Esa misma tarde dejaron todo arreglado, permisos, pautas de tratamientos, recados…, y a la mañana siguiente, a primera hora, partieron. El cochero, antes del amanecer, había pasado ya por el sanatorio para dejarle preparados los caballos al compañero que le iba a suplir. Cogieron el primer tren de la mañana hasta Arles. En la misma estación siempre había esperando algún coche de alquiler. Poulet conocía de sobra a los dueños. Se fue directo al que parecía más ligero y tenía los caballos más ágiles. En diligencia el trayecto hasta Les Saintes-Maries de la Mer duraba unas cinco horas, pero con ese vehículo y poco peso calculó que en menos de cuatro llegarían. La mañana estaba muy brumosa. Galo, sintiendo la humedad, se arrepintió de no haberse puesto ropa de más abrigo con las prisas. «Luego levantará la calina y saldrá el sol», dijo el cochero. Al alejarse de Saint-Rémy habían dejado atrás las montañas de Les Alpilles y ahora tenían ante ellos una extensísima llanura que los conduciría al mar. Iban avanzando en silencio entre la neblina, con el acompasado sonido de los cascos de los caballos como único testigo de su viaje, sumido cada uno en sus propios pensamientos. Aldave no podía quitarse de la cabeza la visión de la hermana Anne-Marie a medio vestir a la luz de una lámpara en la abadía de Sénanque. Esa escena la había revivido en sueños con múltiples variantes: él entraba y la besaba, él se quedaba en la puerta y al verlo ella gritaba y le hacía huir, en la habitación aparecía una tercera persona observándolos… Ahora lo rememoraba tal y como fue, y la mirada de la joven, a pesar del tiempo transcurrido, le seguía imantando igual o más que aquella noche inolvidable. Era una monja, sí, pero ante todo era una mujer. Tenía alma de mujer y cuerpo de mujer, y Galo ya no concebía la felicidad, la vida, sin ella. Lo curioso era que, hasta que no le informaron de su partida, no supo que la amaba. Pero desde ese momento todas sus fuerzas, todos sus anhelos se encaminaron a luchar por ella, a conseguir su amor, por muchas barreras que tuviera que vencer.
—Vamos a parar aquí a que beban los caballos —propuso Poulet.
Bajaron de la calesa cerca de un riachuelo remansado. El cochero probó el agua.
—No me fío. Podría ser agua salada. Ya sabe que por aquí se junta el agua del río con el agua del mar.
La niebla se estaba levantando. Cerca de allí se oía el rugir de algunos animales.
—Son toros bravos. Ya le dije que en La Camarga se crían. Unos se sacrifican en las corridas de Nîmes, Arles y otras poblaciones, y otros son para carne. A ver si sale el sol de una vez y los podemos ver, porque ellos seguro que nos huelen.
—¿Están sueltos?
—Sí, bueno…, los pastores los llevan a sitios lejos del camino, pero es mejor estar al tanto porque de cuando en cuando ya se oye que han empitonado a gente. —El cochero se dirigió a la parte posterior de la calesa—. ¡Nosotros también tendremos que comer! Mi mujer me ha preparado un queso y una cantimplora con vino. También he traído algo de pan y unas almendras y nueces que me ha puesto en un saquillo la cocinera del sanatorio. ¡Hemos de coger fuerzas, doctor!
Se sentaron encima de dos piedras. Cada uno sacó una navaja del bolsillo. Poulet cortó un pedazo de queso y otro de pan y se los pasó al médico. Permanecieron un buen rato en silencio mientras comían, envueltos en los sonidos de la naturaleza, que en ese momento y en ese lugar se mostraba serena, pero, como siempre, con infinitos destellos de vida.
—François —el español rompió el mutismo.
—Dígame, doctor.
—Quiero que sepas —a Aldave le costaba seguir— que te considero un verdadero amigo.
—Gracias, doctor, yo…
Galo le interrumpió.
