CAPÍTULO 26

Por supuesto, cuando Pauline Aubry se casó no estaba enamorada de su marido. El señor Murat casi le triplicaba la edad y a ella, como a todas las jóvenes, no le gustaban los viejos. Sin embargo, la transformación que su vida experimentó nada más contraer nupcias le compensó con creces del hecho de compartir la cama con él. Como la boda se celebró casi en secreto, sin anuncios, sin avisar apenas a nadie para que nadie pudiera interferir con su opinión, no estaba al tanto ni tan siquiera el resto del servicio de la casa, y Pauline pasó, literalmente, de un día para otro, de servir en la cama el desayuno al señor Murat a ser ella la señora a la que le sirven el desayuno en la cama. Un sueño para una muchacha que nació pobre. Los Murat, es decir, los hijos y el resto de familia más lejana no podían creer la noticia y no la aceptaron. Ni que decir tiene, la familia de la difunta. Las amistades se dividieron en dos bandos: los que debían algo al señor Murat, que criticaron por detrás, pero siguieron acudiendo a su casa; y los demás, que los evitaban, sobre todo las mujeres, que no soportaban que una doncella, a la que habían mirado por encima del hombro envidiosas de su belleza, estuviese ahora compartiendo su mesa.

Una de las muchas aficiones del señor Murat era la alquimia. Le había introducido en ese mundo mezcla de ciencia y esoterismo uno de los profesores del colegio de Avignon donde, al igual que Nostradamus, estudió el bachillerato. A la sombra del palacio papal tenía una casucha donde vivía y realizaba sus experimentos. Cada curso reclutaba a algún alumno listo para iniciarle en lo que él llamaba la verdadera filosofía y todos se reunían en secreto para leer libros antiguos y elaborar pócimas. Cuando Murat pudo disponer de hacienda y dinero propios, lo primero que hizo fue adquirir todo lo necesario para poder montar un laboratorio de alquimia. Su primera mujer no entendía que pasara parte de su tiempo en el sótano, bajo tierra, con secretismo, pero Pauline sí. Antes ya de fallecer la primera señora Murat, su marido había iniciado a la entonces primera doncella en el conocimiento del arte de transformar los metales innobles en oro.

Cuando murió el señor Murat, como el tiempo todo lo cura, casi todas las antiguas amistades de la familia habían vuelto al redil y frecuentaban de nuevo la casa. Pero, tras las exequias, todos se fueron esfumando poco a poco, excepto el reducido grupo de «alquimistas»: el administrador del príncipe de Mónaco, su mujer, el perfumista de Tarascon y Adrien Clermont, el farmacéutico. La situación de Pauline en ese momento era desesperada: la abandonaba todo el mundo, esperaba un hijo del prefecto de Marsella y el testamento de su marido la dejaba atada de pies y manos. De Cabasset tampoco estaba enamorada, tenía aproximadamente la edad de su marido y además era poco favorecido físicamente, pero, una vez más, la ambición y la vanidad le pudieron, y vivió como un triunfo que un hombre del poder del prefecto anduviese loco detrás de ella hasta conseguirla. Tras el aborto, su relación se ensombreció y, sin que ninguno de los dos diera un paso antes que el otro, terminaron por alejarse definitivamente, unidos tan solo por su lucha común contra el ecónomo del Saint Paul y su continua extorsión. Se reunían de vez en cuando, bien en Marsella bien en casa de Pauline, para buscar un freno a ese hombre sin escrúpulos que les estaba haciendo la vida imposible.

Mientras tanto, Adrien Clermont, enamorado de la viuda desde el día que la conoció, fue ganando espacio en la casa. Desconocía la relación de Pauline con el prefecto y, por supuesto, el embarazo y posterior aborto de la viuda, pero intuyendo que ella no era feliz, pensaba que la razón era la muerte de su marido y aspiraba a ocupar su lugar algún día. Sabía que el camino sería largo, pero no tenía prisa, el premio era de tal magnitud que no le importaba avanzar despacio, primero como amigo y más tarde… Pauline aceptaba la compañía del farmacéutico, que la distraía, la acompañaba en momentos de soledad e incluso la aconsejaba a la hora de tomar decisiones en asuntos de las fincas o de los negocios que compartía con sus hijastros. Pero nunca pensó en Clermont como un posible amante. Físicamente le repelía, no tenía fortuna y su influencia social era nula.

