La delegación checoslovaca en la ONU estaba dirigida por Clementis en el otoño de 1949. En su ausencia era Siroky, Vicepresidente del Consejo, quien aseguraba la interinidad en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Dado el hecho de que habíamos trabajado juntos en el pasado y de que él conocía mis actividades en Francia, decidí informarle de mis preocupaciones. Esperaba encontrar en él un apoyo pero, como ahora me doy cuenta, a partir de aquel día Siroky cambió de actitud hacia mí. Se volvió frío y distante.
Entonces me cae encima un nuevo embolado. Uno de nuestros diplomáticos en Suiza, que había estado muy ligado a Field, me dirigió una carta sin membrete, con el ruego de transmitirla al Comité Central del Partido. «Era su deber –decía– informar al Partido de que había enviado, bajo mis órdenes y por valija diplomática, cartas de Noel Field, desenmascarado como espía en el proceso Rajk». De hecho, su mujer, en el curso de un viaje que había hecho a Praga en primavera, llevó unas cartas para los amigos de Noel Field: Giséle Kisch y Dora Kleinova y otra para mí en la que Field me felicitaba por mi nombramiento en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Yo había ya mencionado este hecho a Svab y a Zavodsky la primera vez que les había hablado de mis contactos con Field.
Transmití esta carta adjuntándole un mentís. Supe poco después por mi amigo y colega Vavro Hajdu que este diplomático y su mujer habían sido convocados a Praga. Esta orden habría debido pasar por mi servicio, y le manifesté mi extrañeza a Siroky de que hubieran actuado a mis espaldas en un asunto de mi competencia. Replicó fríamente que actuaba como mejor le parecía.
Algunos días más tarde una llamada telefónica anónima me convoca al Ministerio del Interior. Se negaron a decirme el objeto de esta cita.
Debí soportar un interrogatorio muy severo, desde las ocho de la mañana hasta las nueve de la noche, de tres inspectores de la Seguridad, a propósito de este asunto. Bajo mi petición, fui careado con el diplomático y su mujer. Él retiró pronto su acusación manifestando extrañeza puesto que, según dijo, «hace ya muchos días que he reconocido que se trataba de un error por mi parte». Todo el interrogatorio no tenía pues objeto alguno desde su comienzo. Me di cuenta de que la Seguridad actuaba contra mí de forma deliberada, con un objetivo que yo no comprendía todavía.
Un capitán de la Seguridad, llegado a última hora de la mañana para asistir al interrogatorio, intervino numerosas veces para calmar a los investigadores. Luego, después de haber discutido con ellos aparte, me pidió que hiciese una autocrítica para poner término al interrogatorio. Así pues, reconocí por escrito, para acabar de una vez, haber cometido, en el caso de Field, una falta de vigilancia.
Osvald Zavodsky, en aquella época Jefe del Servicio de la Seguridad del Ministerio del Interior, era quien había enviado, como supe más tarde, a ese capitán para ayudarme y para impedir una detención que habría sido la conclusión de semejante interrogatorio.
Yo estaba cada vez más desconcertado por este enfoque y este método de trabajo del Partido. Me había dirigido con confianza al Secretariado y a la Sección de Cuadros para que mi caso fuese examinado y resuelto, y poder probar mi lealtad política. Y como respuesta, el aparato de la Seguridad me interrogaba como a un culpable…
Informé a Siroky de este interrogatorio, del careo y de que la acusación contra mí había sido retirada. Le pedí que me relevara de mi cargo de Viceministro hasta que mi caso no fuese definitivamente aclarado.
Tres días más tarde me avisó que Kopriva rechazaba mi dimisión, el Partido no tenía nada que reprocharme. Yo insistí. Siroky me confirmó la impugnación de mi dimisión y la inminencia de una entrevista con Kopriva que arreglaría conmigo todos los problemas.
