CAPÍTULO 25

—Lo que usted me pide, doctor, es imposible —afirmó con determinación la madre Épiphane, la superiora—. Permita a la pobre hermana Concepción descansar en paz. Ella lo merecía.

Aldave, agotado de desgranar argumentos ante la monja para que le permitiera realizar la autopsia a la fallecida, afirmó con la cabeza asintiendo y abandonó el despacho. Había sentido profundamente la muerte de la cocinera. Una muerte más en el sanatorio, pero de alguien especial y próximo. No podía quitarse de la cabeza la expresión de la hermana Concepción antes de que salieran al huerto a trasladar las colmenas: «¡Tenga cuidado, doctor!». Se había preocupado sinceramente por él, una mujer que hasta entonces consideraba fría y hermética. Le había transmitido con esa simple frase una calidez inesperada que ahora le removía su interior. A cualquier precio debía averiguar la causa de su muerte, de las enigmáticas muertes del Saint Paul. Debía encontrar al culpable o a los culpables, ahora con más razón que nunca. La hermana había fallecido ante sus ojos sin que él pudiera hacer nada por salvarla, y eso era motivo suficiente para que retomara su misión con más empuje si cabe hasta llegar al final. Para empezar, era imprescindible realizar la autopsia al cuerpo de la religiosa. Había que confirmar si los hallazgos eran similares a los de las otras dos anteriores y había que encontrar alguna pista nueva que recondujese el caso. Él era el médico de medicina interna del centro y, por lo tanto, el encargado de firmar el parte de defunción de la cocinera. Si en él declaraba la causa de la muerte como «muerte natural», todo se paralizaría allí; en cambio, si la definía como «muerte inexplicada», inmediatamente actuaría el juez y enviaría al forense de la comuna a realizar la autopsia. De ninguna manera podía permitir que otro forense se inmiscuyera en el Saint Paul. Mandó llamar a su despacho al doctor Larroque y a la hermana Anne-Marie, muy conmovida por lo ocurrido, para exponerles la necesidad de diseccionar el cadáver. En un primer momento, la joven monja se negó a colaborar con ellos, pero el propio doctor Larroque, ante la gravedad de los hechos, con tres muertes irresolutas en dos meses, logró convencerla. Ella fue la que les dio la clave de lo que podrían hacer para conseguir su objetivo. El funeral de la hermana iba a celebrarse al día siguiente. Aunque su familia de Alcañiz había sido avisada mediante un telegrama, debido a la enorme distancia que los separaba de la Provenza informaron de que, muy a su pesar, no podrían asistir al sepelio. Esa noche el cuerpo iba a ser velado por las religiosas en turnos de dos cada tres horas. La solución estaba clara. La hermana Anne-Marie debía conseguir que su pareja de turno fuera una monja anciana con predisposición al sueño. De manera natural o con la ayuda de algún somnífero, mientras cabeceara, trasladarían el cadáver a la sala de autopsias para devolverlo después a la capilla sin que nadie se diera cuenta de nada.

Lo que parecía tan sencillo se complicó cuando la superiora asignó las parejas y a la hermana Anne-Marie le tocó con otra monja joven en el primer turno. Con su resolución habitual, habló directamente con la pareja de una religiosa anciana, le dijo que estaba muy cansada tras lo ocurrido y necesitaba reposar un rato antes de velar a la difunta, y la monja accedió a permutarle el turno, con lo que ya estaba emparejada con una monja de avanzada edad. Larroque y Aldave decidieron quedarse en el sanatorio y acostarse unas horas antes de llevar a cabo su plan. Habían dispuesto la única camilla con ruedas del Saint Paul en un cuarto cercano a la capilla para, de esta forma, perder el mínimo tiempo posible en el traslado. Aldave tardó en dormirse. Se encontraba muy inquieto. Sin autorización por parte de la familia (en este caso, la congregación) y del sanatorio era ilegal e incluso delictivo manipular un cadáver. Si alguien los descubría, las consecuencias podían ser nefastas y no solo para él, sino, lo que sería aún más grave, también para Larroque y la hermana Anne-Marie. Dudó si proseguir con todo aquello o si tirar de una vez la toalla, pero estaba tan cansado que le venció el sueño. A la hora convenida, antes de comenzar su turno, la joven religiosa los despertó. Ella ya se había asegurado de que no había nadie por los pasillos, y Larroque estaba dispuesto a lo que fuera. Se dirigieron al cuarto donde habían dejado la camilla y los dos hombres esperaron a que la hermana los avisara tras el cambio de turno. La señal era el sonido de la cítara. La hermana le había dicho a su compañera que iba a tocar a la vez que oraba por el alma de la difunta. A los cuatro acordes, la anciana ya estaba en duermevela. Como habían acordado, Aldave entró detrás de las mujeres por una puerta lateral. El cadáver estaba expuesto delante del altar, rodeado de cuatro velones encendidos. Avanzó sigiloso con el pañuelo impregnado del somnífero y lo acercó a la nariz de la monja durante unos segundos. Inmediatamente después, Larroque apareció con la camilla. Las ruedas no estaban bien engrasadas y chirriaban escandalosamente. Los tres miraban expectantes a la anciana que, por el momento, roncaba con absoluta placidez.

