En la madrugada del viernes me sacan de mi celda, cegado como de costumbre, y me conducen a lo largo de pasillos interminables y de escaleras que descienden sin cesar. En cierto momento respiro un aire húmedo, helado, que huele a moho. Al fin me quitan mi venda. Una voz ordena cerrando la puerta: «¡Camine!».
Estoy en una cueva; un agujero enmarcado por dos paredes de ladrillos y arcilla y otras dos de toscas empalizadas. Dispongo apenas de cuatro metros cuadrados. Todas las paredes rezuman. Hay tanta humedad que mi ropa queda empapada enseguida. Témpanos por aquí y por allá. El suelo está fangoso. Sigo andando como se me ha ordenado. Más bien, doy vueltas, como un animal enjaulado. ¿Qué es esta nueva invención de mis inquisidores?
Por un momento tengo la idea de arrojarme al suelo, donde están las dos tablas que aíslan del barro, y negarme a caminar. Pero recuerdo la observación de un referent durante una de las sesiones: «Cada día enviamos una reseña al Partido para informarle del resultado de la investigación y de la conducta de los acusados. Puede estar seguro de que lo que escribimos sobre usted no le favorece; su negativa a confesar prueba que con usted estamos tratando con un criminal endurecido». No debo darles ningún pretexto para que escriban que me sublevo.
En este agujero no hay nada que me permita tener una noción del tiempo. Podría parecerme que toda la vida se ha parado si no oyese, de tanto en tanto, no lejos de mí, el ruido de golpes rítmicos sobre las tablas y las órdenes monótonas: «¡Ande, tiene usted que andar!».
Así que no estoy solo en este subterráneo, muy grande a juzgar por el eco. Hay, cerca de mí, otros calabozos semejantes. Cada cuarto de hora el guardián golpea una vez la puerta. Debo ponerme entonces firme de cara a la mirilla y responder en voz baja: «Detenido número… ¡Presente!».
Trato de reconocer por las voces quiénes son mis vecinos. En vano. Sólo me llega un murmullo demasiado débil. Mi oído sólo capta el ruido del abrir y cerrar de puertas, de pasos que se acercan o se alejan. Nada me permite distinguir el día de la noche.
Cada vez me desplazo con más dificultad. La fatiga es intensa. Mi pecho, mi espalda, mis hombros, mis brazos, mis piernas, todo mi cuerpo está dolorido. No puedo más. Me desplomo. Unos instantes después, unas patadas rabiosas estremecen la puerta. La voz anónima aúlla: «Levántese. ¡Ande, ande!» No obedezco. La puerta se abre brutalmente, dos guardianes me levantan por las axilas, me sacuden, me golpean la cabeza contra las paredes. «¡Va usted a obedecer y a hacer lo que nosotros le mandemos!» Yo me niego porque no puedo más. Un tercero viene en su ayuda trayendo un cubo de agua helada. Agarrándome la cabeza la introduce varias veces en el cubo. «Ya está usted despierto», me dicen los otros. «Va usted a caminar o repetiremos la sesión, y recurriremos a otros medios si persiste en su tozudez».
Me dejan y mi marcha alucinante comienza de nuevo. De pronto oigo voces detrás de la puerta. Son varios, turnándose detrás de la mirilla y burlándose de mí. Me lanzan injurias, bromas obscenas, insultan a los míos. El tiovivo dura bastante tiempo. No reacciono. Se cansan y acaban por irse.
No sé cuanto tiempo hace que giro y giro en redondo. Mi cuerpo es un pozo de dolor. Y además, ¡tengo tanto sueño!
No consigo mantener los ojos abiertos y poco a poco la visión de lo que me rodea se vuelve borrosa, como detrás de un velo. Tropiezo con las tablas. Al final me encuentro por el suelo. Unas manos me levantan de nuevo. Me muelen los costados a patadas; me hacen desnudar de medio cuerpo para arriba y me riegan con un cubo de agua helada. Es su manera de mantenerme despierto; cada día sufriré varias veces tales sesiones durante mi permanencia allí. Comienzo de nuevo mi marcha titubeante. Duermo de pie. Los choques contra las paredes me despiertan. Camino, sueño, oigo voces, las imágenes desfilan ante mis ojos, ya no sé distinguir lo real de lo imaginario. ¿No estaré viviendo una pesadilla?
