Capítulo I

No puedo más. Aunque me cuesta hacerlo, he decidido ir este domingo a casa de Ossik para pedirle que me ayude. Ossik –Osvald Zavodsky, jefe de la Seguridad del Estado– es amigo mío desde la guerra de España y la Resistencia en Francia. Estuvimos juntos en Mauthausen. Pero desde hace algunos meses, no tengo más remedio que reconocerlo, me evita e incluso me huye. Me da la impresión de no poder soportar la invasión de intrigas que reina en el Partido y en el país. Sin embargo, nuestro pasado común debería ser una garantía para él. ¿Se habrá vuelto cobarde? Puede que yo vea las cosas de forma diferente.

Me siento acorralado desde que Pavlik y Feigl han sido detenidos, sobre todo desde de que Noel Field ha desaparecido y se ha mencionado su nombre en el proceso Rajk. Sin embargo, sería muy fácil aclarar mis relaciones con ellos. Se me ha interrogado. Largamente. Cuando pensaba que ya todo había acabado, he aquí que el tiovivo de las vigilancias ha reaparecido, vigilancias ostensibles, y en las que numerosas personas de mi entorno están efectivamente, involucradas. Hasta mi chofer. Después he sabido que la Seguridad le había encargado que le proporcionara informes completos de mis menores desplazamientos. En el Ministerio de Asuntos Exteriores mi situación se ha hecho insostenible.

Ossik vive en los grandes edificios de Letna, enfrente del Ministerio del Interior, donde están alojados muchos de los funcionarios. Me paro primero en casa de Oskar Vales que trabaja en la Seguridad y vive también allí. Hemos sido muy amigos desde los tiempos de España. Tiene un espíritu abierto y no está deformado por su trabajo. Sé que puedo confiarme a él, hablarle con franqueza.

No estoy equivocado. Informado Vales de mi situación, se ofrece él mismo a acompañarme a casa de Zavodsky a fin de obtener una explicación.

Zavodsky no está solo. Tonda Svoboda y Otto Hromadko están con él, este último acompañado de sus dos hijas. Es el azar, según dicen ellos, quien ha conducido su paseo dominical a este barrio. Y estando ya tan cerca han subido. ¿Pero no es más bien una vaga inquietud, un cierto desconcierto incluso, lo que les ha guiado inconscientemente hasta aquí? ¿La necesidad pura y simple de venir a por noticias a casa de Ossik?

Zavodsky ha ido a buscar a Pavel que vive en el piso de arriba. Henos aquí a seis veteranos de la guerra de España reunidos en este apartamento. ¿Pero dónde está nuestro entusiasmo de aquellos tiempos, el placer de nuestros reencuentros, de evocar nuestros recuerdos de Teruel, de Madrid, de la Casa de Campo, de Albacete?

Sólo hablamos de lo que está ocurriendo en nuestro país, es decir, de las detenciones. De la de Sling también, un veterano de España, miembro del Comité Central del Partido Comunista y Secretario de la región de Brno. Y de otras que conocíamos. Según Josef Pavel, esto no es nada aún al lado de lo que se avecina. Es de esperar que tengamos pronto aquí nuestro propio proceso Rajk.

Pavel desde hace unas semanas ya no es Viceministro del Interior. Primero ha sido nombrado comandante de los Guardias Fronterizos, y después enviado a la Escuela Central del Partido como alumno. Svoboda ya no dirige la sección de las Fuerzas Armadas del Comité Central del Partido. Se le ha mandado a «perfeccionarse» a la Academia Militar. Paralelamente, Otto ha sido trasladado de la Dirección del Partido en el Ejército, a la Academia Militar. Sólo Oskar Vales y Zavodsky siguen ocupando los mismos cargos. En cuanto a mí, me gustaría dejar Asuntos Exteriores. Pavel, increíblemente, está contento con su cambio. Y como estamos hablando de todos estos cambios de cargo, apunta: «Hemos estado especialmente bien inspirados al redactar el informe sobre los voluntarios veteranos de las Brigadas y transmitirlo al Partido. Con ello, puede que hayamos evitado muchos malentendidos y protegido a los veteranos de España contra la depuración que está en curso».

Ossik me pregunta si hay algo nuevo para mí. Acusa el golpe cuando se entera de que, aunque su intervención tuvo como resultado la supresión durante algún tiempo de la vigilancia policial de la que soy objeto, ésta fue reanudada a los tres días. Se pasea nerviosamente: «¿Estás seguro de no equivocarte? ¿Y qué es lo que te hace creer que son los coches de la Seguridad?».

