CAPÍTULO 22

Cabasset, Cabasset…, un nombre que se repetía sin cesar en su interior. ¿Por qué? ¿Qué relación le unía a Pauline? ¿Por qué ella mintió diciéndole que se trataba de un proveedor? ¿Qué pintaba él mismo en todo aquello?… Por primera vez desde que comenzara toda aquella historia, se sintió como un títere al que lo visten, lo colocan sobre un escenario y lo hacen danzar, pero no acertaba a alcanzar a qué manos iban a parar los hilos que lo manejaban, ni las intenciones que perseguían ni, por supuesto, el desenlace que preveían los manipuladores. ¿Y quiénes eran estos? ¿Quién había planeado todo y lo había situado a él en el centro de una… quizás conspiración? ¿Cabasset? ¿El director Peyron? ¿La misma Pauline? Por supuesto, quedaba descartado su maestro, el profesor Leroy, cuñado del prefecto Cabasset. Conforme pasaban las horas, una idea se afianzaba en su mente: esa misma noche tenía que descubrir el enigma, al menos en lo que se refería a Pauline. No podía dejar pasar ni un día más sin averiguar quién era en realidad, qué ocultaba tras su apariencia de joven viuda, y esto le obligaba a acudir de nuevo a su casa y no salir de allí hasta que todo quedara aclarado.

Afortunadamente, el señor Van Gogh mejoró algo, recobró totalmente la conciencia y reconoció el intento de acabar con su vida bebiendo el petróleo que previamente había robado en el almacén. Todos intentaron ayudarle en su desconsuelo, pues su sufrimiento era mayor por el estado de ánimo en que se encontraba que por las consecuencias físicas del veneno. Pensaba sobre todo en la persona que más quería en este mundo, su hermano Théo, y rogó a los médicos que no le comunicasen el incidente para evitarle un padecimiento añadido a la preocupación constante que tenía por Vincent. La hermana Anne-Marie era la persona del sanatorio con la que el pintor tenía más confianza y ella se quedó cuidándole. Al mediodía, el doctor Larroque apareció en el despacho de Aldave.

—Doctor Aldave, acaba de llegar una carta de París a su nombre. La remiten desde la Facultad de Medicina. Seguramente será el resultado de los análisis que solicitó.

Efectivamente, el equipo del laboratorio de la Facultad había analizado las muestras de la última autopsia y determinaba que no se había encontrado ninguna sustancia tóxica en ellas. Respecto al líquido enviado procedente de un recipiente de la farmacia del sanatorio, se trataba de curare, como muy bien había supuesto Galo. «Estoy como al principio. Esto es desesperante —pensó—. De nuevo sin evidencias sobre el tóxico que envenena en el Saint Paul. Me rindo». Pero antes de rendirse, tenía que poner las cartas boca arriba, al menos las que concernían a la mujer que todavía era su amante y a la que se había entregado incondicionalmente. Estaba inquieto, desazonado, casi rabioso, como en el sueño en el que Pauline era su mujer y lo engañaba. No podía olvidarse del prefecto y era incapaz de elaborar una conexión congruente entre Pauline, Cabasset y él mismo. Le acudían a la cabeza múltiples hipótesis, como que los otros dos eran amantes, pero en ese caso no lograba establecer su propio papel en medio de toda la historia. Rememoraba a Pauline, sus momentos de maravillosa intimidad, y le parecía imposible que una mujer pudiera fingir aquella ternura, aquella pasión, aquel amor de una forma tan convincente. Otra posibilidad, nada desdeñable, era que Cabasset y la viuda Murat tuvieran negocios juntos y, como ella afirmó, fuera él proveedor de algún artículo para las fábricas de la familia, pero, en ese caso, ¿por qué no le dijo claramente el nombre de la «visita» con la que se había entrevistado en la biblioteca, tratándose, además, de un hombre tan influyente?… O tal vez por eso, por tratarse de una personalidad importante, preferían no mencionar nombres, porque verdaderamente Pauline desconocía la relación entre el prefecto y él… ¿O no?

