Arles, Nîmes, Montpellier, Béziers, Perpignan… El ferrocarril iba avanzando hacia la frontera dejando atrás los campos de girasoles y amapolas, los bosques de fresnos, las vides… Aldave meditaba sobre lo vivido en los últimos tres meses, en el vuelco radical que había dado su existencia. ¿Había sido fortuito? ¿O era fruto de la predestinación? Qué curioso, no había solucionado el enigma de las muertes del Saint Paul, que es lo que buscaba y, sin embargo, estaba a punto de resolver el misterio de su propio origen, que nunca pretendió descifrar. La noche penetraba ya todos los rincones y el vaivén del convoy lo sumió en un apacible sopor. Pauline Murat, la hermana Anne-Marie, la hermana Concepción, incluso Camille Bruneau vinieron a su mente, una tras otra, casualmente todas serenas y sonrientes. Galo las contemplaba en silencio, obligado por una fuerza superior a elegir a una entre todas. Ellas se acercaban, le tendían una mano mientras le ofrecían un regalo con la otra: una flor, un pañuelo, una caracola… La única que no llevaba nada para obsequiarle era la hermana Concepción, que le tendía las dos manos. Él las aceptó, las apretó con fuerza y en ese mismo instante ella desapareció. Aldave despertó del sueño. Habían llegado a España y un policía le pedía la documentación. Sus compañeros de departamento, todos despiertos, estaban ya mostrando la suya. A su lado viajaba un comerciante catalán que regresaba de cerrar un sustancioso negocio en Niza.
—Ha dormido bien, ¿eh?
Aldave le contestó con una media sonrisa. No tenía ganas de hablar. A la media hora de subir al tren, el hombre ya le había contado su vida y, pese a sus indirectas, Galo no quiso entrar en su juego teniendo que contarle la suya. Volvió a cerrar los ojos. Oía cómo el comerciante hablaba en francés con el matrimonio que compartía con ellos el departamento. Venían de Marsella y visitaban por primera vez España, de vacaciones. Barcelona iba a ser su primer destino. Él les describía lo mejor de la ciudad, lo que no podían perderse. Cuando Galo despertó de nuevo, ya había amanecido y ahora eran sus tres acompañantes los que dormían. Abrió un poco la ventana para que entrara el aire. Hacía casi dos años que no pisaba su país, que no contemplaba los campos de trigo recién segados, los almendros, los pinos… Regresaba a casa, pero conforme pasaba el tiempo cada vez que lo hacía se sentía más extraño, más extranjero, a pesar de haber añorado el regreso en muchos momentos de soledad. Extranjero en Francia y extranjero en España. Era la misma sensación que le transmitía su madre cuando visitaba a su familia en Francia. También ella se encontraba extraña en su propio país, mientras que en España siempre sería la Francesa. Sintió ternura por sus padres, ya mayores. ¿Qué pensarían si supieran que en ese momento se dirigía a encontrar respuestas al gran interrogante de su vida? Conociéndolos, su madre se entristecería, temiendo que eso supusiera un distanciamiento de ellos, y su padre la tranquilizaría, argumentando que él estaba en su derecho y que no por ello iban a perder su cariño.
Llegaron a Barcelona, a la estación que todo el mundo llamaba de Francia. En realidad era el lugar donde estacionaban los trenes procedentes del vecino país, de la Compañía de los Ferrocarriles de Tarragona a Barcelona y Francia. Un nombre largo que siempre le había llamado la atención. Se despidió del matrimonio francés y del comerciante catalán, que se había ofrecido a explicarle cómo llegar a la estación del Norte, desde donde partía el tren hacia Zaragoza.
—Muchas gracias, pero sé dónde está, en la calle Vilanova —especificó Aldave, dejando casi con la palabra en la boca a su interlocutor.
