Los días siguientes al descubrimiento de los documentos de Pauline, Galo los vivió poco más o menos como los supervivientes de un terremoto, que vagan horas enteras absortos entre las ruinas sin sentirse capaces de retirar un escombro o recomponer un mueble destrozado. Acudía al sanatorio, cumplía con la obligación de atender a los pacientes, pero había desaparecido de su vida la ilusión y solo pensaba en la forma de alejarse de allí sin que, al regresar a París, el profesor Leroy le recriminara su modo de «abandonar el barco». Había recibido varias notas de Pauline en las que le invitaba a pasar por su casa, pero él se había excusado poniendo como pretexto el trabajo desbordado en el Saint Paul. No se sentía con ánimo para enfrentarse a ella, para verla cara a cara y hacerle confesar sus mentiras, sus medias verdades y su pasado. Todas las tardes, al finalizar su trabajo, en vez de reunirse con Pauline, sin perder ni un minuto, entraba en la capilla del Saint Paul. Era la hora de la oración de las monjas, y sus cantos, acompañados por la armoniosa melodía de la cítara, apaciguaban su corazón agitado. Ese día, Tamisier, el capellán, le acompañó sentado en el banco de atrás. Al salir, Aldave le cogió del brazo.
—Padre Tamisier, ¿puedo hablar con usted?
El sacerdote le miró a los ojos y comprendió que no se trataba de una charla banal lo que le pedía el médico.
—Claro que sí, doctor. ¿Por qué no vamos a mi casa? Allí no nos molestará nadie.
Tamisier vivía en una casita adyacente a la capilla. El pequeño salón, pintado de verde, estaba atiborrado de objetos que reflejaban la rica personalidad del dueño: libros de teología, un sextante, partituras, instrumentos musicales, mapas, obras literarias, un astrolabio…, todo colocado en un orden imperfecto, sin simetría ni homogeneidad, pero en armonía, de manera que al entrar allí la sensación que uno recibía era de confortabilidad.
—Voy a preparar té, ¿le apetece?
El capellán le invitó a pasar a una exigua estancia contigua que hacía de cocina. En un espacio tan pequeño como aquel parecía mentira que cupiese de todo: víveres, utensilios y, por supuesto, hasta carbón para alimentar el fogón. En un instante encendió la lumbre, calentó el agua y la vertió en la tetera ya dispuesta con tres raciones de té inglés que, según explicó, le traía del mismo Londres un amigo que de ciento en viento pasaba a visitarle. Aunque varias monjas del sanatorio se ofrecían continuamente y con insistencia a limpiarle la casa, él prefería arreglárselas por sí mismo antes de dejar que nadie entrara, y menos mujeres, a husmear en lo suyo. En lo único que transigía era en el lavado de la ropa, que cada semana llevaba sucia en un capazo hasta la lavandería de las monjas y recogía dos días más tarde, limpia y planchada. La comida del mediodía la realizaba en el comedor común de las religiosas y el resto se las apañaba en su cocinilla de carbón. Mientras le contaba todo esto al español, pasaron de nuevo al salón y se sentaron en dos envolventes sillones de cuero desgastado. Aldave no quería perder el tiempo con alguna otra conversación fútil que le desviase de su objetivo, y, tras acomodarse, fue directo.
—Padre, voy a hacerle una pregunta que me reconcome por dentro desde hace un tiempo: ¿qué sabe usted de Pauline Murat?
Tamisier, mientras bebía el primer sorbo de té caliente, frunció el entrecejo como diciendo «¡ah, era eso!». Dejó la taza encima de un libro que descansaba sobre una mesita a la derecha de su butaca y se tomó su tiempo antes de contestar.
—Al poco de llegar usted aquí le aconsejé que se alejara de ella. Evidentemente, no tomó en cuenta mi consejo y, por supuesto, yo no puedo reprochárselo, pero… ¿es que no hay otras mujeres en Saint-Rémy? —inquirió bajando el tono de voz y acercándose al médico.
