¡España! Contra este lodo que ellos remueven día tras día, cuando me dejan solo conmigo mismo, trato de reconstruir nuestra España. La España que llevo en el corazón.
La amnistía política proclamada en Checoslovaquia en la primavera de 1936, no me concernía, yo había pedido en noviembre, cuando la batalla causaba estragos en Madrid, alistarme en las Brigadas Internacionales. Estaba todavía en Moscú, tenía que esperar, para partir, el visto bueno del KIM.[19] Un buen día del mes de marzo, inesperadamente, una camarada de la sección checoslovaca me anunció que tenía que partir al cabo de una hora. Me recomendó estudiar a fondo mi pasaporte falso cuyas hojas, desde que lo había entregado a mi llegada, se habían recubierto de numerosos y diversos visados.
«Ten cuidado –me dijo– este pasaporte no debe caer, en ningún caso, en manos de las autoridades extranjeras». Me hizo estudiar sobre un plano el recorrido que debía seguir. El billete de la oficina de viajes soviética que me dio, sólo era valedero hasta Isberg, puerto danés. Después, por mis medios.
Nadie debía conocer mi partida. Me las arreglé, sin embargo, para despedirme de mi cuñada y de mi cuñado, presentes en ese momento en Moscú.
No había aún terminado de cerrar mi maleta, cuando el chofer estaba ya allí para conducirme a la estación. El tren me llevó hasta Leningrado. Allí, tuve el día libre. Aproveché para visitar por última vez esa ciudad que encuentro tan bonita y que tanto me ha impresionado; esa ciudad que vio nacer y triunfar la Gran Revolución de Octubre. Ese día se estrenaba justamente la película El Diputado del Báltico. Salí muy exaltado de la proyección, pues me pareció ver en esta película un símbolo del combate que se mantenía tras los Pirineos y en el que yo pronto tomaría parte.
Y aquí estoy en la estación de Finlandia. Estoy solo en el compartimiento. Paseando por el pasillo, me doy cuenta que soy el único viajero en todo el vagón. Llegamos a la frontera soviética. Con mucha emoción, contemplo mis dos últimos soldados con la estrella roja, que me sonreían gentilmente y me deseaban un buen viaje. El tren rueda ahora muy lentamente y pasa bajo el arco de madera en el que se destaca la inscripción: «¡Proletarios de todos los países, uníos!».
Dejaba la Unión Soviética después de tres años. En el momento de mi llegada, el país conocía grandes dificultades; los aprovisionamientos dejaban mucho que desear, las mercancías de primera necesidad eran muy escasas. Yo mismo había debido, a menudo, contentarme con un trozo de pan moreno y una taza de té y algunas veces de agua caliente, como única comida. Ahora la economía marchaba mejor, el país comenzaba a gozar de un bienestar relativo, la vida se había vuelto más fácil. Pero aires sombríos estaban apareciendo: una atmósfera de desconfianza y miedo se había instalado desde hacía ya algún tiempo, desde la muerte de Kirov. Después ocurrieron graves acontecimientos.
Por eso, al mismo tiempo, a pesar de mi emoción sincera por partir no podía evitar sentir alivio.
Era feliz de ir hacia nuevos combates, hacia una vida a la vez más dura pero mucho más apasionada.
Había sabido hacía poco, que mi mujer se encontraba ya en España, allí trabajaba en Albacete, en la base de las Brigadas Internacionales, en el Secretariado de André Marty. Iba, pues, a verla pronto…
Caía la noche en Mamló, cuando el tren montó sobre el trasbordador a Copenhague. Desembarcamos en el puerto donde la policía verificó nuestros pasaportes. Cuando llegó mi turno, me ruegan que espere. Alguna cosa no estaba clara del todo. Yo no me atormentaba por mí, sino por el hecho de saber que mi pasaporte estaba en manos de la policía. Me interrogaron toda la noche sobre mi identidad, sobre las razones de mis numerosos viajes, sobre el lugar a donde iba. No tenía elección: «Bélgica». ¿Y a continuación qué pensaba hacer? Respondí que tenía la intención de visitar, en París, la Exposición Internacional. ¿A qué se debía ese gran rodeo por Helsinki y Estocolmo habiendo una línea directa?…
Di todas las buenas razones que había preparado de antemano. Por la mañana temprano, un policía cogió el pasaporte para ir a verificar al consulado checoslovaco la exactitud de mi identidad. Creí que había perdido definitivamente la partida y estaba obnubilado por el juicio que llevaría contra mí la Sección de Cuadros de mi Partido, por «haber dejado caer el pasaporte en manos de la policía».
