CAPÍTULO 28

En el viaje de regreso a la Provenza, Galo Aldave era otro hombre. El vuelco esencial que había dado su vida le hacía sentirse un extraño, un ser desconocido incluso para sí mismo. Todavía estaba conmovido por el dramático relato de Tomasa, y también por haberla conocido, por haber sentido su calor y haber compartido su pena en aquel largo abrazo regado por las lágrimas, por haber pisado las calles donde su madre fue joven y donde lo abandonó. Hacia ella experimentaba sentimientos encontrados, de pronto ternura y piedad por el drama de su desamor, del rumbo indeseado que había llevado su vida; de pronto desazón y rabia por el abandono, por la incapacidad de entregarse a un hijo enfrentándose a las normas de una sociedad atroz. En Tudela él había conocido a alguna mujer soltera que había sido madre. Sus hijos estaban marcados para siempre. ¿Eso es lo que él quería para sí mismo? Sin poder evitarlo, esos pensamientos le atormentaban. Por momentos deseaba no haber visto jamás la mancha en la espalda de la hermana Concepción, pero muy pronto se arrepentía y sentía una inexplicable plenitud de espíritu al recordarla. Como una olla cerrada con agua hirviendo a punto de estallar, su corazón necesitaba un desahogo, un pequeño espacio por donde aliviar la presión y la zozobra que le consumían. Anhelaba llegar a Saint-Rémy, el final del trayecto, para poder contárselo todo a la única persona que podía comprenderlo, que con una sola frase y una mirada cómplice podía devolverle la paz y el sosiego que tanto necesitaba…, la amable, la inocente, la vital hermana Anne-Marie.

Había telegrafiado al sanatorio anunciando su vuelta. Poulet ya lo estaba esperando. En la estación, tal vez por lo temprano de la hora, no había tanta gente como en otras ocasiones. El cochero estaba serio, aunque se esforzaba por aparentar la simpatía de siempre. A Galo se le pasó por la cabeza que quizá esa actitud se debiera a que Pauline se encontraba por allí y, algo nervioso, miró a su alrededor sin divisarla.

—¿Ocurre algo, François? —preguntó dándole una palmada en la espalda.

—No, nada, doctor Aldave. Me alegro de verle otra vez por aquí. Le echábamos de menos, sobre todo mis mujeres.

—¿Está todo en orden en el sanatorio?

—Yo creo que sí, doctor, al menos en lo que a mí concierne.

El español subió a la calesa con la mosca detrás de la oreja. Algo había ocurrido durante su ausencia y Poulet no se atrevía a decírselo. Seguramente algo relacionado con Pauline. Recordaba con suma claridad la sonrojante escena en la estación unos días antes. El largo viaje desde Alcañiz, entre otras muchas cosas, le había servido para reflexionar en profundidad sobre ella y la relación entre ambos. Aquello no podía continuar. Sus mentiras, su ambición desmesurada, su pasado con otros hombres… pesaban demasiado en el platillo de la balanza. Galo se había desencantado de Pauline. En ese momento crucial de su vida ni siquiera le importaba que le hubiera podido utilizar para algún fin que ni imaginaba, no quería echar la vista atrás, a lo que habían representado para él, para sus sentimientos, los tres meses anteriores, ni quería averiguar las razones por las que ella se había dejado seducir por él. Ya no le interesaba ahondar en la herida. El único propósito firme con el que llegaba de nuevo a Saint-Rémy era concertar cuanto antes una entrevista con el prefecto de Marsella y presentar la dimisión. Volvería a París, a la facultad, a proseguir su carrera. En cierto modo, su estancia en la Provenza había sido un absoluto fracaso. Cuanto antes acabara, mejor.

—¿Vamos a casa o al sanatorio?

—Al sanatorio directamente, François.

—¿No quiere descansar un rato?

—No te preocupes, he dormido en el tren.

Nada más llegar al Saint Paul, Aldave se dirigió hacia su despacho, pero en el pasillo se topó con Larroque. Tenía el aspecto desaliñado y abstraído de siempre, pero le reconfortó verlo.

—¡Ah, doctor Aldave!, ¡ya está usted aquí!

—Sí, aquí estoy de nuevo. ¿Alguna novedad en estos días?