Mucho tiempo después, durante la noche del domingo al lunes (lo supe un poco después, al ver el calendario en la mesa de mi inquisidor), oigo a alguien que me dice en eslovaco a través de la mirilla: «¿Qué ha hecho usted?». No comprendo de momento, sólo tengo la sensación de una presencia detrás de la mirilla. Unos golpes discretos golpean la puerta. Finalmente reacciono y me acerco. La voz cuchichea: «¿Qué ha hecho usted?».
«Nada, soy inocente, ignoro por qué estoy aquí. No comprendo qué se pretende de mí, soy inocente. No recibo ni comida ni bebida, se me impide dormir. No comprendo lo que sucede». La voz responde: «Nos han prohibido darle de comer y de beber. ¿Qué ha podido usted hacer para merecer un trato semejante? Es usted el único en estas circunstancias. Voy a traerle de beber».
La sed es un suplicio peor que el hambre. Debo tener fiebre. Siento un dolor lacerante en los pulmones. Respiro con dificultad. Es la secuela de mi pleuresía. El lunes pasado debía haber recibido una insuflación en el neumotórax. El doctor Dymer[14] me habrá esperado en vano.
Al cabo de un momento interminable, la puerta se abre suavemente: delante de mí aparece un guardián joven, vestido de uniforme y cubierto con una «chapka»[15] con la estrella. Me tiende una botella de agua. Me acerca el gollete a los labios y pacientemente, me hace beber la botella entera. Me recomienda: «No se lo diga a nadie, porque me castigarían. Dentro de unas horas seguramente le llamarán. Entonces podrá usted reclamar bebida y comida». Se marcha enseguida y cierra la puerta.
La humanitaria actitud de este hombre, su gesto caritativo, me devuelve la confianza. No está todo perdido, ¡ni siquiera aquí! Extenuado, continúo arrastrándome. Al fin me vienen a buscar para un nuevo interrogatorio.
Comienza la marcha a ciegas a lo largo de escaleras y corredores. Me duele subir cada escalón. No tengo aliento. Jadeo. Voy a desplomarme de un momento a otro. Pero manos enérgicas me sostienen, me empujan, me arrastran.
Con los ojos liberados, encuentro ante mí a un hombre que veo por primera vez. Me hace poner de pie en un rincón, y me observa largamente: «¿Qué le pasa a usted? Tiene mal aspecto».
«Desde hace una semana –acabo de percibir el calendario sobre su mesa– estoy aquí, no he tenido casi nada para comer ni beber. He dormido solamente dos horas. Acabo de pasar tres noches y tres días en una cueva donde se me ha obligado a caminar sin parar. Estoy al límite. Están ustedes cometiendo un crimen. No tienen derecho a utilizar tales métodos. Yo soy inocente. Pregúnteme lo que quiera, pero déjeme la posibilidad de contestar normalmente y escriba mis respuestas tal y como las digo. Quiero ver a un responsable del Partido».
Mi interlocutor finge sorpresa: «¡Cómo, no ha dormido usted y no ha recibido ni comida ni bebida! Es necesario que me ocupe de eso. Los guardianes tienen la culpa sin duda».
Más adelante, a menudo, se repetirá este juego siniestro, consistente en echar la culpa a los guardianes. La noche anterior tuve la prueba, por el joven eslovaco, de que las órdenes emanaban de los hombres de la Seguridad y que los guardianes no hacían más que aplicarlas. ¡Cuántas semanas sin dormir, de marchas abrumadoras y de privaciones de agua y alimentos me quedaban aún por conocer! ¡Cuántos interrogatorios ininterrumpidos durante días y noches!
