en la categoría de rehén y más tarde deportado a Alemania como NN (Noche y Niebla).
Pero entonces estaba rodeado de camaradas, tenía el Partido, la esperanza, y estaba orgulloso de mis actos. Ahora ya no tengo nada, excepto mi desesperación sin límite…