Ya no hay día ni noche. No hay más que los rumores que atisbo: pasos en los cuartos vecinos, sollozos, voces de mujer, golpes contra las puertas, ruidos de lucha y la orden brutal: «¡Camine!».
Durante los interrogatorios, sé cuando la noche se acaba porque el referent se pone a bostezar y a estirarse. Hacia el amanecer reina una atmósfera sórdida. Tengo la sensación de vivir fuera del tiempo, en la irrealidad. Este mundo de pesadilla obedece a ciertas leyes. De vez en cuando, la puerta se abre, alguien trae al referent un tentempié que abre y degusta delante de mí. También hay momentos en los que algunos referents pierden pie, y no comprenden nada de nada.
El hombre al que ellos interrogan, les hace entrever una época que ellos ignoran y que no pueden dejar de admirar:
«¿Cuándo ha conocido usted a Oskar Vales?».
«En uno de sus permisos, en Barcelona».
«No es extraño que hombres como él, con un pasado incontrolable, hayan traicionado. En España, incluso abandonó su unidad de las Brigadas Internacionales».
«Sí, ha dejado su unidad regular para presentarse voluntario a una misión mucho más peligrosa. Llegó a ser uno de esos hombres de los que habla Hemingway en su libro Por quién doblan las campanas. Con otros voluntarios de todas las nacionalidades, franqueaba las líneas fascistas para realizar sabotajes en terreno enemigo. Un día de 1938, su grupo de guerrilleros tuvo por misión penetrar quince kilómetros en la retaguardia enemiga. Eso fue en el sector de Tremp. Su misión consistía en apoderarse del Estado Mayor de una división fascista».
Cuento cómo, durante la noche, se habían acercado al edificio que albergaba al Estado Mayor, fuera del pueblo. Una parte de ellos debían penetrar en el interior y el resto, emplazar las minas para hacer saltar la construcción. Vales, formaba parte del grupo de protección que debía cubrir la operación y asegurar la retirada. La noche era muy clara y los guerrilleros estaban tendidos en un foso a algunos metros del cuerpo de guardia. En el momento en que un centinela, habiendo descubierto al grupo de Vales, se disponía a dar la alerta, el ataque al Estado Mayor comenzó. El centinela y una parte de los oficiales del Estado Mayor murieron. Un oficial había sido capturado y los guerrilleros, al completo, habían logrado alcanzar con él las líneas republicanas.
«Vales ha participado, hasta el fin de la guerra, en acciones parecidas. ¿Es lo que ustedes llaman sin duda, un buen camino para llegar a ser agente del Servicio de Inteligencia?».
«¿Cómo explica usted, que Laco Holdos no haya obedecido las órdenes de la Comandancia de las Brigadas, sobre la retirada de los voluntarios de todos los frentes y su agrupamiento en Cataluña? ¿Cómo se explica que Holdos se quedase en España, mientras los otros voluntarios checoslovacos estaban ya en Francia? ¿Cómo es posible que haya aparecido un buen día en África del Norte?».
«Laco había aceptado en 1939, la proposición de Giuliano Pajetta, adjunto de Luigi Longo, Inspector General de las Brigadas Internacionales, de asegurar las emisiones en lengua eslovaca de la estación de radio de Aranjuez, cerca de Madrid. Como la retirada de los voluntarios de España, ya había sido decidida por la SDN y aceptada por el Gobierno Republicano, Laco había sido documentado con papeles de identidad españoles. Fue detenido y encarcelado en Madrid, bajo la inculpación de espionaje, porque la unidad mencionada en sus papeles era inexistente. En esa ciudad, que él había defendido con su amigo Josef Majek, caído a su lado en los combates de la Ciudad Universitaria en noviembre de 1936, Jaime Gunter Coll –ése era su nombre falso– esperaba ser fusilado por negarse a explicar por qué había sido capturado en la zona central y quién le había procurado los papeles falsos.
»Se salvó por los pelos, por un jefe militar anarquista que le había conocido cuando él era comandante de la batería Gottwald, en el frente de Levante. Liberado finalmente, fue enviado a Valencia donde llegó a ser responsable de un grupo de voluntarios extranjeros que esperaban su repatriación.