—Espera, François, déjame terminar. Te considero un amigo, un gran amigo —dijo enfatizando—. Pero este sentimiento nada tiene que ver con este viaje. Quiero decir que, aunque hubieras rehusado acompañarme, mi amistad hacia ti sería la misma, inquebrantable y para toda la vida. Ha sido para mí un gran hallazgo e incluso un gran honor haberte conocido, mi querido François, y solo tendré pensamientos de agradecimiento para ti y tu familia mientras viva.
Poulet, habitualmente tan parlanchín, permanecía callado sin saber qué contestar. Al final, titubeando dijo:
—Doctor, yo…, nosotros… le hemos cogido mucho cariño…, el honor ha sido nuestro… Nosotros no somos nadie, yo soy un humilde cochero…, pero le agradezco lo que me dice, doctor, porque sé que le sale del corazón, no sabe lo que se lo agradezco. Nosotros tampoco le olvidaremos, eso téngalo por seguro. —Después de una breve pausa, añadió—: Y que tenga mucha suerte.
Un ratoncillo pasó en ese momento ante ellos fugaz, de un arbusto a otro.
—¿Crees que estoy loco, François?
—¡Uf! —contestó el cochero mirando al cielo—, ¡qué difícil contestar a eso! Bueno… —rectificó enseguida—, loco como los del sanatorio ¡por supuesto que no! Si lo que quiere decir es si va a cometer una locura con este viaje…, yo no soy quién para decirlo… y menos a usted… Ya conoce mi opinión, doctor…: ella es una monja…, ¡nada menos!, con todas las complicaciones que eso lleva… Pero supongo que ya lo habrá pensado y le habrá dado vueltas al asunto; si no, sería mejor que volviéramos a Saint-Rémy ahora mismo y se olvidara de la hermana. Al fin y al cabo, ella ha elegido esa vida, ¿no?…
—¿Crees que la expongo demasiado?
—Hombre, yo… La verdad es que en Les-Saintes-Maries de la Mer solo hay tres o cuatro monjas… Si habla usted con ella discretamente… ¡Ay, doctor!…, no sé, no le puedo contestar.
El pobre Poulet no sabía cómo ayudar. Por una parte se había ofrecido de cochero hasta La Camarga en un arranque de valor, sin meditarlo dos veces, para ayudar al español porque creía que era casi una obligación moral, pero no por eso dejaba de advertir lo arriesgado de la aventura, tanto para la religiosa como para Aldave. En ningún momento le había preocupado la repercusión que podía tener para su puesto de trabajo. Seguro que Galo daría la cara por él en el caso de que hiciera falta. Pero el futuro de la pareja verdaderamente sí le preocupaba.
—Siempre me has dado muy buenos consejos, François…, aunque yo no los haya seguido…
—En cuestión de faldas, doctor…, es muy fácil dar consejos… Desde fuera se ve todo muy bien…, pero cuando uno está dentro… la cosa cambia. Los hombres nos volvemos muy tontos, muy ciegos, cuando una mujer nos come el seso… Y ¡ay de quien quiere abrirnos los ojos!, ¡pobre de él!… Pero no se preocupe, si lo dice por Pauline…, seguirá engañando a uno y a otro hasta que, de vieja, ya no se fije nadie en ella… Lo chocante de estos casos es que yo creía que a los talentos como usted no les pasaban estas cosas, ¡que las veían venir!
A Galo le hizo gracia la expresión.
—¿A los talentos como yo? ¡Ya ves para lo que me sirve mi talento! ¡Seguro que tú tienes más talento que yo! ¡Al menos te sirve más que a mí: mira qué mujer más extraordinaria tienes!
Los dos se levantaron riendo. Poulet llevaba pantalón y chaleco de pana, blusa blanca de algodón, una faja roja en la cintura y un pañuelo de colores al cuello. Ese día, en vez de su gorra habitual, se había colocado un sombrero de paja que se ponía y se quitaba repetidamente para rascarse a gusto la cabeza. Metió las sobras de la comida detrás y rápidamente reemprendieron la marcha. Al poco, el cielo se aclaró.
—Mira, François, ya sale el sol.