Aldave se puso colorado.
—Como ella no —respondió rápidamente, convencido—. Pero no ha respondido a mi pregunta, padre. ¿Quién es Pauline Murat en realidad? Estoy seguro de que usted conoce todo o casi todo de ella.
—Bueno… —repuso Tamisier con una sonrisa irónica—. Uno tiene cierta edad, ha nacido y crecido aquí y… sí, conoce a las personas y algunas de sus circunstancias. Podíamos decir que la señora Murat es una mujer que se ha servido de su belleza para pasar de la miseria a la riqueza. Así de sencillo —resolvió.
El capellán volvió a coger la taza de té esperando la reacción de Galo.
—Me gustaría que fuese algo más explícito, padre Tamisier. —Aldave no ocultaba su impaciencia—. Tengo verdadera necesidad de saberlo todo sobre ella; ahora sí, se lo ruego.
El capellán suspiró profundamente, como cogiendo fuerzas antes de comenzar, ya decidido a contarlo todo.
—Pauline Aubry, ese es su nombre de soltera, es natural de un pueblecito muy cerca de aquí, de Mas-Blanc-des-Alpilles, por lo que todo Saint-Rémy la conoce prácticamente desde que nació. Como habrá podido comprobar, además de atractiva es una mujer muy inteligente, con una gran perspicacia. Entró de jovencita a trabajar al servicio de los Murat y pronto se convirtió en primera doncella. Poco después, tras el fallecimiento repentino de la primera señora Murat, se casó con el viudo señor Murat, un caballero muy rico. En cuanto se supo la noticia, el escándalo en toda la comuna fue mayúsculo, porque los dos, uno por su riqueza y la otra por su belleza, eran personas muy conocidas. Los dos hijos del señor Murat no aceptaron la nueva situación y dejaron de hablarse con el padre. Las malas lenguas decían que Pauline había sido amante del hijo mayor y hasta se llegó a divulgar la sospecha de que la difunta señora Murat había muerto envenenada, porque al señor Murat se le acusaba de practicar la alquimia. Poco a poco se fue aceptando la nueva situación mientras Pauline se transformaba en la dueña de la propiedad y se alejaba de su auténtica familia. Pero las amistades de los Murat, las familias influyentes de la zona, no admitían que una criada se convirtiera en una señora de la noche a la mañana, y Pauline tuvo que desplegar todos sus encantos para convencer a los amigos de su marido de que estaba a la altura de cualquier circunstancia, usted ya me entiende… Es una mujer muy ambiciosa y ha encontrado el modo fácil de escalar puestos: conquistando a los hombres. Ahora, eso sí, hombres con dinero o con poder, independientemente de su edad o de su encanto personal.
Aldave escuchaba un relato que ahondaba en la herida que todavía llevaba sangrante. Se atrevió a continuar.
—¿Conoce usted al señor Cabasset, al prefecto?
—Por supuesto que lo conozco. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Sabe que él y Pauline Murat han sido amantes? —dijo el español algo nervioso.
El capellán se incorporó un poco del sillón para alcanzar la tetera que había dejado en una mesa baja entre las dos butacas, y volvió a llenar su taza lentamente, como alargando el momento de proseguir.
—Claro que lo sé, doctor Aldave —respondió con tranquilidad, intentando transmitírsela a su contertulio.
—¡Usted sabe más de lo que aparenta, padre Tamisier! —exclamó Galo levantándose del sillón.
—Cálmese, doctor, no merece la pena que continúe en ese estado. Yo le voy a explicar todo lo que sé, le doy mi palabra, pero debe intentar recomponerse. Lleva unos días demasiado alterado, todo el mundo se está dando cuenta en el sanatorio, y eso no es bueno para nadie, ni para los enfermos, ni para sus compañeros, ni, por descontado, para usted. Siéntese de nuevo, hágame caso, sigamos charlando…, pero no tenga miedo de conocer la verdad. Es la única que nos hace libres, recuérdelo.
