Capítulo I

Nadie me dice nunca en qué cárcel estoy. Por los fuertes y frecuentes zumbidos de motores de avión, deduzco que estoy de nuevo en Ruzyn, la cárcel que está muy cerca del aeródromo de Praga. Este será mi único punto de referencia. Pasaré un total de veintisiete meses de aislamiento absoluto. Sólo veo a los guardianes y a los referents. Para llevarme desde mi celda al cuarto de los interrogatorios, me tapan siempre los ojos con una toalla anudada. La venda me la ponen en la celda y no me la quitan hasta que estoy con los referents. Al final del interrogatorio o en las interrupciones, el mismo ceremonial, pero al revés.

Mi celda es pequeña y alargada. Una ventana doble, guarnecida con vidrios opacos, se abre varios minutos al día para airearla mientras me hacen situarme al otro extremo de la celda. Cuando no me ponen de cara a la pared, veo las copas de dos álamos en el cielo.

Más adelante, cuando me cambien de celda para alojarme en el nuevo edificio, este espectáculo también me será vedado, el sistema de ventilación estaba concebido de forma que no hubiese que abrir la ventana.

Recuerdo con cierta ternura esta primera celda. Entre dos interrogatorios, ella era para mí un refugio, bajo la custodia del referent que ocupaba la pieza contigua. Este último se colocaba en el hueco de la puerta entreabierta para poder vigilarme. Los rumores de la vida exterior llegaban hasta allí: voces lejanas, ladridos de perros, trinos de gorriones, cantos de pájaros. A veces una música de marcha fúnebre, porque mi celda debía dar al cementerio de Ruzyn.

La mesa estrecha, de madera como los dos taburetes encadenados al muro, el jergón, la letrina en el rincón, todo es corriente. He aprendido a saber la hora por el ángulo que forman los rayos del sol y las sombras, y a identificar poco a poco, los ruidos de la prisión. De nuevo, una vez más en mi vida, la incomunicación, pero la incomunicación como nunca, la soledad como nunca, la estrecha vigilancia como nunca. Cuando tengo el derecho de dormir, el jergón debe encontrarse frente a la mirilla. La lámpara del techo permanece encendida toda la noche, su luz me cae directamente sobre los ojos. Hace mucho frío. El mono que he recibido apenas me protege. Por la noche, al acostarme, debo doblarlo cuidadosamente sobre el taburete y, si el guardián decide que tiene una arruga me despertará, varias veces si hace falta, para que lo doble de nuevo.

El muro de la izquierda es medianero con otra celda en la que el detenido cambia a menudo. Me doy cuenta porque sus ocupantes intentan tomar contacto conmigo golpeando el muro con el código Morse o con el alfabeto que utilizaban los revolucionarios en las prisiones zaristas. Yo conozco solamente el segundo y no puedo responder más que a algunas de las llamadas, siempre anónimas. Nunca digo mi nombre al no saber con quién me entiendo. El carcelero me sorprende dos veces comunicando con mi vecino. Para castigarme, me hace ponerme desnudo, me rocía de agua, me obliga a realizar ejercicios físicos y luego me manda hacer y deshacer la cama numerosas veces seguidas.

A veces, oigo golpes violentos que vapulean la puerta vecina, gritos espantosos, pasos precipitados de varios guardianes, ruidos de lucha; después, un cuerpo arrastrado por el pasillo y quejas ahogadas.

Al cabo de un instante, de nuevo la puerta se abre y se cierra, mi vecino ha regresado. Por las palabras que cuchichean los guardianes, comprendo que le han puesto una camisa y una mordaza para llevarle bajo la ducha fría. Esa camisa de fuerza, ciertos detenidos la llevan durante veinticuatro e incluso cuarenta y ocho horas. Pronto tendré la ocasión de conocer esa celda, o más bien ese calabozo.

No recibo ninguna carta. No sé nada de lo que ocurre en el exterior. Estoy constantemente solo, conmigo mismo, con mis pensamientos. Todas las mañanas el carcelero se presenta para la revista con su sempiterno: «Quejas y reclamaciones». Yo repito automáticamente la misma petición: «Quiero escribir al Comité Central. Quiero una entrevista con un representante de la Dirección del Partido».

Aunque aquí la comida sea más regular que en Kolodéje, me atenaza siempre el hambre, ¡las raciones son tan pequeñas! Un referent, una noche, reparando en mi ávida expresión delante de su bocadillo, me dice: «Tiene usted hambre, ¿eh? ¡Confiese, entonces! Después obtendrá una ración entera». A pesar de que la discusión es muy violenta me ofrece, sin embargo, un pedazo de pan. Era un compatriota de Ostrava.