El referent suelta mis esposas, pone mis brazos por delante y los encadena de nuevo. Sale. Le oigo dar una orden. Un momento después tengo delante de mí una escudilla llena de una bebida caliente y un trozo de pan. Me arrojo literalmente encima.
El referent habla: «En lo que concierne a su petición de ver a un responsable del Partido, le reitero que mis colegas y yo representamos aquí al Partido. Hemos sido delegados por él para interrogarle y para que le informemos de su comportamiento, de su colaboración o su negativa para ayudar a esclarecer los problemas graves que le preocupan. Así que considérese usted delante del Partido. ¡No puedo ser más claro! Es necesario que confiese, tiene que ayudar al Partido».
Siempre de pie, de espaldas a la pared, con las esposas en las manos, debo responder a las preguntas que rápidamente se suceden. Están bien enterados de nuestra vida, de nuestras actividades, de nuestros contactos en la Resistencia en Francia, e incluso de antes, durante la guerra de España; nuestros lazos de amistad, nuestras simpatías y antipatías… Pero como ya he señalado, todo está envuelto por una red de mentiras, de interpretaciones calumniosas. La imagen deformada, que se desprende, es tal que ni un gato encontraría sus propias patas. Los voluntarios de las Brigadas Internacionales, no son más que, en boca de los referents, un atajo de hombres peligrosos, desmoralizados, que después de la guerra de España, durante su estancia en los campos de Francia, se han vendido a los diversos servicios de información americanos, alemanes, ingleses o franceses.
Los referents se relevan regularmente y yo sigo siempre de pie… Antes de dejar la estancia, cada uno de ellos teclea una nota para su sucesor, sin duda para informar del desarrollo de la sesión. El nuevo referent la estudia antes de comenzar a plantearme las mismas preguntas.
Al transcribir mis declaraciones sobre tal o cual voluntario veterano, los referents, continúan omitiendo por sistema todo lo que podría parecer favorable.
Me niego a firmar tales actas.
En un momento dado, Smola entra en la habitación y dice: «Ya está aquí, acaban de traerle». Y volviéndose hacia mí: «Hablo de su amigo Laco Holdos.[16] Sólo faltaba él, ¡ahora están ustedes al completo! Todo su grupo, está entre rejas. Ahora ya sabemos bien lo que son los veteranos de España. Usted sabe lo que ha pasado en Hungría. Pero ignora lo que pasa en Polonia y en Alemania. Su grupo no es un caso aislado. Todas las Brigadas Internacionales están comprometidas».
El tiempo pasa interminablemente. ¡Pero, dónde encontrar las palabras para describir mi agotamiento, mis sufrimientos, mi falta de sueño! Numerosas veces caigo de rodillas. Duermo de pie. El referent me arrastra entonces hacia los lavabos, llena la pila de agua y me hunde la cabeza dentro. Y de nuevo los interrogatorios continúan, y no me dan nada de comer. De vez en cuando –mi lengua se endurece y las palabras me resultan difíciles– el hombre me da a beber un cubilete de agua.
Preguntas, todavía más preguntas. Estas me recuerdan a las del proceso Rajk. Exclamo: «¡Pero si esas son exactamente las preguntas planteadas a Rajk durante su proceso!».
«Parece que ha estudiado usted este proceso, señor London. Con usted nos encontramos con la misma conspiración. Ahora nos toca actuar a nosotros como lo hicieron los húngaros en su momento. ¡No crea que, porque usted estuviese tras los Pirineos, ignoramos sus hechos y gestas en España! ¡Tampoco los Alpes nos han escondido sus actividades en Suiza! No estamos solos, los servicios de información soviéticos nos ayudan. Nos beneficiamos de la experiencia adquirida en los procesos de Moscú y en la limpieza operada en las filas del Partido bolchevique. Exitosamente por lo demás, puesto que los soviéticos han podido ganar la guerra. Sus servicios de información nos ayudan a tener una imagen concreta y completa de cuales han sido sus actividades en España, en Francia y en Suiza».
