Capítulo VI

Mis pensamientos son interrumpidos por el estrépito de la puerta. Un carabinero con uniforme de campaña, cubierto con un gorro de piel adornado con una estrella roja, está en el umbral apuntándome con la metralleta. Otro guardia pone en el mismo suelo, una escudilla humeante y se acerca para quitarme las esposas. ¡Qué alivio! ¡Pero no dura más que un instante! Pronto mis brazos son colocados delante y puestas de nuevo las esposas. Los dos hombres se marchan sin decir palabra.

Tengo sed. Estoy aterido de frío. Miro con perplejidad la escudilla a mis pies. Pasan algunos minutos. Las puertas que golpean y el ruido de escudillas vacías que se recogen me hacen comprender que no tendré, ni cuchara ni las manos libres para comer. Me arrodillo y llevo con dificultad la escudilla a mis labios. ¡Pero cómo voy a comer! Intento atrapar de un bocado los trozos de legumbres. En este instante la puerta se abre: «Déme eso –dice el guardián arrancándome la escudilla– y ahora, ¡comience de nuevo a caminar!».

Con los brazos encadenados por delante, la marcha es un poco menos penosa. ¿Qué hora puede ser? Me parece que ha pasado una eternidad desde que estoy aquí. La fatiga me hace difícil cada paso. Hasta ahora, por dos veces, el guardián ha entrado para maltratarme porque me he detenido a tomar aliento. ¿Qué hacer sino obedecer, someterme, dar prueba de buena voluntad y demostrar así mi actitud conciliadora?

El dolor en los hombros y en la espalda se vuelve lacerante. La imposibilidad de estirar los brazos provoca calambres insoportables. No puedo ni pensar. Mis ideas se enredan. Despojado de la camiseta, del jersey y de mi abrigo, tengo mucho frío. Dentro de un momento, cuando llegue la nueva distribución de comida, no me quedaré perdido delante de la escudilla. Trataré de comer a pesar de las esposas. Ya no debe tardar mucho. Oigo ruidos de puertas y escudillas, pero delante de mi celda, nada. Quiero engañarme, ¡mi turno no ha llegado todavía! Pero, pronto, el ruido de recogida de escudillas vacías me llega de nuevo. ¡Me han olvidado!

Camino continuamente. No he comido ni bebido desde la víspera. Los primeros destellos de un nuevo día se filtran a través de las tablas. No puedo más, me acuesto en el suelo. Pronto, la voz brutal me ordena que reinicie la marcha. Como no le obedezco, el guardián abre la puerta y profiere amenazas. Me niego a levantarme. Le digo que no tiene derecho a infligir semejante tratamiento a un hombre y todavía menos a un inocente. Llama como refuerzo a otro guardián, que me abruma con injurias, me muele a golpes: «Aquí no seguirá usted conduciéndose como un enemigo. Obedecerá las órdenes o si no, le castigaremos severamente». No quiero que mi rebelión sea interpretada como una actitud hostil y empiezo otra vez a andar penosamente hasta el atardecer en que vienen a buscarme para conducirme, con los ojos de nuevo vendados, a otro edificio.

Me encadenan las manos a la espalda. Me quitan la máscara. Estoy delante de un desconocido, de estatura media, rechoncho, elegantemente vestido, (más tarde supe que se trataba de un abogado fracasado de Praga, S., que había ofrecido sus servicios a la Seguridad). Es el referent encargado de interrogarme.

Espero de él preguntas concretas que requieran, así mismo, respuestas precisas que me permitan justificarme. Nada de eso. Durante toda la noche no tengo derecho más que a injurias y a esta frase sin repetida sin cesar: «Confiese quién es usted, confiese sus crímenes, los hombres como usted tienen un nombre, confiese su nombre». No comprendo el sentido de estas preguntas. ¿Quién soy? ¡Artur London, naturalmente! ¡No tengo nada que confesar! Mi interrogador está fuera de sí de la rabia. Apretando en torno a mi cuello las solapas de mi americana me sacude la cabeza contra la pared martillando: «Confiese quién es usted, confiese sus crímenes, los hombres como usted tienen un nombre, confiese su nombre». Tengo la impresión de tener que habérmelas con un loco, pero estoy decidido a conservar mi sangre fría.