Con determinación, le envió una breve nota para comunicarle que esa misma tarde acudiría a su casa para cenar y se quedaría a pasar la noche. Al escribirla no pudo evitar sentir un escalofrío. Pensaba en lo que podría encontrar allí y en su propia situación después…

La barbería era uno de los lugares de Saint-Rémy que le gustaba frecuentar. Desde el primer día que entró, había establecido una relación cordial con su dueño, que nunca preguntaba sobre asuntos personales, pero con quien todo el mundo se desahogaba contándole sus alegrías y sus penalidades. Galo no era de esos, pero le entretenía oír a los paisanos arreglar el mundo a su manera mientras les enjabonaban la barba porque le recordaba, a pesar de la distancia, la cháchara que se montaba en la barbería de Tudela cuando él era un mozalbete y tenía que aprender bastante de la vida. Lo mismo se hablaba de mujeres que del tiempo, de política o del último afilador que había aparecido por la localidad. Cuando llegó esa tarde, no había ningún cliente y enseguida comenzó a enjabonarle el oficial primero de la barbería. Hablaban del tiempo, de lo que había empeorado de un día para otro y de la llegada del mistral. Se oyó la puerta y entró un cliente. Nada más oír «Buenas tardes», a Galo le pareció reconocer la voz y se puso en guardia.

—¡Ah, es el doctor Aldave! ¡Cuánto tiempo sin saber de usted!

El perfumista de Tarascon, amigo de Pauline, le tendía la mano mostrando su sonrisa de hombre interesado. Se sentó al lado del español. El dueño se apresuró a atenderlo.

—Hace mucho que no le veía, doctor, ¿cómo va todo?

El médico solo pudo responder con una pequeña afirmación de cabeza, porque el barbero estaba acercándole la hoja de la navaja.

—La otra noche le echamos de menos en casa de los Murat. ¿Recuerda la cena que compartimos hace no mucho tiempo? Pues repetimos otra parecida, pero con la diferencia de que después nos pusimos manos a la obra…, ya sabe…, la señora Murat había adquirido nuevos… «ingredientes» —dijo subrayando la palabra— para poder «cocinar» —en el mismo tono— las «recetas» que llevamos entre manos. Estamos muy cerca de elaborar el magnífico «postre» del que le hablamos. Todavía estamos esperando que usted se anime a colaborar con nuestro grupo.

Afortunadamente, Aldave no se encontraba en disposición física de contestar porque ni siquiera había querido procesar una respuesta. Estaba claro que todavía se reunían para practicar la alquimia y Pauline había aprovechado su ausencia de Saint-Rémy para citarlos. La sola presencia allí del perfumista y la mención de que frecuentaba la casa de Pauline le calentaban la sangre, y hasta la entonación de su voz, aflautada y tendente a alargar las palabras finales de cada frase, le irritaban. Intercambió únicamente con él cuatro palabras de cortesía y partió sin perder un minuto hacia su ineludible destino esa tarde: la casa de los Murat. Al pasar por la rue Carnot divisó a la mujer que vendía flores y le encargó un ramo, esta vez de rosas amarillas.

—Hoy lo llevaré yo mismo, señora.

Al final de esa calle, un hombre se ganaba la vida alquilando carruajes y transportando él mismo a pasajeros a pequeñas distancias. No lo había premeditado, pero al pasar por allí y sin pensarlo dos veces alquiló una calesa para conducirla él mismo. Llegaría antes a casa de Pauline y, en caso de necesitarlo, saldría de allí también más rápidamente. El primero en extrañarse fue Henri, el mayordomo, pues era la primera vez que lo veía conducir un coche. Lo acomodó en la zona reservada a las cabalgaduras de los invitados y le ofreció entrar. La mesa estaba ya dispuesta y la cena a punto de servirse. Pauline parecía haber olvidado la frialdad de la noche anterior y estaba como siempre, radiante y afectuosa. A Aldave no le quedaba otra que fingir normalidad, pero en su fuero interno algo bullía.