—Sí, ya le he dicho que la bruma era pasajera. Mejor, así vemos si viene alguien de frente, aunque ya ve qué poco tránsito tiene esta carretera.
—Carretera…, por llamarla de alguna manera.
—Bueno, pues… camino. ¡Pero no me dirá que la vista no es bonita!
Aldave giró sobre sí.
—Maravillosa, François… ¡Qué llanura! ¿Qué es aquello de allá?
—Unas salinas. Todo aquello blanco son salinas. El mistral seca la sal y queda blanca como la nieve. Después las veremos de cerca.
En pocos minutos la niebla había desaparecido por completo. El cielo exhibía un azul luminoso salpicado de cúmulos y nimbos de algodón. Bandadas de aves sobrevolaban incesantemente por encima de sus cabezas en perfecta formación, y de vez en cuando se veían dos o tres solitarias planear en amplios círculos al capricho de las corrientes. En escasas millas habían cambiado por completo de paisaje, de las colinas frondosas de Les Alpilles a la inmensa planicie de La Camarga. Comenzaban a atravesar una zona pantanosa, con lodazales poblados de juncos y cañas. En el momento en que aparecía un pequeño recodo con agua, allí afloraba una familia de patos nadando, volando o paseando entre los carrizos, acompañada de todo tipo de insectos. Al salvar una curva, cerca del horizonte, una pléyade de flamencos rosados, cientos, miles, parecía haberse reunido para asistir a un gran acontecimiento. Desde lejos, el pausado movimiento de sus cuerpos simulaba al de la marioneta que interpreta un papel de relleno en una función de títeres y permanece estática en la escena, pero con un ligero bamboleo. El color rosa de su plumaje brillaba bajo los rayos reflejados en el agua del mar, muy próxima.
—¡Mire a la derecha, doctor!
Un grupo de caballos salvajes galopaba paralelo a ellos. Aunque no eran más de una decena, el espectáculo que ofrecían era majestuoso, todos a la par: las crines al viento, la cabeza erguida…
—¿No quedarán atrapados en el fango? —apuntó Aldave.
—¡Ah, no! Ellos ya saben por dónde ir. Esa zona ya no es pantanosa, ahí comienzan de nuevo las salinas. ¿Ve aquellas dunas a lo lejos? Detrás corre un arroyo, un brazo del Ródano, con agua dulce. Van a beber allí.
—¿Y no se topan con los toros?
—No. Los pastores ya tienen cuidado de apartarlos de los caballos. Aquí hay terreno para todos.
Doblaron otra curva y a lo lejos divisaron unas figuras puntiformes que iban agrandándose conforme avanzaban. Poulet muy pronto adivinó que se trataba de una caravana de gitanos. Estaban aparcados en un terreno baldío, sin apenas vegetación, cerca de un arroyuelo. Media docena de niños revoloteaban entre las carretas pintadas de un azul desvaído mientras los caballos, sueltos, masticaban lo que podían llevarse a la boca. Uno de los carros disponía de una chimenea que en ese momento estaba humeante. Delante de la escalerilla que conducía a su puerta, una anciana confeccionaba una cesta de mimbre, sentada en una silla baja mirando al camino. Al paso de la calesa, la mujer les mostró su desdentada sonrisa mientras les ofrecía con un gesto la cesta que estaba terminando. Un poco más adelante vieron a tres mujeres lavando cacharros en la corriente, rodeadas de dos perros que lamían con fruición las escasas sobras de comida de unos platos. Las tres vestían ropas vistosas, llevaban la cabeza cubierta con pañuelos estampados y, arrodilladas como estaban, mostraban las plantas de sus pies, libres de calzado, oscuras como el betún.
—Y los hombres, ¿dónde están? —preguntó Galo.
—Habrán ido a pescar algo por ahí o a cazar…, aquí hay alimento de sobra si no le haces asco al pelaje del animal.
Cuando llevaban unas tres horas de camino otearon una cabaña. Tenía un gran techo de cañizos que llegaba casi al suelo, y las paredes, recién pintadas de blanco, dejaban asomar dos tímidos ventanucos del color de la menta.
