CAPÍTULO 24

Los orígenes de Saint-Rémy se remontan 500 años antes de Cristo, cuando los celto-ligures erigieron un emplazamiento urbano en torno a un altar dedicado al dios celta Glanis. En el siglo I antes de Cristo los colonizadores romanos apreciaron la belleza y la tranquilidad del valle y fundaron una pequeña ciudad denominada Glanum, que dedicaron a la restauración de la salud, tanto física como espiritual. En el 260 después de Cristo, tras su invasión de la Galia, el pueblo alamán destruye Glanum y sus habitantes se desplazan hacia el sur y fundan la ciudad de Saint-Rémy. Los supuestos poderes renovadores del valle obraron un milagro al florecer un cayado clavado en el suelo, y el fervor religioso aprovechó este hecho para conservarlo como reliquia, crear primero un oratorio y finalmente el monasterio de Saint-Paul-de-Mausole, cuya construcción comenzó en el siglo XI. Tras su fundación, el monasterio se convirtió en un lugar de acogimiento de peregrinos de todas partes, en especial los que buscaban un lugar sereno y apartado del mundo donde aliviar sus mentes alteradas y sus abatidos espíritus. Durante el siglo XVII una congregación de franciscanos, para ayudarse económicamente, comenzó a cuidar enfermos mentales, tarea que de una u otra manera se llevó a cabo en el Saint Paul, con la excepción de los años de la revolución, cuando fue clausurado. A principios del siglo XIX el monasterio se transforma definitivamente en un sanatorio laico para enfermos mentales.

El padre Tamisier le había contado la historia del Saint Paul a la hermana Anne-Marie en numerosas ocasiones cuando, casi una niña, llegó al sanatorio. El capellán había conocido en sus años de sacerdote a un buen número de novicias, pero ninguna con el candor y la lucidez de la joven de Gordes. Ambas cualidades, tanto la ingenuidad como la perspicacia, es harto difícil que vayan unidas en la misma persona, y mucho menos en una aspirante a monja. La mayoría de las novicias suelen ser jovencitas ingenuas y cándidas (algunas incluso temerosas y retraídas), pero también las hay aguerridas y temerarias, de esas a las que nada, excepto la madre superiora, se les pone por delante. Estas últimas suelen proceder de aldeas aisladas, donde han tenido que bregar con animales y tierra cual si de hombres se tratara. La hermana Anne-Marie no se podía catalogar en ninguno de los dos grupos a los que con una sola mirada y un breve intercambio de palabras el padre Tamisier clasificaba a cada una de las jóvenes de la congregación de Saint Joseph que iban llegando al sanatorio. Nada más verla, nada más sentir frente a él sus ojos brillantes y sus palabras frescas, supo que se trataba de una criatura diferente, sin duda bendecida por la gracia divina. Enseguida se interesó por ella, conoció de labios de la superiora su triste historia personal y experimentó por la joven un sentimiento nuevo, un amor humano inmenso, pero no de varón, sino algo puro y desinteresado que él interpretó «como un padre amaría a una hija».

Siempre respetando las distancias entre una religiosa y su capellán, Tamisier se volcó en ella, además de como padre, en el más amplio sentido de la palabra, incluido el espiritual, también como preceptor, sobre todo en relación a los vastos conocimientos sobre música, arte, literatura y ciencias naturales que poseía. Como la receptora de semejante sabiduría contaba con una mente despierta, muy pronto comenzó a aprehender ese caudal de conocimientos que el sacerdote le transmitía, hasta llegar a disfrutar con él de temas que hasta entonces apenas conocía. Era una satisfacción para el capellán verla madurar como mujer y como persona cultivada en la que se ha ido sembrando poco a poco las semillas del interés por la vida y el saber y va floreciendo y va dando sus frutos. Lo único que le entristecía era verla en medio de aquella institución mental, rodeada de locos mañana, tarde y noche. Ella lo hacía por amor a Dios y, por ende, a los hombres, pero Tamisier rezaba para que su próximo destino fuera un lugar más agradable, más acorde con lo que ella merecía.

