CAPÍTULO 30

La antesala del despacho del prefecto de Marsella estaba adornada con los retratos de sus predecesores. El oficial que le había conducido hasta allí le estaba explicando que el primero de ellos, nombrado poco después de que estallara la revolución cien años atrás, era pariente de un bisabuelo suyo, participante, junto a otros quinientos voluntarios marselleses, en la marcha hasta París de 1792 para defender al gobierno revolucionario. Cantaban durante el camino La marsellesa, una marcha que se había convertido en el himno nacional. El hombre se enorgullecía de su antepasado y ponía tanto énfasis en el relato de los hechos que no se percató de que la imponente puerta de dos alas se abría. Aldave tuvo que hacerle una señal para que se diera cuenta de que el secretario personal del prefecto estaba ante ellos, hierático, aguardando.

—Don Galo Aldave —proclamó con tono solemne—, puede pasar, el señor Cabasset le espera.

Nada más cruzar el umbral, Galo reconoció el perfume del prefecto mezclado con el aroma del tabaco de pipa. La última vez que lo había percibido era en la biblioteca de Pauline Murat, minutos después de que Cabasset y la viuda se entrevistaran a sus espaldas. El prefecto estaba sentado tras su fastuosa mesa de caoba y, al verlo entrar, se levantó educadamente y se acercó a su encuentro. El magnífico despacho seguía igual que la primera vez que Aldave lo visitó y el prefecto mantenía intacto su aspecto de hombre poderoso, pero la actitud del español hacia su anfitrión ya no era la misma. Ahora se presentaba ante Cabasset con la difícil misión cumplida, pero, ante todo, con el convencimiento de que había descubierto no solo el secreto del sanatorio de Saint Paul, sino también las debilidades del hombre más poderoso de Marsella. Nada más llegar a Saint-Rémy tras su breve viaje a La Camarga, Galo había comprobado y verificado su hipótesis y había atado los hilos que aún quedaban sueltos para completar toda la investigación que le había llevado hasta allí. Uno de ellos le había mantenido en vilo, intrigado, hasta el último momento: las reuniones de los alquimistas en el laboratorio clandestino de los Murat. Desde que lo descubrió en el sótano, y siendo consciente de los conocimientos de química y de las rastreras intenciones del farmacéutico, temió que alguno de los brebajes que allí se elaboraban pudiera ser la causa de la enfermedad de los internos del sanatorio. Para descartar por completo esta hipótesis, tras regresar de Les Saintes-Maries de la Mer, se presentó de improviso en casa del perfumista de Tarascon. Sin necesidad de demasiadas coacciones, este le confesó asustado que el único interés de todos los asistentes a las reuniones era Pauline Murat y estar a bien con ella. El administrador de fincas y su mujer perseguían su amistad para conseguir gestionar también los bienes de la viuda y poder sacar la mayor tajada posible. Adrien Clermont sentía, a todas luces, deseos libidinosos respecto a Pauline y él mismo aspiraba algún día a hacerla su esposa. Ninguno de ellos creía en la alquimia ni en las pócimas que allí se elaboraban. Ninguno, excepto… la propia Pauline Murat, ignorante hasta la médula, embebida por las teorías de su difunto marido, pero… una mujer por la que merecía la pena cometer más de una tontería.

—¡Doctor Aldave, bienvenido! —exclamó el prefecto saludándolo efusivamente—. ¿Recuerda el día en que nos conocimos, aquí en este mismo despacho? —Cabasset continuó su alocución sin dar tiempo a que su invitado respondiera—. Pues… con su apretón de manos supe que usted era el hombre que yo necesitaba… ¡Y no me equivoqué! Cuando recibí su carta explicándomelo todo, hubiera tomado inmediatamente el primer tren hasta Saint-Rémy para darle un fuerte abrazo si mis obligaciones me lo hubieran permitido. ¡Ya ve lo contento que estoy! ¡Y usted pretendía salir hacia París sin pasar por Marsella! ¡Pero hombre de Dios! ¡Privarme del placer de abrazarle! Sentémonos, sentémonos, que tengo aún que hacerle unas cuantas preguntas.

Mientras el español se acomodaba, Cabasset se dirigió a la mesa de los licores.

—¿Qué prefiere tomar, doctor Aldave…, cognac, chartreuse… o quizá una copa de burdeos? Por cierto…, ¿ya ha probado el nuevo burdeos, mitad francés, mitad americano?

—Voy a probar el burdeos —se decidió Aldave.

Cabasset guiñó un ojo, mostrando su satisfacción por la elección.

—La epidemia de filoxera acabó con nuestras vides —explicó el prefecto mientras acercaba dos copas a la mesa principal—. Es tremendo que tuviera que ser una vid americana la que, injertada en nuestras maltrechas viñas, hiciera renacer estos caldos milenarios… A ver si le agrada esta nueva cosecha. ¡Vive la France! —brindó elevando su copa.

A Galo no le quedó otra que imitarle.

—El resultado ha sido excelente —afirmó el médico tras probar el vino.