Y ahora el referent la toma con los míos, con mi familia que trata de «nido de enemigos». Entonces le remarco que ese nido de enemigos cuenta con un miembro de la Oficina Política del Partido Comunista Francés, mi cuñado. Él grita aún más fuerte: «Todos, todos ustedes son enemigos. ¡Su cuñado también! Nosotros ya sabemos cuál es su verdadero papel. No puede hacer nada por usted. ¡Usted no puede contar con nadie del exterior!».

El interrogatorio, este monólogo histérico, no se acaba con la caída de la noche. Efectivamente, es casi de día cuando el referent llama al guardián para hacerme conducir a la celda. Me dispongo a franquear la puerta cuando me vuelvo para decirle: «¡Ciertamente se ha debido encontrar un paquete de dólares en mi caja fuerte del Ministerio! Antes de que se lance a las hipótesis más abracadabrantes, quiero decirle que esos dólares son de propiedad del Comité Mundial para la Paz. Me han sido confiados por mi cuñada Fernande Guyot, secretaria administrativa del Comité, para que yo los ponga en lugar seguro durante los quince días que reposará en la montaña».

El referent me mira confundido. Encarga al guardián vigilarme y sale del cuarto. Cuando vuelve, me pide que repita mi declaración en lo concerniente a los dólares. Escribe una nota a máquina. Le veo muy apenado, ¡como a un perro al que acaban de quitar su hueso! ¡Qué formidable prueba de mi venalidad había tenido en las manos!

Cuando me llevan a la celda la luz del día se filtra a través de mí máscara. A lo largo de todo el corredor oigo las puertas abrirse y cerrarse: recogen las escudillas vacías. ¡Una vez más es demasiado tarde para mí! ¡Así que tengo mucha hambre y mucho frío! Me encuentro en la misma pieza. Y la agotadora marcha comienza de nuevo.

Reflexiono en las palabras del referent: ¿Cómo hacer saber en el exterior que soy inocente? Supongo que, como en todas las cárceles que he conocido hasta ahora, enviarán la ropa interior a la familia para que la lave y la reemplace. Quiero sobre todo, advertir a mi mujer de mi inocencia. Al acercarme a la ventana veo un clavo poco hundido, consigo arrancarlo. Con bastante esfuerzo, retiro una ballena del cuello de mi camisa. Por el momento, mis manos están encadenadas por delante, mis movimientos no son fáciles. Sin embargo, empujado por mi desesperación, durante los cortos intervalos en los que la mirilla está cerrada, grabo en la ballena de celuloide: «Soy inocente». La idea de que Lise, habituada durante la ocupación a los métodos de la vida clandestina, encontrará el mensaje me serena un poco.

Pero la camisa y su mensaje, no llegarán nunca a mi casa. Desaparecerá en el almacén de ropa de la prisión.

Estoy muy fatigado y aterido de frío. El hambre me da retortijones en el estómago. Todavía no llego a comprender lo que acabo de vivir, de ver, de oír. Lo que me pasa.

Golpeo la puerta. Por petición mía, me traen un orinal. El guardián se niega a quitarme las esposas y mantiene su metralleta apuntando hacia mí. De pie, bajo esta amenaza debo hacer mis necesidades. ¡Qué humillación! Soy tan torpe con mis manos encadenadas… Me siento menos que un animal.

A última hora de la mañana vienen a buscarme. De nuevo la máscara. Me empujan y me golpeo contra unas tablas. Permanezco a oscuras durante largo rato. Varias personas cuchichean detrás de mí.