Por su parte, la hermana Anne-Marie también reparó pronto en el capellán. Cuando se lo presentaron la saludó con simple corrección, pero la sonrisa afectuosa que acompañó al saludo le agradó enormemente. A partir de entonces sus cualidades humanas, su comprensión, la manera que tenía de adivinar sus pensamientos solo con mirarla, su dedicación a ella enseñándole música o latín o historia, fueron forjando un cariño hacia él mucho más allá del respeto con el que la trataban otras monjas. Sin duda era su mayor apoyo desde el punto de vista espiritual —y no solo religioso—, y sus enseñanzas y sus consejos sobre la vida calaban en ella cimentando su carácter y su visión del mundo. Era un hombre adelantado, mucho más completo y moderno que el resto de gente —hombres y mujeres— que pululaban por allí, incluidos médicos, monjas y visitantes… ¿Cómo no iba a atraerle su personalidad? Los escasos ratos que disfrutaba de su compañía los vivía intensamente porque sabía que a continuación iba a permanecer una noche entera en vela pendiente de que una demente se agitara. En los momentos de flaqueza recordaba los orígenes del sanatorio, la ciudad romana de Glanum dedicada al reposo y al restablecimiento de la salud, en medio del silencio del valle…, y fantaseaba con historias aprendidas en los textos latinos. De alguna manera era feliz porque sabía vivir con lo que la vida le había deparado. Y sabía apreciar la belleza de un amanecer y se acostaba cada noche con el corazón en calma después de un día trabajoso y del deber cumplido.

En ambientes cerrados, las noticias, e incluso los rumores, se expanden a velocidad inusitada. Enseguida se difundió la novedad de que nada menos que un médico procedente de París iba a ocupar la plaza vacante del jubilado doctor Jalou. La verdad es que la hermana Anne-Marie no le dio mayor importancia al tema, a pesar de que iba a ser su jefe inmediato en el sanatorio y, simplemente, se dispuso a esperar su llegada sin pensar en la edad que tendría, en su aspecto físico o en su carácter. El doctor Jalou tenía muchas manías, pero ella se había acostumbrado a todas convirtiéndolas en parte de su trabajo y hasta habían llegado a entenderse y a adivinarse en el ir y venir diario visitando a los internos.

El nuevo médico español era un hombre joven, apuesto y, desde luego, educado. Además, bajo su mirada inteligente se vislumbraba un discreto poso de timidez que la hermana Anne-Marie captó al vuelo y le sirvió la primera vez que lo vio para superar la propia, bromeando ante la madre superiora y el mismo Aldave sobre la lindeza del médico. Se puede decir que simpatizaron mutuamente y que su relación profesional era pura cordialidad, aun con la distancia normal entre un facultativo y su ayudante. Le gustaba su trabajo y siempre había acudido contenta a la primera reunión de la mañana con el doctor Jalou, donde ella le exponía las novedades de los enfermos; pero desde que estaba el doctor Aldave en el Saint Paul no solamente acudía contenta al despacho del médico, sino que aguardaba el momento con cierto nerviosismo y muchas ganas, casi impaciente mientras finalizaban los rezos en la capilla. La explicación que ella misma se daba era la fascinación que le había causado el método y la manera de trabajar del español: un exquisito trato a los pacientes y un enorme interés por llegar al fondo de sus padecimientos. Jamás pautaba un remedio a tontas y a locas sin antes interrogar al paciente, examinándolo después pormenorizadamente y, si era necesario, consultando los libros pertinentes. Además, en vista del interés de su ayudante, toda su actuación médica estaba aderezada por constantes explicaciones a la hermana en un lenguaje fácil de entender.

¿Cuál fue el momento en que se dio cuenta de que su estima por Aldave sobrepasaba los límites de una relación estrictamente profesional o, como mucho, de amistad? Era difícil establecer un instante porque jamás se había enamorado antes de ningún hombre, y las sensaciones y sentimientos nuevos que de repente la anegaban no le daban oportunidad de racionalizar su estado, ni tan siquiera ponerle un nombre. Eso sí, el día que presenció cómo miraba la señora viuda de Murat a Galo y cómo este se ruborizaba ante ella supo que el ardor y la rabia que brotaron de su corazón rayaban el pecado y, peor aún, que jamás se atrevería a confesarlo al padre Tamisier. Desde entonces anduvo de la alegría más arrebatadora en los ratos compartidos con el médico a la pena más honda, abonada por los celos y el sentimiento de culpa. Ella confiaba en su fe, hasta entonces al menos, inquebrantable; en sus votos, en la ayuda divina y en alguna fuerza interna que presentía iba a guiarla por el camino bueno, por el del amor sin pecado, puro. Y confiaba en que los días se sucedieran de esa forma, entre sus obligaciones como religiosa y las benditas horas de trabajo compartidas con Aldave. Él no tenía por qué saber de sus sentimientos, no debía ni presumirlos. A ella le bastaba su presencia para ser dichosa. El día que se percató de ello a punto estuvo de solicitar un traslado de destino a la madre Épiphane, pero la debilidad humana la venció y se convenció a sí misma de que la oración y el tiempo aplacarían ese indómito volcán que en su interior comenzaba a bullir.

