Capítulo XI

Una noche el referent, mientras saboreaba su café, me dijo que habían recibido la orden de trabajar día y noche sobre nuestro caso, a fin de dar el material al Comité Central que se reuniría a lo largo del mes. El camarada Gottwald tenía que explicar y justificar allí, delante del Partido y del país, la detención de los voluntarios de las Brigadas.

¡Así, utilizando la «confesión» de Zavodsky, los falsos testimonios y las denuncias, los cabecillas de la Seguridad querían hacer aprobar por el Comité Central el principio, elaborado por ellos, de la existencia en Checoslovaquia de un complot trotskista llevado a cabo por los voluntarios veteranos de las Brigadas!

De hecho, Gottwald pronunció un discurso en el Comité Central el veintidós de febrero de 1951: «…hoy vemos aún otro fenómeno parecido. Es el destino de numerosas personas que han combatido en España. Después de la caída de la España republicana un gran número de voluntarios de las Brigadas se encontró de nuevo reunido en los campos de Francia. Vivían en muy malas condiciones y eran objeto de presiones y de chantajes; primero, por los servicios de espionaje franceses y americanos, luego por los alemanes y algunos más. Esos servicios de espionaje consiguieron así, aprovechando el mal estado físico y moral de los voluntarios, enrolar a muchos de ellos como agentes suyos. Los que habían sido reclutados por los americanos y los franceses servían directamente a los imperialistas occidentales y, los que habían sido reclutados por la Gestapo alemana, después de la derrota de la Alemania de Hitler, fueron transferidos, como todos los agentes de la Gestapo, a los servicios de espionaje americanos».

En aquellos momentos, yo luchaba junto a los demás detenidos, para tratar de demostrar nuestra inocencia. Pero ya estábamos condenados. Esta toma de posición del Partido fue inmediatamente explotada a fondo por la Seguridad, y tuvo unas consecuencias para nosotros fáciles de adivinar. El encarnizamiento de los referents no conocería límites.

¡Las formulaciones elaboradas por la Seguridad en el siniestro castillo de Kolodéje se volvían, como un boomerang, contra nosotros después de haber pasado por el Comité Central! Las palabras de Gottwald son, a partir de ahora, las pruebas «incontestables» de nuestra culpabilidad y justifican los métodos utilizados por los referents, puesto que es el Partido el que lo dice, y torturándonos manifiestan su devoción hacia él.

El lugar de los interrogatorios cambia a menudo, pero la luz diurna siempre está ausente. Ese mundo queda en mis recuerdos bañado por luces tamizadas, o cegadoras bombillas eléctricas.

Cada interrupción del interrogatorio significa cambiar de lugar. Lo más frecuente es que me conduzcan de nuevo a la cueva con el fin de «ponerme en condiciones» para el siguiente. Cuando estoy en un cuarto con el suelo seco y un colchón en un rincón, ello no representa ninguna ventaja. Es necesario que desenrolle el colchón con mis manos encadenadas y al salir, enrollarlo de nuevo y fregar el suelo, siempre con las manos encadenadas. El dolor me hace añorar la cueva húmeda, donde al menos, me ahorro este suplicio. Día tras día las esposas parecen apretarse más, mis muñecas y mis manos están hinchadas a reventar y las esposas, profundamente incrustadas en la carne.

El recuerdo de esas esposas me acosa todavía, y he conservado la manía de tantear mis muñecas y masajearlas. La postura, siempre encorvada hacia adelante, me provoca calambres y agujetas en los hombros y en la espalda. Los brazos hinchados, por esa pesadez en su extremidad, me curvan hacia el suelo en esta demente andadura interminable. Mi cabeza, gacha, golpea las paredes cuando me duermo sobre la marcha. Y cuando el choque me despierta, ya no sé distinguir la ficción de la realidad. Cada vez estoy menos solo en la cueva, un mundo fantástico y espantoso me acompaña y me persigue. Las crisis de delirium tremens deben, sin duda, parecerse a eso. Cuando la fatiga, el dolor y el sueño me tiran por tierra, me aplican sesiones de agua fría, ejercicios en cuclillas y faenas en la celda.

Incluso la hora de la comida, tan esperada, es otro suplicio: ponen siempre la escudilla en el suelo, que humea en el aire helado. No hay ni mesa ni taburete. Con las manos encadenadas, tengo que lamer a cuatro patas, y no es fácil. El hombre no tiene los recursos del animal, y cuando recogen las escudillas, la mía está casi llena. Yo me quedo con mi hambre, ¡y se agravan mis alucinaciones!

Posteriormente, los interrogatorios se hacen menos confusos. La violencia y las presiones toman poco a poco un objetivo preciso. Me doy cuenta de que me señalan primero con Pavel, y después solo, como jefe del grupo trotskista de los voluntarios veteranos de las Brigadas Internacionales.

Más tarde tendré la explicación de este cambio de táctica.

En 1953, algunos meses después del proceso y de la sentencia condenatoria, me encontré un día en la oficina, con uno de los referents que me interrogan actualmente. Me diría: «No crea usted, señor London, que fue usted elegido desde el principio como jefe del grupo de voluntarios de las Brigadas Internacionales. Usted no había estado en Checoslovaquia desde hacía bastantes años. No volvió hasta 1948, y eso representaba un hándicap. Habíamos tratado primero de orientar nuestro montaje hacia Pavel, luego sobre Holdos, como jefe de grupo, pero eso no nos daba entera satisfacción. Entonces recayó sobre usted, porque había estado mucho tiempo en Occidente; allí como aquí, usted ocupó responsabilidades importantes, usted era el responsable de los voluntarios en Francia. Tenía vínculos con Field y relaciones internacionales muy extendidas. Y además, usted es de origen judío… Así pues, usted reunía todas las cualidades requeridas para nuestro montaje».