Por último, oigo una puerta abrirse. Unas manos brutales me hacen dar media vuelta, me arrancan la máscara, me sujetan y me aplastan la espalda contra la pared. Delante de mí cuatro hombres, uno de los cuales, de paisano, –el comandante Smola– me agarra por el cuello y grita con odio: «¡Usted y su asquerosa raza… sabremos aniquilarles! ¡Son todos ustedes iguales! Todo lo que ha hecho Hitler está mal, pero ha exterminado a los judíos, y eso es un acierto. Aún demasiados han escapado de las cámaras de gas. Lo que él no terminó nosotros lo acabaremos».

Y pateando rabiosamente el suelo: «¡A diez metros bajo tierra les sepultaremos a usted y a su asquerosa raza!».

¡Estas palabras son proferidas por un hombre que lleva la insignia del Partido en el ojal, en presencia de otros tres, uniformados, que aprueban con su silencio! ¿Qué puede haber en común entre este antisemitismo, este espíritu de progromo y el comunismo, Marx, Lenin o el Partido? Es la primera vez, en mi vida de adulto, que soy insultado por ser judío, que oigo reprocharme mi nacimiento como un crimen. Y eso lo hace un hombre de la Seguridad de un país socialista, un miembro del Partido Comunista. ¿Es posible imaginar que el espíritu de los «Cien Negros» y el de las SS revivan en nuestras propias filas? A estos hombres les anima el mismo espíritu que a los que fusilaron a mi hermano Jean y le deportaron a Auschwitz y a los que enviaron a la cámara de gas a mi madre, a mi hermana Juliette y a su marido, y a docenas de miembros de mi familia. Yo había disimulado mi origen a los esbirros de Hitler. ¿Habría debido hacerlo también en mi país socialista?

De un empellón, Smola me empuja brutalmente a un rincón: «Va usted a hablar, va usted a confesar sus crímenes. Nosotros lo sabemos todo. No está usted solo aquí. Los amigos que le protegían están todos también y hablan. Tenga…». Me tiende un cofre conteniendo varias cartas. «Todos ustedes han sido expulsados. El Partido los rechaza como si fuesen bestias dañinas. Mire…». Son las credenciales del Partido de Zavodsky, de Vales, la mía y otras más. «Y las que faltan –añade– estamos en camino de retirarlas. Usted va a responder a las preguntas que estos camarada –señala a los tres hombres de uniforme– le van a hacer. La única posibilidad que tiene usted de salvar su cabeza es hablar y confesar más deprisa que los otros».

Diciendo esto abandona el cuarto. Los otros se colocan detrás de la mesa. Conozco a uno de ellos. Tuve la ocasión de verle en el Ministerio de Asuntos Exteriores a donde vino varias veces para arreglar algunos problemas que interesaban al Ministerio del Interior. Tuve desacuerdos con él –como ya he dicho– sobre las injerencias de la Seguridad en asuntos relativos a mi competencia. Está aquí, delante de mí, como inquisidor, pero es el único cuyos ojos no expresan odio.

«El domingo pasado, su grupo trotskista de veteranos de las Brigadas ha celebrado una reunión secreta en casa de Zavodsky. Ustedes ya se sabían desenmascarados y estaban con el agua al cuello. ¿Qué decisiones tomaron para salvarse?».

¿Cómo pueden tachar de conspiración mi visita del domingo a casa de Zavodsky y mi encuentro fortuito con otros amigos? Parecían al corriente de nuestras conversaciones. ¿Qué quiere decir eso? Y sobre todo, ¿por qué dar a ese encuentro esa interpretación aberrante? No me dejan hablar. Las preguntas llueven de tres lados simultáneamente, preguntas que en realidad no piden respuestas. Mis tres inquisidores me lanzan a la cara los nombres de veteranos de la guerra de España algunos de ellos no los había vuelto a ver desde el año 1939, los nombres de voluntarios de diferentes nacionalidades, entre otros los polacos Rwal y Winkler, desaparecidos en Moscú; los húngaros Rajk y Baneth; los yugoslavos Copik y Daptchevitch; el periodista soviético Kolzov. Me interrogan sobre Anna Seghers, sobre Egon Erwin Kisch y su mujer, que ellos acusan de haber organizado las reuniones de intelectuales trotskistas en París y en Praga. ¿Dónde quieren ir a parar? A cada una de mis tentativas de respuesta, de refutación, me cortan la palabra, me gritan, me aúllan las acusaciones más monstruosas. Se me injuria. Se lanzan nombres de ciudades: París, Marsella, Barcelona, Albacete… Evocan los encuentros con tal o cual, pero sin dar ninguna precisión.