***

La tarde estaba declinando y Galo Aldave se disponía a salir de su despacho cuando llamó a la puerta el capellán. Llevaba en la mano algo parecido a una careta de esgrima.

—¿Ya se marcha, doctor?

—Ahora mismo, estaba recogiendo ya.

—¿Le gustan las abejas?

—¿Las abejas? —preguntó extrañado.

—Sí, bueno —rectificó Tamisier—, quiero decir las colmenas, la miel, la apicultura…

—Pues… no sé qué decirle…

—No me diga nada, ya me lo dice todo. ¿Ha visto alguna vez una colmena de cerca?

—No, nunca.

—Pues si quiere verla, sígame antes de que se ponga el sol.

Aldave no lo pensó dos veces: cualquier cosa para levantar su lamentable estado de ánimo.

—Es una de mis aficiones —le explicó Tamisier mientras avanzaban por los pasillos del Saint Paul—. Mi padre era un gran apicultor y me enseñó todos los secretos de este oficio milenario. Ahora tengo medio centenar de colmenas distribuidas por los terrenos del sanatorio. Dos están muy cerca del huerto y la hermana Concepción ha enviado a una novicia a decirme que les están molestando. Voy a cambiarlas de sitio. Si quiere, puede ayudarme.

¿Cómo iba a negarse? Entraron en la cocina. La hermana Concepción estaba enfrascada en el fuego y a su lado, dándole conversación, la hermana Anne-Marie.

—¿Está aprendiendo a cocinar, hermana? —dijo el capellán a la joven.

—¡Ah, son ustedes! Siempre hay que estar aprendiendo y más cuando se tiene una buena maestra.

—Huele muy bien, hermana Concepción —dijo Galo.

—Muchas gracias; mejor sabrá, doctor —respondió la monja.

Por tratarse de una compatriota, Aldave, desde que llegó al sanatorio, intentaba una y otra vez congraciarse con la cocinera, pero nunca estaba seguro de conseguirlo.

—Vamos a trasladar de sitio las colmenas, hermana —informó el capellán.

—Me alegro, padre. Esta misma mañana le ha picado una abeja a la novicia que me ayuda cuando ha salido a coger unas hojas de laurel. Esos… —la monja vaciló buscando la palabra idónea— animales son un auténtico peligro para nosotras —dijo con un tono de voz firme.

—Tranquila, tranquila, hermana Concepción. En unos minutos lo solucionamos entre el doctor Aldave y yo.

—Pero solo lleva una careta, padre Tamisier —intervino la hermana Anne-Marie con cierta preocupación—, ¿el doctor va a ir con la cara descubierta?

—¡Claro que no! No sufra, hermana, la careta es para él. Yo ya no necesito nada. Me conocen tanto que ni se me acercan. Además, vamos a acabar en un santiamén. Doctor Aldave, quítese la levita y déjela aquí, así podrá maniobrar mejor, pero no se le ocurra subirse las mangas. No debe quedarle ni un centímetro de piel al aire.

El capellán salió al huerto por la puerta de la cocina y Galo le siguió santiguándose con teatralidad mientras giraba la cabeza hacia las dos religiosas que los observaban desde los fogones.

—¡Tenga cuidado, doctor! —exclamó la hermana Concepción.

Aldave sonrió. No hubiera esperado esa reacción de cariño de la cocinera.

A unos treinta metros de la puerta, debajo de un cerezo, se distinguían dos colmenas y cientos de abejas pululando formando círculos a su alrededor. Tamisier se detuvo y ofreció al médico la careta y unos guantes que llevaba en los bolsillos del pantalón.

—Póngaselo todo y no tema. Cuando empecemos, no debe titubear. Cogeremos entre los dos la primera colmena y la trasladaremos hasta aquel sembrado —advirtió, señalando un terreno unos cuarenta metros más adelante—; después llevaremos la otra. No pesarán mucho, porque corté la miel hace unas semanas y están casi vacías.

Galo se colocó la careta y el capellán le ayudó a atársela. Los guantes le venían un poco pequeños, pero logró ponérselos.

—Ya estoy listo. Cuando quiera.

Se dirigieron con decisión hacia su objetivo.