—Ninguna que no pudiéramos solventar entre el doctor Peyron y yo. Pero, de todos modos, estamos más tranquilos si se encuentra usted en el sanatorio, por lo que pueda surgir.

—Confía usted demasiado en mí, doctor Larroque, seguramente más que yo mismo.

—Qué cosas tiene. Un médico debe confiar en sí mismo si quiere ejercer correctamente la medicina. Y usted es un gran médico; si nadie se lo ha dicho, se lo digo yo.

Galo sonrió.

—Basta, basta, doctor Larroque, no prolonguemos esta conversación tan sin sentido. ¿Ha visto a mi ayudante, la hermana Anne-Marie? Tengo que hablar con ella.

—¿Su ayudante? ¿Es que no se ha enterado? La hermana Anne-Marie ya no es su ayudante, la han sustituido por una religiosa que ha venido de otro hospital de la congregación. ¿No se la han presentado?

—¿Qué está usted diciendo? —preguntó atónito Aldave—, eso no es posible, nadie me ha consultado ni existe motivo alguno para que la cambien de puesto. Ahora mismo voy a hablar con el director para que la restituyan —concluyó con decisión.

—Espere un momento —le conminó Larroque cogiéndole del brazo, sin dejarlo marchar—. Igual me he expresado mal. No es que a la hermana Anne-Marie le hayan adjudicado otro puesto en el Saint Paul, sino que la han trasladado a otro lugar, ya no está aquí con nosotros. ¿Cómo puede ser que nadie se lo haya comunicado a usted?

Aldave no daba crédito a lo que estaba oyendo.

—¡Eso no es posible, Larroque! ¡Usted debe de estar equivocado! ¡Si me despedí de ella justo antes de mi partida! ¡No ha podido suceder todo tan rápidamente! ¡Esto es un equívoco! ¿No se confundirá usted de religiosa? —protestó alterado.

—Cómo me voy a confundir, doctor Aldave, por Dios, no diga tonterías. Yo también me enteré hace dos días, con la cuestión reciente, y también me chocó.

—Pero… ¿por qué? ¿Quién lo ha decidido? ¿Cuál ha sido la razón? —le increpó manifiestamente excitado.

—Pues… seguramente no habrá razón alguna. Ya sabe, cosas de monjas y del voto ese de la obediencia. La necesitarían en otro sitio y de la noche a la mañana tuvo que hacer la maleta y acatar la orden. No busque tres pies al gato, que no los encontrará.

—Pero ¿habrá sido decisión del director?

—¿De Peyron?, no, no creo. Él no toma decisiones sobre las religiosas. La que manda en la congregación es la superiora, la madre Épiphane. Ella es la que ha tenido que dar esa orden.

—¡Ahora mismo voy a hablar con ella!

Antes de que su compañero pudiera advertirle del riguroso carácter de la religiosa, Aldave ya había desaparecido. Estaba irritado como nunca, con una furia interior que le impedía reflexionar sensatamente. Su único objetivo era conocer por qué habían trasladado a su amiga y dónde. La puerta del despacho de la superiora estaba entreabierta. Entró sin llamar.

—Madre Épiphane —dijo, conteniéndose en lo que pudo—, le ruego me informe inmediatamente dónde se encuentra mi ayudante, la hermana Anne-Marie, y por qué se la ha apartado del puesto que ocupaba.

La religiosa, nada más verlo entrar, se asustó. Lo tenía como un hombre educado y afable, y ahora irrumpía en su despacho sin pedir permiso, levantando la voz y con talante airado. A pesar de su experiencia de la vida, no había esperado de él semejante reacción. Le había resultado muy difícil tomar la decisión de apartar del sanatorio a la hermana Anne-Marie. Ella había negado cualquier relación ilícita con el médico, pero el llanto que había derramado confirmaba, a ojos de cualquier testigo avispado, que estaba enamorada de él. Ni vaciló: debía abandonar Saint-Rémy antes de que el español regresara.

—Doctor, tranquilícese, por Dios, tranquilícese —le exhortó, señalándole la silla al otro lado de la mesa.

—¡Me tranquilizaré cuando me responda a esas dos preguntas! —exclamó Galo, sin sentarse, apoyando las manos en la mesa frente a la religiosa.

Al verlo así, la monja se levantó y, casi temblando, trató de apaciguarlo.