Están informados de nuestra vida, de nuestras luchas, ¿qué buscan, pues? ¿Qué hay de criminal en todo eso si no es para nuestros enemigos? Tenemos todos un pasado del que nos sentimos muy orgullosos. «¡Confiese sus crímenes! –me gritan sin cesar–. Es preciso que nos lo diga todo, es la única posibilidad que tiene de salvar su cabeza. Los otros confiesan, haga como ellos, si no está usted jodido. De cualquier forma, para ustedes se ha acabado. Todos ustedes están aquí. No conseguirán derrocar nuestro régimen. ¡Entre nosotros el trigo no llega hasta el cielo, lo segamos a tiempo!». Yo continúo defendiéndome ferozmente.

«Háganme preguntas precisas, no tengo nada que esconder. ¡Quiero explicarme, déjenme explicarme!» ¡En vano!

Uno de los tres hombres se va. El interrogatorio se reanuda con más calma. Los otros plantean nuevas preguntas sobre las Brigadas Internacionales. De un gran montón de papeles colocados sobre la mesa sacan dos hojitas: «¿Qué sabe usted sobre Tal?». Trato de poner en orden mis recuerdos, pero no me dejan nunca tiempo. «Sabemos que ha desertado». Tal otro se había derrumbado en España. Tal otro no se había portado bien en los campos de Francia. Aquel otro ha criticado al Partido y manifestado tendencias contrarias, tendencias trotskistas. Ese de allí ha sido considerado por el Partido Comunista de España, o por las organizaciones comunistas de su unidad, como un elemento turbio, hostil…

¿Pero de qué material disponen? A medida que me interrogan, que me ponen ante los ojos ciertas hojas, me doy cuenta que son informes redactados en España sobre los voluntarios por las organizaciones del Partido de las compañías, de los batallones, de las brigadas. Estos informes fueron formulados con la mentalidad de la época, muy a menudo intransigente y dogmática; escritos, además, en el fragor de la guerra, en las trincheras, en el corazón de las batallas. Su severidad correspondía a la gravedad de la época que vivíamos.

Sin duda todos los voluntarios no eran santos. Entre ellos hubo algunos cobardes e incluso algunos intrigantes. Estos últimos fueron desenmascarados rápidamente. ¿Y quién se libraba, en aquel combate sin cuartel, de no haber pasado ningún momento de debilidad? He conocido algunos que en su bautismo de fuego se amedrentaron y abandonaron el frente. Pero, después, esos mismos hombres dieron prueba de un gran coraje. En los años de luchas clandestinas que siguieron en Francia, en Checoslovaquia o en el ejército checoslovaco en Inglaterra, la mayoría de los voluntarios se condujo como combatientes aguerridos y de gran valor.