Aplazada varias veces bajo diversos pretextos, esa entrevista no tendría nunca lugar. Geminder, igualmente juzgó inútil discutir conmigo; según él, todas las cosas que me concernían estaban claras.
Yo sabía que no era verdad. Se habían tomado el tiempo necesario para recibir al diplomático y arreglar todos los asuntos antes de tratar con él.
En el Ministerio, la desconfianza ya manifiesta de Siroky no se había desmentido. Yo había sido propuesto para ir a recibir a Clementis en París, a su regreso de la ONU. En el último momento Siroky se opuso con el pretexto de que no habría convenido a nadie.
Al mismo tiempo, fueron detenidas numerosas personas, todas habían conocido a Noel Field o a su hermano Herman, desaparecido en Polonia.
El cinco de enero de 1950, algunos días después del regreso de Clementis a Praga, su secretario personal Théo Florín, fue detenido en la calle cuando se dirigía al Ministerio.
Las gestiones de Clementis para conocer su destino y las razones de su detención fueron en vano. Incluso el Ministro del Interior, Vaclav Nosek, declaró ignorarlo todo acerca de este asunto. Esta respuesta, que Clementis nos comunicó a mi colega Vavro Hajdu y a mí, nos chocó. ¿Cómo podían los servicios de la Seguridad escapar así al control del Ministro que los dirigía? Clementis se dirigió como último recurso, a Slansky y a Gottwald, rogándoles que le ayudasen a conocer la verdad. El tercer día, el Presidente Gottwald le informó telefónicamente que la detención de su secretario no tenía ningún carácter político y que además, su caso sería rápidamente resuelto. Por su parte el Ministro Nosek, habiendo conseguido obtener por fin un informe de sus servicios, delegó ante Clementis a su Viceministro Vesely y al jefe de la Seguridad Zavodsky, para informarle oficialmente de los motivos que habían entrañado la detención de Florín. Lo que dijeron tenía el mismo sentido que lo afirmado por Gottwald.
Una semana más tarde fui testigo de una escena que me marcó. Había entrado en compañía de Vavro Hajdu en el despacho del Ministro. Clementis no nos había oído llamar y estaba cerca de una ventana levantando con precaución la cortina y observando la calle. Estaba nervioso y turbado. Nos confesó que desde por la mañana, se había agregado a su guardia personal un grupo suplementario de miembros de la Seguridad. Esos hombres se mantenían en el pasillo y en la antecámara del gabinete ministerial. Tenían la orden de «velar por él» día y noche. Habiéndose dirigido a su colega Nosek para conocer las razones de esta vigilancia, este último le informó que las mismas medidas habían sido tomadas con respecto a él. Respondían, según el responsable de la Seguridad, a la necesidad de proteger sin tardanza a ciertos dirigentes cuya vida estaba amenazada por los agentes del extranjero. Contestando así, Nosek obraba de buena fe. Él mismo estaba en aquel momento bajo la amenaza de ser detenido como jefe de la emigración comunista en Londres durante la guerra. Es probable que fuese Klement Gottwald quien impidió entonces, personalmente, su detención.
Pero esas explicaciones no habían tranquilizado a Clementis.