—Me alegro de que le guste —celebró satisfecho el prefecto mientras se acomodaba en su butaca—. Ya me encargaré de que le envíen a París dos cajas de esta cosecha. Es lo menos que puedo hacer por usted, doctor Aldave. ¡Quién nos iba a decir que todo el problema del sanatorio se limitaba a un desgraciado accidente! Pero… debe explicarme mejor lo del ajenjo, doctor… Que yo sepa, el ajenjo es una planta inofensiva con la que se elaboran productos muy populares, como nuestra bebida nacional, la absenta.

—El ajenjo, señor Cabasset, no es tan inocuo como la gente cree —interrumpió Galo—. Cuando se ingiere en dosis bajas sí resulta inofensivo, pero este no es el caso. Yo le voy a exponer lo que ocurrió en el Saint Paul, lo que ha llevado a los internos a enfermar y a algunos de ellos a morir. Como le dije en mi carta, la antigua cocinera, ya fallecida, la hermana Concepción, era española. Cuando llegó a la casa central de la congregación, en Vesseaux, le adjudicaron el papel de cocinera y le enseñaron los guisos típicos de Francia que ella desconocía. Todo lo que iba aprendiendo lo anotaba en un cuaderno que, poco antes de morir, todavía utilizaba. Aunque hablaba bastante bien el francés, en ese momento no dominaba el lenguaje escrito y sus recetas las transcribía al español. Cuando llegué a la conclusión de que era el té de ajenjo el causante de las muertes, rápidamente fui a pedirle el cuaderno a la actual cocinera, ayudante durante tres años de la hermana Concepción. En la receta de la infusión aparecía lo siguiente: «10 o 20 gramos de ajenjo en 1 litro de agua, añadiendo después miel, anís o menta». La cocinera, al escribirlo, sin duda con prisas por tenerlo que traducir al instante, había colocado la tilde de la «o» a la derecha de la letra, en vez de situarla encima de ella, por lo que aparentemente podía leerse «100’20 gramos de ajenjo en 1 litro de agua…», es decir, multiplicaba por diez la dosis correcta y convertía una inocente infusión en un veneno mortal…, porque, señor Cabasset, el ajenjo en dosis elevadas y reiteradas es letal para los mamíferos. Un simple error de transcripción fue el desencadenante de semejante desastre.

—¡Dios mío!

—Así de importantes son las pequeñas cosas de la vida. Este es un ejemplo clarificador.

—Pero, doctor…, las monjas ¿no se han envenenado con su propio té?

—No, porque no bebían el té de la hermana Concepción. Ellas tienen su propia cocina y hay otra religiosa cocinera que elabora el té de ajenjo… con la dosis adecuada. También interrogué a la cocinera actual, la que ha sustituido a la hermana Concepción. Me dijo que a esta no le gustaba el té de ajenjo porque en España no es costumbre tomarlo. Ni siquiera lo probaba. Y ella misma lo probó en alguna ocasión, pero al comprobar su fuerte sabor amargo lo desechó, sin decirle nada a la cocinera por temor a que se sintiese ofendida. Yo, por mi parte, tengo que decirle que lo he probado y es tremendamente desagradable.

—Y los internos… ¿cómo podían tomarlo?

—Es lo que yo me pregunté, ¿cómo soportaban el sabor? Los primeros días de su estancia en el sanatorio parece ser que a ninguno le gustaba y solían expresar su desagrado, pero conforme pasaban las semanas, acostumbrados poco a poco a los desagradables sabores de los remedios y preparados que a los pobres desgraciados les obligamos a tomar…, ni el sabor amargo del ajenjo les incomodaba. A las cuatro semanas, la tujona, que es la sustancia tóxica del ajenjo, comienza a envenenar, produciendo náuseas, pérdida de apetito, pérdida de peso, temblor, convulsiones y, finalmente, la muerte.

—¿Le ofendo, doctor, si le pregunto si está usted completamente seguro? —insinuó el prefecto, acercándose a Galo.

—Lo estoy, señor Cabasset. En este detallado informe —atestiguó Aldave sacando unos papeles de su cartera— se recogen todas mis averiguaciones y la conclusión final, fehacientemente demostrada. Una vez que presupuse que el ajenjo era el responsable de todo, la investigación se desarrolló rápidamente. En la Facultad de Medicina de París, un compañero, también discípulo de su cuñado, el profesor Leroy, está realizando un importante estudio sobre los efectos nocivos de la absenta en el organismo humano, sobre todo en el cerebro. Ya sabe usted que la absenta se elabora con tres sustancias: el ajenjo en mayor proporción, el hinojo y el anís. Los descubrimientos de mi compañero están demostrando que el ajenjo, en las proporciones empleadas por los fabricantes de absenta, produce daños muy graves en el cerebro. Cuando estas investigaciones concluyan, las autoridades sanitarias tendrán que tomar medidas. Quizá llegue el día en que la absenta sea una bebida prohibida.

—¡Qué dice usted! ¡Eso es imposible! ¡Francia entera se levantaría en armas si prohibieran la absenta! —exclamó riendo el prefecto.