Aún peor es la privación de sueño, agravada por permanecer de pie en los interrogatorios y por las marchas agotadoras en la celda.

La prisión se despierta muy temprano, entre las cinco y las seis. Entonces es preciso levantarse, doblar las mantas, enrollar el colchón, limpiar la celda y lavarse. Luego a reiniciar la marcha.

Al principio de mi estancia en Ruzyn, los interrogatorios se prolongan día y noche. Comenzando por la mañana, no acaban hasta el día siguiente, entre las cuatro y las cinco, sin que me haya sido posible sentarme. Mientras los referents comen, soy conducido a la celda donde debo caminar hasta que vuelvan a buscarme. Otras veces, después de haberme obligado a andar toda la jornada, me cogen a la hora de acostarme y el interrogatorio dura hasta el amanecer. Entonces, con el nuevo día, sin haber podido dormir ni un solo instante, debo proseguir mi marcha alucinante porque la hora del despertar ya ha sonado.

Cuando se me permite dormir las cuatro horas a las que teóricamente tengo «derecho», esas horas de sueño no son más que un nuevo tormento. Tengo que estar acostado sobre la espalda, las manos a lo largo del cuerpo, fuera de las mantas. Si me giro o meto un brazo, el vigilante anclado en la mirilla, me despierta enseguida y me hace levantar, plegar mi lecho, ejecutar los ejercicios en cuclillas con los brazos mantenidos horizontalmente; me hace desnudar y me rocía con agua, y me obliga a caminar durante un rato. Sólo después me permite acostarme.

Estas represalias llegan a repetirse tres o cuatro veces seguidas. Si no soy yo la víctima, los gritos de algún guardián, sus golpes en la puerta de una celda vecina donde otro preso es obligado al mismo género de ejercicios, me despiertan. Prácticamente, esas cuatro horas teóricas se reducen a una y media o dos.

Como muy a menudo me interrogan durante dieciocho y veinte horas de un tirón, siempre de pie, me dejan dormir por la mañana. Transcurre de esta forma: el interrogatorio comienza la víspera, hacia las nueve de la noche, se acaba a las cuatro de la madrugada; con el tiempo de regresar a mi celda, de hacer mi cama, y de desnudarme, son ya la media. Me duermo. A las cinco y media tocan el despertar para toda la prisión. Así pues, para mí también cuenta la obligación de levantarme, lavarme, y limpiar la celda; esperar la distribución del zumo, devolver inmediatamente la escudilla al guardián, la servilleta, el pedazo de jabón y el cepillo de dientes. A las seis cuarenta y cinco me vuelvo a acostar. Pero mi sueño, autorizado hasta las ocho, es interrumpido continuamente: a las siete y quince, un carcelero viene a abrir la ventana para ventilar; a las siete y treinta, se presenta otro para la revista cotidiana; a las siete cuarenta y cinco, el primero vuelve para cerrar la ventana. A las ocho debo levantarme, a las nueve, el interrogatorio se reinicia…

Otras veces, vuelvo del interrogatorio a las ocho de la mañana. Las diversas faenas cotidianas me esperan. Me acuesto a las nueve, mi sueño es interrumpido varias veces y a las once y media me despiertan. Entonces, recibo mi comida, y de nuevo la marcha, el interrogatorio, y así sucesivamente…

Durante toda una temporada, mi régimen es el siguiente: durante toda la jornada camino en la celda. A la hora de acostarme, hago mi cama y me duermo como un tronco porque estoy más muerto que vivo. Apenas adormecido, el guardián me sacude y me conduce al interrogatorio. Al cabo de una o dos horas me devuelven a la celda. De nuevo me acuesto y me duermo, para ser despertado poco después y llevado otra vez al interrogatorio. Así toda la noche.

Esta falta de sueño durante semanas y meses, explica las crisis de demencia y las alucinaciones de las que continúo siendo presa. Ya no soy dueño de mi cerebro, temo volverme loco. A veces caigo en un estado de total embotamiento y apatía; me muevo y actúo como un autómata.

¡Nada es peor que esta privación continua de sueño! He sido detenido varias veces bajo la Primera República, luego en Francia durante la ocupación. He conocido los interrogatorios de las Brigadas Especiales Antiterroristas de París, célebres por sus brutalidades. He conocido los campos de concentración nazis, y los peores: Neue Bremme, Mauthausen. Pero las injurias, las amenazas, los golpes, el hambre, la sed, son un juego de niños al lado de la privación organizada de sueño: ese suplicio infernal que vacía al hombre de todo pensamiento, haciendo de él un animal dominado por su instinto de conservación.