»Habiendo estallado el golpe de estado antirrepublicano de Casado, Holdos estableció contacto con el Partido Comunista de Valencia, para ayudar a salvar a los cuadros militares y políticos del Partido Comunista Español, contra los cuales se había organizado una verdadera caza del hombre.
»Las tropas franquistas habían roto ya el frente. Las banderas casadistas y de la Falange Española flotaban ya en los tejados, Laco había conseguido introducir, –con falsas identidades de voluntarios internacionales– varios hombres y mujeres en el cuartel que ocupaba con su grupo. Habían alcanzado, en condiciones dramáticas, el muelle del puerto de Alicante y consiguieron embarcarse, todos, en el último barco que zarpaba, el Stambroock, bajo pabellón inglés. Así fue como Laco y sus camaradas abandonaron España, mientras que los aviones italianos lanzaban sus últimas bombas sobre el puerto; y así fue como llegaron a un campo de internamiento en África del Norte».
¡El referent escucha con extrañeza mi relato! ¡Para él, el hombre que tiene delante y aquellos de los que le habla, han sido detenidos por orden del Partido y no pueden ser sino enemigos!
Me doy cuenta de que algunos están persuadidos de que, actuando como lo hacen con nosotros, llevan a cabo un «trabajo honorable»: ayudar al Partido a desenmascararnos. Se les ha enseñado y persuadido de que, con los enemigos del Partido, todos los medios son buenos para arrancar las confesiones exigidas por sus jefes. Los métodos utilizados para conseguir este fin, la puesta en escena, la mistificación, la coacción moral y física e incluso las provocaciones, les parecen normales, legítimas.
Un gran número de referents son reclutas novatos. Algunos han sido elegidos en las fábricas. Son el producto de la formación rápida y somera que los «servicios que les utilizan» les han dado.
¿Cómo es posible, que hombres que no eran al principio malos elementos, hayan podido convertirse en tales instrumentos dóciles y ciegos? Pienso que para ellos, el Partido era una noción abstracta, no estaban imbuidos de su espíritu y no sentían ninguna responsabilidad ante él. Eran sus jefes y los consejeros soviéticos los que representaban al Partido. O mejor aún, los que estaban situados por encima del Partido. Sus órdenes eran sagradas e indiscutibles. Una manera semejante de ver las cosas conducía necesariamente al espíritu de suficiencia; les llevaba a considerarse a sí mismos superhombres con derecho a entrometerse en todo y con todos en el Partido y en el país.
Cuando toma el relevo de su colega para proseguir el interrogatorio, el nuevo referent recibe un trozo de papel con una o dos preguntas y la respuesta que debe obtener. Durante horas y días, este será el tema central: «Sinvergüenza…, cabrón…, hable…, cállese usted…, hable…, cállese usted…, no mienta…, usted miente…, cerdo…, chulo…, hable…, hable…, hable…».
Y cuando, en alguna parte, se abre una puerta, ¡se escapan los mismos gritos!
Cada uno sólo conoce una faceta del armazón de acusaciones montadas por sus jefes contra nosotros. Cueste lo que cueste, deben obtener nuestra confesión sobre ese punto. Después se les confiará otro punto, y así sucesivamente.
Si el bajo nivel político que les caracteriza, desvela que se trata de neófitos, algunos son francamente primitivos y cortos.
Es difícil, por no decir imposible, hacerles comprender las cosas más elementales concernientes a la lucha de los partidos comunistas clandestinos y a su política de frente nacional:
«¿Por qué, después de la ocupación de Francia, ha mantenido el contacto con el consulado checo de Marsella, dirigido por los hombres de Benes? ¿Por qué no se dirigió en ese momento a la embajada soviética de Vichy para que les proveyese del dinero necesario para sus actividades clandestinas?».
Cuando evoco la formación en Francia del Frente Nacional de los Emigrados Checoslovacos, que incluía a los benesistas, a los comunistas, a los sin partido, el referent ve en esto un abandono de los principios comunistas: «¿Cómo es posible que los comunistas colaboren con los benesistas? ¿Nos toma por idiotas?».