—Doctor, seamos razonables, siéntese, serénese y hablemos con calma. Tal como está usted en este momento, es imposible que yo pueda contestar a ninguna pregunta porque no me va a escuchar.

Aldave titubeó unos segundos y, por fin, se sentó. Entre el cansancio del viaje y el disgusto tenía el rostro demacrado y la boca seca.

—Por el amor de Dios, madre, contésteme, ¿dónde está la hermana Anne-Marie? —preguntó abatido.

—La hermana Anne-Marie está lejos de aquí, en un lugar de descanso donde va a profundizar en sus votos de religiosa. El sanatorio de Saint Paul es un lugar muy duro y usted lo sabe. De vez en cuando nosotras también necesitamos un cambio para alejarnos del mundo y afianzar nuestra fe. Eso es todo, doctor. No hay ningún misterio. Nuestra vida de religiosas es así. Nosotras la elegimos al ofrecer nuestra vida en cuerpo y alma al Señor.

—No va a decirme dónde se encuentra la hermana, ¿verdad? —reconoció Aldave desalentado.

—Comprenda que no puedo. Usted no es familia directa suya. Me resulta imposible decírselo, ni a usted ni a nadie. Además, debo preservar el deseo de la hermana de que su partida pasase lo más desapercibida posible.

—¿Quiere decir que fue ella quien tomó la decisión de irse de Saint-Rémy? ¡Eso sí que no me lo creo, madre, eso sí que no! —exclamó irritándose de nuevo.

—Si ella hubiera querido despedirse de usted, le hubiera dejado una nota, doctor. ¿Acaso le ha dejado alguna? ¿A que no? Pues no hay nada más que hablar. Usted, igual que llegó un día, se irá y, probablemente, sin dar explicaciones a nadie. Déjenos a nosotras seguir nuestro camino de entrega al Santísimo. Solo a Él debemos dar explicaciones porque nuestra vida está en sus manos.

Galo, convencido de que no iba a sacar nada de la madre Épiphane, respondió, todo lo afable que pudo:

—Madre, yo soy una persona de palabra y sé que usted también lo es. No voy a sonsacarle más sobre el lugar donde se encuentra la hermana, pero yo voy a ser sincero a cambio de que usted también lo sea. —Como la religiosa no movió ni un músculo que indicara asentimiento, prosiguió—. Entre la hermana y yo en estos meses ha surgido una profunda y fraternal amistad que nos ha unido espiritualmente. Esta amistad no ha sido fruto de la casualidad, sino del reconocimiento de dos personas con pasados similares que se encuentran en un momento y un lugar determinados. Como usted sabe, la hermana es huérfana, perdió a su familia en circunstancias muy dramáticas; pues bien, yo también he sido huérfano y fui acogido en un orfanato hasta que mis actuales padres me adoptaron. Esa circunstancia común fue el origen de nuestra amistad, de nuestro entendimiento, que a los dos nos ha servido de medicina, de alivio, para poder vivir el presente sin la angustia de recordar el pasado. No puedo creer que la hermana Anne-Marie haya desaparecido por su propia voluntad sin comunicármelo. Lo siento, madre, pero no me lo creo, aunque no haya dejado ninguna nota para mí. Lo que sí creo, por cómo ha ocurrido todo y por cómo usted está intentando que la olvide para siempre, es que ha debido de haber una poderosa razón para que usted haya ordenado su partida. Yo me he sincerado con usted, ahora le pido que usted corresponda de la misma forma y saldré de este despacho para no entrar a molestarla más.

La religiosa sudaba bajo su toca y el sudor le caía por las cejas y las mejillas. Sacó un pañuelo blanco de un bolsillo oculto y se secó nerviosamente. Aldave sabía que, aunque intentaba dar una imagen de serenidad y firmeza, interiormente estaba alterada. Al intuir en ella cierta fragilidad, Galo había recuperado la compostura y permanecía erguido en la silla, mirándola fijamente a los ojos como diciendo «hasta que no me responda, no me muevo de aquí».

—Usted sabe perfectamente por qué me he visto obligada a tomar una decisión así, o mejor dicho, por qué la ha tomado la hermana Anne-Marie, con mi consentimiento, a la luz de los hechos —alegó con tono severo.

Aldave tardó unos segundos en reaccionar.