La detención de Florin tenía ahora para él otro significado. Se sentía amenazado personalmente. Además, la promesa de arreglar este caso rápidamente no fue cumplida. Repetidas veces, en el curso de nuestras conversaciones, Clementis dejó aparecer su ansiedad. Relacionaba estos hechos con la campaña desencadenada en la prensa occidental, durante su estancia en Nueva York, sobre «la detención que le amenazaba a su regreso a Praga». Gottwald, que siempre le había manifestado una gran confianza, le había escrito personalmente una carta a Nueva York renovándole su confianza. Como prueba suplementaria le anunciaba la próxima llegada a su lado de su mujer, Ludmila. Efectivamente ella se había reunido con él. Después de su regreso de América, sus contactos personales con Gottwald seguían siendo excelentes. Y sin embargo, se daba cuenta de que algo se tramaba contra él… Pensaba que esto no provenía de Gottwald, sino del Secretariado…
Para explicarme las razones de su miedo al futuro me expuso, entre otros, el ejemplo de André Simone. ¿No había gozado él también de la confianza y la consideración de Gottwald y de la Dirección del Partido, para caer en desgracia de un día para otro? Clementis me explicó cómo había pasado. En el curso de la Conferencia para la Paz en París, en otoño de 1946, Molotov, entonces Ministro de Asuntos Exteriores de la URSS, había inquirido con un tono muy despectivo a Slansky, en presencia de Clementis, por el papel jugado por André Simone[9] en la Conferencia: «¿Qué hace aquí ese globe-trotter?”.[10]
Esta observación de Molotov, fue difundida en Praga por Slansky a los otros dirigentes de la Oficina Política. Poco después, André Simone había sido relevado de su cargo de jefe de la sección de política internacional de Rude Pravo.[11] A continuación fue obligado a difundir sus artículos e incluso sus comentarios de radio bajo un seudónimo.
Los temores de Clementis encontraban eco en mis propios temores. A principios de febrero, las dos comisiones del Comité Central, la de «los Tres» (viajes de trabajo al extranjero y nombramiento de los cuadros subalternos para las representaciones diplomáticas y comerciales en el extranjero), de la que yo era miembro; y la de «los Cinco» (nombramientos de los cuadros superiores de la diplomacia y asuntos fundamentales del Ministerio), en la que Clementis y yo teníamos un escaño, cesaron sus reuniones en unas condiciones que no podía caber ninguna duda sobre las verdaderas intenciones: eliminarnos a los dos.
El trece de marzo de 1950, Clementis me hizo venir a su despacho. Acababa de volver del castillo del Hradéany, sede de la Presidencia de la República. Me anuncia que Gottwald le había pedido que presentase su dimisión, en razón de «su mala política de cuadros». Escucho estas palabras sobrecogido.
«¿Ha dado Gottwald ejemplos concretos? –Clementis hace un gesto de negación–. ¡Entonces mi trabajo está también en entredicho, puesto que en ese sector hemos trabajado juntos durante un año!»
Clementis se encoge de hombros con un aire de impotencia. Yo me siento muy inquieto. Tanto más cuanto que el motivo dado, y que me concierne igualmente, me parece un pretexto. Le pregunto si no se había hecho alusión en su discusión con Gottwald, a su posición política en 1939 contra el Pacto germano soviético, la ocupación de Bielorrusia y de Ucrania por el Ejército Rojo y la guerra ruso finlandesa. Clementis responde que no lo había mencionado en absoluto, pero está de acuerdo conmigo en que el verdadero motivo debía buscarse en esa dirección…
Le puse al corriente de las dificultades que encontraba por mi parte, especialmente por mis relaciones con Noel Field. Le dije además, que el motivo invocado contra él, ciertamente se volvería también en contra mía. Dos días después tuvo lugar la reunión de la Dirección Ministerial, a la cual, además de los Viceministros y de Clementis, asistía Viliam Siroky. El anuncio oficial de la dimisión de Clementis fue puesto en nuestro conocimiento, así como el nombramiento de Siroky en el puesto de Ministro de Asuntos Exteriores.
A la mañana siguiente de esta reunión, Siroky me convocó y me abrumó con reproches: «¿Cómo has podido colaborar durante más de un año con Clementis y encubrir su mala política de cuadros?».
Como le pedí precisiones y ejemplos concretos, contestó que toda la política de cuadros era mala y que yo tenía parte de la responsabilidad. Así pues, el advenimiento de Siroky al cargo de Ministro de Asuntos Exteriores no entrañó ninguna mejora en mi situación, sino más bien todo lo contrario.