Otro pilla un ataque de cólera cuando le explico el movimiento de los FTPF en París: «No me hará creer que los guerrilleros podían operar en las ciudades y aún menos en París. Sólo existían en el campo y en los bosques…».
«¿Dónde ha visto usted a los guerrilleros en grupos de tres o de cinco? ¿Atentados aislados? ¿Cómo osa inventar semejantes mentiras: acciones organizadas en pleno París y en pleno día? ¿Cree usted que va a salvarse contándonos todas esas historias para no dormir?».
Otro rechaza, pura y simplemente, el valor de la resistencia armada en los países del Oeste, pues «lo único que contó en esa guerra fue la aportación del Ejército Rojo que, con o sin los movimientos de resistencia, habría obtenido los mismos resultados».
Otros no alcanzan a comprender por qué el Partido Comunista Francés no tomó el poder después del desembarco de los aliados.
Para ellos, todo aquel que ha viajado al Oeste, por lo menos es un sospechoso, un espía en potencia.
Exigen confesiones tan absurdas como que «la MOI es en Francia el órgano dirigente, para toda Europa, de la IV Internacional».
A pesar de las explicaciones, fácilmente comprobables con el Partido Francés, sobre estas iniciales, MOI: Mano de Obra Inmigrada, persisten en interpretarlas como lo hicieron antes que ellos los ocupantes nazis: Movimiento Obrero Internacional.
Nada hay peor que encontrarse desarmado, aislado, frente a la imbecilidad y a la ceguera.
Y así durante horas, días y meses enteros.
Están sordos a todo argumento, a toda prueba, incluso a la más resplandeciente.
Yo creo que la utilización de tales elementos por «el aparato de la Seguridad» entre cuyas manos nos encontramos, es intencionado pues se les puede manejar como a robots. Se tiene la seguridad de que todos los argumentos del acusado, hasta los más convincentes, resbalarán sobre el caparazón de su ignorancia y estupidez, dejando intacta la concepción de las «confesiones» que se les ha encargado conseguir, no importa a qué precio, de «su cliente». Sus orejeras no les permiten ver más allá de la distancia que hay entre Ruzyn y Dejvice.[18]
Poco a poco llegaremos a conocer este aparato en el transcurso de los interrogatorios. Su estructura es la siguiente:
Cada grupo de referents está dirigido por un jefe que tiene el grado de capitán o comandante. El teniente coronel Doubek coordina las actividades de todos los grupos y es él quien tiene el contacto con el Ministerio de la Seguridad.
Los jefes de grupo no son simples ejecutores como los referents. Dirigen los interrogatorios de una manera más hábil y astuta. Su visión es más amplia que la de sus subordinados. Son los instrumentos dóciles y obedientes de los consejeros soviéticos que los instruyen personalmente; conocen, por este motivo, una parte del «montaje», de los juegos de manos que están encargados de hacer realidad con sus referents.
He aquí de lo que me enteré después de mi rehabilitación en 1956, por Alois Samec, voluntario veterano de España que había colaborado, al principio, con los consejeros soviéticos que trabajaban en la Seguridad:
«En el otoño de 1949, después del proceso Rajk, llegaron a Checoslovaquia. Decían que también debía haber entre nosotros, seguramente, una conspiración contra el Estado. Que los enemigos que querían derrocar el régimen socialista estaban infiltrados en todos los engranajes del Partido y del aparato gubernamental.
»Según las instrucciones que ellos nos daban, se detenía a las personas que 'tuviesen la capacidad' de realizar actividades contra el Estado por sus funciones y sus relaciones. Las pruebas se buscaban después…
»Yo había recibido la orden de uno de los consejeros soviéticos, Borisov, de remitirle personalmente al final de los interrogatorios, una copia de cada sumario establecido con el acusado. Le señalé que el Secretario General del Partido recibía ya una copia del acta. Me recriminó severamente y me ordenó no discutir sus instrucciones.