Esto, para mí, es un gran golpe. Así que detrás de todo esto están los soviéticos y sus servicios, ellos son los que proporcionan esas informaciones. ¿Era pues a ellos, a los que Pavel hacía alusión el domingo antes de mi detención, cuando hablaba con Zavodsky?
Sabía que los soviéticos trabajaban en Praga como consejeros. Me había enterado porque se había pedido al Ministerio de Asuntos Exteriores proporcionar para los «especialistas soviéticos» bonos especiales de aprovisionamiento y otras ventajas reservadas para los miembros del cuerpo diplomático. Nosotros habíamos rehusado dar a estas gestiones un curso favorable. Pero la presencia de «consejeros» soviéticos en los sectores claves parecía natural y derivaba del principio de ayuda de la hermana mayor del socialismo. Estaba lejos de sospechar el papel que ellos podían jugar en el aparato de la Seguridad.
Mis dudas acerca del proceso Rajk, sobre numerosos puntos de la acusación me vienen a la memoria. ¿Los mismos hombres que hoy operan aquí estaban pues, en el entresijo del proceso Rajk? Todos estos pensamientos desfilan ahora rápidamente por mi cabeza, no tengo tiempo de profundizar, pues necesito responder, responder sin cesar a las preguntas que me llueven a un ritmo trepidante.
«¡No puede usted negar haber conocido a Rajk!».
"Efectivamente le conocí en España. Nos encontramos varias veces en la base de las Brigadas en Albacete, a principios de 1938».
Se me interroga largamente sobre Baneth, nuestro amigo común en España. Oriundo de Eslovaquia, era comisario político del batallón húngaro Rakosi. Me enteré por los amigos, que se había suicidado, disparándose una bala en la cabeza, poco después de la detención de Rajk.
Me interrogan sobre los voluntarios búlgaros. He conocido a muchos. Me piden que hable de mis lazos de amistad con los voluntarios yugoslavos que permanecieron fieles a Tito. La pregunta, además, me la formulan así: «Hábleme del titista Fulano, en España».
Me preguntan, también, sobre uno de los coacusados de Rajk, Maud, condenado con él y que había trabajado en Francia, en la MOI, Después de la detención de Laco Holdos, había ocupado su puesto en nuestro Servicio de Cuadros. Yo había tenido la ocasión de conocerle en 1945 en París, antes de su regreso a Hungría.
Al borde de mis fuerzas, me desplomo. De nuevo al lavabo, la cabeza sumergida en el agua y la ronda infernal que comienza de nuevo: interrogatorios acompañados de golpes y de injurias, de amenazas dirigidas contra mi familia. Particularmente aluden a mi mujer. Me amenazan con hacerla detener. Continúo respondiendo maquinalmente, como un autómata. No sé siquiera lo que digo. No distingo a los interrogadores que se relevan. Acaban por constituir un único personaje. Ya no sé en qué día estamos. Empiezo a hablar en diferentes lenguas. Estoy asombrado de oír que me interrogan en español, después en francés, después en ruso, en alemán, y salto de una lengua a otra.
Y luego, ya no es al referent a quien me dirijo. Le hablo a mi amigo Wagner. Estamos los dos en Moscú, en 1936, en la época de las grandes purgas. Él trabaja en el Komintern. Ha venido a verme en mi pequeña habitación del Soyuznaya.[17] Está abatido, desmoralizado. Acaban de despedirle de su trabajo, porque en la nueva biografía que le han hecho cumplimentar –y era por lo menos la décima en pocos años– había una diferencia de detalle en la redacción de un episodio lejano, de la época en que vivía en Manchuria. Su padre, empleado de los ferrocarriles de la Rusia zarista, había sido trasladado a esta región, donde vivía con su familia. Wagner era un militante clandestino del Partido Comunista Chino. A continuación, había trabajado en el aparato del Komintern para asegurar el enlace con Cantón, Shanghai y otros grandes centros chinos y para hacer pasar, clandestinamente, a los militantes del Partido Comunista Coreano a través de la frontera chino-soviética y chino-coreana. Su situación, demasiado peligrosa en Manchuria, le llevó a Moscú.