Aunque el cadáver pesaba mucho, entre todos se las arreglaron para transportarlo hasta la sala de autopsias. Mientras Aldave se ponía el mandil y lo preparaba todo, la hermana y Larroque comenzaron a desvestir dificultosamente a la cocinera. Tardaron más de lo que Galo había previsto y comenzó la disección con prisa. Primero abrió el abdomen y extrajo uno por uno todos los órganos observándolos detenidamente, seccionándolos y tomando muestras de cada uno de ellos. Después continuó con la caja torácica: pleura, pulmones, tráquea, esófago, corazón… Observó detenidamente el pericardio, de color opalino amarillento, con abundante depósito adiposo, lo abrió de arriba abajo para sacar el corazón y poder estudiarlo pormenorizadamente… ¡Allí estaba la clave de la muerte! La porción inferior del ventrículo izquierdo se diferenciaba del resto, tenía un color rojo oscuro, hemorrágico, y una consistencia blanda, signos indicativos de un infarto agudo de miocardio reciente. Buscó la arteria que irrigaba la zona, la arteria coronaria derecha, la abrió sagitalmente y halló la causa del infarto: un trombo de enorme tamaño que obstruía por completo la luz del vaso estenosado. Ese había sido el origen de la muerte de su compatriota. Recordó entonces la indisposición de la religiosa semanas antes, coincidiendo con el fallecimiento de una de las enfermas. Se había encontrado mal repentinamente y los síntomas, ahora lo veía claro, coincidían con los de una angina de pecho, síndrome precursor en muchas ocasiones de un infarto fatal como el que acababa de costarle la vida. Mientras cerraba el cadáver, iba dando explicaciones a sus compañeros.

—Lo que sí tengo claro es que la hermana Concepción no murió de la misma enfermedad que los ingresados. El corazón de los otros dos cuerpos autopsiados estaba indemne.

—Entonces —dijo Larroque—, ¿estamos como al principio?

—Poco más o menos. Bueno, ya he concluido. Vamos a vestirla. ¡Un momento, esperen! —les dijo—. Con tanta premura, he cometido un error de principiante. No he inspeccionado la parte posterior del cadáver. No es necesario que le demos completamente la vuelta, pero ayúdenme a colocarlo en decúbito lateral para poder verlo bien. Solamente son unos segundos.

La hermana y Larroque pasaron a la izquierda de la mesa. El psiquiatra se situó a la altura de los hombros y la religiosa a la altura de la pelvis. Aldave permaneció en el lado derecho portando la lámpara con la que la joven había iluminado todo hasta entonces. Al unísono rotaron sobre sí mismo el cuerpo, y lo que Aldave consideró una inspección rutinaria se convirtió en un inesperado y tremendo hallazgo para él. Le mudó el semblante, comenzaron a temblarle las piernas y se le cayó la lámpara al suelo.

—¿Qué le ocurre? —exclamaron a la vez los otros dos, sin soltar el cadáver.

Otra lámpara que alumbraba la sala quedaba algo alejada y ahora no podían distinguir con precisión el rostro desencajado del español.

—Dejemos el cadáver como antes, hermana —terció Larroque—, algo grave le está ocurriendo al doctor.

