Capítulo II

He aquí al fin ese domingo fatal del veintiocho de enero de 1951. Tenemos en casa a Tonda Havel. Lo conocí por Otto Hromadko. Antiguo obrero agrícola, se adhirió al Partido en 1933. Actualmente es administrador de una granja del Estado. Él, cuya experiencia práctica agrícola vale más que una titulación, choca con los responsables locales y regionales que aplican mecánicamente las órdenes de arriba, incluso cuando el sentido común les muestra que las condiciones naturales no se prestan a los experimentos ordenados. Según él, muchos incompetentes ocupan cargos de los que ignoran los más elementales principios. Resumiendo, está en Praga con la intención de reunirse con Smrkovsky, Director General de Granjas y Bosques del Estado. Estuvieron juntos, antes de la guerra, en las Juventudes Comunistas. Prometo a Havel conseguirle una cita para mañana lunes. Está muy contento. Smrkovsky le escuchará y sabrá arreglar los problemas.

Mi mujer termina Lejos de Moscú. Encuentra esta novela llena de enseñanzas.

«Todos los comunistas deberían leerla, y tú también», me dice.

Lise ha conservado toda la frescura de su juventud: es preciso verla entusiasmarse, apasionarse, tomando partido y queriendo hacer partícipe de sus convicciones a todos los que la rodean. Pone el corazón en todo lo que hace. Dispuesta a cualquier sacrificio por sus amigos, sin embargo, es severa e intransigente cuando se trata del deber de los comunistas. Su fe en su ideal es pura, y su confianza en el Partido y en la URSS total.

Para ella los grandes principios de la vida militante se enuncian brevemente: «Aquel que empieza a dudar del Partido deja de ser comunista». «La verdad acaba siempre por triunfar». Cree a pies juntillas, que nuestras dificultades actuales pronto tendrán fin. Me dice a menudo: «¿Qué podemos temer si tenemos la conciencia tranquila?»

Tengo escrúpulos de mostrarle mi desconcierto, de confesarle mi confusión, mi angustia, mi miedo… Pero por otro lado, en quién puedo confiar, sino en ella…

Después de comer he de llevar a Havel a casa de Otto. Voy al jardín donde mi mujer está jugando con los niños. Françoise no está allí, ha ido a celebrar el cumpleaños de una de sus amigas de clase.

Apoyado en la puerta, contemplo a Lise que tiene apretado contra ella, envuelto en los pliegues de la amplia capa azul que lleva puesta hoy, a nuestro pequeño Michel. Gérard corre haciendo círculos alrededor de ellos.

Me duele dejarles y ruego a Lise que venga con los niños a dar una vuelta en coche. Siento que ella también quiere venir conmigo. Pero Gérard, sumergido en sus juegos, le dice: «Me has prometido jugar conmigo hoy. No quiero ir a pasear».

Ella me mira sonriendo: «Lo prometido es deuda, vete y vuelve enseguida».

La abrazo y les dejo a mí pesar. Esta última imagen de mi mujer y de mis hijos no la olvidaría.

Estoy tan acostumbrado a las vigilancias que, maquinalmente, voy controlando por el retrovisor. Compruebo con alegría que hoy, nuevamente, no soy seguido.

Paso por delante del castillo y admiro una vez más la ciudad a nuestros pies, emergiendo de una bruma violeta en la que se destacan los rojos desteñidos, los bronces envejecidos y el oro de los viejos tejados. En las calles hay muchos transeúntes abrigados con las cálidas ropas invernales. Súbitamente en el retrovisor aparece un Tatra, uno de los coches que ya me han seguido. Un presentimiento siniestro se apodera de mí. Ruego a Havel que anote el número del coche. Intencionadamente doy varios rodeos y le pido a Havel que se asegure si detrás sigue siempre el mismo coche.

«Sí, nos sigue, ¿qué está pasando?».

«Atravesamos una época difícil para los comunistas, pasan cosas graves que hay que aclarar en el interior del Partido. Pero todo se arreglará».

No creo que haya comprendido el sentido de mis palabras. Se acomoda.

Adelanto a un grupo de peatones, reconozco a Dora Kleinova empujando el cochecito de su niño. La conocí en España, donde ella servía como médico en las Brigadas; y después la encontré en Francia, durante la guerra, en el grupo de lengua checoslovaca de la MOI.[1] Detenida en París y deportada a Auschwitz, volvió para marchar de nuevo a Polonia, su país de origen. Pero después de un progromo[2] en Kielce, había decidido establecerse definitivamente en Praga, donde en otros tiempos había estudiado medicina. Fue aquí donde conoció a Giséle, esposa del escritor Egon Erwin Kisch, que le acompañaba hoy.