Las palabras de Tamisier le aplacaron en parte. Se sentó dispuesto a oír lo que fuera con tal de acabar con aquella desazón que le consumía.
—¿Cómo ha descubierto que Pauline y Cabasset han sido amantes? ¿Alguien se lo ha dicho? —preguntó el capellán.
—No, no me lo ha dicho nadie. Lo he averiguado por casualidad, por una concatenación de acontecimientos.
—¿Y ha averiguado algo más, algo que desconocía sobre alguno de ellos?
—He descubierto que Pauline me ha mentido. Es otra mujer diferente a la que yo imaginaba. El amor y el deseo me han obcecado y me temo que he sido víctima de un complot que no acabo de comprender en toda su dimensión. Lo que tengo claro es que me han utilizado los dos, Pauline Murat y el prefecto, pero desconozco el objetivo final que pretenden. En este momento estoy terriblemente desorientado, sin saber dónde encaminar mis pasos, ni en lo personal ni en lo profesional. Por eso recurro a usted, padre, porque confío en usted y porque mi intuición me conduce a refugiarme en usted, sin que la razón confirme si voy por buen camino. Ya ve, estoy en sus manos.
—Bueno, bueno, no es necesario dramatizar… Pero puede estar tranquilo aquí, entre estas cuatro paredes, testigos de infinidad de historias y de vaivenes de la vida. Voy a intentar ayudarle, querido doctor. Es mi obligación como cristiano y, aunque no lo fuera, tengo que confesarle que desde el primer día en que nos conocimos supe que era una buena persona. Esa es otra importantísima razón para ayudarle. ¿Sabe lo que son dos hermanos de leche?
—Dos niños de distinta madre amamantados por la misma mujer.
—Exactamente. Pues bien, el prefecto Cabasset y yo somos hermanos de leche. A los dos nos amamantó a la vez mi madre, una mujer humilde que se ganaba la vida vendiendo su leche a la vez que alimentaba a sus propios hijos. Imagínese si lo conozco. Él procede de una familia adinerada y ya sabe que las mujeres de cierta posición no dan de mamar a su hijos. Nacimos a la par y crecimos juntos en Saint-Rémy. Compartimos escuela, juegos, confidencias de niños y, al llegar a la adolescencia, su familia, generosamente, porque no tenían conmigo ninguna obligación, sufragó los gastos de mi educación religiosa en Avignon. Allí se separaron nuestras vidas porque él fue enviado primero a Aix-en-Provence y después a París, pero jamás perdimos el contacto ni la amistad, pese a que nuestros caminos ya nunca confluyeron. Siempre que ha podido ha regresado a su casa familiar en Saint-Rémy y, cuando viene, no falta a su cita con una taza de té en esta humilde casa. Hace algunos años, cuando conoció a Pauline en casa de los Murat, quedó impresionado no solo de su belleza, sino de cómo una criada de Mas-Blanc-des-Alpilles se había transformado en una mujer tan fascinante. Como usted sabe, el cargo de prefecto de Bouches-du-Rhône es uno de los más influyentes de Francia después de los ministros, y eso Pauline también lo sabía. Se convirtieron en amantes en vida ya del señor Murat, a pesar de que, como a usted, yo le había desaconsejado semejante relación. Se veían muy discretamente, siempre fuera de Saint-Rémy, y nadie sospechó nada. Cuando murió el señor Murat, también de forma inexplicada, hubo quien murmuró comparando su desaparición con la de su primera esposa, y Pauline anduvo de nuevo de boca en boca, pero los médicos atestiguaron una muerte natural y ahí quedó la cosa. Pauline estaba convencida de que el testamento de su marido la iba a beneficiar, porque ya se había encargado ella de allanar el camino indisponiendo al señor Murat en contra de sus hijos, pero cuál no sería su sorpresa cuando comprobó que, efectivamente, era la gran beneficiaria de la fortuna familiar siempre y cuando no se volviera a casar o tuviera un hijo de otro hombre. Por