»Tenía también contacto con otros consejeros soviéticos, particularmente con Likhatchev y Smirnov. Ellos recopilaban las informaciones comprometedoras contra todo el mundo, sobre todo acerca de las personas que ocupaban altos cargos, incluidos Slansky y Gottwald…
»Impusieron y extendieron su poder, aprovechándose de la confianza que les manifestaba la Dirección del Partido, que veía en ellos la garantía de un trabajo altamente cualificado y justo, en el dominio de la Seguridad. En cada asunto importante, Gottwald recurría a sus consejos… Eran los iniciadores de la mayoría de las medidas importantes decididas por el Ministerio de la Seguridad; las aprovechaban para introducir los métodos que estaban en curso en la URSS. Cada vez más los empleados de la Seguridad, en lugar de seguir la vía jerárquica, acataban sus órdenes, particularmente los que trabajaban en los organismos de investigación.
»Desde su llegada, comenzaron a infiltrarse en todos los engranajes de la Seguridad, a través de «hombres de confianza», que les eran fieles en cuerpo y alma. Lograron rápidamente crear en el seno de la Seguridad –donde estaban oficialmente censados como trabajadores– una policía paralela que sólo les obedecía a ellos…».
En Ruzyn tuve la ocasión de conocer, en los veintidós meses de detención previos al proceso y en los interrogatorios cotidianos que soportaba, la existencia de esos hombres de confianza reclutados por los consejeros, no solamente entre los jefes de grupo, sino también entre los simples referents. Eran encargados por «sus maestros de ceremonia» de tareas particulares y confidenciales que debían cumplir al margen de la vía jerárquica. En repetidas ocasiones constaté el antagonismo entre el aparato oficial y el aparato clandestino creado en su seno por los consejeros soviéticos.
Por ejemplo, un día, en el curso de mis interrogatorios, Kohoutek entró y se llevó aparte a mi referent. Le dijo en voz baja –aunque mi oído ejercitado consiguió captar la conversación– que el comandante (Doubek) reclamaba, para transmitirlas al Ministro (Kopriva), las actas de… a continuación un nombre que no capté. «Es necesario, prosiguió Kohoutek, que escondas el expediente de…» Aquí no capté lo que siguió. «Lo pondrás en su sitio en el sumario cuando te lo devuelvan».
Acto seguido, el referent sacó un expediente del sumario y, delante de Kohoutek, retiró un legajo de hojas que puso bajo llave en un cajón. Un cuarto de hora más tarde, cuando el comandante Doubek vino a pedir el expediente de… (esta vez tendió al referent un trozo papel con el nombre), recibió el expediente purgado. Dos horas después, cuando Doubek lo restituyó, mi referent rehizo su manejo en sentido inverso, reconstituyendo el estado primitivo con los folios quitados, antes de volver a colocarlo en el archivador. Poco después Kohoutek vino a informarse:
«¿Y bien, está todo en orden? ¿No ha dicho nada?».
Dos o tres días antes del proceso, es decir, a mediados de noviembre de 1952, Kohoutek entró precipitadamente en el despacho donde me interrogaban. Espetó al referent: «Dame todas las actas de los que tienen que comparecer. El Ministro Rais ha venido para echar una ojeada…».
Así, dicho sea de paso, ¡hasta la víspera del proceso el Ministro de Justicia no conoció el contenido de las declaraciones de los acusados!
Así que Kohoutek se encontraba con que la redacción de dichas actas no estaba destinada a la lectura del Ministro. Y pude ver, cómo él y mi referent se ponían a buscar febrilmente, en los expedientes de cada uno de los acusados, páginas y páginas que apilaron apresuradamente y encerraron en el cajón de la mesa de despacho. Aquellas páginas eran las que contenían las partes de los interrogatorios que se referían a la persona misma del Ministro Stefan Rais. Las «confesiones» tendían a probar sus vínculos con el núcleo de la conspiración contra el Estado. ¿No era Ministro de Justicia? Era necesario, por lo tanto, poseer material de reserva contra él. Siendo, además y por añadidura, de origen judío…
Aún más, en la prisión central de Léopoldov, a donde fui trasladado en 1954, vi de nuevo a los hombres de confianza de los consejeros soviéticos, entregados a la misma faena. Habían venido a interrogar a uno de nuestros compañeros de infortunio, Oldrich Cerny, condenado en uno de los procesos desencadenado por el nuestro, por actividades trotskistas, a fin de hacerle confesar los «crímenes de guerra» cometidos… por el mismísimo Presidente de la República Antonin Zapotocky.