—¿A la luz de los hechos? ¿De qué hechos está usted hablando? ¿Qué pretende insinuar?

—Si usted quiere que hable claro, hablaré, aunque hubiera preferido zanjar este tema sin tener que dar explicaciones a nadie y menos al culpable de todo —exclamó encarnada.

—Yo… ¿culpable?, ¿sabe lo que está diciendo?… Culpable ¿de qué?

—¡Culpable de que un alma inocente como la de la hermana Anne-Marie haya cometido un grave pecado contra nuestro Señor! ¡No intente disimular, conmigo no! —profirió con los ojos salidos de las órbitas.

Galo se levantó furibundo. Si la monja hubiera sido hombre, la hubiera cogido del cuello.

—¡Eso es una gran mentira, una absoluta y colosal mentira que implica a una persona que no conoce el mal! ¡Es una descomunal difamación y no voy a tolerar que nadie, ni siquiera usted, ponga en entredicho la honorabilidad de la hermana Anne-Marie! —exclamó Galo levantando con furia el dedo índice. La superiora parecía de nuevo atemorizada ante la reacción del médico—. ¿Cómo puede usted haber pensado una cosa así? —dijo Aldave llevándose las manos a la cabeza—. ¿Qué mente lóbrega puede albergar para suponer una relación deshonrosa entre dos personas a las que solamente las une la amistad? —El español comenzó a caminar nervioso por la habitación.

—Yo no tengo la mente de ninguna manera especial, doctor. Entre una religiosa y un hombre una relación de amistad entraña sus riesgos…, por eso mismo es mejor evitarlos.

—¡Pero usted me ha acusado de seducirla!

La superiora calló, fijando su mirada al frente. Al observarla, Galo intuyó un sufrimiento interior en aquella mujer que acababa de calumniarle, y en sus ojos pequeños y brillantes pudo atisbar por un instante la víbora de la duda. Desde que llegó al sanatorio jamás había oído a nadie calificarla de arbitraria y tampoco él, en vista de las decisiones que tomaba a diario, la consideraba injusta, por lo tanto, ¿por qué había levantado semejante falsedad? ¿Alguien que les quería mal había sido el causante de la insidia? Lo que estaba claro es que la decisión de apartar de allí a la joven religiosa estaba ejecutada. Y no tenía marcha atrás. Salió tempestuosamente del despacho, sin despedirse, y se dirigió al suyo. Buscó en la mesa y en los cajones algún sobre que pudiera contener una nota de la hermana Anne-Marie, pero no halló nada. Se puso la bata y sin pensarlo dos veces voló hasta la casa del capellán. Tamisier no estaba. Lo encontró en la sacristía de la iglesia. Nada más verlo, el sacerdote le dijo:

—Ya sé a qué viene, doctor Aldave. Yo también estoy desolado, como huérfano. La hermana era la alegría de este lugar tan triste. No sé cómo voy a acostumbrarme a estar sin ella.

—¿Pero usted sabe por qué la han trasladado?

—Yo creo que nadie lo sabe —lamentó Tamisier—. Se ha corrido la voz de que ha sido ella la que pidió un traslado rápido porque no soportaba más el sanatorio, aunque, evidentemente, yo no me lo creo.

—¿Y no ha hablado usted con la madre Épiphane o con el director?

—¡Claro que he hablado con ellos! ¡Y con todas las monjas de la congregación! Pero ya sabe usted cómo son, autónomas en todo lo concerniente a la comunidad y con secretismo absoluto de sus problemas y tejemanejes. Puedo decírselo abiertamente: ni en confesión ha tocado ninguna este tema.

—Y… ¿sabe usted dónde está? ¿En algún otro sanatorio de la congregación?

—Ni siquiera eso lo dicen. Yo, por lo que he podido sondear, pienso que la habrán mandado a algunos ejercicios espirituales o a un retiro prolongado…, pero tampoco estoy seguro. No se despidió de mí y estoy convencido de que no se lo permitieron.

—¡Esto no se puede tolerar! ¡Hemos de hacer algo para saber dónde está y volver a traerla aquí! —propuso Aldave apremiante.