El tiempo en la ciudad bañada por el Mediterráneo era magnífico. Aunque conocía de sobra el camino entre las dos estaciones, cogió un coche de alquiler para llegar antes. Al entrar en la estación del Norte experimentó, como siempre, la sensación de regreso al hogar. Las gentes que pululaban entre andenes y cantinas eran bien distintas a las de la estación de Francia. En la primera predominaba una mayoría de negociantes, banqueros, nobles, burgueses…, todos perfectamente vestidos, con lujosos equipajes, acompañados algunos por sirvientes…, mientras que en la segunda sobresalían los pequeños comerciantes, los labradores, algún clérigo y las mujeres que llegaban a la capital para servir, todos ellos de las tierras del Ebro: riojanos, navarros, aragoneses, leridanos…, ataviados de múltiples maneras, desde baturros a payeses, desde humildes maestros de pueblo hasta señoras de la aristocracia rural que acudían a Barcelona a adquirir los últimos tejidos de la temporada. También se veían y se oían y hasta se olían animales de todos los pelajes: gallinas, conejos, perdices, cochinillos… Ya estaba en casa. Preguntó por la hora de salida del primer tren hacia Zaragoza. Faltaba una hora y veinte minutos. Compró el billete y se dirigió a una de las tabernas de la estación a tomar algo. Había lentejas y coca con sardinas. Mientras comía, el guirigay le recordó al de la estación de Marsella el día que llegó a la Provenza. También allí comió algo típico de la región y, mientras lo probaba, le vino a la mente la gitana que le leyó la palma de la mano. Le había vaticinado que el viaje que estaba realizando iba a cambiar el curso de su vida. Al fin y al cabo, la gitana había tenido razón, su presagio se estaba cumpliendo. Un ligero nerviosismo se adueñó de él por un instante.
Llegó a Zaragoza pasada la medianoche. A su lado había viajado un matrimonio de mediana edad que regresaba de Barcelona de asistir a la boda de un pariente. Él era sastre y había aprovechado el viaje para encargar telas. Les preguntó sobre alguna casa de huéspedes próxima a la estación, pero ellos insistieron en ofrecerle la suya, a solo dos manzanas de allí. Como estaba cansado y dudaba que le abrieran a esas horas en alguna posada, aceptó la invitación. Aunque no le preguntaron nada, por agradecimiento a su generosidad les explicó que venía de Francia y se dirigía a Alcañiz a solucionar unos asuntos. De cara a la continuación de su viaje al día siguiente, le indicaron un local donde alquilaban coches con y sin conductor para realizar un trayecto largo como el que pretendía hacer. Siempre llegaría antes con un coche ligero que con la diligencia Zaragoza-Alcañiz, que paraba en todos los pueblos. A primera hora de la mañana se presentó allí. El propietario del local le propuso compartir un coche con un herrero de Aguaviva, una villa a ocho leguas de Alcañiz, para compartir los gastos. A Aldave le pareció una idea estupenda y cerraron el trato. Salieron poco después con la intención de llegar antes del anochecer.
El herrero viajaba con el más pequeño de sus hijos, un chiquillo con pecas, algo pelirrojo y cara de espabilado. Entre ellos hablaban un dialecto raro, una especie de mezcla entre el castellano, el catalán y el valenciano. Siempre acudían a Zaragoza con su propio carro para cargarlo de material para la herrería, pero había sufrido un pequeño percance en la ciudad y debían regresar ya a casa. Volverían con el coche de alquiler cuando estuviera reparado el carro. Conducía el herrero. Vestía el traje típico de la tierra aragonesa: pañuelo estampado anudado en la cabeza, blusa blanca enjaretada, chaleco negro, pantalones marrones, medias y calzones beis, faja de rayas, espinilleras negras y alpargatas blancas. Durante el viaje hablaron de todo, de sus respectivas vidas, de la vida, del paso de las estaciones, del oficio de herrero, de la profesión de médico, de la guerra y hasta del pequeño rey y la reina regente. Era un hombre afable y educado. Mucho más instruido que la gente de su nivel social que Aldave había conocido. Podría decirse que, a su manera, sabía interpretar la vida, sabía aprender de la vida y era un hombre sabio. Con pocas palabras, sin grandes argumentaciones, sus frases estaban llenas de conocimiento y también de esperanza. El chicuelo los escuchaba con los ojos abiertos, sin querer perderse nada, pero sin pronunciar palabra, a no ser que Aldave o su propio padre le preguntasen algo. Entonces respondía siempre con rapidez, pícaro y alegre, apuntando después con su tirachinas a la primera sargantana que viera durmiendo al sol. Con las prisas, Galo no llevaba encima ni un altramuz que llevarse a la boca, pero el herrero compartió con naturalidad los bocados de la olla que les había preparado su mujer, consistentes en pedazos de cerdo y longaniza en adobo y, por supuesto, la bota de vino.
