CAPÍTULO 21

Las pisadas de los tres hombres, casi al unísono, sonaban amplificadas en el camino de tierra que conducía, una vez dentro del recinto del Saint Paul, desde la verja exterior hasta el edificio principal. Se estaba levantando un poco de viento y los cipreses y los tilos de los parterres comenzaban a bambolearse ligeramente. El ayudante había dicho que Larroque le esperaba en la habitación del enfermo y allí se dirigieron. En el primer piso del ala de los ingresados varones, Vincent van Gogh disponía de dos habitaciones, una de ellas para guardar todo su equipo de pintura y la otra como estancia habitual. Las dos daban a la parte de atrás del sanatorio, al huerto y los campos cultivados, y ese paisaje divisado desde su ventana le había servido de inspiración para muchos de los cuadros que Aldave veía por allí a diario. Todos ellos tenían la misma peculiaridad: eran asombrosamente estrambóticos, pintados con colores estridentes y trazos ondulados, desorganizados, insólitos, tanto que en ocasiones llevaban a mirar hacia otro lado y a pensar cómo la mente humana, aunque sea de un loco, puede albergar semejante visión de la realidad.

El enfermo se encontraba tendido en su cama, con aspecto sudoroso y somnoliento. A su lado, la hermana Anne-Marie estaba abrochándole los botones de la blusa limpia mientras una sirvienta recogía del suelo varias prendas que olían a vómito. El doctor Larroque, al verlo entrar, le tendió efusivamente la mano mientras le estrechaba fuertemente el brazo con la otra.

—¡Gracias a Dios está usted ya aquí, doctor Aldave!

—¿Qué ha ocurrido, Larroque?, ¿cómo está el enfermo?

—Está mal, doctor, acaba de expulsar un vómito oscuro y después ha sufrido un intenso y prolongado ataque de tos que ahora por fin ha cedido…, y ya ve, no responde a estímulos verbales, está casi en estado de coma.

El español se acercó al pintor y le tomó el pulso; era rítmico y potente. Después le pellizcó suavemente la piel sobre las clavículas para comprobar su estado de hidratación y posteriormente le pellizcó con algo más de fuerza los pezones, maniobra habitual para averiguar la profundidad de un estado de coma. Van Gogh emitió un quejido, lo que el médico interpretó como un estado comatoso de moderada intensidad, puesto que respondía ante los estímulos dolorosos.

—¿El vómito semejaba a los posos del café? —preguntó a su compañero mientras le levantaba los párpados al enfermo e inspeccionaba sus pupilas.

—No. Si a lo que usted se refiere es si se trataba de una hemorragia estomacal, no creo, más bien era contenido gástrico alimenticio mezclado con una especie de pasta oscura.

La sirvienta, al oír a los facultativos, les mostró los restos del vómito en la ropa del enfermo.

—No, no parece una hemorragia de estómago —apostilló Galo—, tiene usted razón. Guardaremos estas ropas por si necesitamos realizar algún análisis.

El enfermo comenzó de nuevo a toser sin apenas abrir los ojos. Entre Larroque y Aldave lo incorporaron un poco. Profería una tos seca, aguda y repetitiva. Por momentos parecía que se iba a quedar sin respiración. Todos estaban en silencio, sobrecogidos por el sufrimiento que le originaba al paciente.

—Hermana —dijo Aldave a la religiosa—, vaya a mi despacho y traiga el estetoscopio.

—Ahora mismo.

La hermana salió rápidamente del cuarto. Galo indicó al ayudante que le relevara en la tarea de incorporar un poco al paciente en la cama y comenzó a escrutar toda la habitación ayudado por la lámpara que portaba el chico. De una de las paredes colgaba un grabado de la Pietà de Delacroix. El médico iluminó alternativamente el cuadro y el rostro del enfermo y, sorprendentemente, el Cristo difunto y el señor Van Gogh parecían la misma persona, tal era el estado en el que se encontraba.

—Larroque, ¿tiene alguna idea sobre el origen de esto?