Me acerco a la ventana. Veo abajo el coche que me ha seguido. Se lo señalo a Ossik y le tiendo la hoja en la que he registrado las matrículas de los coches que he tenido en mis talones los últimos días. Durante un buen rato, mira el papel y se calla.

Explico a los demás, que salvo Oskar Vales no están al corriente, lo que me ocurre. No se toman el asunto por lo trágico. Tonda Svoboda hace bromas sobre los «maderos» y sus manías. Hromadko dice intencionadamente a Ossik: «Los zapateros son siempre los que van peor calzados».

Pavel es el único que no ha reaccionado. Guarda silencio. Se le nota tenso. Tras un largo rato se dirige a Ossik: «¡Si eso continúa a pesar de tu intervención, es grave! Es absolutamente necesario que controles de dónde han venido esas órdenes. Y si vienen de quien yo pienso, ten cuidado, pues podría ser muy peligroso».

Le escucho con sorpresa porque no imagino en quién piensa.

Ossik está cada vez más nervioso. La conversación languidece. Pavel se despide el primero seguido de cerca por los demás. Yo me voy a mi vez. Conduzco lentamente, por el retrovisor veo el coche de la Seguridad. Estoy exasperado y al mismo tiempo me siento ultrajado. ¡Como si no tuvieran otra cosa que hacer!

Así llego a casa. Luego, a última hora de la tarde, cojo de nuevo el coche para ir al Ministerio a buscar los periódicos. Siempre soy seguido. Decido entonces cambiar de itinerario y volver a casa de Ossik.

Esta vez está solo y no parece muy contento cuando me abre la puerta. Antes que pueda decirle lo que me trae, quiere saber si me han seguido de nuevo viniendo a su casa. Palidece cuando le digo que sí. Entonces apaga la luz y se acerca a la ventana para ver, en la calle, el coche que yo le indico.

Estallo: «¡Estoy harto de toda esta historia! ¿Qué se pretende aún de mí? ¿Es que no he respondido a todas vuestras preguntas sobre Field? ¿No os he remitido un informe detallado sobre las relaciones que he podido mantener con él? Nada os resultará más fácil que verificar si lo que he dicho es verdad. Incluso no es imprescindible que me toméis por un imbécil. Sé que Field está encarcelado en Hungría. ¿Qué esperáis pues para confrontarme con él si no me creéis?».

Estoy muy lejos, en esta época, de sospechar que la Seguridad sabe hacer confesar no importa qué a no importa quién, sobre sí mismo y sobre los otros…

Con el mismo impulso reprocho a Ossik su actitud en los últimos tiempos: «Tú abandonas a tus camaradas. ¡No te das cuenta que si alguien la toma conmigo o con Dora Kleinova, es a ti también a quien apuntan!».

Le cuento de un tirón la entrevista que he tenido un poco antes con «su» Ministro Ladislav Kopriva. Kopriva, hasta mayo de 1950, era responsable de la Sección de Cuadros del Comité Central. Fue llamado entonces al Ministerio de la Seguridad que se acababa de crear destinando, provisionalmente, diversos servicios del Ministerio del Interior, entre ellos los de Zavodsky. Kopriva me había convocado únicamente para hacerme preguntas sobre Zavodsky, haciéndome prometer guardar el secreto. En este instante esa promesa de secreto no puede considerarse en vigor.

«Alguien te acusa de haber sido un traidor durante la guerra. Este alguien pretende incluso que tendrías la muerte de algunos camaradas sobre tu conciencia…».

Ossik comenta que ha tenido un soplo sobre el asunto, pero que nunca habría pensado que se diese importancia a tales alegaciones.

«¿Y qué le has dicho tú a Kopriva?».

«Le he recordado que tu comportamiento había sido siempre considerado irreprochable, y que el Partido francés lo podía atestiguar».

Y encadeno: «En lugar de no pensar más que en tomar distancia de nosotros, harías mejor limpiando toda esta atmósfera de desconfianza que nos envuelve. Me dices que has dado órdenes para que no sea inquietado más. ¡Pero al fin y al cabo eres tú el jefe de la Seguridad! Entonces, explícame a mí: ¿cómo es que se puede pasar por encima de tu cabeza?».

No ha intentado interrumpirme. Me mira, pero me atraviesa sin verme. Soy yo el que he venido a buscar ayuda, pero también él está asustado, tan desarmado como yo. Como si, por su cargo, no debiera estar al corriente de todo lo que se trama…

Hele aquí paseándose cada vez más nerviosamente por la oscura habitación. Sólo la farola de la calle nos ilumina. Habla con incoherencia y no alcanzo a seguir el hilo de sus pensamientos. Tiene miedo. No intenta enmascararlo. En resumidas cuentas me promete revisar mi caso y tenerme al corriente.