Ellas me reconocen, me sonríen, y yo les saludo con la mano. Sé que en estos últimos tiempos han tenido, ellas también, dificultades. También han conocido a Field, pero pienso que para ellas todo está arreglado, mientras que en lo que a mí concierne, ¡tengo la impresión de navegar a toda vela hacia la catástrofe!

Havel no comprende cómo yo, militante de la vieja escuela, veterano de España, combatiente de la Resistencia, puedo ser objeto de semejante vigilancia. Está indignado. Le explico cómo me encuentro implicado en un asunto oscuro cuyo resultado permanece incierto para mí a pesar de mi inocencia. Hablando llegamos delante de la casa de Hromadko. Se encuentra en una pequeña calle, la Valentinska, situada detrás del viejo Parlamento. Havel se despide. Por un instante me apetece seguirle para ir a reconfortarme junto a Otto. Pero renuncio a ello. No quiero comprometerlo.

El coche de la Seguridad ha parado detrás de mí; en el otro extremo del callejón otro coche del mismo tipo, con tres personas en su interior, se estaciona. Arranco, ni siquiera sé qué calle tomo.

Me gustaría volver a ver a Ossik, pero por el camino decido telefonearle previamente. No puedo sospechar que él, Vales y otros, ya fueron detenidos ayer. Me dirijo, pues, al Ministerio.

En el momento en que entro en el edificio, los dos coches se detienen cerca del mío. No telefonearé a Ossik, iré directamente a su casa. Cruzo algunas palabras con el portero y tomo de nuevo el volante.

Los dos coches permanecen detrás de mí. Pasaré primero por casa para informar a Lise de lo que pasa. Después iré a casa de Ossik.

Trescientos metros más lejos, en el momento en que entro en la calle que bordea el Palacio Toscano, uno de los coches me adelanta, da un coletazo y parándose en seco, me cierra el camino. Seis hombres armados surgen de los dos coches, me arrancan de mi asiento, me ponen unas esposas y me arrojan en el primer coche, que sale disparado. Me debato. Protesto. Exijo saber quiénes son esos hombres. Me vendan los ojos. «¡Cierra la boca! ¡No hagas preguntas! ¡Pronto sabrás quienes somos!».

Esto no es una detención. Es un kidnapping.[3] Se los describe así en las películas de policías o en las novelas de Serie Negra. Los encontraba un poco extravagantes. Y he aquí que ahora yo soy la víctima, en pleno día, en el barrio residencial de Praga. Llego a entrever el trabajo de un comando subversivo. Se cuchicheaba últimamente que los servicios occidentales habían enviado grupos armados, y que había habido tiroteos con los hombres de la Seguridad…

Me recobro un poco. Protesto de nuevo. Pido que se me retire la venda y ver los documentos de identidad de los hombres que me han detenido.

«¡Cierra el pico! No tienes que pedir nada. ¡Para ti todo se ha acabado!».

El coche rueda por la ciudad. Oigo el ruido de los tranvías y de los coches que se cruzan con el nuestro. Repetidas veces se para el motor. Los hombres cuchichean. Uno de ellos se aleja un momento y luego vuelve. Nuevos cuchicheos, nuevo arranque. Tengo la impresión de que giramos en redondo y la espera se vuelve más y más angustiosa.

Finalmente, después de una parada, uno de los hombres dice, volviendo al coche: «En veinte minutos podremos ir».

Seguimos rodando. Los ruidos disminuyen. Luego los neumáticos rechinan sobre la grava. Unas manos me atenazan, me sacan a ciegas del coche y me empujan por un pasillo. Subimos y bajamos escaleras, bordeamos corredores. Al fin, después de vueltas y revueltas, me arrancan la venda y me liberan de las esposas. Me encuentro en una pequeña habitación desnuda, sin ventanas, iluminada por una minúscula bombilla que se consume en un rincón, encima de una mesa. El resto del cuarto está sumido en la oscuridad.

Me obligan a desnudarme, a ponerme un mono sin botones y a calzarme unas zapatillas desgastadas. Pido ver inmediatamente a un responsable del Partido y ser escuchado por él, lo que acarrea una avalancha de injurias y de amenazas. Me requisan los objetos de valor que llevo encima y me hacen firmar un albarán. En cuanto a los bonos Darex,[4] que deposito sobre la mesa –cerca de 1.200 coronas– uno de mis secuestradores se apodera de ellos y se aleja apresuradamente hacia la puerta. Otro corre detrás de él: «¿Dónde vas con eso?, déjalo en la mesa».

Más tarde constataré que me fue robado todo lo que tenía.