—¡Qué contenta estoy de que te quedes a pasar la noche!

Cenaron donde a ella tanto le gustaba, en la terraza de su habitación, sobre los jardines perfumados de nardos, alumbrados por dos velones que habían ido consumiéndose con el paso de las noches, envueltos por el misterioso velo del firmamento estrellado. El mistral había amainado y solo se oían los grillos y las lechuzas. Aun en la oscuridad, Galo contemplaba la magnífica higuera bajo la cual habían conversado tantas noches y se habían besado en silencio arropados por su frondosidad.

—¿Bajamos a pasear al jardín? —propuso ella cuando finalizaron la cena.

Recorrieron de la mano, pausadamente, la parte de la finca más cercana a la mansión. Galo intentaba guardar para sí las imágenes, los sonidos y olores que iba captando en esa casa una vez más, temiendo que se convirtiera en la última. Esa idea le perseguía desde que cruzó con la calesa la verja de entrada, y hubiera dado todo lo que poseía por poder lanzarla al vacío, por atestiguar que Pauline le amaba realmente y él no era una víctima de una confabulación o de algo parecido.

Volvieron al interior y se acostaron. Galo esperaba que Pauline depositara la sortija de la esmeralda en una bandeja donde dejaba todas sus joyas, pero no lo hizo, no se la quitó del dedo y, por supuesto, él no dijo nada. El español lo tenía todo planeado, pero tenía que actuar con cautela. Al poco de que ella se durmiera, encendió una lámpara y la colocó en una mesa auxiliar para que la luz le permitiera ver sin deslumbrar a Pauline y despertarla. El primer paso, la obtención de la llave oculta en la sortija, ya se había complicado. Tenía que conseguir abrirla sin sacarla del dedo de Pauline y, desde luego, sin que ella se diera cuenta. En ese momento tenía la mano fuera de la sábana. Galo se tumbó de nuevo fingiendo estar dormido y tentó la mano de su amante acariciando el anillo, como si lo hiciera en sueños. Con el contacto, ella cambió de postura y trasladó la mano un poco más lejos. Aldave volvió a intentarlo sin rozarla demasiado. Con la táctica de acariciar la sortija pudo delimitar los engarces y percibir un pequeño saliente en uno de los vértices en los que asentaba la esmeralda. Al presionarlo, la piedra preciosa se levantó como la portada de un libro y Galo, incorporándose, vio una minúscula llave en el interior de un receptáculo de oro. Era muy difícil alcanzarla con sus dedos de hombre, no le quedaba otro remedio que rotar la mano de Pauline para que, por la fuerza de la gravedad, cayera su contenido. Delicadamente lo hizo y la llave cayó sobre la sábana. Aldave volvió a colocar la esmeralda en su sitio y respiró tranquilo. La primera parte de su plan había sido un éxito. Pero solo se trataba del principio. Cogió la llave y se dirigió sin más preámbulos al mueble antiguo. Sin mirar, para estimular más el sentido del tacto, fue tentando la madera hasta que encontró el pequeño agujero que ya había descubierto semanas atrás cuando Pauline sacó de allí la llave del sótano. Introdujo la llavecilla y volvió a escuchar unos sonidos encadenados que indicaban que algo se había abierto. Efectivamente, como por arte de magia, habían surgido múltiples manecillas de la madera para que, simplemente tirando de ellas, pudieran extraerse los cajones. Fue abriéndolos uno por uno. Algunos estaban vacíos, pero otros, la mayoría, contenían cajas con joyas, documentos y, el más alto, una llave de buen tamaño que estaba señalada con un signo. Aldave acercó la lámpara: «s». La depositó encima del mueble, junto a la bandeja de las alhajas que Pauline se había quitado, y comenzó a sacar los documentos. Iba leyendo rápidamente de qué trataban, la mayoría títulos de propiedad que no le interesaban, pero enseguida encontró lo que andaba buscando: pliegos testamentarios y cartas. Bajó la potencia de la lámpara y se vistió rápidamente. Tomó la llave, el fajo de pliegos y salió sigilosamente de la habitación. Pauline seguía durmiendo, ajena a todo.