Zapotocky había, efectivamente, cometido la falta inexcusable de ser deportado al campo de Sachsenhausen y de haber participado en la Resistencia. Los consejeros coaccionaban a Cerny para reunir contra el Presidente el mismo material que había servido para condenar a Josef Frank y a Svab en nuestro proceso.
Por otra parte, en Ruzyn, todas las declaraciones importantes eran traducidas al ruso y ésa era la versión que contaba. Los consejeros añadían las modificaciones y correcciones que juzgaban necesarias antes de devolverlas a los jefes de grupo que tenían a su cargo arrancar, a base de este refrito «aconsejado», la firma del acusado.
Este sistema permitía a los consejeros, no solamente seguir los interrogatorios paso a paso sino, además, establecer cada vez la orientación de las «confesiones», organizando de paso una competición entre los equipos, en el interior de los equipos y entre los referents. La consigna insoslayable era que «cada acta debía constituir una confesión de la culpabilidad del acusado». Pero ésta, era una consigna con un diseño muy vago que permitía entregarse al fanatismo. Entonces, los que obtuviesen más rápidamente «las mejores confesiones» serían los que complacerían mejor a los «maestros de ceremonia». No se trata ya solamente de realizar el plan de la parte de «confesiones» que les corresponda, sino más aún, añadir una notable contribución personal. Entre ellos nuestros referents se jactaban de sus formulaciones con tanta vanagloria como los malos poetas.
Tuve la ocasión de comprobarlo casi enseguida, desde principios de abril. Mientras que Smola me interroga, un referent entra volando en el despacho blandiendo un papel en la mano. Resplandece. «Va muy bien la cosa, anuncia a su jefe, se está desinflando». Se acerca a la mesa. «Mira qué declaración más hermosa tengo aquí. Nos da todo lo que necesitamos…» Y antes de marcharse deja una copia al comandante Smola para que pueda conocer el texto. Saliendo, añade aún: «¡Ah! ¡Se puede decir que esto va muy bien, es todo un éxito!».
Una media hora más tarde Smola, furioso por mis constantes negativas, me agarra como es su costumbre por el cuello y me sacude enérgicamente. Al mismo tiempo me muestra el famoso pasaje «tan exitoso» y así me entero de que se trata de un interrogatorio de Svoboda. A una pregunta, le han hecho responder: «Es todo lo que tengo que decir sobre la actividad del grupo trotskista de los voluntarios veteranos de las Brigadas durante su estancia en París». El confidente considera como su éxito personal la introducción de la fórmula «grupo trotskista» en el acta de Svoboda. Eso, además, tiene el don de enfurecer a su jefe, Smola, que no ha logrado todavía, marcarse conmigo un buen tanto.
Más tarde, cuando protesté ante Kohoutek, que tomó el relevo de Smola en la dirección de mi interrogatorio, por la utilización que él hace de la fórmula «grupo trotskista» para designar a los voluntarios veteranos de España, me responde con cinismo: «Esto no es nada todavía. En las futuras actas lo formularé así: «organización de espionaje trotskista» y usted se verá obligado a aceptarlo. Sobretodo no se haga ilusiones sobre eso».
Paso una noche entera de interrogatorios a propósito de los chismes de un hombre enviado por la Seguridad a la embajada de París y retornado a petición del Ministerio de Asuntos Exteriores. Nosotros nos habíamos negado, a su regreso, a despacharle en la aduana ninguna de sus maletas que contenían mercancías nuevas que estaban muy por encima las normas autorizadas. Se había vengado escribiendo un informe de dieciséis páginas contra el embajador Hoffmeister y contra mí mismo, acusándonos de haber tenido relaciones de espionaje con un tal Lampe. Yo conozco, en efecto, a un Lampe Maurice, veterano de España y viejo militante del Partido Comunista Francés. Le había vuelto a encontrar en la prisión de Blois y luego en el campo de Mauthausen, en donde tuvimos un estrecho contacto, era miembro de la dirección clandestina del grupo francés.