Le dejo.

Antes de despedirnos, me pide que arranque el coche muy despacio. Quiere asegurarse de que se trata con certeza de un coche de la Seguridad. Pero, evidentemente, ya no tiene duda sobre quién me sigue.

Según lo convenido arranco lentamente. El coche negro se pone en marcha enseguida. Francamente, tengo miedo. ¿Qué fuerza oculta se encarniza así conmigo? ¿Cómo explicarme el hecho de ser seguido de noche y de día por coches de la Seguridad, a pesar de las órdenes formales dadas por el responsable de la Seguridad del Estado?

¿Y el desconcierto de Ossik? No puedo comprenderlo, y por eso el miedo se extiende sobre ese fondo de angustia que no me abandona desde hace mucho tiempo.

Estoy deseando llegar a casa, encontrarme cerca de los míos para escapar de los negros pensamientos. Los balbuceos de Michel, cuyo primer aniversario acabamos de celebrar, los juegos de Gérard y de Françoise, las conversaciones con mi mujer y con sus padres, consiguen de ordinario distenderme. Pero hoy nada funciona. Tengo el presentimiento de que todo acabará mal. Y entonces, ¿qué será de ellos, de todos ellos, extranjeros, en este país y sin hablar su lengua?

El lunes por la mañana, un coche se pone al acecho de nuevo cuando me dirijo al Ministerio. Pero a mediodía, por la noche y al día siguiente, nada. Así se pasa la semana. Me calmo un poco; sin embargo, no llego a desembarazarme de la inquietud que me oprime. Me sumerjo completamente en el trabajo. Desde que esta vigilancia pesa sobre mí, me esfuerzo en realizar cada una de mis tareas con una atención sostenida, pues sé que el menor error por mi parte podría ser interpretado como un acto deliberado de hostilidad.

Recibo una llamada telefónica de Ossik. Por su voz, me doy cuenta de su alivio cuando le digo que la vigilancia ha cesado después de su intervención.

Yo también quiero tranquilizarme, pero no hay nada que hacer. Decido hablar de nuevo con mi jefe Siroky, Ministro de Asuntos Exteriores desde que Clementis fue destituido en marzo de 1950. Le voy a contar lo que pasa y a presentarle, esta vez de forma irrevocable, mi dimisión. Él me conoce bien. Hemos trabajado estrechamente unidos entre 1939 y 1940 en París. Nuestros contactos fueron cotidianos durante cerca de un año. Sabe que he cumplido concienzudamente y con éxito, todas las tareas difíciles que me confió en aquella época la Delegación del Partido Comunista Checoslovaco en Francia, de la que él formaba parte. Conoce igualmente a toda mi familia, en la que ha sido recibido siempre con los brazos abiertos. Está al corriente de mis conflictos desde que comenzaron el año pasado. Se lo he contado todo. Sabe cómo, durante mi estancia en Suiza en 1947, para recuperarme de la recaída de tuberculosis –consecuencia de mi deportación en Mauthausen– he conocido a Noel Field y conseguido, por su mediación, la ayuda de la Unitarian Service, de la que él era Director. Fue también Siroky quien me presentó en 1939, en París, a Pavlik y a Feigl. En fin, él sabe que tan pronto como descubrí que la Seguridad sospechaba de mí, pedí a la Dirección del Partido ser relevado de mis funciones de Viceministro, puesto que ya no me sentía respaldado con la confianza suficiente para el cumplimiento de una tarea semejante.

Sé perfectamente que el comportamiento de Siroky con respecto a mí no ha sido el que yo esperaba, y que no es ajeno a mi angustia. Pero estoy seguro de que vamos por fin a arreglar este asunto y que él acabará por comprenderme y por aprobar mi dimisión.

Ahora que he tomado una decisión me siento mejor.

Calculo que hace ya dos semanas que no he visto a Siroky. Ha dejado de convocar nuestras reuniones habituales de Viceministro. Mis colegas han sido llamados individualmente a su gabinete para atender los asuntos cotidianos. A mí me ha hecho decir, por medio de su secretaria, que estaba desbordado y que debía pasar por ella para presentarle mis informes. Bloqueado en mi trabajo, le he pedido que hiciese partícipe al Ministro de mi sorpresa. Sin resultado. Entonces me he dirigido a ella a fin de obtener una entrevista urgente por razones personales. Esta entrevista ha sido aplazada día tras día. Después del sábado, cuando ya me decía que nunca habría entrevista, la secretaria me anuncia que Siroky me recibirá el lunes a primera hora.

No iré a la cita. Siroky debía ya saberlo.