Antes de que Galo Aldave pusiera por primera vez sus pies en Saint-Rémy, Pauline ya soñaba con él de una manera romántica. A los hombres de la localidad, y hasta de todo el cantón, la viuda los conocía de sobra y ninguno de ellos le despertaba el más mínimo interés en ningún sentido. Desde el fallecimiento de su marido, su vida de relación había quedado muy mermada y los únicos momentos de verdadero esparcimiento para ella eran sus breves viajes a Nîmes o a Marsella, donde, además de firmar en unos cuantos bancos y oficinas, le gustaba encargar ropa, pasear por sus bulevares y, de cuando en cuando, asistir a alguna representación teatral o algún concierto (siempre sola), que le recordaban los que ofrecían los príncipes de Mónaco a sus invitados y la colocaban de algún modo, ahora, a la altura de aquella clase social a la que había servido. Como principal benefactora del sanatorio de Saint Paul, el director, el doctor Peyron, puso en su conocimiento que la persona que iba a relevar al jubilado doctor Jalou en su puesto de médico internista era español, joven y venía de París. Solo esos tres datos, que la madre superiora ya le había adelantado, fueron suficientes para que Pauline esperara con anhelo su llegada, abierta a cualquier expectativa…

Estaba enterada del día de la llegada del nuevo médico y, aunque desconocía la hora, se presentó en el Saint Paul con una excusa. Cuando ya se marchaba, cansada de esperar, lo vio de frente avanzando ante ella por el camino principal del sanatorio, alto, elegante, guapo…, mucho mejor todavía de lo que había imaginado. Su corazón dio un vuelco y se prometió a sí misma que iba a conquistarlo. A partir de entonces todo su afán se centró en hallar la manera de acercarse a él. Con el cruce de miradas durante el breve saludo del primer día, ella ya sabía que le había gustado. Era un buen comienzo. Conforme fueron encontrándose, unas veces fortuitamente, otras de forma premeditada por Pauline, la joven viuda fue enamorándose perdidamente de Galo. Por primera vez en su vida estaba experimentando la pasión de un amor genuino. Aldave no era rico ni influyente, ni siquiera era francés, pero nada de eso le importaba; su única aspiración era poseerlo en cuerpo y alma, lograr que enloqueciera de amor por ella y que ella fuera el centro de todo su universo. Cuando lo consiguió, cuando cayó rendido ante su persona, supo lo que era la auténtica felicidad, la que está por encima de los bienes terrenales, la que no había experimentado ni siquiera al conseguir, con su matrimonio, colocarse en lo alto del escalafón social, su aspiración desde niña.

Pero con el amor van inherentes otras pasiones menos honorables. Cada vez que Pauline visitaba el sanatorio y veía de lejos a Galo hablando distendidamente con la hermana Anne-Marie, los celos penetraban en ella como un parásito que entra en nuestro cuerpo por un pequeño orificio de la piel y avanza por músculos, venas, cavidades, contaminándolo todo… Sabía que Aldave la amaba, pero la sola constancia de que, por unos instantes, se estuviera riendo con otra mujer y no estuviera pensando en ella, como le prometía en los momentos de apasionado amor («pienso en ti en todos y cada uno de los segundos del día»), la consumía. Ella sí lo tenía presente a todas horas, y el día se le hacía interminable hasta que llegaba el atardecer y, con él, Galo acudía solícitamente a su regazo. Este estado de enamoramiento era evidente para todos los que frecuentaban a Pauline, pero sobre todo para Adrien Clermont. Enseguida se dio cuenta del cambio de carácter de la viuda, más alegre, más distraída, más vital, y de las constantes visitas de Aldave a su casa desplazándole a él, aunque siempre con alguna absurda justificación de Pauline que, por supuesto, no se creía («viene a cenar un proveedor», «espero a un familiar de mi marido»). Él sí estaba carcomido por los celos. Ahora que su relación con Pauline avanzaba, ahora que había conseguido su confianza, que se empezaba a abrir a él contándole sus problemas, agradeciéndole su compañía…, aparecía ese engreído extranjero y se convertía… en su amante. Qué palabra. Solo con pensarla le venía una arcada a la boca. Tenía que acabar con todo aquello, con aquella nube de verano que cegaba a Pauline, y la única forma de hacerlo era eliminando al extraño que había llegado allí inesperadamente arrebatándole el sueño de mujer que tenía tan cerca. No tenía nada que perder fuera de Pauline y por ella era capaz de arriesgarlo todo. La viuda también percibía la tormenta interior del farmacéutico, pero le importaba poco, escasamente el potencial peligro que pudiera suponerles, pues estaba al tanto de la personalidad de Clermont, un hombre amargado por su desagradable aspecto físico y su agrio carácter, capaz de cometer cualquier barbaridad sin remordimiento alguno.