Galo estaba reclinado en una mesita accesoria donde descansaba el material que había utilizado.

—¡No puede ser, no puede ser! ¡No puede ser realidad! —exclamó elevando el tono de voz, ocultando su rostro con las manos.

Larroque le acercó una silla. No se atrevía ni a hablar y temía que alguien los oyera. Aldave estaba ofuscado, nervioso, fuera de sí, parecía otra persona, como si alguien le hubiera administrado una droga. Al ver las caras del psiquiatra y de la monja delante de él, preocupados por aquella súbita reacción, se calmó algo y les hizo una señal con la mano para que ellos también se tranquilizaran. La hermana le ofreció un vaso de agua.

—Gracias, hermana, gracias a los dos —balbuceó. Después de beber, pudo continuar—. Me ha sucedido algo terrible —dijo dirigiéndose a la joven, que le miraba expectante—, algo terrible, hermana. Usted conoce toda mi historia. Ayúdeme, por favor, dígame si lo que estoy viviendo es un sueño.

Sin dar otra explicación, se levantó, se quitó el mandil y la camisa. Con el pecho al descubierto se dio la vuelta mostrándoles la espalda. Todavía se distinguía la herida lineal del cerezo, ya seca.

—Acerquen aquella lámpara y observen mi escápula derecha.

Aldave tenía una mancha roja en forma de estrella de mar de cinco puntas, una de ellas, la de la parte inferior derecha, más larga que las demás.

—¿Se refiere a este antojo? —preguntó Larroque.

—Sí. ¿Lo han visto bien? Vamos a girar de nuevo el cadáver, pero ahora yo me colocaré en el otro lado para que ustedes puedan observarlo detenidamente.

Así lo hicieron. La hermana seguía llevando la lámpara. Aldave lo rotó y la sorpresa de los otros dos fue mayúscula cuando vieron una mancha idéntica, del mismo tamaño, del mismo color, con la misma punta alargada y en el mismo lugar que la del médico. Larroque no entendía nada, pero la hermana palideció.

—¿No pensará…? —dijo en un murmullo.

***

El día después del funeral, Galo se encontraba sentado en el despacho de la superiora, frente a ella. Desde que realizó la autopsia, el desasosiego se había apoderado completamente de él. Ni pensaba en Pauline, ni en el prefecto, ni en el enigma del Saint Paul. Una única idea le taladraba la cabeza: ¿podría ser su auténtica madre la hermana Concepción? Multitud de dudas le invadían. Ella era natural de Alcañiz, una ciudad cercana a Zaragoza, donde estaba el orfanato en el que le habían criado. No era descabellado pensar que le llevaran allí de recién nacido, fruto de una relación prohibida de la monja. Sin embargo, recordaba haber oído hablar a su padre del hospital de San Nicolás de Bari de Alcañiz. En España no era infrecuente que un hospital tuviera también una casa cuna donde se recogían los recién nacidos abandonados. De ser así, lo lógico sería que el niño permaneciera allí y no lo trasladaran al orfanato del hospital de Gracia de Zaragoza. Otra cuestión que lo mantenía en vilo era que las manchas congénitas como la suya no siempre se transmitían de padres a hijos; en ocasiones podían aparecer en otros miembros de la familia, por ejemplo en sobrinos o nietos. Tal vez la cocinera fuera una tía suya. En todo caso, la similitud de la forma, color y localización era tal que resultaba imposible no pensar que eran miembros de la misma familia. Recordaba una y otra vez la advertencia de la monja, «tenga cuidado, doctor», quién sabe si por primera y última vez esa expresión fuera una muestra de cariño de su verdadera madre. A pesar de la inquietud, había preparado bien su conversación con la superiora. Debía obtener toda la información posible sobre la difunta, pero sin levantar sospechas. Estaba seguro de que, desde que le pidiera diseccionar el cuerpo, la madre Épiphane le miraba con recelo.

—Usted dirá, doctor.

—Madre Épiphane, estoy muy conmovido por la muerte de la hermana Concepción. —La superiora lo miraba seria—. Ya sabe que éramos compatriotas, pero no solo eso, las ciudades de las que procedemos están próximas, las dos en el valle del río Ebro. Desde que llegué al sanatorio, la hermana se convirtió en un lazo que de alguna manera me unía a mis orígenes españoles. La apreciaba sinceramente. Falleció ante mis ojos sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo. Es una escena que nunca olvidaré, se lo aseguro. Le agradecería me facilitase la dirección de su familia para poder visitarlos cuando viaje a España, seguramente dentro de unos meses.