—Aquí vamos a parar, doctor. No es ninguna posada, pero la familia es muy acogedora y agradecen que el viajero pare. Descansaremos nosotros y los caballos. De aquí al pueblo hay una hora más o menos.
Galo se intranquilizó un poco.
En la cabaña conocían al cochero. La mujer estaba preparando la comida. Les ofrecieron compartirla, pero ellos se excusaron por la prisa que tenían. Su intención era coger el último tren de Arles a Saint-Rémy a las nueve de la noche y no debían entretenerse demasiado si no querían perderlo. Poulet sacó el tema de la escuela de Les Saintes-Maries de la Mer porque se acordaba de que tenían una niña.
—Sí, tiene seis años. Mi marido la lleva todos los días en carro a la escuela y por la tarde la va a buscar. Como usted dice, acaba de llegar una monja nueva. Yo no la conozco, pero la niña nos ha dicho que es joven y muy buena. Vino desde Saint-Rémy, según creo.
Se empeñaron en que tomaran unos caballos de refresco mientras los que habían traído descansaban unas horas hasta que volvieran a pasar de vuelta. Eso sí lo aceptaron y emprendieron de nuevo el viaje, seguros de que la hermana Anne-Marie se encontraba en el lugar hacia donde ellos se dirigían. Cada vez Aldave estaba más serio, más preocupado por la reacción de la joven al verle y por lo que pudiera acontecer después. Por momentos le surgía la duda de si se había precipitado, de si no hubiera sido mejor enviar a la joven previamente una misiva con algún mensajero de confianza (incluso el propio Poulet) para tantearla, para anunciar la visita, para no asustarla ni apremiarla, pero a la vez reconocía que las verdaderas decisiones, las importantes, si se amasan demasiado se corre el riesgo de encontrar el horno ya apagado. Había llegado hasta allí y debía seguir hasta el final. En realidad no tenía nada planeado de antemano. Deseaba volver a verla y suponía que todo lo que tuviera que suceder fluiría naturalmente.
De repente, una enorme sombra oscura casi ocultó por unos segundos el sol. Una gran bandada de aves, cual alfombra voladora, cubría el cielo de La Camarga.
—¿Qué aves son esas, François?
—Son garzas, doctor. Seguramente van a parar cerca de aquí, por la zona de los arrozales. ¡Mire cómo vuelan, mire la envergadura que tiene cada una!
Las garzas tardaron un rato en despejar el cielo. Al observar detenidamente su colosal tamaño en las alturas casi producían temor, parecía que en cualquier momento los iban a rodear porque comenzaban a acercarse a ellos, pero sin más cambiaron de dirección y se perdieron como una estela en el horizonte.
Como Poulet había calculado, una hora después de abandonar la cabaña avistaron las primeras casas de Les Saintes-Maries de la Mer. Unos kilómetros antes habían olido primero el mar y luego lo habían contemplado, de un azul irisado, en toda su inmensidad. Las olas iban y venían visitando las dunas y los matorrales, y las gaviotas escoltaban como fieles lugartenientes a los primeros barcos pesqueros que regresaban a puerto. Nada más entrar en el pueblo divisaron, a lo lejos, la iglesia. El cochero le había explicado que la escuela y la casa de las monjas estaban enfrente del templo. Poulet sugirió aparcar el coche en las afueras. Era la hora de la comida y había poca gente por las calles. Galo había oído hablar de los gitanos de La Camarga y ahora comprobaba por los rasgos de algunos transeúntes que, efectivamente, había muchos gitanos viviendo en las marismas.
—Esa casa es —indicó Poulet señalando una puerta con el letrero «Escuela de niñas»—. Será mejor que entre usted solo, doctor. Yo voy a dar una vuelta por ahí. Le esperaré en aquel banco, debajo del olmo. No tenga prisa, tenemos tiempo de sobra.
Cuando el español estaba a punto de llamar a la puerta, el cochero exclamó:
—¡Que tenga suerte, doctor!