—Usted no sabe lo que dice, doctor. La hermana Anne-Marie es una religiosa, ha prometido voto de obediencia y si su superiora le ha ordenado partir hacia otro lugar, ella debe acatar esa disposición y ni usted ni nadie pueden hacer nada por evitarlo. —El capellán miró de soslayo al español, comprensivo—. Doctor…, olvídese de ella… En este mundo todos estamos de paso, pero hay unas personas que están más de paso que otras… y la hermana Anne-Marie, por ser religiosa, pertenece a ese grupo de personas… peregrinas, podíamos llamarlas, que no echan raíces. Yo también tendré que olvidarla, confiando en que un día no lejano vuelva por aquí y yo no me haya ido para siempre de este mundo. Allá donde esté llevará consigo la alegría y la paz. Afortunados los que puedan compartir con ella sus vivencias.

—Yo no puedo olvidarla tan fácilmente. Es muy largo de explicar, pero la necesito, no sabe usted cuánto —reconoció Galo apesadumbrado.

—Doctor, si sigue por ese camino, tendré que alegrarme de que esté lejos de usted.

—¡Estoy terriblemente desorientado, padre! En pocas semanas mi vida ha dado un cambio radical y dudo hasta de quién soy yo en realidad y qué demonios hago en este mundo.

—¡Uy! ¡Y esta no será la última vez que dudará de todo! Eso es consustancial a la naturaleza humana, querido amigo, y me atrevería a decir que aún más consustancial a la naturaleza de los varones…; las mujeres no dudan tanto. Pero respecto a lo que nos concierne, mi consejo es que a partir de ahora mire más a otro tipo de mujeres distintas a las que ha mirado en Saint-Rémy…, usted ya me entiende: mujeres solteras, por supuesto seglares, virtuosas, libres de votos… Hay cientos, miles de mujeres así…, ¿por qué algunos hombres tienden a fijarse solamente en el resto?

Galo sonrió.

—A usted no lo van a trasladar, ¿verdad? —preguntó a Tamisier con simpatía.

—¿A mí? ¡Ni aun queriendo!

La nueva ayudante de Aldave era una monja mayor, de pocas palabras, recién llegada desde Avignon. Se notaba que estaba acostumbrada a trabajar en un hospital porque con solo tres días ya conocía a todos los internos y se manejaba de maravilla. De diferentes maneras, Galo probó a recabar información sobre el destino de la hermana Anne-Marie, sin éxito. Todo estaba en orden, y pronto terminaron el pase de visita. Por la tarde era costumbre volver a examinar a los enfermos, pero como esa mañana, entre unas cosas y otras, habían comenzado a última hora, Aldave decidió aplazarlo para la jornada siguiente. Tenía ganas de llegar a casa de Poulet y descansar. Hacia la salida pasó por el corredor donde estaba la farmacia y vio que la puerta estaba entreabierta. Como si lo estuviera esperando, apareció Adrien Clermont, quien permaneció quieto apoyado en el quicio, mirándole pasar, con una risilla sardónica y mascullando algo entre dientes. Aldave se encendió. Se giró de repente y, encrespado, le dijo al farmacéutico:

—¿Qué es lo que dices?

—¡Que eres un maldito extranjero, un pobre español! ¡Y que te vuelvas a tu sucio país! —contestó sarcástico, mirándolo con desdén, sin apenas levantar la voz.

Lo que le faltaba por oír. La llama que prendía la mecha. Galo soltó la cartera que llevaba en la mano, adelantó en un segundo los tres pasos que lo separaban de Clermont y lo cogió del cuello. De un solo gesto lo metió en la farmacia y cerró la puerta. El farmacéutico intentaba desasirse de la potente mano del español sin conseguirlo. Abría los ojos desmesuradamente, espantado de la imprevista reacción de Aldave, que lo miraba con desprecio y furia.

—¿Qué tienes que decir ahora? ¿Qué tienes tú que decirme, miserable? ¡Atrévete a insultarme ahora, a mí o a mi país! ¿Ahora no te atreves, verdad? ¡Cobarde!

De un empujón lo tiró al suelo. Clermont se llevó las manos al cuello, dolorido, mientras, atemorizado, vigilaba el siguiente paso de Aldave, inmóvil por el miedo.