De estos informes, los referents sólo retienen lo que es negativo. Naturalmente, eso que en la jerga del Partido llamábamos el «material para los Cuadros», debía implicar un juicio sin complacencia sobre los posibles defectos de los militantes, sus cualidades se daban por conocidas. Pero esos informes, son protocolos políticos y no informes policiales. Pertenecen al Comité Central del Partido y este no es su lugar. ¿Quién los ha remitido a la Seguridad? ¿El Partido? ¿Por qué? Pienso en la forma en la que, unos y otros, hemos aportado nuestras apreciaciones para tales informes. En nuestra intransigencia. Estábamos condicionados por la educación política que habíamos recibido, por el ejemplo del rigor implacable de los bolcheviques, y velábamos con un cuidado celoso para guardar pura nuestra epopeya, el sentido de nuestro compromiso junto al pueblo español. Poníamos el corazón en señalar cada sombra, cada error. ¡Y he aquí lo que se hace con nuestra dureza con nosotros mismos! Todo se convierte bruscamente en pequeñeces, en mancillas, en porquería. Todo es trastocado. Todo lo bueno se rescribe como malo.

La puerta se abre bruscamente. Smola lanza un nuevo legajo de papeles sobre la mesa. Me acogota por el cuello y aúlla: «Aquí hay de todo. Zavodsky lo ha confesado todo. Usted no tiene nada que enseñarnos. No le queda más que ponerse a confesar y completar sus declaraciones. Conocemos toda su actividad antipartidista. Sus actividades en Marsella. Su colaboración con los servicios americanos. Sus contactos con Field. Todo está aquí, en estas páginas. Es su turno de confesar». En los pasajes que me lee, reconozco ciertas conversaciones que he tenido con Zavodsky. ¡Eso no puede ser inventado! Pero todos nuestros pensamientos, todo nuestro comportamiento, son calificados de trotskismo, de actos hostiles al Partido, trabajo de sabotaje. Nuestros encuentros amistosos toman, infaliblemente, aspecto conspirador. Así, habríamos formado, desde la noche de los tiempos, un grupo trotskista organizado que desplegaba una actividad en perjuicio del Partido. Sacudo la cabeza: «No, eso no es verdad. Si algunos de los hechos que usted menciona son exactos, su interpretación y las conclusiones que usted saca son falsas. No les creo cuando afirman que Zavodsky ha escrito semejantes insensateces».

Las bofetadas llueven. Smola me sacude la cabeza contra la pared.

«¡No, eso no es verdad, eso no es verdad!».

«Usted conoce su escritura, mire pues esta firma. ¿Es o no la de Zavodsky?».

Y me tiende unas hojas, en cada una de ellas y a pie de página, ¡la firma de Zavodsky! ¡Sí, es su firma! La conozco demasiado bien para equivocarme. Smola me pone bajo los ojos una página titulada: «Mi actividad para el FBI en Marsella». Zavodsky cuenta en ella que, en tanto que trotskista, ha tomado contacto con agentes…

«¡Pero eso es falso! ¡No es posible!» Sólo puedo repetir estas palabras. Estoy completamente atónito, aterrado. No entiendo nada de nada. No ceso de repetir: «¡Eso no es verdad!» Smola me da entonces una hoja manuscrita: «Usted conoce bien la letra de su cómplice. Lea usted mismo sus confesiones, escritas de su propia mano y confróntelo con lo que le he dicho».

Es en efecto la escritura de Zavodsky. Pero lo que escribe es un hatajo de mentiras, de relatos imaginarios o –lo que aún es peor– de verdades a medias. Relata nuestras conversaciones, nuestra actividad. Pero su interpretación revela la más alta fantasía y nos va a llevar a todos a la horca. ¿Cómo ha podido Ossik prestarse a semejante falsificación? Sobre todo él. Le he visto, durante la guerra en España y en Francia durante la ocupación, como hombre leal y combatiente ejemplar.