Pero la mayor preocupación de Pauline una vez afianzada su relación con Galo era su futuro en común. Ella era una mujer tremendamente perspicaz y, a la vista del testamento de su marido, sabía que si se volvía a casar perdería toda la herencia. A diferencia del señor Murat y del prefecto, Aldave era joven, estaba soltero y lo más razonable es que quisiera casarse y tener hijos. Su duda era constante. Había momentos en que Pauline renegaba de todo lo conseguido hasta entonces y se decantaba por vivir con él, casarse y olvidarse de todo su pasado, aun perdiendo su fortuna, pero en otros, la mujer ambiciosa que llevaba dentro la retenía, pues inevitablemente no iba a llevar la misma vida de lujo en París, siendo la esposa de un médico extranjero que está comenzando su carrera, por muy buen profesional que fuera. Por supuesto, ni se planteaba la posibilidad de casarse con Galo y seguir viviendo en Saint-Rémy con el escaso sueldo del Saint Paul.

En medio de estas vacilaciones, su historia de amor continuaba. Pauline, muy de tarde en tarde, seguía reuniéndose con el grupo de alquimistas. No quería romper su relación con ellos por miedo a sus habladurías, pero no tenía la misma ilusión que antes desde que Aldave había desestimado el ofrecimiento de que se uniera a ellos. Tampoco le había mostrado el fabuloso laboratorio del sótano porque los comentarios escépticos del español sobre la alquimia la habían detenido. Intelectualmente, Galo era muy superior a ella y temía una reacción de desprecio si se lo enseñaba.

Pero la vida avanza, las relaciones amorosas maduran, como las frutas en verano que, llegado su momento, caen al suelo por su propio peso… o por un incidente inesperado: una fugaz ventisca, el impacto de una piedra de granizo, la pezuña de un animal… La noche en que Aldave consiguió la llave y lo inspeccionó todo fue como una tormenta, como un rayo que fulminase el árbol donde su relación se sustentaba. Esa noche Pauline durmió, gracias a las gotas de cloroformo, más profundamente que nunca. A la mañana siguiente se despertó más tarde de lo habitual, con algo de dolor de cabeza, e inmediatamente se dio cuenta de que la sortija de la esmeralda estaba abierta y faltaba la llave. Buscó entre las sábanas y la encontró, pero no se quedó tranquila porque sabía que la había dejado perfectamente cerrada al acostarse, ya que, automáticamente, el último gesto que hacía todas las noches antes de dormir era comprobar con el tacto si estaba bien cerrada. Se levantó de un salto y se dirigió al mueble antiguo. Lo abrió y empezó a sacar compulsivamente todos los cajones… En efecto, los papeles y documentos no estaban desordenados, pero tampoco estaban dispuestos tal y como ella los colocaba. Alguien los había leído… y ese alguien no podía ser otro que el hombre que había compartido su lecho: Galo Aldave. Comenzó a temblar de pies a cabeza. Lo primero que le vino a la mente es «¿por qué?», por qué había hecho eso a sus espaldas. ¿Había sido capaz de abrir la sortija mientras dormía, vaciarla, abrir el mueble, consultar los documentos, tal vez visitar el sótano…? ¿Por qué? ¿Acaso desconfiaba de ella? ¿Acaso dudaba de su amor? Sintió un dolor agudo en el estómago, algo así como si le clavaran una espada. Inmediatamente después comprendió la magnitud de aquello. Galo había averiguado toda la verdad sobre el testamento de su marido y, más importante, sobre el de su cuñado en relación al sanatorio, percatándose de que ella le había mentido. De nuevo, el dolor de la espada clavándose aún más. Pero ahí no quedaba todo. De pronto, entre los papeles advirtió la presencia de las cartas del ecónomo chantajeándola por su relación con Cabasset. La espada la atravesó por completo y se echó a llorar con desesperación, con furia, convencida de que había perdido para siempre al único hombre al que había amado de verdad.