una enfermedad del notario, la lectura del testamento se retrasó cuatro meses y, para entonces, Pauline ya estaba esperando un hijo del prefecto. Su primera intención al saberse encinta fue alegar que se trataba de un hijo póstumo de su marido, pero las fechas no cuadraban y se encontró con la tremenda situación de que, en cuanto naciera su hijo, iba a quedarse en la calle o, como mucho, iba a pasar de ser la potentada señora Murat a convertirse en la oculta mantenida del prefecto en algún barrio periférico de Marsella. Una noche, Cabasset se presentó aquí sin avisar. Me contó que Pauline, embarazada de tres meses, había viajado a Marsella a firmar unos contratos, se había encontrado indispuesta y había perdido el hijo que esperaban. Él acababa de dejarla en su casa, todavía convaleciente. Nadie del servicio se había enterado de nada. Estaba muy nervioso, demasiado. Yo solo le pregunté si necesitaba confesión y él declinó mi ofrecimiento. A lo largo de su relación y, sobre todo, durante el embarazo y el aborto, que tanta preocupación les originaron, cometieron la imprudencia de escribirse, de dejar pruebas, pasto potencial de personas sin escrúpulos. El ecónomo del sanatorio, Gastineau, un hombre vicioso, bebedor, jugador, frecuentador de prostíbulos, que se gasta el dinero más deprisa de lo que lo gana, obtuvo, aún no sabemos cómo, alguna de esas misivas y desde entonces los está extorsionando. Si sale todo a la luz y los hijos de Murat llevan el caso a los tribunales, unos buenos abogados pueden fallar a su favor y retirarle la herencia a Pauline. Por parte de Cabasset, el escándalo afectaría a su familia, a su mujer y a sus hijos y, qué duda cabe, a su brillante carrera profesional. Sin duda, lo hundiría.
Durante toda la relación de los hechos, Aldave permaneció escuchando, con la mirada fija en la mesa baja que tenían delante, repleta de libros. Le preguntó al capellán:
—¿Todo esto tiene algo que ver conmigo?
—Espere un poco más, todavía no he terminado. Hace unos meses, Cabasset vino a verme. Estaba muy preocupado. Gastineau los seguía chantajeando a pesar de que ya le habían entregado mucho dinero y de que ya no eran amantes. Además acababa de recibir información acerca del sanatorio de Saint Paul, responsabilidad última de su prefectura, sobre un elevado número de muertes entre los pacientes ingresados. Desde el Ministerio se proponían realizar una investigación al respecto. Él temía que, llegado el caso, Gastineau, si tenía algo que ver en el asunto y aprovechando el río revuelto, acabara acusándole a él de adulterio y, quién sabe, incluso de aborto provocado. Vino a pedirme consejo. No sabía por dónde tirar. Yo mismo le recomendé traer a algún experto para que investigase el caso antes de que los inspectores se presentasen y pusieran patas arriba todo, incluyendo el prestigio del centro y la encomiable tarea de los doctores, sobre todo del director. Ya ve, fui yo quien sugirió que viniese alguien como usted a Saint-Rémy, y no para utilizarlo en un hipotético contubernio como usted sospecha, sino simplemente para descifrar el enigma de por qué mueren los dementes del Saint Paul. ¿Quién cree que le dio la llave maestra al prefecto? Todo lo demás, su historia con Pauline…, ha ocurrido sin que yo haya podido evitarlo, porque, al verlo tan enamorado de ella, imaginaba las consecuencias.
—Y, ¿por qué no me ha dicho nada en todo este tiempo?, podría haber sido de gran ayuda para mis pesquisas.
—Esa fue la condición que me impuso Cabasset. Él cree que de esa manera usted puede investigar mejor, sin ninguna idea preconcebida.
Aldave se levantó y comenzó a pasear por la habitación.
—¿Conoció usted al cuñado de Pauline, al hermano de su marido?
—Por supuesto, lo conocía.
—¿Sabe a favor de quién testó?