Aldave conocía perfectamente el camino hacia el sótano. En una ocasión, la viuda Murat se lo había indicado, añadiendo: «cualquier día te enseño lo que tengo dentro, no te lo esperas». Ahora iba a verlo él solo. Bajó por la escalera, que estaba en completo silencio. Los sirvientes dormían en la última planta y sabía perfectamente que ninguno permanecía despierto vigilando la finca. Atravesó la cocina, un pequeño pasillo donde se encontraba la gran despensa de la mansión y por fin, tras bajar un pequeño tramo de escaleras, llegó a la puerta cerrada siempre con llave. La abrió sin dificultad, encendió una lámpara que descansaba en un soporte de la pared, para así tener más iluminación, y cerró por dentro, con el fin de evitar la sospecha de alguien que pudiera merodear por allí. La estancia no era demasiado grande y estaba repleta de botellas, decenas, cientos, quizá mil o más, casi todas cubiertas de polvo, colocadas ordenadamente en hileras de estructuras de madera donde se disponían como dos vertientes de un tejado. También las paredes estaban forradas de estanterías con botellas etiquetadas. Giró sobre sí y recorrió el cuarto buscando algo más que justificase tanto misterio. Examinando detenidamente todos los estantes, se percató de que un fragmento de madera estaba más limpio, casi libre de polvo y telarañas. Tiró de él y el anaquel se deslizó, abriéndose y dando paso a una puerta cerrada. La llave de la puerta del sótano no servía. Debía de andar cerca de allí la que la abriera, pues en los cajones de Pauline no había ninguna otra. Echó un vistazo rápido y, como no vio nada, sacó su ganzúa y en pocos minutos logró su objetivo.

Casi no podía creer lo que estaba contemplando. Delante de sus ojos, una enorme sala de paredes lujosamente enteladas, de las que colgaban multitud de cuadros, todos ellos con la figura de Nostradamus representada por diversos artistas o con la de discípulos suyos practicando la alquimia. En el centro de la estancia, una enorme mesa rectangular de caoba, con las patas extraordinariamente cinceladas y el tablero compuesto por cientos de piezas de maderas nobles dispuestas con maestría formando dibujos geométricos. Sobre ella, todos los instrumentos y artilugios necesarios para la práctica de la alquimia: matraces, pipetas, morteros, un reloj de arena, un alambique… y hasta una calavera. En un extremo del cuarto, un horno, y en una de las paredes, una estantería con frascos etiquetados que, en teoría, contenían diversas sustancias, desde metales hasta hierbas medicinales…

Hasta ese momento, Aldave había puesto en tela de juicio las «prácticas alquimistas» de Pauline y sus amigos. Pensaba que se trataba de un juego de intenciones, de mera palabrería alrededor de una mesa, pero al ver aquello comprendió que había estado equivocado, que allí «hacían cosas» aunque, por supuesto, ni la piedra filosofal ni la píldora rosa. Le vino a la cabeza su odiado farmacéutico Clermont. Por su profesión, él sí podía elaborar sustancias con aquellos utensilios y de manera subrepticia…, quién sabe si el veneno que hacía enfermar y mataba a los pobres pacientes del Saint Paul… Pero ahora Galo no disponía de tiempo ni de capacidad para llevarse de allí muestras que, una vez analizadas, pudieran dar luz en aquel caso tan extraño. Antes del amanecer debía acabar con la tarea que se había autoencomendado y que era, ni más ni menos, desenmascarar a su amante, si es que el rostro que le mostraba no era el auténtico.