Cuando, horas después, se tranquilizó un poco, comenzó a considerar la situación todo lo fríamente que pudo. Si Galo la había espiado con premeditación, con alguna intención perversa que a ella se le escapaba, volvería a su casa como si nada, no se delataría…, por el momento. Sin embargo, si el hallazgo de todos sus secretos había sido fruto de la casualidad o de la simple curiosidad, él debía de haberse sorprendido, en esos momentos debía de estar furioso contra ella, decepcionado y, conociéndolo, lo más probable es que se tomara su tiempo para reflexionar antes de volver a aquella casa. Fuera cual fuera la razón de lo que el español había hecho, aprovechando el momento del sueño, traicionándola…, le seguía amando y estaba convencida de que él, al menos hasta esa misma noche, también la amaba. Ahora ella tenía dos opciones: correr rápidamente en su busca o esperar. Tanto en una como en otra llegaría un momento en que el tema saldría a relucir y para entonces debía tener preparada una versión de los hechos que no contradijera lo que Galo había descubierto, pero que la exculpara a ella, la justificara, la convirtiera en una víctima de todo. Era la única forma de no perderlo. Y esperó.

Pero él no regresaba. Transcurrida una semana, impaciente, con auténtico temor de no volver a verlo, comenzó a enviarle notas para invitarle a su casa, en vano.

Anualmente se reunían todos los particulares que concedían de forma regular donaciones al sanatorio, con Pauline Murat a la cabeza, bajo la presidencia del doctor Peyron, el director del Saint Paul, quien les mostraba el balance de las cuentas y las futuras previsiones del centro. Por esos días, Pauline estaba muy intranquila, tremendamente indecisa, sin saber cómo actuar para mantener un encuentro a solas con Aldave, en el que, con todo el poder de seducción que poseía, pudiera convencerlo de su amor, pudiera ofrecerse a él incondicionalmente para forjar un futuro en común, aun con el riesgo de perder todo lo material que en este momento poseía. El día de la reunión dudó entre asistir o enviar una nota de disculpa, pero sabía que sin su presencia no se llevaría a cabo y a los convocados, algunos de localidades lejanas del cantón, les iba a incomodar volver en otra ocasión. Temía encontrarse cara a cara con Galo acompañado, como solía ocurrir, de terceras personas, sin darle margen para tratarlo íntimamente, como ella buscaba. Se vistió como siempre, impecable, con un vestido gris perla ribeteado en blanco, con tocado y guantes a juego, y salió hacia el sanatorio. La tarde estaba nublada, como a punto de llover, y se estaba levantando el mistral, el frío y seco viento del noroeste, raro en verano, pero reiteradamente presente ese estío. Al llegar al sanatorio, calculando el tiempo que solían durar las reuniones, largas y tediosas, envió a su cochero a casa a realizar varios encargos, conminándolo a volver al cabo de dos horas. Al llegar a la sala de reuniones, en el primer piso, ya estaba el doctor Peyron hablando animadamente con tres caballeros y una señora, todos ellos conocidos. Los saludó. Faltaban dos personas más. Mientras los esperaban, Pauline, distraída con sus ideas, pensando obsesivamente en Galo, sabedora de que andaría próximo, se acercó a la ventana. El cielo todavía estaba cubierto. Bajó la vista hacia el claustro y los vio. No podía creerlo. Impensable ni en la más remota de sus suposiciones. La hermana Anne-Marie y Galo abrazados en medio de los parterres. La ira se apoderó de ella en cuestión de segundos. Perdió la noción de todo, de la hora, de dónde se encontraba, de su posición, de su nombre…, se giró rápidamente, roja de rabia, dispuesta a bajar y separarlos a cualquier precio…, pero en ese mismo instante habían acabado de entrar los dos contertulios que faltaban y, tras cumplimentar al resto de los presentes, se dirigían a ella para saludarla. Su expresión enfurecida los paralizó.

