Capítulo III

Por fin me autorizan a echarme en mi jergón. Me concentro en la bombilla. Mi celda no se diferencia apenas de aquélla en la que estuve encerrado hace cerca de veinte años. Simplemente entonces tenía una cama de hierro, mientras que ahora mi colchón está en el mismísimo suelo. En aquellos tiempos tenía dieciséis años y era mi primera detención.

Vuelvo a pensar en mi mujer. En los míos. He hablado a menudo con Lise de la desconfianza que se me tenía, de la vigilancia, del seguimiento. De mis vanos esfuerzos para ser recibido por el Secretariado del Partido y últimamente por Siroky. Pero, en el fondo he minimizado delante de ella mis temores. La sentía tan desorientada, tan desamparada, añorando su trabajo de periodista. Yo no había querido que sufriese, que compartiese mi miedo. Quería su serenidad, su optimismo.

Aquella llamada telefónica, en plena noche, a mediados de noviembre. Lise, que coge el aparato, está medio dormida. Al otro extremo del hilo una voz aguardentosa: «Ah, eres tú, la francesa… Tu marido será ahorcado un día de estos». Lise pregunta: «¿Quién telefonea?». Los otros ríen, porque lo hicieron entre varios, después de beber…

Lise me había dicho: «No hay que hacerles caso. Son una panda de golfos…».

Con el transcurrir de las horas mi espíritu se va por los cerros de Úbeda. Mi inquietud crece. Revivo la pesada atmósfera de Moscú, cuando vivimos allí en los años 1935 y 1937. Aquellos que desaparecían un buen día, sin dejar huella. En nuestro medio, plantear cuestiones era impensable. Las desapariciones podían significar un regreso al país para el trabajo clandestino. Asunto tabú. Una vez, hablando con Jifi Drtina, mi secretario en el Ministerio de Asuntos Exteriores, me preguntaba sobre mi juventud y mi estancia en la URSS: «¿Y qué ha sido de aquellas personas?»

Sólo volvimos a ver a una: Marthe, una polaca educada en Francia donde había hecho sus estudios antes de ir a trabajar a la URSS. Adoptada por la colonia francesa, su amabilidad le granjeó muchos amigos. Había desaparecido a principios de 1937. Nadie más había pronunciado su nombre. La volvimos a encontrar en París en 1945, poco tiempo después de nuestro regreso de los campos de Hitler. Lise le había preguntado: «¿Tú también estabas en un campo?». Lise, evidentemente, pensaba en los campos de Hitler. Entonces apareció ante ella una Marthe deshecha en lágrimas, trastornada, con la mandíbula temblorosa: «Sí, en un campo, ¡pero de Siberia! Un campo muy duro». Púdicamente había añadido: «Dejemos eso. Es una página negra de nuestra historia, que ya se ha terminado».

Con Lise habíamos hablado mucho de Marthe. Nuestros tres años de prisión en la Francia ocupada y de campo de concentración, no eran nada comparados con la suerte de Marthe; caer combatiendo contra el enemigo no puede compararse con la marginación de los camaradas. Intentábamos explicarnos tales errores y justificarlos por la disciplina que requería una lucha tan despiadada como la nuestra. Acallábamos nuestras dudas.

Me remonto nuevamente a mi juventud, a mis catorce años, cuando me lancé en cuerpo y alma al combate por la revolución. Para mi generación, esta corta edad no tenía nada de extraordinario. La juventud comunista era verdaderamente joven.

Nacidos durante la guerra, habíamos sido marcados por ella y por los años difíciles que la siguieron; en el país: el paro, la miseria, las luchas sangrientas que enfrentaban a los trabajadores y a las fuerzas de represión; en el exterior: el fascismo en Italia, la instauración sucesiva de regímenes reaccionarios en Polonia, en Bulgaria, en Hungría. Y también el proceso Sacco & Vanzetti. Mi padre me hablaba de él con pasión. Yo desfilé con él por las calles de Ostrava para protestar contra el asesinato legal que América se disponía a cometer.