—No.
Galo le explicó el hallazgo de la copia del testamento y su contenido. Tamisier se quedó pensativo.
—Es curioso, no creo que Cabasset conozca lo que me acaba de contar.
—Ahora, padre, con el corazón en la mano, ¿cree usted capaz a Pauline Murat de envenenar directamente o a través de terceras personas a los enfermos del Saint Paul para forzar un cierre de la institución y recibir así la herencia de su cuñado? —Aldave se había acercado a la butaca del capellán y emitió la pregunta en un tono de voz más bajo, como temiendo que alguien pudiera oírlos.
—Sinceramente, no —respondió convencido Tamisier, moviendo negativamente la cabeza—. Como le he dicho, Pauline Murat es una mujer extraordinariamente ambiciosa, capaz de seducir a cualquier hombre del que pueda obtener un beneficio, pero de eso a ser una asesina… No, no creo que lo sea. De la misma manera, nunca he creído que tuviera algo que ver en la muerte de su esposo o en la de la señora Murat, como dicen las malas lenguas. Podría decirle que estoy casi convencido, pero si usted cuenta con pruebas fehacientes…, puede hacerme cambiar de opinión.
Galo suspiró.
—No, no cuento con ninguna prueba, tan solo con suposiciones y, después de hablar con usted, se van desmoronando. Con este caso estoy perdiendo hasta la vocación por mi trabajo, puede creerme.
—¡Pobre Cabasset! —exclamó el capellán—, este va a ser su final. ¡Bendita la hora en que renuncié a los placeres de la carne!
—No me va a decir que no tiene tentaciones y que nunca ha sucumbido a alguna.
—¿Tentaciones? Ya lo creo que las tengo, querido doctor, como cualquier otro hombre. El mundo está lleno de mujeres hermosas y los sacerdotes estamos hechos del mismo material que ustedes los seglares: de barro —admitió, remarcando la palabra—. Pero nuestra fe nos fortalece, no lo dude. De otra manera…, caeríamos como cualquiera —concluyó bajando el pulgar, al modo de los emperadores romanos en el circo.
Aldave sonrió ante la sinceridad de Tamisier.
—¿Algo más en que le pueda ayudar, doctor?
—Sí, padre, una última cuestión. ¿Qué pinta en todo esto Adrien Clermont, el farmacéutico? ¿Es solo amigo de Pauline, ha sido su amante…? Hace varias semanas alguien estuvo a punto de herirme amparado por la oscuridad de la noche, tal vez de asesinarme, y estoy convencido de que fue él.
Ante la mirada atónita del capellán, Galo le contó lo sucedido con los dardos impregnados de curare y el hallazgo en la farmacia del veneno de los indios amazónicos. Mientras narraba los hechos, Tamisier movía la cabeza incrédulo.
—Usted se habrá sorprendido con mi relato —reconoció al español—, pero no tanto como yo con lo que me está contando…, pero a él…, aunque sea osado por mi parte decirlo…, sí, a él sí lo creo capaz de eso —añadió lentamente, como rumiando lo que iba diciendo—. Es un hombre muy extraño a quien nadie del sanatorio ni de Saint-Rémy conoce realmente. Llegó al Saint Paul hace unos tres años y enseguida entró en el círculo de amistades de Pauline, incluso cuando era amante de Cabasset. Yo estoy convencido de que está enamorado de ella y a la vez celoso de todo el que se le acerque, usted por ejemplo. Pero de la misma manera, no creo que Pauline le haya correspondido. Clermont ni es rico, ni tiene influencias, ni siquiera es apuesto como usted… Eso sí, a este tipo de mujeres les encanta tener a un pelele al lado que les diga a todas horas lo maravillosas que son y que les sirva para satisfacer cualquier capricho momentáneo. Por cierto, ¿lo ha denunciado a las autoridades?
—No. No podría hacerlo sin desenmascarar mi auténtica personalidad. Tampoco quiero implicar a Pauline, al menos por ahora.