Hizo un hueco en la mesa, colocó una lámpara y, al lado, los papeles de Pauline. Primero, una copia del propio testamento de la viuda, quien dejaba todos sus bienes a sus hermanos, residentes en Mas-Blanc-des-Alpilles. Después, el testamento del señor Murat, extenso y complejo. Galo lo leyó detenidamente, punto por punto y sin saltarse siquiera las disposiciones adicionales. En resumen, legaba una tercera parte de sus bienes a sus dos hijos, residentes en Nîmes, y las dos terceras partes restantes a su esposa Pauline en usufructo hasta su muerte, momento en el cual todo pasaría a manos de los hijos o sus herederos. Mientras tanto, ella podía disponer de su parte a su antojo: tomar decisiones en los negocios, recibir, por supuesto, sus ganancias y las rentas de sus propiedades, disfrutar por entero de la casa y de toda la finca de Saint-Rémy…, con una única excepción: si se volvía a casar o tenía un hijo de otro hombre, lo perdía todo. No decía nada referente al sanatorio de Saint Paul ni a una posible dádiva otorgada por la familia.

Aldave se sorprendió de que entre los papeles apareciera la copia de un tercer testamento a nombre de Michel Murat, el hermano del marido de Pauline, el que, según ella contó, enloqueció de repente, sanó gracias a la atención del doctor Peyron en el Saint Paul y murió accidentalmente en una cacería. Su redacción era clara: dejaba todos sus bienes a su único hermano, el marido de Pauline, con una obligación añadida: este debería donar anualmente una cuantiosa cantidad de dinero al sanatorio de Saint Paul en agradecimiento a los cuidados que había recibido, por lo que el montante líquido de los bancos y sus intereses debería conservarlo para tal fin. A la muerte del hermano, sus negocios e inmuebles pasarían a los herederos que obtuvieran menor proporción de la herencia y el dinero del banco iría a parar al heredero principal, obligándole a salvaguardarlo para continuar indefinidamente con la donación al Saint Paul. Quedaría eximido de esta carga y, por lo tanto, podría disfrutar del capital en el momento en que se cerrara el Saint Paul por cualquier circunstancia.

Galo se quedó atónito. No era esa la versión que le había contado Pauline. Ella le dijo que otorgaba la limosna al sanatorio por voluntad propia, pero que no tenía ninguna obligación contractual con el Saint Paul tras la muerte de su marido; incluso le confesó, y él la creyó, que prefería verse en la ruina antes que no entregar su donativo. Le había mentido. El dinero del cuñado, el reservado para el Saint Paul, era su única fortuna en caso de un hipotético matrimonio, pero para disfrutar de él el sanatorio no debía existir, debía cerrar «por cualquier circunstancia». Como el prisionero al que tapan los ojos con un pañuelo para llevarlo a un lugar lejano y después se lo retiran y ve la luz del sol tras días de oscuridad y desorientación, Aldave comenzó a vislumbrar una realidad que hasta entonces había permanecido neciamente velada. Desvió su mirada hacia la mesa, repleta de chirimbolos. Estaba todo muy claro: la elaboración de un veneno, la colaboración del farmacéutico, que amaba a Pauline, la muerte de los enfermos, la defenestración del sanatorio, su cierre, el cobro de la herencia… Sintió náuseas. Comenzó a encontrarse mal. Pero todavía no había acabado. Le faltaban las cartas, clasificadas en dos paquetes. Desató las cintas. Las del primero estaban todas firmadas por el ecónomo Gastineau, y las del segundo por Cabasset, el prefecto de Marsella. Todas ellas convergían en un mismo asunto: el ecónomo estaba chantajeando a Pauline y al prefecto porque habían sido amantes y Gastineau disponía de pruebas que lo constataban. Las cartas de Cabasset confirmaban la preocupación por la extorsión y daban a entender que la relación amorosa entre ambos había finalizado hacía tiempo.