Yo era a la vez, militante de las Juventudes y del Partido Comunista. Los responsables me habían elegido, a pesar de mi tierna edad, para trabajar en el aparato antimilitarista. Era un homenaje rendido a mi abnegación y coraje, cualidades indispensables para cumplir con ese trabajo, considerado muy importante en aquella época. Para cada comunista, el deber supremo de la clase obrera y de su Partido, era impedir la aniquilación del primer poder socialista. De ahí la necesidad de hacer, en el interior de los ejércitos de los países capitalistas, un trabajo de propaganda contra la guerra imperialista, con el fin de educar a los jóvenes soldados en el espíritu de la paz y del derrotismo revolucionario, en el sentido de aquella estrofa agregada, por aquel entonces, a La Internacional: Si persisten esos caníbales en hacer héroes de nosotros, sabrán pronto que nuestras balas son para nuestros propios generales.

Yo trabajaba con una pareja de emigrados políticos, refugiados en Checoslovaquia desde la caída de la Comuna de Hungría. El Partido les confiaba desde hacía mucho tiempo las tareas más delicadas y más difíciles.

Yo debía almacenar en mi casa el material de propaganda, y después repartirlo a los grupos encargados de difundirlo en los cuarteles y en los trenes de soldados con permiso.

Necesitaba en primer lugar, sacar los pasquines de la imprenta. Después los escondía en el taller de mi padre y debajo de la cama de mi hermano Oskar, en nuestro minúsculo apartamento. Mi padre se dio cuenta de mis tejemanejes, y sin duda sospechó que se trataba de material ilegal, pero no me hizo ninguna observación. El uno de agosto de 1931 había sido declarado Jornada Internacional de Lucha Contra la Guerra. Para preparar esta manifestación, yo distribuía mis paquetes a camaradas de los que desconocía su identidad.

Mientras sucedía esto, el veintinueve de julio, una de nuestras vecinas telefonea a mi trabajo para advertirme que la policía ha efectuado una redada en nuestra casa y que ha confiscado los pasquines. Apenas tuve tiempo de poner al corriente a un camarada de las Juventudes que trabajaba en la misma empresa que yo, como decorador, y de pedirle que previniese al Secretario Regional del Partido, cuando el poli de la casa –un antiguo policía retirado– vino a rogarme que fuera inmediatamente a hacer una entrega al exterior. Yo le miré irónicamente: «Me esperaba esa entrega». No me quitó el ojo de encima mientras recogía mis prendas de vestir y me marchaba por la puerta de servicio. Dos policías me esperaban allí: «Síganos sin historias, si no, nos veremos obligados a ponerle las esposas y conducirle encadenado a la Prefectura».

Fui largamente interrogado en los locales de la policía. Querían saber de quién había recibido el material y a quién remitía los paquetes.

A pesar de los interrogatorios abrumadores y de los golpes, me negué a declarar de dónde obtenía el material. Careado con el camarada cuya detención había desencadenado la mía, negué conocerle. Incluso declaré que ni mi padre, ni mi hermano estaban al corriente de mi actividad, y que yo mismo ignoraba el contenido y el destino de lo que había escondido en nuestra casa.

En esto seguí las consignas de mis responsables: «Delante del enemigo es necesario callarse». Así el esfuerzo de la policía para descubrir un culpable adulto (como menor no podían condenarme), fracasó. Me enviaron, sin embargo, al penal regional de Ostrava, incomunicado en la sección de menores, bajo la acusación de atentar contra la seguridad de la República. Allí, en mi soledad, me sentí preocupado por mis padres. No por mí. Y lo que siguió me dio la razón. Mantuve mis declaraciones en presencia del juez de instrucción y tuvo que ponerme en libertad.