Su jefe de servicio fue detenido como consecuencia de la última depuración operada en el Komintern. Tuvo lugar un nuevo examen de las numerosas biografías de Wagner. Las sutiles diferencias, habían sido subrayadas –me dice– a golpes de lápiz rojo y negro. Se le ha destituido, le han quitado sus papeles de identidad, su credencial del Partido y le han echado de su habitación del hotel Lux, en donde viven la mayoría de los empleados del K. Sin dinero, sin credenciales del Partido, sin papeles de identidad, se encuentra en la calle, abandonado. Entonces ha venido a verme. Trato de reconfortarle, es muy conocido y estimado, ¡todo se le arreglará pronto!
Aquí está, delante de mí, en el cuarto de los interrogatorios, con la cabeza baja, sus ojos expresan la más profunda desesperación. Hablamos. Le digo: «Acuéstate en mi cama, dormirás conmigo. Comerás conmigo, no necesitas hacer nada. Puedes llegar fácilmente a mi habitación, nadie sabrá que estás aquí. Así podrás ver lo que pasa. Todo se te arreglará. Ten valor. No pueden abandonar a un hombre como tú; a la espera de que tu situación se aclare, estarán obligados, por lo menos, a darte trabajo y el derecho de alojarte en algún sitio».
Y ahora se une a nosotros uno de mis compatriotas por medio del cual yo había conocido a Wagner. Es manco. Acaba de finalizar la carrera de periodista en Kharkov y espera para marcharse a Checoslovaquia donde dirigirá el periódico del Partido en la región sur de Carpacia. En aquella época teníamos largas discusiones sobre el atentado contra Kirov, las detenciones, los procesos de Zinoviev y de Kamenev, las verificaciones innumerables y continuas, las purgas que castigaron duramente el seno de las Juventudes Internacionales y del Komintern.
Estamos los tres aquí reunidos y no comprendo por qué el referent se mezcla siempre en nuestra conversación. Por qué grita: «¡Hable en checo, hable en checo! ¿Qué está usted farfullando?». ¿Pero, por qué se mete él en esto? El no estaba con nosotros en Moscú. ¿Y por qué me habla siempre de España y de los españoles? Yo no he ido todavía a España. Y, además, ¿cómo ha venido aquí? ¿De dónde me conoce él? ¿Por qué me sacude así y me arrastra hasta el lavabo? ¿Por qué me mete la cabeza en el agua? Le digo a Wagner: «Mira lo que hacen, se han vuelto locos». Me gustaría mucho departir tranquilamente con mis amigos, pero me lo impiden. ¡Y siempre esas preguntas, esas preguntas! España, los españoles… Pero yo estoy en Moscú, con mis amigos, les hablo precisamente de mi intención de alistarme en las Brigadas Internacionales. ¿Por qué este hombre se salta las etapas? Le oigo gritar, pero el sentido de sus palabras se me escapa…
¿Cómo es posible que me acuerde hoy, todavía tan intensamente, de aquellos momentos de despersonalización y de confusión, vividos en ese cuarto de interrogatorios? Alguien dice: «Está usted delirando. No está usted en sus cabales». Me ponen la máscara y me conducen a la cueva. Cuando liberan mis ojos percibo el nuevo calabozo en el que me han encerrado. Es un poco mayor que el primero. En el medio, una especie de canalización deja escapar, a intervalos regulares, un agua negra, nauseabunda, que inunda el suelo. El guardián comienza otra vez su estribillo: «¡Camine!» Avanzo como un sonámbulo. Mis ojos se nublan, ya no distingo nada, no veo los muros y choco contra ellos. Me hundo. En todo mi alrededor veo inmensas telas de araña que me envuelven, trato de defenderme contra las enormes tarántulas negras y velludas que me atacan, pero una especie de enrejado blanco y negro se interpone siempre entre mis manos y las bestias monstruosas. Me levanto. No distingo las distancias. Choco contra el muro una vez más y luego la oscuridad más absoluta.