Uno de los policías, después de haberme mostrado su carta de miembro del Partido Socialista Danés, me dijo que sabía perfectamente que los que, como yo, llegaban de la Unión Soviética en tránsito por Dinamarca, eran voluntarios de las Brigadas Internacionales. Tenía mucha simpatía por nosotros, deseaba con todo su corazón la caída de Franco, pero debía tener en cuenta que las recientes decisiones del Comité de no-intervención, exigían a todos los Gobiernos impedir el tránsito por sus países de los voluntarios para España. Finalmente me dijo que estaba libre, pero que debía abandonar el territorio danés en veinticuatro horas.
Algunas horas más tarde dejé Copenhague y llegué a Isberg, en donde me embarqué para Amberes. En el barco un nuevo interrogatorio, pero éste sin peligro. Partimos enseguida. Esperaba con impaciencia la llegada a Amberes, última etapa peligrosa de mi viaje. La policía belga se mostró bastante severa. Pero todo salió bien.
Al fin rodaba hacia París. ¡Y mi ruta hacia España a partir de ahora estaba libre! En la estación del Norte, un poco perdido entre el barullo, de repente oí que me llamaban: «¡Gérard! ¡Gérard!»[20] Eran los padres de mi mujer que habían venido a buscarme y que no me habían visto jamás; me habían identificado gracias a la fotografía que Lise les había confiado.
Dos días después, me presenté al Servicio de Cuadros del Partido Comunista Francés. Fue convenido que me embarcaría en Sete. Las fronteras ya estaban vigiladas muy cuidadosamente, muchos voluntarios habían sido detenidos o repatriados en el curso de las últimas semanas. Tres días después, recibí nuevas instrucciones que me hacían permanecer en París. Afortunadamente para mí, además, pues el barco que yo debía tomar, fue atacado por un submarino italiano y naufragó al lado de la costa catalana. Hubo pocos supervivientes.
Viví dos semanas en casa de mis suegros, en el distrito veinte, muy cerca del cementerio del Padre Lachaise. Mi suegro se encargó de hacerme visitar la capital. A pie, porque con su cabezonería de aragonés se negó a tomar el metro. «¡Si se quiere conocer una ciudad –decía– no hay nada mejor que un par de piernas!» Gracias a él pude conocer verdaderamente, y llegar a amar, las calles de París. Volvía por la noche maravillado y aturdido. Mi guía me hablaba en una mezcla de español y francés que al principio me costaba comprender. Estaba muy orgulloso de su papel de profesor y por la noche se vanagloriaba con su mujer: «Morena,[21] ¡has visto los progresos que hace conmigo!» Y puedo decir que con él hacía progresos…, ¡simultáneamente en las dos lenguas!
El momento de partir llegó. A la hora y en el día fijados, me presenté en un café donde un camarada vino a buscarme. Me llevó a un hotel donde estuve veinticuatro horas sin salir antes de tomar el tren. El responsable del convoy me dijo que cierto número de voluntarios, en su mayoría originarios de Austria, estaban repartidos por los otros compartimentos. Como yo conocía varias lenguas, me pidió que le ayudase a mantener el contacto con ellos.
En mi compartimiento estaban los veteranos de la Schutzbund,[22] que se habían batido en las barricadas de Viena contra el fascismo en febrero de 1934, y se habían refugiado en la URSS después de su derrota. Encontré dos compatriotas venidos igualmente de Moscú. En el convoy había también alemanes, búlgaros, algunos yugoslavos, ingleses, y americanos.
Llegamos sin tropiezo hasta Perpiñán. La misma noche nos metieron, en grupos de cinco, en taxis y nos esfumamos conducidos por pleno campo.
La noche era hermosa, bastante fresca. Bajo el cielo negro, irradiado por la claridad plateada de la luna y de las estrellas, se recortaban los Pirineos.