Mi conducta puso término a las persecuciones policíacas. Nadie había sido molestado después de mí y el aparato antimilitarista pudo continuar su trabajo con seguridad. Mi detención sin embargo, me había marcado. Las horas interminables, las semanas… El hambre. Tenía dieciséis años. Pero nada mermaba mi moral ni mi determinación de seguir en el combate.

Tuve otras estancias en la Comisaría y en el Depósito de la Prefectura de Policía de Ostrava. Dieciocho meses más tarde, en enero de 1933, me encontraba bajo la misma acusación, en la sección de menores de la prisión regional de Ostrava.

Dos veces por semana me conducían a la escuela de la prisión para recibir la enseñanza de instrucción cívica de un señor viejo y gruñón. Esto me distraía del aislamiento, ya que también nos prestaba libros. Aunque eran de género «edificante» y destinados a convertirme al respeto al orden establecido, me fueron de gran ayuda para soportar el aburrimiento de mi situación.

Un día, el guardián jefe de la galería me pregunta: «¿No es usted el sobrino del señor Robert London?». Cuando le respondo afirmativamente, me informa que él jugaba a menudo a las cartas con mi tío, por la tarde, en el café. Se muestra sorprendido de que un hombre tan «de bien» pueda tener como sobrino a un diablillo semejante. Sin embargo, este descubrimiento de mi parentesco me valió doble escudilla de alubias o guisantes despachurrados, que era lo que constituía el régimen habitual de la prisión. Tenía tanta hambre que esta segunda ración fue para mí una verdadera bendición.

Un día me pusieron un compañero de celda: un zíngaro detenido por vagabundo. Al principio estuve muy contento de no estar solo. Pero, al cabo de poco tiempo, nos enfrentó un conflicto a propósito de la limpieza de la celda, teníamos que hacerla por turno dos veces por semana. Cuando le tocaba a él hacer la faena, mi «colega», cumplía bastante mal. El suelo quedaba sucio. El guardián jefe, el mismo que jugaba a las cartas con mi tío, la tomó injustamente conmigo y me golpeó cruelmente. Después de este asunto, fui incapaz de soportar a mi vecino, siempre contándome sus hazañas de ladrón de bolsos y sus conquistas… Pedí que me devolviesen al aislamiento.

Qué lejos está todo eso.

Es todavía de noche. A intervalos regulares, frecuentes, se abre la mirilla. Después, se recorta en la ventana un cielo de invierno de un gris sucio. ¿Qué hora puede ser? Un mirlo canta. Lise, como yo, tampoco debes dormir en este triste amanecer. ¿En qué piensas tú? ¿Cómo hemos podido llegar a esto? Me parece oírte animarme. Estamos juntos.

Espero que el día comience. ¡Quién sabe! ¡Puede que vea por fin a un representante del Partido que me devuelva la razón de vivir!

Por fin la prisión se despierta. La puerta se abre. Un guardián me ordena doblar mis mantas y reanudar mi marcha. Una nueva espera comienza llena de incertidumbre, de inquietud y de humillación.

Me parece haber andado durante mucho rato cuando la puerta se abre de nuevo. Un guardián con un cuaderno en la mano me grita: «Presente sus peticiones y quejas».

Empiezo a decir: «¿Cuándo podré ver a…».

Pero me interrumpe enseguida aullando: «Póngase firmes. ¡Informe! Aquí no tiene usted nombre, solamente una matrícula».

He olvidado el número que me dieron a mi llegada con la recomendación: «Usted no tiene derecho a decir su nombre, aquí usted es el número…».

Sigo andando de una pared a la otra. A mediodía como mi primera escudilla. No estoy autorizado a sentarme. La luz comienza a declinar cuando vienen a buscarme. Me vendan los ojos. Brazos expertos me empujan por la escalera y los corredores. Bajamos. Al fin del trayecto recuperó la vista en un calabozo subterráneo sin tragaluz. Mi sorpresa y mi inquietud no duran mucho. Pronto se me suministra la ropa que debo cambiar por mi mono de prisión. ¡Al fin ha llegado la hora de las explicaciones!