La religiosa se tomó su tiempo antes de responder.

—Doctor Aldave, le agradezco sus condolencias. Ya sabe que, desde que una religiosa toma sus hábitos, su familia es la congregación a la que pertenece. Usted no debe verse obligado a nada más. A su familia de origen ya le hemos transmitido todas las explicaciones sobre su repentino fallecimiento y ellos nos lo han agradecido. No hace falta más, de verdad. De todas formas, es un gesto que le honra, doctor.

—¿Hace muchos años que llevaba de religiosa la hermana?

—Sí, por supuesto. Ingresó en nuestra orden con unos veinte o veintidós años, no recuerdo exactamente. Ahora tenía cincuenta y uno…, haga usted cuentas.

—¿Y cómo es que vino a Francia? En España hay multitud de órdenes femeninas.

—Ella tenía una tía segunda de madre francesa religiosa en nuestra orden, la hermana Josephine. La trajo hasta nuestra casa central de Vesseaux y le enseñó nuestro idioma. Después nos trasladamos todas a la nueva casa central de Aubenas, en la región de Rhône-Alpes. A Saint-Rémy primero vine yo y al poco tiempo la reclamé porque era una excelente religiosa y necesitaba a una persona de mi confianza. También para mí su muerte ha significado un duro golpe, doctor… Pero pensemos que en este momento se encuentra cantando con el Cordero…

—¿Con el cordero? ¿Es esa alguna expresión francesa que desconozco?

—No, doctor, no es ninguna expresión de nuestro idioma, es un dogma de fe: las mujeres vírgenes y puras son las únicas que en el cielo pueden estar cantando con el Cordero, es decir, al lado de Nuestro Señor Jesucristo.

A Aldave le hubiera gustado añadir «¿está usted segura de que era virgen la hermana Concepción?», pero estaba claro que, aunque lo supiera, no iba a confesárselo a nadie y mucho menos a él, prácticamente un desconocido y, además, hombre.

—Antes de que finalice el año tengo intención de viajar a España para ver a mis padres. ¿No cree que una carta de condolencia manuscrita y firmada por usted y entregada en mano por mí le agradaría a su familia?

Ante la insistencia del médico, la mujer por fin accedió.

—De acuerdo. Mañana la redactaré por si más adelante se nos olvida, pierda cuidado.

—Muchas gracias, madre. También necesitaré la dirección de la familia… Por cierto, ¿de quién se trata?…, ¿algún hermano, sobrinos, acaso padres…?

—Los padres fallecieron. Su familia más cercana es una hermana con la que mantenía contacto epistolar habitualmente. A ella nos hemos dirigido estos días. Sus señas estarán en el sobre, no se preocupe.

Estupendo. Había conseguido su objetivo. En cuanto terminó con sus obligaciones en el sanatorio pidió a Poulet que lo llevara hasta la oficina de telégrafos. Se había hecho ya tarde y quedaba poco tiempo para que cerraran. Tenía muy claro lo que quería enviar. Primero, un telegrama a la inclusa del hospital de Gracia de Zaragoza en el que solicitaba información acerca de las localidades de las que habían recibido niños huérfanos, bien recién nacidos, bien desvezados, durante el año 1860; y después uno similar dirigido al hospital de San Nicolás de Bari de Alcañiz, para recabar información sobre el destino de los niños abandonados en la localidad ese mismo año. En los dos telegramas se presentaba como un médico que estaba realizando un trabajo acerca de ese tipo de instituciones en España. Una vez remitidos, y sin saber muy bien por qué, respiró aliviado, como si parte de su agobio se hubiera esfumado con los mensajes. Esperaría las respuestas y actuaría en consecuencia.

Cuando ya se disponía a salir de allí, alguien entró precipitadamente. Era Pauline. Iba acompañada de Juliette, su doncella. Al verlo, enrojeció como una muchacha. Le tomó de las manos.