Sin contar con que, al mismo tiempo, las otras coacciones psíquicas y morales son también llevadas hasta el paroxismo. Por ejemplo la marcha ininterrumpida. La había conocido en el campo disciplinario de la Gestapo en Neue Bremme, cerca de Sarrebruck; este método se practicaba eficazmente en el marco del sistema de exterminación nazi como preparación para la deportación a Mauthausen. Pero allí había durado, en mi caso, veintiséis días. Aquí, esta marcha agotadora se prolongará durante meses, siendo más penosa todavía por la obligación de llevar constantemente las manos a lo largo del cuerpo, en las costuras del pantalón.

Por otro lado, al cabo de algunas horas de marcha, gracias a las zapatillas que han tenido la «brillante idea» de darme a mi llegada y que me cambian cuando la suela interior se suaviza, tengo los pies cubiertos de ampollas; algunos días más tarde mis pies y mis piernas están hinchados como si estuviese afectado de elefantiasis. La piel de los dedos gordos, alrededor de las uñas, estalla y las ampollas se vuelven más purulentas. No puedo calzar más esas pantuflas. Ando descalzo lo que me acarrea ser llamado al orden brutalmente. Este suplicio, a la larga, se vuelve tan terrible como el de llevar continuamente las esposas.

Un día, mientras camino descalzo, la visión de mis pies deformes y dolorosos de los que mana un líquido mezclado con pus, impresiona al guardián. Me envía al doctor que, después de haberme examinado dos segundos, me receta… ¡diuréticos!, pretendiendo que yo no orino bastante.

Al cabo de seis meses, mis pies están en tal estado que el referent que me «trabaja» me permite, excepcionalmente, sentarme dos veces por algunos instantes.

A pesar de mi demanda de ver a un médico, no me atienden. Escupo sangre durante dos días seguidos. Cuando, a finales de marzo, se decide conducirme al hospital Boulovka, para hacerme insuflar el neumotórax, el comandante Smola precisa: «No crea que lo hacemos en interés de su salud. No. Se le cuida únicamente para conservarle hasta el proceso, a fin de poder conducirle vivo hasta la horca».

El doctor constata que el neumotórax ya no existe. Intenta rehacerlo pero sólo tiene éxito en parte. La mitad inferior del pulmón se queda pegada. Además, diagnostica una pleuresía con derrame.

Los interrogatorios van in crescendo. Todos los esfuerzos de la Seguridad, como al final de mi estancia en Kolodéje, tienden a hacer de mí el cabecilla del «grupo trotskista de los voluntarios de las Brigadas Internacionales» y el jefe de la conspiración trotskista en Checoslovaquia.

Cada nuevo interrogatorio reporta nuevas acusaciones contra mí. Me presentan nuevas «confesiones» arrancadas a mis codetenidos.[24] A las de Zavodsky, se suceden las de Dora Kleinova, de Svoboda, de Holdos, de Hromadko, de Pavlik, de Feigl, de Spirk, de Nekvasil y otras más.

Cada confesión contiene acusaciones cada vez más terribles y también, esas semiverdades, que enturbian el entendimiento y que están destinadas a perdurar. Más tarde supe que el acta en la que constaba la «confesión» de Vales, había sido elaborada enteramente por su referent sin su conocimiento. Esta, sin duda alguna, no es la única mistificación de este tipo de la que yo he sido objeto.

Docenas de declaraciones se recogieron también en el exterior contra nosotros; por la Seguridad y por las organizaciones del Partido, las cuales respondían así a la llamada lanzada por el Partido: ¡todos los que nos han conocido deben escribir lo que saben, para ayudar a desenmascarar a los traidores! Esta exhortación a la delación desencadena la ola de histeria y de psicosis colectiva que era necesaria para la preparación pública de nuestro proceso.

Cada día, veo crecer, sobre la mesa del referent, el montón de las cartas de denuncia. Me las enseña complacido para aumentar mi confusión y probarme que, haga lo que haga, no me libraré. Numerosos autores de estas cartas, influidos por los artículos, por los discursos de los dirigentes marginándonos de la sociedad, interpretan retrospectivamente hechos normales como crímenes. Unos, para tener el mérito de aportar su piedra al edificio; otros, bajo la influencia del miedo. Muchos escriben cosas de las que se arrepentirán más tarde o que tratarán de excusar. Sin sospecharlo, han hecho el mismo trabajo que la Seguridad. Que esas denuncias sean de buena o mala fe, sus consecuencias para nosotros son las mismas.

Otros participan directamente en el paroxismo e inventan descaradamente aquello que place a nuestros acusadores. ¡Cuántas decisiones se van a hacer y se van a perpetuar sobre esta base!