¡Toda una noche de malentendidos y quid pro quo para por fin descubrir que no se trata del mismo Lampe, sino de un director de orquesta que no he conocido en mi vida! Nuestro hombre de la Seguridad no vaciló en escribir que Hoffmeister, con mi ayuda, había sembrado la embajada de París de traidores que soñaban con un cambio de régimen en Checoslovaquia.
No tardo en sospechar, que el suegro de aquel hombre es el mismo que dirige este interrogatorio absurdo, acordándome de que en el momento en que habíamos reclamado su regreso de París, un camarada me había prevenido: «¡Ten cuidado, su suegro es alguien muy bien situado en la Seguridad!».
Cada vez más, se desvela que los interrogatorios están orientados contra los voluntarios veteranos de las Brigadas. Existe, a priori, un prejuicio hostil contra el conjunto de los veteranos. Todos, sin excepción, están considerados, por lo menos, como aventureros e individuos peligrosos.
En cuanto a nosotros, los que estamos detenidos, somos trotskistas, enemigos del Partido, agentes de la Segunda Oficina Francesa y de los otros servicios de información extranjeros, y de la Gestapo. Cada nombre de un voluntario veterano registrado en un acta, se acompaña de un calificativo del género: amoral, trotskista, etc. Más tarde, el apelativo «voluntario» llega a ser, él mismo, equivalente a todos los calificativos peyorativos. Cada conversación, cada hecho en el que se encuentra mezclado un voluntario, incluso el más normal, el más anodino, toma el carácter de una conspiración contra el Estado, de un acto enemigo.
Igual que para los judíos, contra los voluntarios existe la misma atmósfera de progrom. Esta condena aberrante será utilizada todavía en 1953, en una circular de la Seguridad Nacional dirigida a todas las Administraciones del Estado, en la que los voluntarios de las Brigadas Internacionales serán asimilados a los miembros de la policía y del ejército del protectorado alemán de Bohemia y de Moravia y a los guardias fascistas eslovacos de Hlinka.
Las Brigadas Internacionales de España se colocan, así de fácil, en el mismo plano que las unidades intervencionistas contra el Ejército Rojo en los años 1918, 1919 y 1922, contra la República de los soviéticos de Hungría.
Esta actitud engloba a las Brigadas en su totalidad. Nadie es excluido. Así, por ejemplo, soy extensamente interrogado sobre una comida que hicimos en Praga el año 1950 –Pavel, Svoboda, Zavodsky, Vales, yo y otros más– con Luigi Longo, actualmente Secretario General del Partido Comunista Italiano y que en España, era Inspector General de las Brigadas Internacionales.
Y lo mismo para los contactos amistosos que tenía con Edo D'Onofrio, senador y miembro de la Dirección del Partido Comunista Italiano. Me visitaba en mi casa cada vez que pasaba por Praga, puesto que habíamos estado muy unidos en España.
Fui interrogado también, sobre una comida que yo había organizado para mi amigo, el Ministro búlgaro Dimo Ditchev, con ocasión de uno de sus viajes a Checoslovaquia.
Me había manifestado su deseo de volver a ver a algunos voluntarios veteranos que había conocido en España. En esta comida, estaban igualmente presentes, por mera casualidad, mi cuñado Raymond Guyot, miembro de la Oficina Política del Partido Comunista Francés, y su mujer, que se encontraba de tránsito en Praga. El referent salta literalmente de su silla cuando oye este detalle. Me confía a otro referent, diciéndole que tiene que reunirse inmediatamente con «unos amigos» para comunicarles un hecho muy grave. A su regreso, al cabo de un cuarto de hora, me golpea violentamente para intentar hacerme confesar que yo había organizado esta comida con vistas a poner en contacto a Guyot con Ditchev, para permitir que el primero construyese «su red de espionaje» en Europa con la complicidad del segundo.