Mi decepción es amarga cuando veo cerrarse de nuevo la puerta y me quedo en la más absoluta oscuridad. Camino durante mucho tiempo en la oscuridad, cegado a breves intervalos por la cruda luz de una potente bombilla. Se enciende, no solamente cuando el guardián abre la mirilla para controlar mi actividad, sino que también parpadea a veces sin parar durante diez minutos, lo cual es verdaderamente insoportable.

¿Cuántas horas se deslizan hasta que vienen a buscarme? En lugar de la servilleta que hasta ahora ha servido de venda, me ponen como máscara unas gafas de motorista cuyos cristales han sido remplazados por un tejido negro. Esto me permite, al menos, respirar mejor. Me ponen de nuevo las esposas. Las llevaré sin descanso durante más de un mes.

El camino nos lleva al aire libre. Me hacen subir a un coche con un guardián a cada lado. Todos estos métodos de conspiración me intrigan cada vez más. ¿Cuál es el destino del viaje? Mi impaciencia en llegar es más fuerte que mis aprensiones; el círculo va a cerrarse por fin y pronto conoceré mi destino.

Los ruidos de la ciudad se difuminan. Ahora rodamos a viva velocidad por pleno campo. Al principio trato de orientarme, pero renuncio rápidamente a ello. Es inútil que pregunte a mis guardianes en qué dirección vamos; no abrirán la boca hasta la llegada.

Finalmente el coche se para. Me conducen a través de un laberinto de escaleras y corredores. Supe más tarde que me encontraba en el castillo de Kolodéje, situado aproximadamente a quince kilómetros de Praga. Primero sirvió de residencia de verano a Klement Gottwald, antes de ser elegido Presidente de la República. Después ha sido requisado por la Seguridad para instalar allí, ¡sus cursos de formación profesional y política!

Unas manos brutales me empujan contra el muro, me arrancan la corbata y el cinturón, aprietan las esposas en mi espalda. El metal se hunde en mi carne. Acto seguido se me introduce en un cuarto donde me quitan la máscara y se me ordena caminar de nuevo, sin parar.

El cuarto está débilmente alumbrado por una bombilla desnuda en medio del techo. Las espesas planchas clavadas en la ventana atraen mi mirada. No es una prisión normal. La pieza en la que me encuentro no se parece en nada a una celda. Está vacía. Una burda mirilla ha sido instalada en una puerta ordinaria. Me acerco a la ventana para tratar de distinguir, entre los intersticios de las tablas, un detalle que me permita orientarme, adivinar dónde estoy. Sin embargo no puedo ver nada, las tablas están clavadas sin resquicios. Una patada contra la puerta me sobresalta. La misma voz de antes me anima a caminar.

Cuatro pasos para ir desde el muro hasta la puerta. La mirilla se abre a intervalos muy próximos. De vez en cuando, detrás de la puerta se oye un breve cuchicheo. El silencio es espeso y misterioso. Hace mucho frío. Camino rápidamente para tratar de calentarme. Las esposas me cortan las muñecas y mis manos hinchadas están completamente entumecidas y heladas.

¡Qué larga es esta segunda noche! Al ruido de mis pasos en mi celda, responden otros ruidos como un eco. ¡Lo que yo sufro, hay otros que lo sufren también! ¿Pero quiénes son ellos? Camino, camino de una pared a otra sumergido en mis reflexiones y si me paro, inmediatamente, una voz anónima me llama al orden. Así pues, sé que detrás de la mirilla hay unos ojos que no me abandonan. Estoy agotado, me duele sostenerme sobre mis piernas.