Le veo el día en que por las calles de París yo le explicaba la necesidad de pasar a la lucha armada contra el invasor. Era en 1941. Había sido propuesto con Alik Neuer para ingresar en las filas de la OS, la Organización Especial, núcleo de los FTPF. Dos semanas más tarde, Hervé Kaminsky, otro miembro del triángulo nacional de la MOI, me informaba de las dificultades de Ossik para adaptarse a sus nuevas actividades. Convinimos que le hablaría. Ossik había estado muy contento de verme. Me confió sus dificultades. Su responsable militar le había confiado tareas precisas, pero cuando Zavodsky le había pedido un arma para poder pasar a la acción, el otro le había respondido, como querían los directivos, que su arma tenía que conquistársela al enemigo. ¿Cómo haría él, en pleno París, para tumbar y desarmar a un oficial alemán? Con el fin de infundirle coraje le expliqué cómo Neuer, ayudado por algunos químicos, fabricaba con medios arcaicos y primitivos bombas explosivas e incendiarias. Habíamos hablado mucho rato. Cuando me dejó le había visto decidido a intentarlo todo.

De hecho, su primera arma la consiguió unos días después. Había observado que en los salones de peluquería, los oficiales alemanes colgaban su cinturón con la pistola en el perchero antes de sentarse en el sillón. Un buen día se presentó la ocasión: entró en la peluquería en el momento en que un oficial alemán estaba siendo afeitado. Se apoderó de la pistola y huyó a todo correr. Más tarde, me había contado riendo, que si su perseguidor hubiese logrado acercársele, ese día habría sido el de su primer disparo.

Zavodsky se había convertido rápidamente en un combatiente experimentado y había participado en las acciones más audaces. En el otoño de 1942, con otros dos checoslovacos, Bukacek e Ickovic, había participado en el atentado contra un hotel alemán situado en un barrio popular de París, en la calle de Alésia, que había ocasionado una treintena de muertos y heridos entre los oficiales alemanes.

¿Por qué Zavodsky, mejor situado que nadie por su cargo en la Seguridad, ha consentido en escribir tales monstruosidades? Es consciente del alcance de estas declaraciones y de sus consecuencias para él, para mí, para los otros…

Smola y un referent dejan el cuarto. Me quedo solo con el que había conocido en el Ministerio. Me mira un momento:

«Te encuentras en una situación muy grave. Lo que te han dicho no es una simpleza.

»Zavodsky ha confesado. Ha sido detenido el sábado, veinticuatro horas antes que tú. Una media hora después de su llegada aquí ha hecho las primeras confesiones. Las treinta páginas que tú has visto, las ha escrito en la noche del sábado al domingo. Y desde entonces ha escrito y sigue escribiendo muchas otras. Sus testimonios te costarán la vida. Te queda sólo una salida: confesar… Yo no tengo ningún interés particular en todo esto y mucho menos en perjudicarte. Te has portado siempre correctamente conmigo en el pasado y tengo que darte un consejo: confiesa. Debes creerme. Es imprescindible para ti que confieses, y antes que los otros. Sin eso, por el hecho de haber sido su jefe en Francia, no tendrás la menor posibilidad de salvarte».

«¡Pero lo que Zavodsky escribe es falso! Nadie puede tomar en serio sus confesiones. Hay pruebas, documentos oficiales. Los otros lo refutarán como yo. Todo puede ser verificado. Es suficiente con dirigirse a los testigos de la época, al Partido Comunista Francés, a las otras organizaciones de la Resistencia».

«No puedes nada contra estas confesiones. Otros ya han empezado a declarar igualmente.

»Y los que no lo han hecho todavía, lo harán más tarde o más temprano. Créeme, aquí todo el mundo confiesa. Y además, comprende una cosa: son las confesiones de Zavodsky las que serán tomadas en consideración, puesto que no son solamente una acusación contra ti, son las confesiones de «tu» cómplice. Toma –y coge las confesiones de Zavodsky– mira cómo están hechas: en primer lugar confiesa sus propios crímenes: «He hecho espionaje para los servicios americanos con el fin de derribar el régimen… En esta actividad enemiga he sido dirigido por Artur London». ¿No crees que tal testimonio será, por sí mismo, bastante convincente para el tribunal? Un hombre se acusa de los mayores crímenes y a continuación añade que los ha cometido por orden tuya. ¿A quién creerán, a ti o Zavodsky? Puedes estar seguro de que nadie te creerá».