El guía nos esperaba, era un montañés francés de pequeña estatura y flaco, de unos cincuenta años. Avanzábamos en fila india. Yo iba inmediatamente detrás del guía para servirle de intérprete. Habíamos sido aprovisionados con alpargatas para hacer más fácil la escalada y nuestros pasos más silenciosos.
La marcha fue penosa desde el principio. Avanzábamos entre los arbustos y las peñas, fuera de los senderos trazados, atravesábamos los arroyos, escalábamos las rocas a una cadencia tal que teníamos dificultades para continuar. Yo tenía todavía más dificultades que los otros, porque al final de mi estancia en París había cogido un resfriado con un poco de pleuresía. No le había hecho caso para no retardar mi salida, y ahora no era cuestión de abandonar, puesto que las indicaciones dadas por el guía debían ser traducidas necesariamente: «¡Alto! ¡Escóndanse detrás de los matorrales! ¡Camúflense en este bosquecillo!» Nuestro guía conocía a la perfección los horarios de las rondas de las patrullas fronterizas. Sabía en qué lugar debíamos esperar a que la luna pasase. Yo ya no podía seguir su ritmo y mis compañeros se veían obligados, por culpa mía, a aminorar la marcha y a hacer más paradas de las previstas.
A pesar de la inquietud del guía, que repetía sin cesar que al levantar el día deberíamos estar ya en la otra vertiente, en el lado español, si no queríamos caer en manos de los carabineros, yo no podía avanzar más de prisa. Para aligerar mi marcha ya había tirado mis enseres personales, no conservando más que algunos recuerdos que tenía en mucha estima. Los camaradas me sostenían por debajo de los hombros, casi llevándome, para que pudiese seguir. Estábamos a medio camino, cuando un negro americano que formaba parte de nuestro grupo, se derrumbó al límite de sus fuerzas a pesar de todas nuestras palabras de aliento. El guía le puso al abrigo en un pequeño bosque con algunas provisiones, reiterándole la orden de que esperase sin moverse hasta el día siguiente, en que él le vendría a buscar, a la misma hora, para conducirle a España. ¡Nuestro guía me había dicho que hacía esta ruta alrededor de cinco veces por semana!
La travesía de los altos puertos fue extenuante. ¡Los Pirineos bien merecían su reputación! Avanzábamos por una bruma espesa que se agarraba a las altas cimas. Pronto, una luminosidad grisácea nos envolvió. El alba se levantó y fuimos obsequiados con una feria luminosa de colores, premonitoria de nuestro primer día español. Nos paramos para hacer un último alto en el bosque, esperando el momento oportuno para atravesar corriendo una pradera, entre las rondas, muy cercanas y regulares, de las patrullas.
Todo fue bien. Llegamos asfixiados, agotados, a una cabaña de madera de donde se escapaba un humo teñido de rosa por los primeros rayos del sol.
Cuatro hombres salieron con el puño levantado: «¡Salud, camaradas!» Estábamos por fin en España.
Nuestros nuevos amigos nos ofrecieron un buen café caliente. Nuestro guía se fue enseguida. Le hicimos jurar que no olvidaría a nuestro camarada negro abandonado en el bosque. Nos tranquiliza: al día siguiente tendrá que guiar un nuevo convoy. Efectivamente, el camarada negro se reunió con nosotros dos días después, en Figueras.
Ahora el camino es de descenso. Pero las fuerzas que me habían traído hasta aquí, me abandonan. Los camaradas españoles se ven obligados a llevarme sobre sus fusiles puestos en cruz. Así llego a la fortaleza de Figueras, primer centro de agrupamiento de voluntarios.