Tengo vagamente la conciencia de que, en un momento dado, oigo abrir la puerta y una voz que dice: «Dejadle sentado, volveremos con él dentro de un momento». Mi ropa chorrea agua. Soy arrastrado sobre las tablas clavadas en el rincón del calabozo. Conducido a continuación a algún sitio, al aire libre, tengo una visión maravillosa: estoy en Montecarlo (donde no he ido nunca), en una playa muy hermosa, iluminada por miles de fuegos. En la rada se encuentran los barcos de guerra, toda una flotilla. Lanzan fuegos artificiales. Una suave música toca valses de Viena. Los navíos anclados en la rada tiran cañonazos…
Y luego recobro la conciencia. Es por la mañana. Estoy acostado en el mismísimo suelo. La luz que se filtra entre las tablas me indica que es de día. ¿Cuánto tiempo he dormido? ¿Cuatro, cinco horas? Recibo una escudilla de sopa y un trozo de pan.
Por la tarde, los interrogatorios retornan. El calendario, sobre la mesa del referent me indica, una vez más, el día: viernes. Así que una nueva semana que se ha colado sin apenas comer ni beber, sin dormir, salvo estas cuatro horas; constantemente de pie, siempre con las manos encadenadas, y sometido a interrogatorios ininterrumpidos. Éste durará hasta la noche del domingo al lunes.
Los referents se vuelven cada vez más y más violentos. Ahora me interrogan dos o tres a la vez. Cuando me pegan puñetazos, cuando me sacuden la cabeza contra la pared, toman antes la precaución de vendarme los ojos. ¿Por qué? ¿Para impedirme reconocer cuál de los tres se ha entregado a tales violencias? ¿Para aumentar mi desconcierto?
De repente, dos referents me agarran, me arrastran, enmascarado, por los pasillos. Bajo unas escaleras y me encuentro al aire libre, fuera. Siento que me pasan un nudo corredizo alrededor del cuello, tal vez una bufanda, y tiran de mí como un perro atado. Me estrangulan, pero siguen tirando: «¡Adelante!» Me hacen correr. Piso tierra blanda. Me caigo, me levantan tirando un poco más del nudo corredizo. «¡Adelante! ¡Al paso!» Camino. «¡Y ahora a correr!» Me derrumbo… Finalmente dos brazos poderosos, me sostienen. Me hacen descender unos peldaños. La atmósfera glacial y el olor a moho me informan: estoy de nuevo en una cueva. Una voz me injuria en ruso: «¡Especie de cabrón, bandido trotskista Ya habías comenzado en la URSS tu inmundo trabajo de trotskista! ¡Confiesa! Ahora vas tú a contarnos quiénes eran tus cómplices allí. Te haremos fusilar como trotskista». El que me habla no es ruso. La voz tiene acento checo. Contesto: «No soy trotskista y no lo he sido jamás. No me harán decir cosas que no son verdaderas». Me golpean. Continúan insultándome en ruso, pero yo sé que son checos los que tengo enfrente. Me arrastran otra vez al interrogatorio. Llevo continuamente la máscara sobre los ojos. A cada una de mis negativas, recibo puñetazos anónimos. Me desplomo. Me vuelven a poner de pie, una nueva andanada de golpes y las preguntas que llueven. Terminan por quitarme la máscara. Mis ojos no distinguen nada, todo da vueltas en torno a mí. Estoy obsesionado por un solo y único pensamiento: ¡dormir!
En la noche del domingo al lunes, Smola entra en el cuarto para intentar otra estrategia. Me habla tranquilamente e intenta engatusarme: «Es totalmente evidente, señor London, que la Dirección del Partido Comunista Francés estaba sembrada de enemigos. Su política después de la derrota lo testimonia y tendría mucho mérito que usted nos ayudase a desenmascararles. Sería, para usted, la ocasión de redimir sus crímenes. ¿No está usted de acuerdo en ayudar al Partido y a la URSS? ¿Ha caído usted tan bajo como para persistir en negarnos su colaboración?». De esta forma llama a mi espíritu de partido, a mi devoción por la URSS, a mi conciencia de comunista, para obtener de mí lo que las presiones físicas y la tortura moral no han podido conseguir.