Poulet se dio media vuelta aguzando el oído por sentir si le abrían. Oyó una voz femenina que no reconoció y, después, la puerta que se cerraba. Aunque no era la primera vez que visitaba la población, nunca había callejeado por allí porque sus viajes se limitaban a dejar o coger a una monja, dormitar un rato mientras descansaban los caballos y regresar cuanto antes a Arles. Ese día, por hacer tiempo, comenzó a recorrer las calles flanqueadas por humildes casitas blancas. Él también estaba nervioso pensando en cómo iba a terminar todo aquello. No habían hablado de la posibilidad de que la hermana Anne-Marie regresase con ellos, pero sabía que podía ocurrir y entonces, de alguna manera, él sería en parte responsable. Podía llegar a perder su empleo en el sanatorio, porque la madre Épiphane ostentaba un gran poder en el centro. Aun así, más que su propio trabajo le preocupaba la situación personal del médico y la religiosa. Por los dos sentía un profundo afecto. Estaba claro que entre ellos había surgido el amor y que Aldave confiaba en que la hermana renunciara a sus votos para poder casarse con ella (Poulet no creía a Galo capaz de pretender otro tipo de relación con la joven). ¿Qué consecuencias podría acarrearles semejante paso? ¿Cuántas barreras les quedaban por vencer si decidían unirse para el resto de sus días? Cuando uno se enamora, todo lo ve posible y sencillo, pero la vida… es mucho más complicada. Tras un tiempo prudencial, el cochero volvió al banco cerca de la iglesia, que permanecía vacío. La puerta de la escuela seguía cerrada. Dos jóvenes marineros cargados con unas redes le saludaron afablemente. Tenían la piel curtida y, con toda seguridad, aparentaban más edad de la que tenían. Él se consideraba un afortunado con la vida que llevaba. Su trabajo en el sanatorio le ocupaba muchas horas, pero se sentía apreciado y valorado por todos y se acostaba feliz todas las noches cuando llegaba a casa con la satisfacción del deber cumplido. Tenía una hermosa mujer y una hija que era la luz de sus ojos, ¿qué más podía pedir? Un sonido algo chirriante detuvo sus cavilaciones. Era la puerta de la escuela que se abría. Desde el ángulo donde se encontraba no la alcanzaba, pero no se levantó. Comenzó a palpitarle rápido el corazón aguardando a quién iba a ver segundos después. El español apareció ante sus ojos, solo. Sin decirle nada, se sentó a su lado. Poulet no le quitaba los ojos de encima. Parecía relajado. Miró de refilón al cochero, sonrió y le dijo:
—Lo va a pensar.
—Pero… ¿vamos a esperar aquí a que lo piense?
—No, François, va a meditarlo con tranquilidad. Yo se lo he pedido. Una decisión así no puede improvisarse. —Permanecieron callados unos segundos—. ¡Vamos, aquí ya no hacemos nada! —le animó el español dándole una pequeña palmada en el muslo.
Los dos hombres abandonaron la plaza cuando la gente comenzaba a salir después del descanso del mediodía. Reconocieron al unísono que tenían hambre y el cochero señaló el zurrón que llevaba al hombro. Galo propuso comer a la orilla del mar, cerca de donde tenían los caballos. Poulet lo encontraba más sosegado que antes. Se moría de ganas de saber realmente lo que había pasado dentro de la escuela, pero ni por asomo se atrevía a preguntarle nada más a Aldave. Seguro que en el camino de regreso el médico se animaría a contar algún detalle. Por lo menos le habían evitado el trago de regresar con la hermana al sanatorio. El cielo estaba de nuevo nublado, pero sin neblina. Se sentaron en unas rocas frente a las olas. Delante de ellos, una playa de arena finísima se extendía desde la población hasta el inicio de la marisma. El agua estaba tranquila, de un color gris plata asombroso. A lo lejos se distinguía algún barco, pero en la zona de rocas no había nadie. Poulet sacó todo lo que llevaba y comieron con ganas, en silencio. El sonido de las olas los acompañaba, interrumpido de vez en cuando por el gruñido de dos gaviotas que vigilaban sus movimientos. El cochero tiró un pedazo de pan a una especie de cuenco natural horadado en una roca y las dos se lanzaron prestas a cogerlo. Solo una capturó el botín. El médico tiró otro y la segunda fue quien lo apresó.