—¿Qué le ocurre, señora Murat? ¿Se encuentra mal? —se interesó una anciana rica de Le Paradou.

Los demás se acercaron. Pauline se vio rodeada por una serie de individuos que la miraban boquiabiertos. El doctor Peyron la tomó de un brazo y la hizo sentarse contra su voluntad. Era médico, la conocía desde hacía tiempo, y adivinó que la causa de esa transformación de su habitual personalidad era algún problema nervioso.

—Descanse un poco, señora Murat, esperaremos a que se reponga para empezar la reunión, no se preocupe.

Otro asistente le ofreció un vaso de agua. Pauline comprendió que no se podría zafar de aquello hasta que concluyese.

—Estoy mucho mejor —dijo con la mayor normalidad que pudo—. Comencemos, por favor. Eso sí, le ruego, doctor Peyron, abrevie en lo que pueda porque ha debido de sentarme algo mal y tengo ganas de descansar.

Durante la hora que duró la charla todos la miraban de reojo. No parecía la misma, distraída, nerviosa, como fuera de sí. Al concluir, le preguntó al director:

—¿Sabe dónde puedo encontrar al doctor Aldave?

Peyron consultó el reloj.

—O en su despacho o camino de España. Sale para allí esta misma tarde porque ha enfermado gravemente un pariente suyo.

Pauline abrió los ojos desmesuradamente.

—¿Camino de España? ¿Esta misma tarde? ¡Pero yo debo hablar con él inmediatamente! —exclamó elevando el tono de voz.

Los demás, que se estaban despidiendo en corrillos, la miraron extrañados, pero nadie se atrevió a decir nada.

—Bueno…, quizás lo pille todavía en el sanatorio, no sé a qué hora partía —añadió Peyron.

Como una exhalación corrió escaleras abajo tratando de orientarse hacia la dirección de los despachos médicos. Se tropezó con Larroque en el pasillo.

—¡Doctor! Estoy buscando al doctor Aldave. ¡Necesito hablar con él urgentemente!

—El doctor Aldave ha salido del sanatorio hace una hora más o menos y no volverá hasta dentro de unos días. Si yo le puedo ayudar en algo…

—No… sí. ¿Adónde ha ido? ¿Quién lo va a llevar a la estación? ¿Ha ido por su propio pie?

—No lo sé…, lo más seguro es que haya ido antes a casa de Poulet a recoger su equipaje.

—Sí, claro, tiene usted razón. ¡Gracias, doctor!

Pauline corrió hacia la puerta del Saint Paul. Su intención era ordenar al cochero que la llevase presto a casa de Poulet y, si Galo ya no se encontraba allí, dirigirse rápidamente a la estación. Al salir al exterior, al jardín delantero del sanatorio, empezaron a caer unas gotas gruesas de lluvia. «Qué mala suerte —pensó—. Menos mal que dispongo del coche». E inmediatamente recordó que su cochero no la estaba esperando, todavía faltaba una hora para que viniese a buscarla. El mundo se hundió bajo sus pies. Todo se conjuraba en su contra; además, la lluvia arreciaba bamboleada por el mistral. Por unos segundos pensó en tirar la toalla, pero imaginó su casa sin Galo, acompañada de nuevo por Clermont en las interminables tardes de invierno, y se removió en su interior la Pauline más luchadora, la combativa, y echó a andar por el camino a Saint-Rémy. Afortunadamente, el viento le iba a favor y eso le daba ánimo, pero el agua la había calado de arriba abajo y había perdido hasta el tocado. A mitad de camino, cuando empezaba a flaquear, un coche que venía tras ella paró nada más pasarla.