Personas empleadas en las embajadas o en el aparato del Partido, incluso que apenas me conocen, montan novelas folletinescas. ¡Algunos lo hacen para distanciarse de mí y también como un seguro personal! Pero otros, sin embargo, serán detenidos a guisa de acuse de recibo de su «informe», al juzgar la Seguridad después de su lectura, que su personalidad cuadraba con el concepto de «complot», y que ellos también están maduros para pasar a las «confesiones».

La mayor parte de estos escritos estaban dirigidos al Comité Central del Partido. Se me han leído varios y he tenido algunos en mis manos. Uno de ellos lleva anotado al margen por un miembro de la Sección de Cuadros: «transmitir al Ministro Kopriva», y con otra letra: «transmitir al camarada Doubek».

Así es como la Seguridad pone a su servicio el aparato del Comité Central.

Durante todo este tiempo, no puedo hacerme escuchar por el Partido. Mi sentimiento de impotencia es terrible. Se niegan a redactar una declaración en la que figuren mis respuestas.

En revancha, los referents escriben diariamente largos informes a la Dirección del Partido, interpretando mi rechazo a firmar las «confesiones» como la actitud de un enemigo declarado.

Cuando, después del proceso, volví a encontrar a Vavro Hajdu –detenido algún tiempo después que yo– me contará la conversación que tuvo con el Ministro Siroky sobre mi detención. A su pregunta: «¿Y Gérard, cómo se toma las cosas?». Siroky le respondió simplemente: «Muy mal. ¡Tiene una actitud muy mala!» Esa «muy mala actitud», en realidad, no era más que proclamar mi inocencia.

Por otra parte, empiezo a darme cuenta de la impaciencia de los referents. En Kolodéje, uno de ellos ya me había advertido que trabajaban día y noche en nuestro asunto. Entonces, era para que el Comité Central se pronunciase sobre nuestra detención. Ahora, es para juzgar a nuestro grupo lo más rápidamente, porque se ha vuelto «políticamente necesario» que haya un proceso público. Me precisan que este proceso deberá tener lugar en mayo o en junio. A partir de ahora repiten, a cual más alto, que «la situación política exige que sea denunciada toda vuestra actividad criminal». Smola, muy alegre, añade los detalles: «Será un gran proceso ante el Tribunal Supremo. Su banda será desenmascarada delante de la clase obrera de nuestro país. ¿Sabe lo que esto significa para ustedes? El Tribunal Supremo no les hará ningún regalo…».

Como yo no firmo nunca mis «confesiones», comienza a amenazarme con ser juzgado a «puerta cerrada». «¡Pagará con su cabeza!, puesto que, incluso sin confesión, el montón de pruebas que poseemos y el número de testigos de cargo contra usted, son suficientes para hacerle condenar». Smola insiste: «Nuestros informes solos, bastan para eso». Y otro referent me precisa: «Somos nosotros los que informamos al fiscal, somos nosotros los que informamos al tribunal, y somos nosotros los que estaremos allí cuando sea juzgado; y también los que hablemos al Presidente y a los miembros del Tribunal. Su condena será la requerida por nosotros. Nuestra actitud hacia usted en el momento del juicio, estará determinada por su actitud hacia nosotros ahora».

¿Así que podrían hacerme juzgar a puerta cerrada? ¡Entonces nadie sabrá nunca que soy inocente! Esta amenaza es más terrible que todas las demás. Pero no tiene pleno efecto en mí porque, si bien mi esperanza disminuye de día en día, me niego aún a creer que no podré explicarme. ¿Qué interés tendría el Partido en cubrir tales crímenes? Eso me resulta impensable.

Y es por resultarme impensable tal cosa, por lo que me sostengo.

A finales de mayo, un referent llegado para asistir a mi interrogatorio me lanza antes de marcharse: «Cuando le detuvimos no disponíamos más que de unos pocos informes sobre sus actividades enemigas. Hoy lo sabemos todo de usted. Cuando usted decida comenzar las confesiones, no descubriremos nada que no sepamos ya. ¡A su lado Rajk parece una criatura!».

Y es verdad que se afanan en probar que mi «grupo» trabajaba paralelamente con «el de Rajk». En todas las confesiones arrancadas a mis codetenidos figura esa repetición de las declaraciones del proceso Rajk. Los referents retoman contra nosotros, esquemáticamente, las diferentes acusaciones dirigidas contra Rajk y «sus cómplices». Y en ese sentido, maquillan nuestro pasado en España y Francia.

¿Qué puede parar esta máquina infernal?, hace ya cuatro meses que estoy en su engranaje.