—¡Pero si ni siquiera te sabes defender! ¡Ni siquiera eres hombre para eso! ¡Y te atreves a faltarme! ¡No te pego una paliza aquí y ahora porque no quiero! Pero debes saber que tengo pruebas de que intentaste asesinarme con los dardos envenenados. Pruebas que pondré a disposición de las autoridades en cuanto me plazca. ¿Lo oyes bien? Conque vete con mucho cuidado conmigo. ¡No se te ocurra volverme a provocar porque lo vas a sentir en lo que te queda de vida, desgraciado!

Galo se dio la vuelta y, antes de salir, oyó al farmacéutico decir algo sobre Pauline, «Pauline se va a enterar de esto», o algo así. Sin girarse, le dijo con sorna:

—¡Ya puedes correr hasta sus faldas y contárselo todo! ¡Vuela, que se entere Pauline Murat de quién es Galo Aldave, que os enteréis bien los dos y todos los que revolotean a su alrededor!

Salió al pasillo desencajado, pero con una tremenda sensación de alivio. Respiró hondo, cogió el maletín y salió al exterior. Desde hacía semanas había sentido el impulso de coger al farmacéutico por el cuello y se había contenido, pero todo tenía un límite. Estaban casi a mediados de septiembre y las temperaturas habían bajado, pero esa tarde presidía el cielo un sol acariciante que le reconfortó un poco el ánimo. Aborrecía la violencia, pero no se arrepentía de lo que había sucedido. Estaba seguro de que no le había hecho apenas daño a Clermont, pero sí le había asustado, le había parado los pies a un hombre envanecido que había pretendido matarle. Ese era el único lenguaje que entendería a la primera y para siempre. La fuente sonaba monótona en medio del silencio. Delante del sanatorio, mirando hacia el edificio, Vincent van Gogh trabajaba concentrado en un cuadro de tamaño algo mayor que los que solía pintar. Aldave no tenía ganas de conversación y hubiera pasado de largo, pero temió herir la susceptibilidad del interno, que llevaba una temporada estable, y se colocó a su altura observando el lienzo casi concluido. Representaba el edificio principal del Saint Paul y algunos de los árboles de los jardines con un colorido distinto al real, infinitamente más intenso, y con los contornos de las cosas —edificio, árboles, plantas, suelo— muy marcados y totalmente distorsionados, dibujados con líneas sueltas que parecían bailar unas junto a otras creando una imagen cuanto menos caótica. El sanatorio quedaba en un segundo plano, de amarillo azafrán, y en primer plano aparecían los árboles ocupando la totalidad del cuadro de arriba abajo. Daba la impresión de que podía estar casi concluido. Galo no se atrevió a decir que le gustaba porque en aquel momento no podía fingir. Se estaba enfriando el ardor de la trifulca y ahora comenzaba a sentir una intensa desazón en la boca del estómago. Permaneció tres o cuatro minutos al lado del pintor, prestando atención a sus movimientos, rápidos y seguros, mientras pensaba en Clermont, cobarde, tendido en el suelo…

—Ella está en La Camarga, doctor —soltó Van Gogh sin mirarle. El médico no supo a qué se refería.

—Disculpe, pero no le entiendo, señor Van Gogh.

—La monja, la hermana Anne-Marie. Se ha ido a La Camarga.

Galo sintió su corazón dando un tumbo.

—¿A La Camarga? ¿Está usted seguro? —preguntó nervioso.

—Ya lo creo. Al menos es lo que ella me dijo cuando se despidió.

—¿Se despidió de usted? ¿Cuándo?

—Antes de irse. Vino a mi habitación. Estaba muy triste, a punto de echarse a llorar, muy diferente de cómo es ella. Yo también he sentido mucho su partida porque es una gran mujer, un gran apoyo para nosotros, al menos para mí. —Van Gogh había dejado de pintar—. Tuvo el detalle de venir a despedirse de noche y medio en secreto. Me comprometí a no decírselo a nadie… excepto a usted si me lo preguntaba. Creo que usted iba a preguntármelo y me he adelantado. Eran ustedes muy amigos.

—Sí, señor Van Gogh —acertó a decir Aldave emocionado—, muy amigos. ¿Recuerda dónde iba a ir exactamente, a qué lugar de La Camarga?

—Sí, a un pueblecito de la costa, a Les Saintes-Maries de la Mer. ¿Lo conoce?

—No.