—¡Señora! —le ofreció el cochero—, voy a Saint-Rémy, ¿quiere que la lleve? Voy de vacío.

—¡Sí, se lo agradezco!

—Yo voy a la estación, señora, pero la llevo adonde vaya.

—¿A la estación? ¡No lo puedo creer! ¡Yo también voy allí!

—¡Suba rápido, pues, o va a coger una pulmonía!

«Qué suerte la mía, qué suerte la mía», pensaba Pauline. No sabía qué le iba a decir a Galo, su estado de nervios no le permitía ni reflexionar, solo anhelaba llegar a la estación antes de que partiera su tren. Cuando llegaron, le pareció distinguir a Poulet entre los coches aparcados, aunque no quiso acercarse. Entró en el pequeño vestíbulo, pero allí el español no estaba. Salió al andén, y tampoco. Al volver a entrar, lo vio frente a ella. Estaba acompañado de François Poulet, que le llevaba el bolso de viaje. Se quedaron mirándose unos instantes. Pauline tenía un aspecto desastroso, mojada, despeinada, con el rostro desencajado… Aldave no supo reaccionar. No la esperaba allí.

—Pauline…, ¿qué haces aquí? —preguntó confundido.

—Tengo que hablar contigo a solas, Galo —requirió ella apremiante.

—Mi tren está a punto de salir, Pauline. Cuando vuelva hablamos, te lo prometo.

—¡No me basta con una promesa! ¡No puedes irte, Galo, al menos hasta que hayamos hablado con tranquilidad! —exclamó en voz alta, en un estado de gran nerviosismo.

—Cálmate, Pauline, la gente nos está mirando, tranquilízate. Hablamos a mi vuelta. Te lo juro.

—¡No me jures nada! ¡No me sirve de nada tu juramento! —siguió en el mismo tono alterado—. ¡Lo que necesito es que hablemos, que volvamos a vernos! ¿Por qué no vuelves por mi casa? ¡Ni siquiera me has dado una explicación! ¡Merezco una explicación! Al menos, por los buenos momentos que hemos pasado juntos.

La viuda se echó a llorar. Galo, aturdido, consultó el reloj; faltaban siete minutos para que el convoy partiera. Poulet la miraba indignado, pero callaba a regañadientes. No estaba dispuesto a permitir que el médico perdiera su tren. Consciente del espectáculo que estaban organizando, Aldave la tomó del brazo y la condujo hasta un rincón. Se sentía impotente, pero estaba decidido a salir hacia España.

—Pauline, nuestra historia ha sido maravillosa…, pero debe terminar.

—¿Que debe terminar? ¿Por qué? ¡Dime por qué, necesito saberlo! ¡Algo ha sucedido y tengo que saberlo! ¡Dame esa oportunidad! ¡Dame la oportunidad de explicarme si has descubierto algo sobre mí que no te agrada! —exclamó Pauline desesperada.

—¡Pauline, por favor, no quiero perder ese tren! Te he dicho que hablaremos a mi vuelta. Ahora debo irme —insistió, mirándola fijamente a los ojos, intentando transmitirle su decisión irrevocable.

Giró sobre sí mismo y avanzó hacia el andén, deseando que ella no le siguiera. Poulet le entregó el bolso. Cuando estaba con un pie en la escalerilla del vagón, Pauline le sujetó el brazo. Tenía el aspecto de una mujer derrotada. Con un hilillo de voz le dijo:

—Si me abandonas…, quiero saber por qué… o por quién.

Esto último no lo esperaba Aldave.

—De acuerdo —dijo afirmando varias veces con la cabeza—, a mi vuelta.

Y el tren partió.