Me vendan de nuevo los ojos con una servilleta hasta tal punto apretada, que me corta la respiración. Recorro otra vez los pasillos, subo y bajo las escaleras sin poder evitar los muros contra los cuales me dejan golpearme. Finalmente, me arrancan con brutalidad la venda. Estoy en una celda; en un rincón hay dos mantas dobladas y un colchón.

Antes de cerrar la puerta me dan una orden: «Está prohibido sentarse. ¡Camine!».

Esta detención es la prueba de mi vida. Con las esposas demasiado apretadas, desfilan por mi cerebro las imágenes de veintidós años de Partido. Mis camaradas, los vivos y los muertos, con quienes yo había combatido en Checoslovaquia, en España, en Francia, en las prisiones y en los campos nazis. Su confianza, su cariño que no he decepcionado. Mi familia, que había consentido tantos sacrificios, mis suegros, mi mujer, mis hijos que hoy esperarán en vano mi regreso.

Solo, en la celda, estoy desesperado y al mismo tiempo, paradójicamente, siento un cierto alivio. Después de un año de sospechas, después de las angustias que han hecho de mí este ser acorralado, voy a saber al fin lo que se me reprocha. Voy a poder defenderme. Todo se aclarará. Al Partido le interesa. ¡Me agarro a esta esperanza a pesar de una detención que, por su forma, apunta más bien al gangsterismo que a la ética comunista! Detengo un momento mi caminar. ¡Me siento tan fatigado! La puerta se abre con estrépito. Dos guardianes se apoderan de mí, me zarandean y me sacuden la cabeza contra el muro, «para colocarme –dicen ellos– las ideas en su sitio». Actuarán así cada vez que reincida, precisan. Estos dos guardianes llevan el uniforme y la estrella roja de cinco puntas en la gorra. Ya no puedo dudar más: verdaderamente estoy en manos de la Seguridad.

La noche ha caído ya completamente y ningún destello se filtra por la ventana de vidrio opaco.

Me pregunto dónde me encuentro. ¿Quizá es la cárcel de Ruzyn, de la que se ha comenzado últimamente a hablar con cierto pavor? El ruido de los aviones, muy cercano, confirma esta hipótesis.

Sin embargo, no pongo en duda que pronto me será posible ver a un dirigente del Partido. ¿Tal vez Siroky? Él conoce mi trabajo pasado y mi trabajo presente. O quizá Kopriva, con la intención de poner en claro este asunto de Field, con el que él sabe que me he mezclado por chiripa. Me convenzo de que mi detención ha tenido que hacer ruido, dado mi puesto de Viceministro de Asuntos Exteriores, los camaradas que conocen mi pasado van a intervenir por mí.

Pienso intensamente en los míos. Trato de imaginarme lo que hacen en este momento. Primero han debido creer que me he retrasado charlando con los amigos. Luego, habrán empezado a preocuparse. Lise habrá tratado de telefonear a todas partes para estar segura de que no he sido víctima de ningún accidente.

A estas horas, ya habrán debido avisar a Lise de lo que me pasa. ¿Qué le habrán dicho?

¡Lo que siento no haber podido ir hasta casa! La visita de Havel me ha impedido hablar con Lise desde ayer por la noche. Confesarle al fin mis temores. Conociendo su carácter, sabía que no debía provocarle sufrimiento, y sin cesar había retrasado las explicaciones para otro momento. Ahora no seré yo probablemente quien la informe. Va a sufrir cuando se lo digan; mi Lise, tan íntegra, tan intolerante cuando se trata de nosotros dos, de nuestro amor… Ahora que yo tengo tanta necesidad de toda su confianza…

Ruidos sordos de objetos que se dejan en el suelo. La hora de la sopa. ¡Tantas cárceles detrás de mí! Desde Ostrava a comienzos de los años 30, hasta las de Francia bajo la ocupación: la Santé, Poissy, Blois… En todas partes la distribución de la sopa viene acompañada de un tumulto: choques de escudillas, chirridos de carro, repiqueteo de zuecos, gritos de los guardianes. Aquí no hay más que silencio. Cerca de mi celda sólo oigo roces, cuchicheos.

Imagino un largo pasillo, numerosas puertas, y que este pesado silencio forma parte de los métodos de la Seguridad. Yo había pensado siempre que esos métodos debían ser severos para ser eficaces, pero también más humanos que en las prisiones de la burguesía y conformes a la legalidad socialista. Estoy indignado con la realidad que me tropiezo. Brutalidad. Bestialidad. Inhumanidad. Pero aún ignoro todo lo que me espera.

Los pasos furtivos no se paran delante de mi puerta. No hay escudilla para mí. Carece de importancia, por lo demás, pues sería incapaz de tragar nada, fuese lo que fuese. ¡No puedo imaginar que se me torture también por hambre!

Por el momento, mi tortura es la noche terrible que pasarán los míos.