Habla con calma, casi amistosamente.

«¡Pero, si eso no es verdad! ¡Yo no puedo, a pesar de todo, confesarme culpable de crímenes que no he cometido!».

«Lo que cuenta son las confesiones. ¿Por qué crees tú que Zavodsky confiesa? ¿Por qué declarar cosas que pueden costarle la cabeza? No es un ignorante. Conoce nuestro Servicio. Sabe lo que significan tales confesiones. Ha trabajado bastante tiempo en los servicios de la Seguridad. Hasta ayer ha sido el jefe, no lo olvides. Entonces, ¿por qué crees que actúa así? Porque quiere salvar su cabeza. Sabe que aquí sólo hay una cosa que hacer: confesar, confesar lo más rápida y completamente posible. ¡Reflexiona bien sobre eso!».

Me apoyo contra la pared. La cabeza me da vueltas. Estoy terriblemente fatigado, me duele todo. Tengo calambres dolorosos en los brazos y en los hombros. Miro el pequeño cuarto contiguo cuya puerta está entreabierta. Es un cuchitril con una bañera. Nada me recuerda una prisión, se diría que es un apartamento. ¿Dónde estoy? ¿En qué manos, en qué aparato he ido a caer?

Tengo sed y pido un poco de agua. El hombre me tiende un cubilete y me lo lleva él mismo a la boca; mis manos esposadas, ¡están totalmente entumecidas!

Continúa hablando, tratando de hacerme entrar en razón. En ese preciso momento los otros dos vuelven. Smola grita oyendo al confidente tutearme:

«Te prohíbo que le tutees. No te las entiendes con un camarada, sino con un criminal desenmascarado por el Partido. Es un traidor, un criminal, un hombre destinado a la horca. Tu interrogatorio debe ser llevado con la mayor severidad».

Acercándose a mí, me coge de nuevo por el cuello y aúlla: «Le prohíbo que pronuncie aquí el nombre del Partido. Le prohíbo que pronuncie el nombre de ninguno de nuestros camaradas dirigentes del Partido. Usted es un traidor que no tiene nada en común con el Partido. Es el Partido el que le ha hecho detener. ¿Cómo estarían aquí usted, Zavodsky y tantos otros si no? No intente liberarse de su piel de traidor. Está usted desenmascarado y está usted aquí para contestar a nuestras preguntas. Utilizaremos todos los métodos para poner al desnudo ante el Partido y el pueblo, su traición, la podredumbre y el lodo en el que usted y los suyos se han revolcado».

El interrogatorio continúa. Me leen las declaraciones de otros voluntarios de las Brigadas Internacionales. Confirman las de Zavodsky. Se acusan y me acusan. Y siempre, en cada una de ellas, encuentro una parte de la verdad deformada o interpretada, además de mentiras puras y simples.

Estoy cada vez más y más turbado por las «confesiones» de Zavodsky y las declaraciones que acabo de escuchar. Los referents me repiten sin cesar:

«¿Cree usted que si esto fuese falso, como usted dice, el Partido habría ordenado su detención?».

Empiezo a dudar de mis camaradas, a preguntarme si durante el largo período en el que no he tenido contacto con ellos –con algunos, mientras ellos se encontraban en los campos de internamiento en Francia, en África o emigrados en Londres; con todos, mientras estaban en Checoslovaquia y yo en París– no se habrán dejado alistar por el enemigo.

Los referents son prolijos en detalles que yo ignoro sobre su pretendida actividad enemiga. Mi turbación es aún mayor cuando alusiones de este género adornan sus palabras:

«Usted no se ha dado cuenta con quién se las veía. Le han engañado. El único medio de probar su honestidad es decir todo lo que sabe».

Trato de explicarme, pero me doy cuenta rápidamente que los referents interpretan mis respuestas de la misma manera tendenciosa que me ha impresionado en todo lo que me han hecho leer.

Me revelo violentamente contra sus deformaciones.