En muchos de los juicios que al español le correspondía asistir por su condición de forense aparecía alguna persona, bien testigo, bien acusado, que se bloqueaba ante el tribunal, ante el relato de los hechos, y era incapaz de articular una palabra inteligible y hasta de mover un solo músculo de su cara y de su cuerpo. En una situación similar se encontraba Aldave en ese momento. Había confiado en encontrar algo que esclareciera la personalidad de Pauline, pero nunca esperó hallar semejantes revelaciones. Le dolía la cabeza cada vez más. Las lámparas estaban consumiéndose. Metió las cartas en los sobres, los ató, recolocó todo en la mesa y salió de allí. Eran ya las cinco de la mañana. Se le había hecho más tarde de lo que había planeado. A las cinco y media aparecían los primeros sirvientes por la casa y la finca. Tal vez ya se estuvieran levantando. Cerró la puerta del sótano con la llave de Pauline. No se oía todavía nada, tan solo algún gallo cantando detrás de la mansión, en la zona de los huertos. Cuando estaba a punto de entrar en la habitación de Pauline, oyó unas pisadas en el piso superior y temió que pudiera despertarse porque no tenía preparada ninguna excusa si lo veía con los documentos en la mano. Afortunadamente, ella seguía durmiendo y, con un mínimo hilillo de luz procedente de la lámpara, pudo colocar todo en los cajones. Le faltaba dejar la llavecilla en la sortija de la esmeralda y a esas horas lo más probable es que, si le rozaba la mano, Pauline lo notara. No sabía qué hacer. No debía haber cerrado el compartimento de la sortija. No le quedaba más remedio que utilizar un recurso que había reservado para un momento complicado como aquel. Sacó un pequeño frasquito con cuentagotas de un bolsillo de su levita, vació cinco gotas en su pañuelo y lo acercó hasta la nariz de la viuda. Al notar el contacto con la tela, ella intentó abrir los ojos, pero sin conseguirlo y, simplemente, quedó más profundamente dormida. Galo aprovechó esta circunstancia para abrir de nuevo la sortija, introducir la llave, cerrar…, y ya estaba todo concluido. Con la mínima cantidad de cloroformo que le había administrado dormiría una o dos horas más de lo habitual, quizás se despertaría con dolor de cabeza, pero era imposible que sospechara algo y tampoco le iba a originar ninguna otra complicación. En el sótano había preparado una nota en la que se despedía de ella sin demasiados halagos, pero en un tono cercano al habitual, para que no sospechara nada. Por el momento no quería destriparlo todo, porque quedaban muchos cabos sin atar y, sobre todo, porque él mismo necesitaba tiempo para digerir todo aquello. Dejó la nota encima de la mesita de noche. Antes de salir de la habitación de Pauline, la miró, tan bella como siempre o incluso más, con su maravilloso pelo negro extendido sobre las sábanas… Sintió un latigazo interior de rabia consigo mismo, de impotencia, de soledad… Había entrado esa noche en la casa con la recóndita esperanza de encontrar datos que confirmasen la lealtad de su amante, su honradez…, y salía con la convicción de que ella le había engañado en todo, le había herido en lo más profundo de su masculinidad y de su orgullo.

En la puerta se encontró con el mayordomo.

—¿Ya se marcha, doctor, tan pronto?

—Sí, Henri. Prepáreme, por favor, el coche.

—Claro, doctor. ¿No quiere desayunar antes?

—No, gracias, Henri. Tengo prisa por llegar al sanatorio.

Se alegró de haber alquilado la calesa, porque lo último que le apetecía en ese momento era ir andando hasta Saint-Rémy o que lo acercara algún sirviente de Pauline. Devolvió el coche a su dueño y, al llegar a su habitación en casa de Poulet, se acostó vestido en la cama, sacó el frasco de cloroformo, echó en el pañuelo una cantidad indeterminada y aspiró profundamente.