Todavía me encontré numerosas veces con Clementis, que seguía ocupando el apartamento ministerial mientras esperaba recibir un nuevo alojamiento. De ello se ocupaba el Ministerio del Interior. Impresionado por ello, y estando yo mismo muy sensibilizado por los métodos policíacos en boga, concluí que era sin duda para sembrar su nuevo apartamento de micrófonos y reforzar su vigilancia… Cuando le vi por última vez, hablamos con medias palabras: tenía las mismas sospechas que yo.
En el Ministerio, el único en el que seguía encontrando un sostén moral y amistoso en mi trabajo era Vavro Hajdu. Su gran competencia profesional, sus conocimientos y su experiencia eran de gran ayuda para poder orientarme en mis nuevas funciones, ya que había vuelto a Praga después de quince años de ausencia sin haber trabajado nunca, hasta entonces, en un puesto gubernamental. Ese Ministerio era entonces uno de los sectores más difíciles y delicados, sobre todo desde febrero de 1948. Al lado de las dificultades corrientes, especialmente de las numerosas deserciones de diplomáticos que habían «escogido la libertad», encontré una atmósfera de intrigas e incluso de corrupción. Había, por añadidura, una infiltración de la Seguridad en nuestros servicios, lo que no dejaba de entrañar delaciones, denuncias y desconfianza generalizada. Por ejemplo, los informadores de la Seguridad desarrollaban campañas sistemáticas sobre el número demasiado elevado de judíos o de intelectuales en el Ministerio. Las complicaciones en el trabajo eran siempre presentadas como actos deliberados de sabotaje de tales empleados.
A pesar de mi delicada situación, no había vacilado nunca en combatir ese fenómeno malsano. Llegué hasta prohibir el acceso al Ministerio a los empleados de la Seguridad, y había advertido a los jefes de servicio que debían rechazar toda información, que no fuese documentada, a quienquiera que fuese y en particular a los funcionarios del Ministerio del Interior, si sus demandas no habían pasado por la vía jerárquica. Tuve numerosas veces, choques violentos con los representantes de Interior a propósito de esas medidas que yo había tomado. Además, para ello había tenido el apoyo primero, de Clementis y luego de Geminder, e incluso de Siroky al que yo tenía al corriente de la evolución de estos problemas. En cierto momento, la discusión se remontó hasta Gottwald.
Supe en junio de 1950, que la Comisión de Control del Comité Central del Partido y los servicios de la Seguridad, habían interrogado a varios empleados del Ministerio respecto a mí. Mi despacho fue registrado. Una vez incluso, encontré forzados los cajones. Fue en esta época cuando me di cuenta de que los coches me seguían o se estacionaban por la noche, con los faros apagados, en las proximidades de mi alojamiento. Mi teléfono estaba intervenido. Las llamadas sin interlocutor al otro extremo del hilo se sucedían… Cuando tenía problemas que resolver con los responsables del Partido, estos últimos se hacían reemplazar regularmente por sus subordinados. En las reuniones y recepciones me rehuían.
Y he aquí que el asunto Field rebotó hasta la República Democrática Alemana. Varios responsables del Partido y funcionarios del Estado, que yo conocía de España o de Francia, fueron sancionados por haber tenido relaciones con él. En una recepción en el castillo, Svab, un poco bebido, me apostrofó: «Tu expediente toma proporciones inauditas. ¿Has visto lo que pasa en Alemania? ¡Aquí tampoco se ha acabado con este asunto!».
¿Cómo hubiera podido yo imaginar, ante este encarnizamiento de Svab y su juego cruel conmigo, que pronto nos encontraríamos en la misma prisión?…
Después de haberle utilizado, «ellos» decidieron inmolarle también a él…
Comencé a vivir una verdadera manía persecutoria. En cada mirada leía sospechas, en cada frase descubría alusiones. Mi viejo amigo Ossik, que me había ayudado al principio, ahora me rehuía como ya he dicho, traicionado a su vez por un gran miedo. Léopold Hoffman, jefe de la seguridad personal del Presidente de la República, un veterano de España que pronto se nos uniría también, me informó de una conversación que, había tenido con Ossik, volviendo en coche una noche de una recepción: «Nosotros, los veteranos voluntarios de las Brigadas, que permanecimos en Occidente durante la guerra, tuvimos muchas dificultades el día que tuvimos que explicar quiénes éramos verdaderamente».