Fue también por Figueras por donde abandoné España, en los últimos instantes de la guerra, en febrero de 1939. La Comisión de Cuadros del Partido Español, había enviado a cuatro de nosotros: un búlgaro, un inglés, un italiano y a mí a La Llagosta, donde se estaba formando una nueva Brigada Internacional. Nuestra tarea era constituir allí el aparato del Partido. Pavel era quien levantaba esta unidad. Había mandado, hasta entonces, el batallón Dimitrov que se encontraba entre los mejores. Y ahora, a despecho de las fatigas de una larga marcha nocturna de cuarenta kilómetros desde La Garriga, se apresuraba con la esperanza de estar listo para participar en los combates de retaguardia. Habíamos discutido la situación, pero él nos dejó enseguida. Fue entonces cuando Hromadko entró en la pieza donde nos encontrábamos. Las manos en los bolsillos, su sonrisa socarrona en los labios, nada había alterado su flema. Y aún menos el bombardeo que comenzó en el entreacto. Más tarde, cuando nosotros le ayudamos a evadirse en mayo de 1941 en París, de un convoy destinado a Alemania, aún conservaba su aire travieso. Se lanzó a cuerpo tendido al combate de la liberación de París, donde fue uno de los responsables de las Milicias Patrióticas.
Debíamos celebrar la reunión por la tarde, pero la situación se había agravado mucho. Las tropas motorizadas italianas habían roto el frente y se disponían a sitiar el pueblo. Los tiros de fusil, las ráfagas de las ametralladoras, partían de todas partes. Pavel, a quien volvimos a encontrar, nos dijo que había dado orden a la Brigada de tomar posiciones en la salida del pueblo que estaba todavía libre. Allí di a parar con Tonda Svoboda, cerca de la iglesia, que buscaba con su compañía de ametralladores las mejores posiciones para cubrir la retirada. Tenía un hermoso porte con su uniforme y sus cabellos casi completamente blancos. Se notaba su ascendiente sobre sus hombres. Él fue quien nos indicó el camino de Gerona, donde André Marty nos esperaba a la mañana siguiente.
Al alba, después de muchas dificultades, llegamos por fin a Gerona, pero sólo fue para enterarnos de que Marty había dejado aquel lugar. En la Sede Regional del Partido, el funcionario de servicio nos tomó por desertores. Afortunadamente, el retén de enlace dejado por Marty, respondió por nosotros. Debimos volver a Figueras para reunimos con él. Al llegar nos encontramos bajo un bombardeo espantoso, el más mortífero que había conocido jamás aquel pequeño pueblo.
Pocos días después, hacia el nueve de febrero de 1939, cuando el ejército fascista estaba a pocos kilómetros de la frontera francesa, la Comisión de Cuadros del Comité Central del Partido Comunista Español, estableció la lista de cuadros políticos y militares de cada nacionalidad, incluyendo los voluntarios venidos de la Unión Soviética. El objetivo era ayudarles a llegar a París y desde allí a sus respectivos países. La lista checoslovaca comportaba una veintena de nombres, entre ellos los de Pavel, Hoffman, Knezl, Hromadko, Stefka, Svoboda, Neuer, Grünbaum… Las furgonetas fueron despachadas para conducirles al lugar de la cita, detrás de La Junquera. El ejército republicano, ya fuera de combate, se encontraba concentrado en una estrecha banda a lo largo de la frontera francesa. Las unidades de los generales Líster y Modesto cubrían la retirada. En el desorden que reinaba, sólo se pudo establecer contacto con algunos de ellos.
André Marty me encargó restablecer el enlace perdido con el Comité Central del Partido Comunista Español. Este último se desplazaba todos los días con el fin de evitar cualquier ataque por sorpresa por parte de las unidades motorizadas fascistas o de la quinta columna. Yo necesitaba saber en qué orden pasarían la frontera las últimas unidades del ejército republicano. Debía igualmente pedir a Ercoli[23] que se reuniese con Marty. Pusieron un motorista a mi disposición. Tuvimos que atravesar una región donde los fascistas estaban ya infiltrados, y algunos pueblos en los que proseguían los combates de retaguardia. Al final encontré a Mije, miembro de la Oficina Política del Partido Comunista Español, y me descargó de una parte de mi misión: Ercoli ya había partido.
En el momento de irme, constaté la desaparición de mi motorista. Había tenido miedo de afrontar de regreso el mismo camino peligroso y prefirió proseguir directamente hacia la frontera. Dieciséis kilómetros me separaban de la Junquera. Tuve que hacerlos a pie, atrapado en una marea de refugiados y de soldados en desbandada.
Al llegar al cruce, nadie se decidía a seguir por el camino que conducía a La Junquera. «Figueras ha caído ya –decían por todos lados– ¡seguramente ya están en La Junquera!».