No estoy más que al comienzo del camino que me llevará a descubrir el sentido de lo que me está sucediendo. Siempre andando en redondo en mis cuevas sucesivas, trato de poner mis ideas en orden; pero tropiezo contra las mismas imposibilidades. Incluso si la situación exterior se hubiera agravado, incluso si se hubiera descubierto una conspiración contra nuestro Estado Socialista, en qué podíamos estar mezclados nosotros, los voluntarios veteranos de España. Al principio de mi detención creí estar solo en el proceso, dadas mis relaciones con Field, pero ahora eso pasa de alguna forma a segundo plano. Los primeros ataques contra los voluntarios de España, datan del asunto yugoslavo. Se han reforzado en el proceso Rajk. Y ahora, este juicio perentorio y definitivo de Gottwald sobre todos nosotros.

¿Cómo un hombre como Gottwald, puede condenar de una forma tan burda a cientos de hombres que no han vacilado en dejar tras de sí, a la llamada del Partido, el calor del hogar, la seguridad de un empleo, sus amores, para trasladarse a los frentes de Madrid, de Aragón, por todas partes donde las batallas hacían estragos, conscientes de defender su patria batiéndose por España?

¿Cómo ha podido el Partido pronunciarse, sobre la base de falsedades policiales, sin buscar ninguna verificación? ¿Cómo ha podido decidir sin escucharnos? ¿Cómo ha podido descargar sobre la Seguridad sus obligaciones fundamentales hacia sus militantes y sus cuadros? El menor examen habría demostrado la insustancialidad de las acusaciones contra nosotros. Y, ¿por qué tienen consejeros soviéticos detrás de los investigadores? ¡Consejeros que les manejaban como un titiritero a sus marionetas!

No acierto a desenmarañar la madeja de mis pensamientos. ¡Nada hay peor que no poder comprender lo que se está viviendo!

Una vez más me llevan con los ojos vendados. ¿A la cueva? No. No al lugar habitual de aire enmohecido. El aire que respiro es puro y fresco. Lo aspiro ávidamente. Me empujan a un coche. No ceso de hacerme preguntas mientras circulamos. ¿Adonde me llevan? ¡Puede que al encuentro de la libertad!

El coche se para. Subo escaleras y recorro largos pasillos. Me quitan la venda y me encuentro en la celda de una cárcel, en una celda normal, como todas las que he conocido durante mi existencia. La puerta se cierra inmediatamente, una voz me dice por la mirilla: «Puede usted acostarse». Esta orden es superflua, me desplomo en un rincón y me duermo en el acto. Unas sacudidas me despiertan. Dos hombres están allí y uno de ellos me quita las esposas que he llevado día y noche durante más de un mes. Cómo describir el alivio de sentir mis brazos liberados, de poder mover los dedos y enderezarme. De ahora en adelante, sólo me encadenarán las manos en la espalda una vez por semana, cuando vengan a afeitarme en la celda.

Debo vestirme con un mono sin botones, con el pantalón sujeto por una goma, y calzarme unas inmensas y pesadas zapatillas de fieltro con las plantas de borra de coco trenzada, duras y cortantes. Todavía no me doy cuenta que un nuevo suplicio reemplaza al de las esposas.

Y de nuevo la orden de andar. Desde los primeros pasos siento dolor en los pies. Ando como sobre hojas de afeitar y mis pies comienzan rápidamente a hincharse. Sin embargo, después del infierno que acabo de vivir, el hecho de encontrarme en una prisión normal me devuelve la esperanza. Mi caso se va a dilucidar. ¿Voy a saber dónde estoy, a tener datos precisos sobre mi suerte y noticias de los míos?

Recibo una escudilla humeante y un trozo de pan. Puedo, excepcionalmente, sentarme en un taburete para comer. Me siento revivir.

Un poco más tarde me conducen, siempre con los ojos vendados, a un lugar desconocido. Me encuentro de cara con Smola. Me mira un momento: «Si usted pudiera verse, no se reconocería». No dudo de mi aspecto insólito, con barba hirsuta de un mes, sucio, enflaquecido, marcado por semanas de hambre y de sed, por la falta de sueño, ¡Jamás en toda mi vida, me habían impuesto semejantes pruebas!

Añade: «Hoy estamos a primero de marzo. Se encuentra usted en una prisión de la Seguridad del Estado. Vamos a empezar de nuevo su interrogatorio desde el principio. El Partido nos ha encargado su caso y el de los otros. Le informamos todos los días de su actitud hacia nosotros y hacia la investigación. Si quiere usted redimirse, sólo hay un camino: confiese todo sobre usted mismo y sobre los demás».

«No deseo otra cosa que contestar a todas las preguntas que usted me haga, pero con una condición: que el acta reproduzca exactamente mis respuestas, y no como han querido hacer hasta el presente».

«Está usted jugando con su vida. Reflexione bien sobre la postura que adoptará. Poniéndose en contra nuestro, se pone en contra del Partido. Vuelva a su celda y espere el interrogatorio».

¡Así que estamos a uno de marzo! ¡He pasado, pues, más de un mes en Kolodéje!