Iban atravesando poblaciones que Aldave conocía de oídas, todas regadas por el padre Ebro: El Burgo de Ebro, Fuentes de Ebro, Quinto de Ebro… Al sentir tan de cerca la presencia del río, recordó un poema de un poeta judío expulsado de Tudela: «Río Ebro, regresaré aunque solo sea para morir en tus orillas». Sintió añoranza de su casa, de sus correrías por la huerta tudelana, de sus amigos de infancia, los mismos que le despreciaron cuando llegó del orfanato, pero que poco más tarde, afortunadamente, le ofrecieron su camaradería. Observaba al hijo del herrero, de una edad parecida a la que él mismo tenía cuando lo adoptaron. Era evidente cómo admiraba a su padre cuando conducía el coche por terrenos difíciles, cuando detallaba el procedimiento de forjar una herradura, cuando callaba, erguido, con la vista en el horizonte. También él con esos años, en Zaragoza, fantaseaba con un padre al que poder obedecer y admirar. El destino quiso que su sueño se hiciera realidad el día en que un caballero elegante y distinguido le abrazó y le llamó por vez primera hijo. Ahora, como el deseo del poeta judío, estaba regresando, estaba recorriendo en sentido contrario el camino por el que alguien le condujo cuando era un recién nacido. A punto de recalar en el nacimiento del río de su vida, trataba de embeberse de todo lo que le rodeaba: vegas, ganados, colinas, campesinos…, intentando retenerlos en su memoria.
El camino era bastante bueno y, como no llevaban apenas carga, el herrero calculó llegar a Alcañiz rondando la caída del sol. Él y su hijo harían noche allí, en casa de unos parientes. A Galo ya le había recomendado una posada. A unas tres leguas de la ciudad el paisaje cambió. Un terreno árido, despojado de vegetación, dio paso a los olivos, a los almendros y a los campos de cereal recién segado. Pequeños cerros enmarcaban el horizonte, y las gentes con las que se topaban, casi todos labradores que regresaban a casa con los carros llenos, les saludaban con cordialidad. A punto estaba el sol de desaparecer cuando llegaron a un extenso embalse para riego al que llamaban La Estanca. Los últimos rayos se reflejaban en el agua, dotándola de infinidad de colores. Nada más dejarlo atrás, divisaron Alcañiz. Galo no lo había imaginado así, tan armonioso. Sobre un cerro, un castillo dominaba toda la extensa llanura, y a su alrededor, las casas dispuestas una junto a otra, entre las que destacaba una gran iglesia. El río Guadalope lo rodeaba todo, como si de un cinturón de seda se tratase. Su vega se extendía a ambos lados de la carretera de entrada a la ciudad, repleta de verduras y de frutales cargados de joyas: ciruelos, higos, melocotones, peras… El herrero paró. «Es el huerto de un amigo. Si se entera de que he pasado y no he cogido algo…, se ofende». Recogieron entre los tres algunas piezas que estaban en el suelo. «Esto, para la cena». Antes de cruzar el puente se despidieron. Los otros dos se quedaban allí porque al día siguiente finalizaban el viaje hasta su pueblo. Galo cogió su bolso, ya de noche, y cruzó el puente. Hasta ese momento, distraído por la conversación y la compañía del herrero y su hijo, apenas había meditado en lo crucial que podía ser la jornada siguiente en su vida. Conforme