—¡Galo, querido, qué maravillosa suerte la mía encontrarte aquí! ¿Por qué no vienes a verme? ¿Tanto trabajo tienes en el sanatorio… o es que te has olvidado de mí?

Aldave estaba terriblemente azorado. No se le había pasado por la cabeza toparse con ella y no sabía cómo salir de aquel entuerto.

—Estoy muy atareado, Pauline. Además, un familiar de España está enfermo y estoy muy preocupado —improvisó—, acabo de mandar un telegrama para preguntar por él.

—¿Un familiar? ¿Uno de tus padres? —preguntó Pauline alarmada.

—No, gracias a Dios mis padres están bien. Se trata de un primo hermano.

—Lo siento mucho, querido…, espero que se mejore —dijo con aparente sinceridad—. Vente a casa y hablamos, seguro que te hará bien. Espérame cinco minutos y vente conmigo, tengo aguardando el coche fuera.

—Imposible, Pauline, me he comprometido con Poulet y su familia para cenar juntos en su casa. Otro día será.

La expresión de la viuda Murat cambió de repente.

—¿Qué te ocurre, Galo? —preguntó intranquila—. ¿Por qué no quieres verme? Dime qué es lo que ocurre —le instó apremiante.

—No levantes la voz, Pauline —le indicó Aldave casi en un susurro—, no me ocurre nada. Ya te lo he dicho, tengo mucho trabajo. En cuanto pueda, voy a verte.

—Prométemelo —requirió ella algo excitada.

—Te lo prometo, pero no te prometo cuándo… Será cuando pueda.

—¡Señora! —voceó el telegrafista—, vamos a cerrar. ¿Quiere enviar un telegrama?

—Sí, disculpe, ahora mismo voy. De acuerdo —dijo dirigiéndose al español, esforzándose por parecer más relajada—, te espero… —se acercó al oído de Galo—, amor mío.

Al oír su voz tan cercana y al percibir el contacto de sus labios rozándole, no pudo evitar sentir un escalofrío interior. Salió de allí abruptamente, sofocado, confuso, avergonzado de sí mismo porque en el fondo de su corazón hubiera deseado decirle «sí, te espero, me voy contigo para pasar juntos esta noche y quizás muchas otras más». Subió de un salto al coche de Poulet, aparcado delante del de los Murat. El cochero no le dijo nada, pero precisamente por ese silencio Aldave adivinó que se había dado cuenta de la presencia de Pauline y de su propia turbación. Ya en casa, sentado a la mesa, rodeado de François Poulet, de su mujer, Charlotte, de su suegra y de la pequeña Claire, intentó obviar la cantidad ingente de preguntas que le poblaban la cabeza y, entre risas y buena comida, casi lo logró.

Dos días más tarde ya había recibido las contestaciones a sus telegramas. Las dos coincidían en lo mismo: todos los niños abandonados en el hospital de San Nicolás de Bari de Alcañiz eran enviados al orfanato del hospital de Gracia de Zaragoza. Por lo tanto, sí era posible que su auténtico lugar de nacimiento fuera Alcañiz y que su madre fuese la hermana Concepción o, tal vez, alguien de su familia. Estaba claro que la cocinera, al quitarse él la camisa cuando se hirió con la rama, le había visto la mancha de la espalda y, de la impresión, había sufrido un infarto mortal. Llegado a ese punto, debía continuar, debía llegar hasta el final, tenía que saber con certeza quién era él, de dónde venía y si aquella mujer era su verdadera madre. Escribió a Cabasset, el prefecto de Marsella, pidiéndole permiso para ausentarse de Saint-Rémy debido a la enfermedad de un familiar imaginario en España. Entre líneas, en la carta dejaba entrever el escaso éxito de sus averiguaciones y la voluntad de entrevistarse con él en Marsella a la vuelta de su viaje a España. También habló con el doctor Peyron, el director del Saint Paul, transmitiéndole el mismo pretexto. Y fue preparando su viaje.

—Es una sensación extraña, hermana. Jamás se me había ocurrido poder encontrar a mi auténtica madre, jamás.

—¿Y nunca tuvo interés en buscar algún indicio que le pudiera llevar a sus orígenes, usted, con lo inteligente que es y con la profesión que tiene?