Después de estos tres días y tres noches de interrogatorios ininterrumpidos, mi agotamiento es total. De nuevo soy presa de las alucinaciones, oigo voces, reconozco la de Lise y la de los niños en el pasillo, hablo con personas imaginarias, deliro. Numerosas veces me desmorono. Me duermo y me desplomo como una masa. Smola piensa que puede aprovechar la ocasión y arrancarme una firma. Teclea un acta sobre las faltas políticas cometidas por el Partido Comunista Francés. A pesar de mi estado protesto contra las formulaciones que me lee. Consiente, para no hacer fracasar totalmente su estratagema, en modificarlas y atenuarlas: «He cometido en mi trabajo ciertas faltas derivadas de las de la Dirección del Partido Francés. He tenido contactos con Alice Kohnova, Vlasta Vesela, Pavlik y Feigl, todos ellos ya condenados por su vinculación con Field (con excepción de Vlasta Vesela, que se ha suicidado en Ruzyn durante la instrucción); he aceptado, para el trabajo clandestino del Partido, el dinero de los imperialistas americanos». (Así es como son interpretados por la Seguridad los donativos que hemos recibido de Feigl al principio de la ocupación).
Ya no recuerdo exactamente el contenido de aquellas declaraciones, mi estado de entonces me impide conservar un recuerdo preciso. ¡Estoy dispuesto a firmar cualquier cosa que me concierna para conseguir aunque sólo sean cinco minutos de sueño!
Muy orgulloso de lo que considera como «su» victoria, Smola me hace conducir a mi celda, en donde me dejan dormir algunas horas. Al día siguiente, al comienzo del interrogatorio, mi primera preocupación es recusar mi firma del acta de la víspera. Declaro que me ha sido arrancada en un estado de inconsciencia, y bajo una coacción física y moral.
Smola se vuelve loco de rabia: «¿Por qué piensa usted que este acta es una confesión? Ni siquiera tiene el valor de autocrítica de una reunión de célula del Partido. ¡Nos importa un carajo su declaración! ¡Ahora tiene usted que empezar a hablar y le aseguro que hablará!».
Los interrogatorios se suceden; cada vez más violentos. Mi estado psíquico, debido a la falta de sueño, de alimento y de agua, es deplorable. ¡Y sin embargo, nadie ignora que soy un enfermo crónico! Desde mi detención les he puesto al corriente de mi tratamiento y de la urgencia de insuflar mi neumotórax. Pero continúo sin atención médica. «¡Se le atenderá cuando haya confesado su actividad trotskista y su espionaje!» Es la única respuesta que obtengo.
Las esposas que llevo constantemente, han transformado mis manos en enormes masas dolorosas. Me siguen interrogando sin consideración, de pie, mientras los referents se relevan regularmente. A veces intervienen dos o tres para ensordecerme con preguntas e injurias. De vez en cuando me llevan a una celda o a la cueva completamente vacía. Una diferencia: las esposas ya no me las atan en la espalda, sino que me las dejan constantemente por delante, a fin de evitarle al guardián el abrirlas y ponerlas por delante cuando hago mis necesidades en su presencia. Si es compasivo me ayuda a subirme el pantalón.
Con la escudilla puesta en el mismísimo suelo, privado del uso de mis manos, me arrodillo y trato de comer haciendo un gran esfuerzo.
Estos métodos, que tienden a quebrantar la dignidad del hombre, son opuestos a la moral socialista. Son los de los bárbaros de la Edad Media y los del fascismo. Y al padecerlos uno se siente degradado, despojado de su calidad de persona.
¡Sin embargo, quiero vivir, estoy decidido a batirme! He recusado mi primera firma. Reventar por reventar, no me dejaré manejar. No podrán conmigo. Tengo que luchar por mí, por mi pasado, por mis amigos, se lo debo a mis camaradas, a mi familia.