subía por la calle Mayor, la principal, sintió una ligera inquietud. Preguntó por la posada Barnolas a un hombre joven que bajaba con una espiga de trigo en la boca. «Un poco más arriba. ¿Ve usted ese palacio a mano derecha? Pues en esa bocacalle de enfrente la tiene». La posadera era una mujer entrada en años y en carnes con el pelo gris y unas pronunciadas ojeras. Cojeaba de la pierna derecha, circunstancia que no le impedía ir de aquí para allá con una vitalidad rara en una persona de su edad y sus kilos. Era una mujer callada, pero, sin duda, observadora. En un segundo taladró con la mirada al médico de arriba abajo, con estudiado disimulo. Le condujo a una sencilla habitación y algo más tarde le llevó un poco de cena, como Galo le había pedido: una gran taza de caldo de gallina y una torta de pimiento, tomate y jamón. El cuarto tenía humedad, y Aldave se acostó pronto, cansado del largo viaje. No se pudo dormir hasta muy tarde, del nerviosismo que le invadía, pero al final concilió el sueño.
A la mañana siguiente la calle Mayor estaba llena de actividad. Los comercios de todo tipo —telas, alimentos, vinos, boticas— estaban abiertos y la gente entraba y salía sin cesar. A pesar de lo empinado de la vía, unas cuantas mujeres portaban en sus cabezas grandes tinajas cargadas de agua. Todas vestían trajes similares, unas faldas plisadas o abullonadas cubiertas con delantales, alpargatas y pañuelos de colores que les cubrían el tronco dejando entrever la pequeña puntilla de la blusa a la altura del cuello. Llevaban la cara y la frente despejadas, peinadas con moños de trenzas cerca de la nuca. La casa de la familia de la hermana Concepción estaba ubicada en la zona alta de la ciudad. Galo llevaba consigo la carta de la madre Épiphane y esto le daba cierta seguridad a la hora de iniciar el contacto con ellos. Pasó por la plaza, con el edificio del ayuntamiento y la lonja, magníficos, y con la monumental iglesia que había distinguido el día antes a lo lejos.
La calle que buscaba en realidad era una callejuela corta y estrecha, sin salida, con algo de desnivel, que partía de la calle de San Juan. Todas las viviendas estaban adornadas con flores en las ventanas y hasta en los quicios de las puertas, en el mismo suelo, lucían esplendorosas una hilera de macetas. Una mujer barría su portal y, en cuanto lo vio titubear mirando los números de las casas, le espetó:
—¿Busca usted a la Tomasa?
—Sí, señora. Es esta su casa, ¿verdad?
—Esta misma es, pero no hay nadie, la Tomasa está a comprar, no tardará. Si quiere le saco una silla y la espera en mi patio.
—No, muchas gracias, señora, no se moleste, la esperaré aquí.
Antes de que acabara la frase, ya estaba la vecina con una silla baja en la mano.
—Si no quiere entrar en casa, no entre, pero no se quede ahí como un pasmarote. Siéntese un poco que enseguida vendrá.
Aldave no quiso contradecirla.
—¿Y viene usted de lejos? —le preguntó la mujer, sin dejar de barrer, dándole la espalda.
—Sí, señora, de bastante lejos.
—Igual viene usted de Zaragoza.
—Un poco más lejos. De Francia.
—¡Ah…! —exclamó asombrada, mirándole de arriba abajo—. Ya decía yo que vestía usted muy elegante. ¿Quiere beber agua? Tengo el botijo con agua fresca a mano.