Esa noche Pauline estuvo agitada, febril, dando vueltas continuamente en la cama, intentando analizar pormenorizadamente el cambio de actitud de Galo, buscando la manera de que volviera a ella, de que la siguiera amando. Entre sueños le venía a la mente todo mezclado: el mueble antiguo, las cartas del ecónomo, la calavera del sótano y, sobre todo…, la hermana Anne-Marie. ¿Era ella la clave de todo? ¿Galo había dejado de amarla por aquella monja mosquita muerta? En cuanto amaneció se puso en pie. Había urdido un plan. Y debía llevarlo a cabo cuanto antes, esa misma mañana. Se sentía congestionada y tenía escalofríos, pero nada la retuvo. Se vistió, pidió al cochero que preparase la calesa y salieron hacia el sanatorio. Todavía se percibía el olor de la tierra mojada, pero las nubes y el mistral habían desaparecido y un tímido sol apuntaba en el horizonte. A pesar de lo temprano de la hora, el Saint Paul ya estaba en plena actividad. Se dirigió sin más preámbulos al despacho de la superiora, confiando en encontrarla allí.

—Madre Épiphane, ¿da usted su permiso?

—¡Pauline! ¡Qué sorpresa a estas horas! Pase, pase, por favor, tome asiento, querida. —Pauline obedeció—. ¿Le ocurre algo? La veo muy sudorosa.

—No es nada, madre Épiphane, tan solo unas décimas de fiebre. Ayer me sorprendió la lluvia y cogí algo de frío, pero lo que le tengo que decir es tan importante que me he visto obligada a venir.

La monja, que sentía un gran respeto, e incluso admiración, por la viuda (era joven, elegante, rica, generosa…), mudó el semblante.

—Usted dirá…

—Se trata, madre, de un tema extremadamente delicado y que, si es posible, no debe salir de estas cuatro paredes.

La superiora estaba seria, expectante.

—Como usted quiera, Pauline, lo que me diga quedará entre nosotras.

La viuda cogió aliento.

—Madre…, lo que debe usted saber es que dentro del Saint Paul… alguien está cometiendo un pecado muy grave.

La religiosa tardó en reaccionar.

—¿Un pecado muy grave? ¿Está usted segura?

—Sí, madre…, desgraciadamente sí.

—¿Y soy yo la persona indicada para saberlo?

—Sí, madre, porque de manera indirecta… le incumbe.

—¿A mí? —preguntó la monja extrañada.

—A usted, como superiora de su comunidad.

—No sé lo que pretende insinuar, Pauline. Dígame sin rodeos de qué se trata. El Señor me ha hecho afrontar grandes retos en esta vida. No será este el primero ni, seguramente, el último.

La viuda llevaba bien preparado el discurso.

—Está bien, madre, hablaré con claridad: una de las religiosas del sanatorio ha traicionado su voto de castidad, está teniendo relaciones ilícitas con un hombre.

La superiora se levantó de la silla.

—¿Cómo dice? Esa acusación es muy seria, Pauline, un verdadero pecado mortal. Debe estar usted completamente segura para realizar una afirmación así.

Pauline prosiguió.

—Lo estoy, madre, de otra forma ni se me hubiera pasado por la cabeza venir aquí.

La religiosa volvió a sentarse, pálida como una hoja de papel.

—¿Y en qué se basa, es que alguien le ha contado algo?

—No, madre, en ese caso yo misma lo pondría en tela de juicio. Nadie me lo ha contado. Lo he visto yo con mis propios ojos, ayer mismo.

—En ese caso, debe detallármelo todo, por crudo que sea —exigió la religiosa, digna.