—¡Anda! —exclamó el cochero—. ¡Se ha acabado el vino! En la calesa tengo otra cantimplora, ¿quiere que me acerque a buscarla?
—¿No llevas otra cosa?
—Espere…, la cocinera me ha puesto otra cantimplora con té. Si quiere…
—Sí, no me gusta demasiado, pero nos servirá para acabar la comida.
Aldave elevó la cantimplora y bebió un buen trago.
—¡Puaj! —exclamó escupiendo lo que le quedaba en la boca—. ¡Qué amargo!, ¡esto no se puede beber! ¿Con qué hacen este té?
—Me ha dicho que es té de ajenjo. Deben de hacerlo las monjas.
—¡Pues esto no hay quien lo beba! —protestó Galo, vaciando el contenido de la cantimplora en el hueco de la roca—. Terminemos pronto y ya beberemos un buen trago de vino cuando lleguemos al coche.
Poulet abrió un saquillo con nueces y almendras, y un frasco con miel.
—Esto para el postre, doctor. ¡Tenemos que coger fuerzas para la vuelta!
Mientras el cochero lo repartía, Aldave iba partiendo en pequeños trozos el pan que les había sobrado y lo echaba en el cuenco natural de la roca, como si estuviera preparando unas sopas de té. Tan pronto lo vieron, las dos gaviotas enfilaron hacia ellos de nuevo y en varias pasadas acabaron con el pan embebido en la infusión. Ya estaban recogiéndolo todo cuando Poulet señaló al cielo. Los dos miraron boquiabiertos lo que sucedía: las dos gaviotas volaban de forma extraña, en zigzag, por momentos casi chocándose entre ellas; después comenzaron a hacer unos extraños movimientos, como si estuvieran sufriendo fuertes convulsiones, extendiendo y recogiendo sus alas espasmódicamente, a la vez que su cuerpo temblaba y sus cabezas caían como si de muñecos de trapo se tratasen; por último, profirieron un grito terrible y cayeron fulminadas sobre la arena, a unos dos metros la una de la otra. Poulet y Aldave se quedaron mudos ante semejante espectáculo. Las gaviotas yacían inertes en la playa, muertas, y ellos parecían haberse contagiado de su falta de vida, porque permanecían quietos, absortos, como si esperasen la resurrección de los animales.
—¡Es el té! —profirió Galo en voz alta de pronto—. ¡Es el té!
El cochero lo miró extrañado.
—¡El té es el causante de todo, François! —espetó al sorprendido Poulet, cogiéndolo de los brazos—. ¡No tengo ni la más mínima duda! —Aldave comenzó a moverse, abstraído, mirando al suelo—. Las convulsiones, la muerte fulminante… Las aves son los animales más susceptibles para los venenos. El té ha envenenado a las gaviotas… y a los enfermos del sanatorio. ¿Con qué has dicho que está elaborado, François? —preguntó visiblemente excitado.
—Es té de ajenjo, doctor. El ajenjo no es ningún veneno, doctor, otra cosa es que a usted le guste o no.
—¿Tú lo has probado?
—No, a mí no me gustan ese tipo de cosas.
—François, dime una cosa. De todo el sanatorio de Saint Paul, el único edificio que no conozco es el pabellón donde viven las monjas. ¿Ellas tienen cocina y cocinera propias?
—Sí, seguro. Allí llevo yo sus propios víveres cuando compramos en el mercado. Su cocinera es una de las monjas más ancianas de la congregación, que nunca sale del pabellón. Usted ni la conocerá.
—François, ¡hoy es un gran día para mí! ¡Un gran día para mi carrera como médico! Había perdido toda esperanza de solventar un problema profesional tremendo, pero acabo de dar con la solución. ¡Acabo de descifrar el enigma del Saint Paul! ¡Vamos pronto a Saint-Rémy!