—No, gracias, por ahora no.
—Mire, ahí viene la Tomasa. ¡Tomasa, que tienes visita!
Galo se puso en pie bastante nervioso.
Al verlo, la mujer, extrañada, ralentizó el paso.
—Buenos días, señora Tomasa —se presentó quitándose el sombrero y tendiéndole la mano. La mujer estaba cohibida—. Soy Galo Aldave, el doctor Aldave, vengo de Francia, de Saint-Rémy. Le traigo una carta de la madre Épiphane.
La mujer enrojeció. Tras unos segundos de vacilación, le indicó la puerta de su casa. Estaba solamente entornada y entraron. Aunque con la toca era difícil precisar la edad de una monja, su hermana Tomasa parecía mayor. Subieron a una habitación del primer piso que servía de cocina y comedor. Todo era muy sencillo, pero daba sensación de limpieza y pulcritud. Sin apenas mediar palabra, mientras Aldave esperaba sentado en la mesa del centro de la estancia, la mujer entró en una habitación contigua y salió con un plato con pastas y una botella de licor.
—Gracias, están muy ricas.
—Recién hechas, de ayer.
—Esta es la carta de la que le he hablado —indicó Aldave acercándole el sobre.
Tomasa no lo cogió de encima de la mesa. Galo supuso que no sabía leer.
—Es el pésame de toda la congregación por la muerte de su hermana. Era una persona muy querida. Yo tenía previsto viajar a España y me he prestado a traérsela en persona.
—¿Usted conoció a mi hermana?
—Por supuesto que la conocí. Y no solo eso, le tenía un cariño muy especial. No sé si están enterados de cómo ocurrió, murió de repente y, además, delante de mí, sin que pudiera hacer nada por salvarla. No lo olvidaré nunca. ¿Hace mucho tiempo que no se veían?
—Casi treinta años.
A Aldave le dio un vuelco el corazón.
—¿Desde que se metió monja?
—Sí, pero nos escribíamos.
—¿No tienen más familia?
—Nosotras no. Bueno, yo tengo a mi marido y a mi hija que está casada aquí en Alcañiz.
La mujer permanecía sentada en su silla, frente a Galo, amable, pero seria y concisa en sus respuestas. Tan solo movía los músculos faciales que precisaba para contestar a Aldave y el resto de su cuerpo transmitía cierta rigidez. Galo intentó tranquilizarla hablando de lo mucho que le había gustado la ciudad y de la singularidad de una fuente de setenta y dos caños a la entrada desde Zaragoza. Poco a poco, Tomasa se fue abriendo contando detalles de la localidad y de su vida cotidiana. Cuando Aldave intuyó que comenzaba a simpatizar con él, se aventuró a preguntar.
—Señora Tomasa, voy a hacerle una pregunta un poco especial. ¿Cómo es que su hermana se metió monja?
La mujer se volvió a sonrojar. Encogiéndose de hombros dijo:
—Ella lo quiso así.
—¿No hubo ninguna razón especial? —preguntó Galo, lo más cálido que pudo.
—Que yo sepa no —respondió la mujer sin mirarle a los ojos.
Aldave decidió jugarse todo a una carta. No podía salir de allí sin averiguar la verdad, y debía hacerlo antes de que llegara su marido.
—Soy el médico del sanatorio donde vivía su hermana y los dos trabamos una gran amistad, tanto que llegamos a sincerarnos el uno con el otro, quiero decir que llegamos a confesar cosas de nuestras vidas que nadie conocía. —La mujer cada vez estaba más impresionada—. ¿Sabe lo que quiero decir?
La mujer no contestó, ni siquiera con la cabeza. Galo bebió un trago.
—Señora Tomasa…, su hermana guardaba un gran secreto, algo de su pasado, de su juventud, que la atormentaba…
La mujer apoyó los codos en la mesa y se tapó la cara con las manos. Aldave no sabía si seguir o dejar que ella estallara.