—Comprenda, madre, que esta conversación no es nada agradable para mí, pero mi conciencia me obliga a referirle todo lo que vi para que usted haga lo que crea conveniente. —La superiora esperaba, conservando a duras penas la compostura—. Ayer por la tarde, antes de la reunión anual con los benefactores del sanatorio, comencé a encontrarme mal. Como no quería indisponerme en medio de todos ellos, me dirigí al despacho del doctor Aldave para que me examinase. La puerta estaba cerrada y, aunque llamé, nadie contestó. Como al doctor le gusta pasear por el jardín salí a ver si lo encontraba. Allí me di cuenta de que las contraventanas de su despacho estaban entreabiertas y me acerqué por si estaba enfrascado en sus estudios y no me había oído. ¡Ojalá no se me hubiera ocurrido mirar!… ¡Lo que vieron mis ojos a través del cristal no podré olvidarlo nunca, nunca! —exclamó, dramatizando fabulosamente, tapándose la cara con las manos.

—Siga, por favor —pidió la monja sofocada.

—Vi al doctor Aldave y a la hermana Anne-Marie medio tumbados en la camilla… ¡besándose apasionadamente! —La madre Épiphane la miraba perpleja, incapaz de pronunciar ni una palabra—. ¡Y no solo eso! ¡Ella se había quitado la toca y se le veía perfectamente el cabello y el cuello! Figúrese, madre, debieron de cerrar con cerrojo la puerta y olvidaron juntar del todo las contraventanas. Inmediatamente di media vuelta y me fui, tremendamente ofuscada, a la reunión. Por supuesto, todos los presentes intuyeron que algo me ocurría, pero improvisé una excusa. Imagínese qué noche he pasado, hermana, sin poder dormir, dudando si contárselo a usted o callarme y aguardar un posible escándalo. Finalmente, mi conciencia me ha conducido hasta su despacho.

La superiora apoyó los codos sobre la mesa y la frente en las palmas de las manos. Al cabo de unos segundos, que a Pauline se le hicieron eternos, añadió:

—Es algo gravísimo lo que me ha contado, Pauline. He de darle las gracias por habérmelo comunicado a mí personalmente. Ahora soy yo la que debo comprometerla a no divulgar semejante hecho. —La viuda asintió con la cabeza—. En este momento debo reflexionar a la luz de la fe sobre lo sucedido, esa es mi primera tarea como responsable de la comunidad.

—¿Ya sabe lo que va a hacer al respecto?

—Ante un problema de esta envergadura no se pueden tomar decisiones precipitadas, Pauline. Además, tendré que oír el testimonio de la hermana.

Pauline se impacientó. Eso no entraba en sus planes.

—¿Cómo que el testimonio de la hermana? ¿Acaso cree que ella le va a contar con pelos y señales lo que ocurrió? Ella lo negará, como pasa siempre.

—Eso ya lo veremos. Hay que darle la oportunidad de arrepentirse y, para ello, debe confesar su culpabilidad, y no solo ante el Señor, sino también ante mí, que soy la madre superiora.

—Pero… con el arrepentimiento no basta, madre. Una conducta así no es digna de este sanatorio. Una persona que pierde de esa manera su honra no puede permanecer en el Saint Paul. Además, seguro que alguien más los ha visto o ha sospechado que existía un lazo más fuerte que la amistad entre ambos. Imagínese el escándalo si se propaga la noticia entre los familiares de los pacientes, y no digamos entre los benefactores; incluso la presencia de su congregación en el Saint Paul correría peligro, madre. —Pauline se acercó más a la mesa, mirando de lleno a la monja, persuasiva—. Debe tomar una determinación rápida que corte el asunto de tajo. Así es como se solucionan estas cosas. La hermana Anne-Marie debe abandonar cuanto antes el sanatorio con cualquier justificación y el problema estará resuelto. De otra forma, ese germen que ha nacido entre ellos crecerá y las cosas se complicarán fatalmente.

La religiosa se tomó unos segundos antes de responder a la sugerencia de la viuda.

—Es usted una mujer muy sensata, Pauline. En este momento no puedo negar que estoy muy afectada no solamente por el desgraciado hecho en sí, sino sobre todo porque la protagonista sea la hermana Anne-Marie, muy querida en la comunidad. Pero la vida es así. Los humanos somos así, pecadores, y nuestro Señor, en su misericordia, nos ofrece siempre el perdón… Pero tiene usted razón, es un tema muy complicado y si se siguen viendo los dos… solo Dios sabe en qué puede acabar todo…