—Es un pueblo de pescadores en la desembocadura del Ródano, de unos ochocientos habitantes, rodeado de un paisaje impactante: el mar y las marismas. Yo le dije que allí iba a ser muy feliz. Yo estuve viviendo allí unos meses y fui muy feliz, doctor, aunque le cueste creerlo. Fue para mí un período de gran creatividad, de grandes descubrimientos desde el punto de vista pictórico. Lo recuerdo todavía: las casitas de los pescadores, los arrozales, las cabañas de los guardianes de los toros…, porque allí hay unas ocho mil cabezas de toros… Es un lugar mágico, doctor, distinto a lo que yo haya visto en toda mi vida. Me da el pálpito de que la hermana va a ser feliz allí.

—Gracias, señor Van Gogh. Usted sí me ha hecho feliz hoy a mí, inmensamente feliz. Mi inmensa gratitud —manifestó Galo, estrechándole la mano, pletórico.

Aldave miró hacia todas direcciones a ver si estaba por allí el cochero. «Cómo puede cambiar el destino de una persona en un instante», pensó, ilusionado ante la perspectiva de encontrar a la mujer que en ese momento más necesitaba. Preguntó por Poulet al guardián de la puerta principal y este le indicó las caballerizas. Cantando a voz en grito una canción en provenzal, el cochero daba de comer a los caballos.

—¿Qué hace usted por aquí, doctor? ¡Y qué contento está!

—Sí, François, estoy más que contento, ¡estoy feliz! ¿Sabías que han trasladado a la hermana Anne-Marie, verdad?

Poulet asintió con la cabeza, temiendo lo que iba a venir después, en vista de la alegría del médico.

—¡No puedes imaginar lo mal que lo he pasado pensando que no la iba a ver nunca más! Pero, por pura casualidad, o por designios divinos, o… por lo que sea, ¡sé dónde se encuentra! ¡Y voy a ir a verla, François, no puedo consentir que la hayan apartado de nosotros a la fuerza, que la aíslen del mundo con lo joven que es y la vida que le queda por delante!

Se acercó al cochero con confidencialidad.

—Está en La Camarga. En Les Saintes-Maries de la Mer. ¿Has ido por allí alguna vez?

Poulet contestó a regañadientes.

—Sí. A llevar o a traer alguna monja. Tienen una pequeña escuela y una casa donde viven dos o tres monjas, no más. Pero le juro que yo no la llevé ni sabía dónde estaba.

—Ya lo sé, François.

—¿La superiora sabe que usted va a ir?

—¡Por supuesto que no! ¡Ni debe sospecharlo!

Poulet, serio, movió la cabeza.

—¿Por qué haces eso? ¿No te alegras de que sepamos dónde está?

El cochero, pensativo, acarició al caballo que tenía al lado. Al fin contestó.

—No sé dónde le va a llevar todo esto, doctor… Ella es una monja, ¡una monja! En España hay monjas también, ¿no? Y serán como las de aquí. Lo mejor sería que se olvidara de ella. La va a meter en un lío… y también usted se va a meter en otro. ¡Con las mujeres que hay en el mundo, doctor!

—No voy a encontrar a nadie que me comprenda —lamentó Galo desencantado—. Confiaba en que tú, mi buen amigo, podrías ayudarme, pero ya veo que, una vez más, estoy solo.

—Doctor —intervino Poulet cogiéndole por el brazo—, yo no he dicho que no vaya a ayudarle, solo que tengo miedo de las consecuencias, de lo que pase después si vamos a verla.

—A ti no te va a pasar nada, François, te doy mi palabra. Lo que nos pase a ella y a mí es responsabilidad nuestra —replicó Aldave convencido.

—¿Está usted seguro de que la hermana Anne-Marie quiere que vayamos?

—Completamente seguro, François, de lo contrario respetaría su decisión. A través de una tercera persona, de forma velada, me ha enviado un mensaje de socorro y debo acudir a su lado simplemente a verla, a hablar con ella. Lo que suceda después es una incógnita. No me puedo quedar con la incertidumbre de no saber qué nos depara el destino tras ese encuentro. Me arrepentiría toda mi vida si no voy.

Tras unos segundos de vacilación, el cochero concluyó:

—De acuerdo, doctor, veo que está decidido. Le acompañaré.

—¡Gracias, François, gracias! —exclamó Aldave abrazándole, alborozado.