—La hermana Concepción me contó todo, se desahogó conmigo, tal vez porque yo también era español.
Tomasa, con gran serenidad, retiró las manos del rostro.
—Y usted… ¿a qué viene aquí? Eso es algo que pasó hace muchos años y mi hermana ya está muerta. No hay que revolver esas cosas. La pobre ya pagó todo con creces —susurró entre lágrimas.
—No me interprete mal, por favor. No he venido a remover nada, mucho menos la memoria de su hermana, pero tengo que decirle algo muy importante, tremendamente importante, Tomasa.
Ante la vehemencia de Galo, la mujer se puso en guardia.
—Respóndame tan solo a una pregunta, una sola, y después me iré, se lo prometo.
La mujer, más calmada, hizo un gesto de asentimiento.
—¿Alguien de su familia tenía una mancha en la espalda, además de su hermana?
—¿Cómo sabe que mi hermana tenía una mancha?
—He sido su médico y la he reconocido en alguna ocasión. Ella me dijo que era algo hereditario en su familia —improvisó.
—Sí, la tenían también mi padre y mi abuela. La Concepción la heredó.
—¿Y su hija la ha heredado?
—No, ni mi nieto. Solo se hereda de padres a hijos. ¿Por qué me pregunta estas cosas?
—No se asuste, Tomasa, se lo ruego, pero voy a enseñarle algo.
La mujer, como adivinando que algo grave se avecinaba, permaneció inmóvil en la silla, con los ojos como platos. Aldave se levantó, se quitó rápidamente la levita, el corbatín y la camisa, sin mirar directamente a Tomasa; después, con el torso desnudo, se volvió.
—¡Ah! —profirió ella con un hilillo de voz.
Galo se giró. Estaba con la mano en el pecho, pálida, asustada. Le recordó a la hermana Concepción y temió que también a ella le diera un ataque. Se acercó rápidamente y, arrodillándose, le tomó las manos.
—Tomasa, tranquilícese —le dijo con cariño—. Yo también estoy muy nervioso. Para mí también es muy difícil esta conversación. ¿Ahora comprende por qué he venido hasta aquí a verla? Su hermana nunca supo que yo también llevo la mancha de su familia, nunca sospechó que yo pudiera ser… Pero yo debo conocer toda la verdad, entiéndame, ¡comprenda lo importante que es para mí! —exclamó Galo sollozando, sin poder ya contener toda la tensión que llevaba dentro.
La mujer continuó en silencio, pero sin soltar las manos de Galo ni retirar su cabeza del regazo. También lloraba sin consuelo, como si en todos los años de separación de su hermana no hubiera podido derramar ni una lágrima.
—¿Cuántos años tiene usted? —le preguntó cuando pudo.
Aldave, al oír su voz cercana, se serenó, se levantó y acercó su silla a la de la mujer.
—Veintinueve. Cumplo treinta el mes que viene.
—Es usted el hijo de mi hermana —dijo Tomasa con plena convicción.
—¿Está usted segura?
—¿Viene usted de la inclusa de Zaragoza?
—Sí.
—Entonces estoy segura.
Permanecieron unos segundos en silencio, sin saber Aldave cómo continuar, de lo afectado que estaba. Al reparar en su desnudez, se levantó y comenzó a vestirse.
—Tiene el mismo tipo que mi padre, el mismo andar —reconoció la mujer para sí misma, cargada de emoción.
Galo volvió a sentarse junto a ella.
—Tomasa, no tiene que temer nada de mí, no he venido a pedir nada, eso quiero que quede claro y, si usted lo desea, esta conversación quedará entre nosotros, no tiene que saber nadie lo que hemos hablado aquí…, pero usted debe contarme cómo sucedió todo, cuál fue la verdadera historia de su hermana…, lo comprende, ¿verdad?
La mujer asintió sin mirarlo.