Vienen a buscarme. Me ponen la máscara y después de una nueva marcha por el laberinto, me encuentro en una habitación caldeada. Cuando me retiran la máscara, inmediatamente me deslumbra la cruda luz de un pequeño proyector que concentra toda su claridad en mi cara, dejando el resto de la pieza en la oscuridad. Una voz impregnada de un fuerte acento ucraniano o ruso dice: «Está usted aquí por una razón muy seria. Es el Partido quien ha ordenado su detención y quien nos ha encargado interrogarle. Le repito que el tema es muy grave: un asunto internacional de espionaje y de traición contra la Unión Soviética y las democracias populares. Su deber es ayudar a la verdad. Usted no es el único detenido. Con usted otras personas de alto nivel están implicadas en el mismo asunto. No debe contar con la ayuda de nadie. Usted está en el Partido desde hace mucho tiempo y le hago un llamamiento para ayudar a la Unión Soviética y a nuestro Partido. ¿Tiene usted alguna cosa que declarar?».

Oigo estas palabras con estupor. Además, me pregunto con quién trato: ¿un soviético? Más tarde he sabido que era Janousek, que había vivido durante mucho tiempo en la URSS y trabajaba desde hacía muchos años en el Ministerio del Interior. Había sido relevado de sus funciones por Zavodsky debido a su brutalidad. Había maltratado horriblemente a algunos inculpados en el curso de los interrogatorios. Se decía que por la droga, tenía un odio feroz a su antiguo jefe y a todos los que ahora nos encontrábamos en sus manos. Después de su destitución había sido reciclado por los consejeros soviéticos para trabajar en el Servicio Especial, creado por ellos, en la Seguridad.

Me habitúo poco a poco a la luz que me deslumbra y al lado de ese hombre que me habla, distingo dos siluetas.

«¿Tiene usted algo que declarar –dice otra vez– sobre Field, sobre las actividades enemigas de los voluntarios de las Brigadas Internacionales?».

Yo contesto que, a pesar del choque terrible causado por mi detención y de las condiciones en las que me encuentro, me siento aliviado de encontrarme finalmente delante de alguien encargado por el Partido de aclarar totalmente mi asunto; que no he cesado de pedir ser escuchado por el Partido y que estoy dispuesto a responder a todas las preguntas.

La misma voz me interrumpe: «Muy bien, entonces vamos ahora a escribir con usted un acta».

Se vuelve hacia una de las dos siluetas y ordena: «¡Comience!».

Luego hacia la otra: «¡Escriba!».

Oigo el ruido del papel entrando en el rollo de una máquina de escribir, otra voz me interroga: «¿Desde cuándo y dónde ha entrado usted en relación con los servicios de espionaje americanos dirigidos por Allan Dulles, y por quién y en dónde ha sido usted reclutado y con qué personas ha colaborado?».

Estoy anonadado. No se me ha traído aquí para aclarar nada. ¡No soy solamente acusado, sino ya declarado culpable! Es un choque espantoso. Grito más que respondo: «¡Nunca! ¡En ninguna parte! ¡Por nadie!», protesto con toda la violencia de la que soy capaz contra la falacia de tales acusaciones.

Sabré más tarde que mi interrogador es el comandante Smola. Es a él a quien se ha elegido para dirigir el grupo de referent,[5], el grupo de investigadores encargados de interrogar a los voluntarios veteranos de las Brigadas Internacionales.

La primera voz, la de Janousek, aúlla: «Cállese. Le advierto que este asunto hará caer cabezas. Tenemos todas las pruebas en nuestras manos. Emplearemos métodos que le sorprenderán, pero que le harán confesar todo lo que nosotros queramos. Su suerte depende de nosotros. O bien opta por una confesión completa para tratar de reparar sus errores, o bien se obstina en permanecer en la piel de un enemigo de la URSS y del Partido hasta el pie de la horca. Así pues, para empezar, responda a la pregunta que se le ha hecho».

Persisto en mis protestas y en mi indignación. Janousek llama a un guardián y me despide: «Vuelva a reflexionar a su celda. Y que esta reflexión le sea saludable, si no, lo lamentará amargamente».

De nuevo la máscara. Después la celda y la voz que me ordena caminar. Estoy aterrorizado. Por más que busco en la historia de mi vida no consigo entender nada.