Aldave y la hermana Anne-Marie caminaban a paso lento por el claustro del sanatorio. Ella era la única persona en Saint-Rémy que conocía la verdad de su pasado y fue a ella a quien había abierto su corazón semanas atrás y también en el momento en que descubrió la mancha en la espalda de la cocinera. Sentía verdadera necesidad de desahogarse con ella, de descargar de dudas y desazón su alma, porque en ella encontraba siempre comprensión y, algo fundamental para él, paz. Por muy apurado que anduviese, por muy apenado o por muy descreído, su sola presencia, sus palabras, su alegría le reconfortaban, penetraban en él armoniosamente, como el sonido de la cítara, templando su ira, su comezón, su pena y hasta su escepticismo por la vida. La miró con ternura, como no se podía mirar de otra forma a esa criatura bendecida por el cielo.

—¿De verdad usted cree que soy inteligente?

—¿Cómo no lo voy a creer? Es usted muy inteligente y lo sabe perfectamente, doctor.

—Créame si le digo que lo dudo —aseveró Galo con convicción—. Pero, en todo caso…, la inteligencia no es ninguna virtud. Solamente es un don. La virtud radica en otras cosas, en la bondad, en la generosidad…

—¿No dudará usted de su bondad? A mí me consta.

—Usted me mira con muy buenos ojos, hermana. Pero, volviendo a su pregunta: no, nunca me planteé buscar a mis verdaderos padres, investigar sobre mis orígenes. Tuve tanta suerte con mis padres adoptivos, mis queridos padres —subrayó Galo, cerrando los ojos, como interiorizando con fuerza ese cariño—, que no quise tener otros. Muchos de mis compañeros de orfanato siguieron allí, sin que nadie los adoptara, hasta su mayoría de edad, en que debieron enfrentarse al mundo ellos solos. Imagínelo. En cambio yo fui un afortunado. Si ahora analizo todo mi pasado, mis emociones, mis impulsos, mis anhelos…, todo se orientaba en el sentido opuesto, en la opción de «mirar hacia otro lado» porque, ahora me doy cuenta, no deseaba encontrarme con una realidad seguramente trágica o, al menos, molesta, hiriente, para un corazón ya de por sí herido. Pero ahora todo ha cambiado. Y no solo por haber hallado sin buscarlo una posible seña de mi genuina familia, sino por tratarse de la hermana Concepción. Rememorando todos y cada uno de los momentos que compartí con ella, he descubierto unas muestras de afecto hacia mí, casi imperceptibles, pero que para mí son suficientes viniendo de una mujer tan reservada. Esa pequeña muestra, ese detalle, aun cuando ella ni sospechaba que yo pudiera ser hijo suyo…, me colma, hermana, me colma, y debo confesarle que si descubriera que la hermana no es mi madre me invadiría una gran desilusión.

Ahora se encontraban frente a frente. La joven estaba reprimiendo las lágrimas, pero pudo hablar.

—¡Tiene usted razón, doctor! Debe averiguar toda la verdad, aunque esté en juego el honor de una religiosa. Yo quería mucho a la hermana Concepción y ella también me quería. Desde que llegué al sanatorio, muy joven, ella fue como una madre para mí y, créame, siento un gran vacío desde que nos dejó. Tampoco yo tengo muy claro todo esto. No puedo entender cómo una madre puede abandonar a un hijo, pero conociéndola a ella, si en realidad es su madre, sus razones tendría, ni lo dude. Por eso pienso que lo mejor para usted es que intente conocer lo que ocurrió, si es que el camino que ha hallado es el verdadero. Yo rezaré por usted día y noche, doctor, para que encuentre la verdad, pero también para que la verdad no lo hiera todavía más, sino que le cure todas sus heridas.

Galo se emocionó con las palabras de la hermana Anne-Marie, con su tono decidido, valiente, con su mirada brillante y limpia. La abrazó efusivamente, con lágrimas también él en los ojos, deseando decirle «esto nunca me lo ha dicho una mujer, jamás se ha entregado a mí una mujer así, jamás me ha amado una mujer de esta manera tan generosa», pero solo le dijo:

—Hasta pronto, la mantendré informada, y yo también rezaré por usted.

Desde una de las ventanas del primer piso que daban al claustro, alguien los estaba observando. Era Pauline Murat.