—Yo se lo voy a contar —musitó con voz entrecortada después de pensarlo unos segundos—, pero usted debe jurarme delante de un crucifijo que lo que le cuente no va a salir de estas cuatro paredes en la vida.
—De acuerdo, le doy mi palabra.
Ella se levantó y desapareció por la puerta. Regresó con una cruz plateada que descansaba en un pequeño pedestal de madera. La dejó encima de la mesa. Galo aguardaba a que la mujer dijera algo, pero como permanecía en silencio pensó que estaba esperando su juramento. Levantó la mano derecha mientras rozaba con la izquierda el crucifijo.
—Juro por Dios mantener en secreto durante toda mi vida lo que hablemos hoy aquí.
Tomasa suspiró.
—Usted es médico y viene de Francia. Allí las cosas no serán como aquí. Nosotros, ya lo ve, somos gente pobre. Mi padre era labrador y a nosotras, en cuanto fuimos un poco mocicas, nos pusieron a servir. Yo primero, porque le llevaba a mi hermana seis años. La Concepción empezó a los doce años en casa del señor notario, que era una de las mejores casas de Alcañiz porque la señora era muy buena con la gente empleada. Mi hermana era muy espabilada y llevaba la casa de maravilla. A los veinte años yo me casé y me quité de servir. Mis padres se murieron al poco, con un año de diferencia, y nos fuimos a vivir con mi hermana a la casa de mis padres. Cuando la Concepción tenía diecisiete años llegó a la notaría un escribiente de un pueblo cerca de Valencia y la engatusó. Aunque no nos decía nada, se veía que le gustaba porque no hacía otra cosa que mentarlo: el Vicente por aquí, el Vicente por allá, y eso que era poco habladora. Yo lo conocía de verlo por la calle y a mí no me gustaba nada, un señoritingo pero sin haberes, usted ya me entiende, muy estirado para este pueblo. Como la vida te enseña, yo tenía miedo de que perdiera la cabeza por uno así, que, además, estaba de paso, porque el notario había pedido destino en Zaragoza. Le dije mil veces que no era hombre para ella, que era una simple criada, que solo quería aprovecharse de una chica sin malicia…, pero no me hizo caso. Nadie los vio nunca juntos porque el gran sinvergüenza ya se guardó de ir con ella por la calle para no comprometerse. Un día la Concepción vino a casa diciendo que al notario ya le habían dado la plaza de Zaragoza y en dos meses levantaban la casa. Nos lo contó mientras estábamos cenando y mi marido y yo nos quedamos como si no pudiéramos hablar, sin decir ni palabra. No nos atrevíamos a preguntarle si le habían dicho de ir con ellos o si iba a buscar otra casa en Alcañiz, pero la vimos contenta y pensamos que se iría. Cuando llegó el día, vino a casa y se echó a llorar, usted no sabe cómo. La señora le había dicho que en el trato con el notario de Zaragoza, que se acababa de jubilar, habían acordado que se quedarían con el servicio de la casa de Zaragoza, con criados y escribientes. Ni al Vicente ni a ella se los iban a llevar. Aunque nos dio pena verla así, nosotros nos pusimos contentos porque se quedaba en Alcañiz y además él tenía que volver a su tierra. Yo, que la conocía bien, sabía que ella confiaba en que el Vicente buscara trabajo con el nuevo notario o en otro sitio de por aquí, pero no, se fue. Desde ese día ella no parecía la misma, no comía, no se levantaba de la cama, estaba blanca como una muerta… Los vecinos empezaron a murmurar porque no salía de casa para nada. Tuvimos que inventarnos que tenía anemia… Hasta que salió la verdad: estaba encinta. —Tomasa miró a Galo—. Usted no sabe la deshonra que es eso, para ella y para toda la familia. Yo pensaba que me iba a morir. Y, además, mi hermana estaba muy mala, devolviendo todo el día y llorando. Lo primero que hizo mi marido fue escribir al notario a Zaragoza para que le diera las