Esto pasaba a finales de diciembre, en el momento en el que el Ministro Kopriva investigaba a través mío, bajo secreto, la pretendida traición de Zavodsky durante la guerra.
En el Ministerio la atmósfera se volvía irrespirable. A pesar de mi vigilancia y de todo el cuidado aportado a mi trabajo, no estuve por mucho tiempo al abrigo de ataques.
Habiendo sido prevenidos por un alto funcionario del Ministerio de Comercio Interior de que su hermano, uno de nuestros diplomáticos, tenía la intención de abandonar su puesto y quedarse en el extranjero, mi colega Truda Sekaninova y yo esperábamos hacerle retractarse de su decisión. Para ese efecto, habíamos pensado que sería suficiente organizar una entrevista entre los dos hermanos en la frontera. Pero este intento había fracasado. Acto seguido, Kopriva nos convocó a los tres, –al hermano, a mi colega y a mí– pero yo fui el único al que puso en la picota. Me envió a ver a Svab, que había llegado a ser su Viceministro, para que él pudiese establecer un informe sobre esta cuestión. Svab me recibió agresivo: «¡Tú coleccionas los problemas! Es una verdadera cascada, desde el asunto de Field hasta lo de hoy». Su desconfianza hacia mí se desencadena y llega hasta negarse a interrumpir la entrevista para permitirme ir a recibir una delegación china al aeropuerto. No me soltó hasta que hube firmado el acta.
Acto seguido ocurrió otro asunto: se recibe una carta del Comité del Partido del Ministerio del Interior, encomendando a su homólogo de Asuntos Exteriores interrogarme sobre las razones que habían motivado mi negativa a contratar en el Ministerio a un tal Treister, que acababa de ser detenido bajo una inculpación de espionaje.[12] Éste, nos había sido recomendado por Josef Frank, Secretario del Comité Central del Partido, y por Arnost Tauber, entonces Ministro Plenipotenciario en Berna, que le había conocido muy bien en Buchenwald. La única razón que había guiado a nuestro servicio de personal a no aceptar su candidatura fue que, siendo de origen polaco, Treister había obtenido hacía muy poco tiempo la nacionalidad checoslovaca.
Esta historia se remontaba a más de un año. Sólo se la resucitaba para «probar» que yo era responsable de la contratación posterior de Treister por el Ministerio del Interior, puesto que yo no había informado a este Ministerio de nuestra negativa a contratar a Treister en el nuestro…
La Organización del Partido del Interior exigía en su carta, además, que se tomasen medidas contra mí y que se la tuviera al corriente del desarrollo de este asunto.
Esto habría podido ser motivo de risa, ¡pero se hizo de ello una montaña! Y sin embargo, mis argumentos habían demolido toda la construcción: ¿Era yo Viceministro de Asuntos Exteriores o del Interior?, ¿estaba obligado a dar cuenta de mi trabajo al Ministro de Asuntos Exteriores o al del Interior?, ¿hubiera debido dirigirme a una vidente para saber dónde Treister solicitaría posteriormente un empleo?, ¿a cada rechazo de una solicitud, debería yo informar por medio de circulares a todas las Oficinas de la República?
El Comité del Partido del Ministerio fue movilizado para interrogarme, lo que dejaba sentada la voluntad deliberada de acentuar en torno a mí una atmósfera de desconfianza.
La Seguridad por su parte, me sometió a un nuevo interrogatorio y trató durante horas de probar mi responsabilidad en la contratación de un «espía» por el Ministerio del Interior. La red se estrechaba.