—Empezaremos con la de la izquierda —indicó el sacerdote.

Efectivamente, el peso no era el problema. Un hombre solo podría haberla transportado, pero el ejército que los seguía… sí suponía una complicación añadida. Aldave no comprendía cómo Tamisier podía andar con la cabeza descubierta y sin guantes. A él ya estaban intentando picarle a través de la ropa y estaba empezando a ponerse nervioso.

—¡Maldita! —exclamó el capellán en el momento en que llegaban al punto acordado. Una abeja le acababa de picar en el dorso de la mano—. Es mejor extraer cuanto antes el aguijón, si es que se puede…; bueno, en esta ocasión lo he conseguido. ¡Vamos a por la otra!

La primera colmena, rodeada por su anillo de abejas, como el de Júpiter, ya estaba ubicada. A simple vista, la segunda parecía tener menos «compañía».

—¡Esto es pan comido, padre! —repuso el médico mientras se agachaba para asirla.

En esas décimas de segundo, al flexionar el cuello, le quedó al aire un pedazo de piel entre el cuello de la camisa y el borde trasero de la careta y, como si fuera el talón del propio Aquiles, varias abejas dirigieron despiadadamente hacia allí sus afilados dardos hincándolos con tesón. Inmediatamente, Galo soltó la colmena y dio un paso atrás sin darse cuenta de que tenía tan solo a unos centímetros una rama del cerezo. La rama rompió la tela de la camisa y le hirió la espalda.

—¡Por el amor de Dios, doctor, está sangrando! —exclamó el capellán asustado.

—No se preocupe, padre, seguro que la herida es poco profunda; además, ahí no hay ningún órgano vital, tranquilo. ¿Acabamos con esto? —preguntó señalando la colmena.

—¡Por supuesto que no!, usted no ha visto cómo sangra. Vamos a curarle cuanto antes.

Las religiosas todavía estaban en la cocina. Al verlos, se alarmaron.

—¡Dios mío! ¿Qué le ha ocurrido? —exclamó la hermana Anne-Marie.

—Se ha herido con una rama. Vaya enseguida a curarle.

—¡Espere, hermana! —terció la cocinera—. Será mejor que vaya usted a buscar lo que necesite para la cura y que el doctor espere aquí tranquilo. No va a cruzar en este estado todo el sanatorio —añadió acercándole el taburete que ella habitualmente utilizaba.

—Tiene razón, hermana —intervino Aldave—. Pero no se alteren tanto, será solo un rasguño. Vaya tranquila, que yo me quedo aquí.

—¡Esto es culpa mía por quejarme de las abejas! —soltó la hermana Concepción, cariacontecida.

—¡Claro que no, hermana! Es simplemente un accidente sin importancia. En cuanto me cure la hermana Anne-Marie, volveremos a terminar el trabajo.

—¡Eso sí que no! —interrumpió Tamisier—. Lo haré yo solo mañana. No hay ninguna prisa. Váyase quitando la camisa, doctor, y así veremos la gravedad de la herida. Yo le ayudo.

Aunque trataba de disimularlo, le dolía la herida de la espalda y también las picaduras del cuello.

—¡Ah!, no es gran cosa, doctor —le tranquilizó Tamisier.

—Ya les he dicho. La sangre es muy aparatosa —añadió Galo.

—Hermana —dijo el capellán sin girarse—, acérqueme un paño limpio mojado con agua mientras viene la hermana Anne-Marie.

Como no oyó ni respuesta ni movimiento alguno, Tamisier se volvió.

—¡Doctor! ¡Mire a la hermana!

Aldave, sin levantarse, giró la cabeza. La cocinera estaba apoyada en la mesa central, pálida como el mármol, con el rostro bañado en sudor, los ojos desencajados y la mano derecha agarrándose el cuello, como intentando decir algo sin poder. Al final, mirando fijamente a Galo, aterrada, emitió un sonido:

—¡No! ¡No!

Y cayó fulminada al suelo. Los hombres acudieron rápidamente a auxiliarla.

—¡Hay que quitarle esta ropa! —exclamó Aldave, sin saber por dónde empezar con tanto ropaje. Echó una mirada por la cocina—. ¡Tráigame esa tijera! —El capellán obedeció.

Le cortaron la toca, el hábito y todas las prendas que llevaba debajo y Aldave se apresuró a comprobar la presencia del pulso radial, del latido cardiaco, de signos de vida…, sin hallarlos.

—No se puede hacer nada por ella —dictaminó abatido—. Está muerta.