señas del Vicente. El señor notario, que parecía que algo se había olido, nos mandó una carta diciendo que no nos las mandaba porque había quedado mal con él, y además había vuelto a su tierra donde le esperaban su mujer y sus hijos. ¡Imagínese cuando nos enteramos! No sabíamos qué hacer porque la intención de mi marido era ir a buscarlo adonde fuera y obligarle a que se casara con la Concepción. Pasamos unos días muy malos, pero al final mi marido le contó la verdad a mi hermana. Ella a lo primero no se lo creía, pensaba que era un embuste nuestro para que se olvidara de él. Parece ser que, estando aquí, le había prometido matrimonio el muy canalla. A mi hermana le había enseñado letra la mujer del señor notario y cuando leyó la carta… se derrumbó. Yo había servido en casa de uno de los médicos del hospital y me quería mucho la familia. Desesperada, fui a hablar con él y le conté todo. Se quedó de piedra porque no se esperaba una cosa así de mi hermana, pero me dijo que nos iba a ayudar, pero que le teníamos que dejar pensar cómo arreglarlo todo. Una tarde se presentó en casa y habló a solas con la Concepción. Estuvieron hablando más de hora y media en su habitación. Mi marido y yo aguardábamos aquí. Cuando salieron, mi hermana tenía mejor cara. El doctor nos explicó que teníamos que decir que tenía tisis y no podía salir de casa para curarse y para no pegársela a nadie. En cuanto diera a luz, llevarían al niño a la inclusa y ella se iría a Francia con una pariente nuestra lejana que se había metido monja. El doctor ya le había escrito y ella estaba conforme. También mi hermana parecía estar conforme con todo. Y así pasó: cuando se puso de parto, mi marido fue corriendo a avisar al doctor y a la mañana siguiente llevó al niño… —Tomasa calló unos segundos—, a usted…, a la puerta del hospital donde se dejaban los niños para la inclusa. Y a los quince días el doctor en persona llevó a mi hermana a Zaragoza a coger el tren. Ya no la hemos visto más.
La narración de la mujer estremeció a Galo. Desde que sospechó que la hermana Concepción podía ser su madre había ideado mil conjeturas sobre el porqué de su abandono, casi todas parecidas a lo que realmente había sucedido, pero al conocer la verdad de una manera tan descarnada en boca de su propia hermana, que la había vivido tan de cerca, en el mismo escenario donde ahora se encontraban…, un dolor sordo, profundo, comenzó a horadarle el pecho, la garganta, y no pudo evitar, de nuevo, el llanto. Entonces Tomasa se levantó, se acercó a él y le acarició la cabeza, como si fuera un niño. También ella lloraba.
Cuando Galo salió a la calle ya no estaba la vecina de antes. Un anciano reposaba sentado en el portal de otra casa, pero a Aldave le dio la impresión de que no le veía, quizás por ceguera. Tenía claro que su vida había cambiado radicalmente después de aquella visita. Tomasa y él se habían despedido de una forma casi dramática, con la mutua convicción de que no se volverían a ver, por deseo expreso de ella. Él le había dejado su tarjeta de visita con la dirección de París y se había ofrecido para lo que pudiera precisar de ese momento en adelante, pero la intención de Tomasa era firme: a pesar de la emoción de conocerlo y del amor que sentía por su hermana, la presión social que le supondría a la familia reconocer el pasado le impedía establecer un lazo familiar con su sobrino. ¿Qué hubiera opinado de todo esto la hermana Concepción? Jamás lo sabría. Las calles estaban muy animadas, con niños por todas partes y jóvenes en grupos, jocosos y dicharacheros. En la posada, al recoger sus cosas, le dijeron que al día siguiente se celebraba la fiesta del patrón, el Santo Ángel Custodio. Quizás por eso Tomasa tenía las pastas recién horneadas.