A finales de noviembre de 1950, un dirigente del Partido Francés, en tránsito hacia Moscú, me visitó. Me avisó confidencialmente que el asunto Field estaba lejos de haberse terminado, que tenía ramificaciones en todos los países, que en Francia, la MOI estaba particularmente comprometida. Acompañándole a su hotel traté de demostrarle la banalidad de tales sospechas contra la MOI, cuyas actividades durante la guerra fueron controladas directamente por Jacques Duclos.
Nuevamente, otra historia:
Nuestro Ministro Plenipotenciario en un país escandinavo M. había estado en Praga en enero de 1951, invitado por la Seguridad a fin de ayudar a desenmascarar las actividades «criminales» de Sling, Secretario Regional del Partido en Brno, que ya había sido detenido. Hacía tiempo M. había desempeñado responsabilidades importantes en Brno. Sling se las había retirado por incompetente. Como compensación, la Presidencia del Partido y Gottwald en persona, le habían colocado enseguida en un puesto de diplomático.
Cuatro días después de estos contactos M. remitía a Siroky un informe contra mí.
Contenía las acusaciones más fantásticas. Afirmaba que criminales de la misma calaña que Sling, y en particular London, hacían estragos en el Ministerio de Asuntos Exteriores y denunciaba igualmente a otras personas que ¡formaban parte de «mi» camarilla!
Siroky encargó a Cernik, mi subordinado, la investigación, con la prohibición sobreentendida de no decírmelo. Pero Cernik, indignado y convencido de lo absurdo de estas acusaciones, pasó totalmente. Yo no dudaba que esta denuncia había sido sugerida e inspirada por los hombres de la Seguridad.
Alrededor mío y de mi familia se iba haciendo el vacío. Geminder a pesar de nuestra vieja amistad –era oriundo de Ostrava como yo– evitaba ahora nuestros encuentros. Hasta entonces, había aceptado siempre con placer reunirse con nosotros cuando recibíamos en casa amigos de Francia, de Italia o de España. Ahora, bajo uno u otro pretexto, declinaba toda invitación.
Lise visitó un día a la mujer de Gregor, Ministro de Comercio Exterior. En el regreso, supo por el chofer que la esperaba, que inmediatamente después de su llegada a la finca, la mujer de Slansky se había marchado por una salida que daba al jardín. Mi mujer se hizo conducir inmediatamente a casa de Vera Gregorova para preguntarle por el significado de esta precipitada partida que ella consideraba, con razón, como una afrenta.
Vera Gregorova, muy molesta por este incidente, preguntó si ella podía comentar esa observación a la mujer de Slansky. Lise insistió para que lo hiciese, añadiendo que se reservaba el derecho de pedirle cuentas de esa actitud, tan ultrajante para ella, en la primera ocasión que tuviese.
Ahora Lise sabe que esa huida significaba el rechazo a verla. ¡No se trata a la esposa de alguien que pronto será detenido!
Me sentía abandonado por el Partido. Intenté una vez más, ser recibido por un responsable. Ni Slansky, ni Geminder, ni Köhler, que había reemplazado a Kopriva como responsable de la Sección de Cuadros del Comité Central, aceptaron concertarme una cita. Siroky, bajo diferentes pretextos, me esquivaba.
Pasaba noches enteras sin dormir…
Siguiendo paso a paso todos los métodos utilizados contra mí durante cerca de dos años, comenzando por el rechazo del Secretariado del Partido a escucharme y acabando por mi detención, se hace evidente que ha sido aplicado un plan metódico para empujarme sistemáticamente al camino del desánimo, de la ansiedad y de la desesperanza. Mi desmoralización ha sido conscientemente organizada hasta que llegase a ser un hombre roto, acosado, maduro finalmente para caer en la celada de los que habían decidido mi perdición.