¿Qué hacer? Si era un bulo, como tantos otros en aquellos últimos días y no me presento, eso podría ser considerado como una deserción por mi parte. Decidí pues seguir el camino de La Junquera. De vez en cuando me paro y escucho el ruido del cañoneo lejano, tratando de ubicar de dónde venía. Antes de entrar en las aldeas y en los pueblos, observo prudentemente lo que pasa. Están vacíos. Nadie para informarme. Golpeo en vano las puertas y las ventanas. Sin embargo, los ruidos que llegan del interior indican que los habitantes estaban escondidos en sus casas. Estaba absolutamente solo en la carretera y temo caer, a cada instante, sobre una patrulla enemiga motorizada.
Los aviones de reconocimiento fascistas vuelan bajo. Decido renunciar a esconderme cada vez que pasan. ¡Es preciso que avance lo más rápidamente posible, es la única posibilidad de salvarme!
Repentinamente, distingo a lo lejos unas siluetas. Me acerco a ellas con el corazón constreñido por la angustia. ¡Son los nuestros! Dicen que es necesario avanzar más deprisa porque los fascistas no están más que a cuatro o cinco kilómetros. Había allí prisioneros políticos liberados de las cárceles de Barcelona, anarquistas y miembros del POUM, que huían también de los fascistas. Los espías y los miembros de la quinta columna se habían quedado para esperar a los suyos.
Hacia el atardecer llego, por fin, a la pequeña casa detrás de La Junquera donde está André Marty. Está en la carretera, con un gran vendaje alrededor de la cabeza, extenuado de fatiga, nervioso, medio loco. Me colma de injurias por mi retraso. A su alrededor están los voluntarios de varias nacionalidades que no han podido ser evacuados. Unas veces, Marty nos ordena detener a los soldados que se dirigen hacia la frontera francesa y que no dejemos pasar más que a los civiles; y otras, nos amenaza con hacernos fusilar si impedimos a los camiones militares cargados de soldados dirigirse hacia la frontera…
Por la noche, me manda llamar y me informa que todos los checoslovacos estaban ya en la frontera. «Ahora es vuestro turno, marchad también vosotros –me dijo– además, todos nosotros partiremos en el curso de la noche o mañana por la mañana lo más tarde. Usted irá en compañía de Rol Tanguy y de un camarada alemán. Pasarán los cordones de los carabineros en un coche con dos diputados franceses, su cuñado, que acababa de llegar, y Jean Cathelas».
Fue la primera vez y también la última que tuve la ocasión de ver a este camarada que fue guillotinado en 1942 en la prisión de la Santé, durante la ocupación alemana. Rol Tanguy recibirá el veinticuatro de agosto de 1944, al lado del General Leclerc, la rendición del General Von Choltitz, comandante de la guarnición alemana del Gran París. No sé cuál ha sido la suerte de mi camarada alemán.
Avanzamos a pie hacia la frontera de la que distamos unos pocos kilómetros. La noche es estrellada. Las laderas de los Pirineos están sembradas de numerosos fuegos de campamento. Son los últimos grupos de civiles y militares que hacen su último alto en tierras de España. Nos desembarazamos de nuestros papeles de las Brigadas. Desmontamos nuestras armas y tiramos las piezas sueltas a los barrancos que nos rodean.
En la frontera, los patrulleros desarman a todos los militares. A cada lado de la carretera hay montones de armas… A nosotros no nos piden nada porque vestimos ropas de paisano. A todas las preguntas que los refugiados les dirigen para saber por dónde se va a Toulouse, a Marsella, a Burdeos… los guardias responden inmutables: «A la izquierda, por la carretera principal». Se trataba de la carretera que condujo a todo el mundo a los campos improvisados de Argeles y de Saint-Cyprien.
Nuestro grupo pasa sin tropiezos y llegamos al pueblo, donde nos espera un gran coche que ostenta en el parabrisas la escarapela de diputado. El camarada alemán y yo nos subimos detrás, acurrucados en el suelo. Pasamos numerosos controles. Los dos diputados muestran sus cartas de la Asamblea. Así llegamos hasta Perpiñán, en donde bajamos en la Casa del Pueblo. Al día siguiente, el coche continúa con nosotros hasta Tarascón donde cogemos el tren para París.