—Pues… acuérdese de mí ese día… porque estoy seguro de que llegará.

—Bueno, bueno, doctor…, ¿cómo podría agradecerle toda su dedicación en estos cuatro meses, en un lugar tan aburrido para usted como Saint-Rémy?

—¿Aburrido? —El prefecto puso cara de extrañeza—. Solo por disfrutar de esta maravillosa tierra de la Provenza ha merecido la pena venir, señor Cabasset. Además, he conocido a personas muy interesantes, por ejemplo…, al señor Tamisier, el capellán del sanatorio.

—¡Ah, Tamisier, mi buen amigo! Poeta, músico, clérigo… y fiel, fiel hasta la muerte. Qué hombre tan inteligente. ¿Sabe usted que nos une una gran amistad? He recurrido a él muchas veces, doctor, en situaciones de mi vida en que las dudas o las tribulaciones me acosaban…, y siempre me ha aconsejado bien. Eso no se paga con dinero. Si en algún momento usted encuentra un amigo así, consérvelo por encima de cualquier otra cosa. Será su mayor tesoro.

—También he conocido a otras personas en el Saint Paul —prosiguió Aldave, midiendo sus palabras— de las que quería hablarle, señor Cabasset. No tienen nada que ver con el señor Tamisier, quiero decir que, moralmente, están en el extremo opuesto al capellán. Son dos personas que ostentan puestos importantes en el sanatorio y que, con sus actuaciones, pueden poner en peligro el buen funcionamiento y hasta la continuidad a largo plazo del centro.

Cabasset se puso muy serio, expectante por lo que pudiera apuntar el español.

—¿Quiere usted decir que han tenido algo que ver con el asunto del envenenamiento? —sugirió.

—No, en absoluto —intervino Galo—. Pero son dos personas que el sanatorio no se merece. El resto del personal se entrega en cuerpo y alma a los enfermos y a la tarea de curarlos y cuidarlos, por eso mismo me siento en la obligación de exponerle mi opinión sobre estos dos individuos. El primero es Adrien Clermont, el farmacéutico. Se trata de una persona acomplejada, pero llena de vanidad y carente de compasión, capaz de cualquier cosa para conseguir sus propósitos. En la farmacia del Saint Paul guarda un veneno, curare, prohibido en Francia, y mucho más en un establecimiento sanitario. En este informe adjunto detallo dónde lo oculta. Si usted lo estima oportuno, puede adjuntarlo al informe principal cuando pasen los inspectores del Ministerio. Solo con verificar este dato, el farmacéutico tendrá que rendir cuentas a las autoridades. —Aldave consumió su copa de burdeos—. La segunda persona, tremendamente nociva para el sanatorio, es Olivier Gastineau, el ecónomo. —El prefecto enrojeció de repente, pero no movió ni una ceja—. Gastineau es un ser oscuro con múltiples vicios. Cuando registré su despacho buscando pruebas para la resolución del caso, revisé los libros de contabilidad. Yo no soy ecónomo, por lo que no puedo asegurar al cien por cien lo que voy a decirle, pero me dio la impresión de que las cuentas no cuadraban, probablemente porque lleva una doble contabilidad… Aunque tampoco tenga nada que ver con la enfermedad de los internos, los inspectores deben conocer este dato y son ellos los que pueden requerirle los libros y hacer las oportunas verificaciones. En confianza, señor Cabasset, estoy seguro de que Gastineau roba al sanatorio y no es difícil probarlo.

El prefecto respiró profundamente, sin duda aliviado. Llamaron a la puerta. Se trataba del secretario personal de Cabasset. Le recordaba la siguiente cita acordada en el orden del día con Benjamin Abram, alcalde de Aix, que esperaba fuera. Los dos hombres se levantaron. Aldave tendió la mano al prefecto, pero este la rechazó abriendo sus brazos para agasajarle con un fuerte abrazo.

—¿Cómo podré yo agradecerle lo que ha hecho por mí, por el sanatorio? Estoy en deuda con usted, doctor Aldave, no lo olvide. Si en el futuro necesita algo de este humilde servidor de la República, cuente conmigo.

Al salir del majestuoso edificio de la prefectura, Galo Aldave tuvo la impresión de pasar la última página de un capítulo de su vida. Atrás quedaban Saint-Rémy, el sanatorio de Saint Paul, Poulet y su familia, Larroque, la madre Épiphane… y hasta Pauline Murat. Abandonaba la Provenza, la tierra de la luz y del color, para regresar al gélido y gris invierno de París. El nuevo capítulo que iba a iniciar estaba plagado de incógnitas e incertidumbres, pero también, sin duda alguna, de emociones y, probablemente, de dicha. Entró apresuradamente en la estación de Saint Charles a recoger su equipaje en la consigna. Su tren estaba a punto de salir. Antes de subir al vagón se llevó la mano al bolsillo interior de la levita. Allí estaban los dos billetes. Instintivamente la buscó entre los pasajeros que asomaban sus cabezas por las ventanillas, pero no la vio. Estaba seguro de que le aguardaba dentro.