—No, doctor Aldave —contestó el psiquiatra—. Lo han encontrado así cuando han pasado revista a las habitaciones después de la cena. El señor Van Gogh hoy no había bajado a cenar, diciendo que estaba desganado, pero esta tarde ha merendado con todos y, aunque más decaído que en los últimos días, su aspecto era normal. Yo mismo lo he visto.

—¿Ha tomado bien toda la medicación pautada por ustedes?

—En este momento el único tratamiento que tenía prescrito eran dos dosis diarias de hidrato de cloral, que se las ha administrado la hermana que sustituía a la hermana Anne-Marie y ella misma ha asegurado que las ha tomado correctamente.

El enfermo continuaba con su acceso de tos, lo que originaba un cierto nerviosismo entre los presentes. Una hoja de la ventana estaba abierta y el viento de la calle, que estaba envalentonándose, comenzaba a moverla y a hacerla chirriar. El chico que había ido a buscar a Galo no sabía si cerrarla o no y miraba dubitativamente a los médicos, sin atreverse a interrumpir su conversación para consultarles qué hacer. Al ruido de los goznes se unía el del cortinaje bailando al son de la corriente.

—¿Por qué cree que esto se debe a una intoxicación, doctor Larroque? —preguntó Galo.

—Hace unas horas se encontraba perfectamente, no tiene fiebre, no ha tenido síntomas catarrales… Dígame usted qué puede ser, si no.

Aldave no contestó. Había encontrado un objeto bajo la mesilla de noche.

—¿Alguien sabe qué es esto?

El español estaba mostrando con la mano en alto una especie de pequeña garrafa de cristal con un líquido oscuro y denso en su interior.

—¡Dios mío! —exclamó el chico—, ¡es el petróleo de las lámparas! ¡Dios mío!

Cogió el recipiente de manos del médico sin dar crédito a lo que veía.

—¿De dónde demonios lo habrá sacado? —manifestó extrañado.

Galo volvió a coger la garrafa, retiró el tapón de corcho y aspiró el inconfundible aroma del petróleo.

—¿Quién se encarga de guardar y reponer el petróleo de las lámparas? —preguntó al chico.

—Yo mismo, doctor. Se guarda bajo llave en un pequeño almacén contiguo al almacén general y yo me encargo de llenar todos los días las lámparas después de la comida de mediodía para que estén listas para la noche.

—En ese caso… tú debes buscar la respuesta…

El chico, que tenía cara de espabilado, instintivamente se llevó la mano a un bolsillo de su chaleco.

—¡Diantres, la llave!, ¡me la han robado!, ¡la llave del almacén!

En ese momento entró la hermana Anne-Marie con el estetoscopio del médico. El enfermo estaba algo más aliviado de la tos. Lo reconoció Aldave mientras Larroque y el ayudante seguían sujetándolo.

—Sí —afirmó, ofreciendo el aparato a su compañero para que pudiera él también auscultarlo—, tiene estertores finos basales en los dos campos pulmonares, sin duda por una aspiración de petróleo a la vía aérea durante el vómito. Ahora es de una importancia vital que no vomite más.

—Pero ¿cómo vamos entonces a combatir el tóxico? ¿No sería mejor hacerlo vomitar con jarabe de ipecacuana para que lo eliminara antes de que pase al intestino? ¿O prefiere que le practiquemos un lavado de estómago?

—Ninguna de las dos cosas, Larroque. Ahora que tenemos claro cuál ha sido el origen del mal, de la intoxicación, como usted muy bien supuso, no podemos eliminarlo por la boca como cualquier otro tóxico porque al sacar el petróleo por vía oral podríamos producir otra vez una erosión de las mucosas al pasar de nuevo por el esófago y, sobre todo, originarle una pulmonía por aspiración todavía mayor de la que ya tiene, lo que le produciría la muerte irremediablemente.

—¿Entonces?

—Entonces, debemos impedir que vuelva a vomitar y, si lo conseguimos, la naturaleza tendrá la última palabra. Es muy improbable que haya ingerido una gran cantidad de petróleo por dos razones: la primera es que la garrafa está bastante llena, y la segunda es que por las características organolépticas del producto es muy difícil tragar una gran cantidad de él.

Aldave se dio cuenta de la expresión de ignorancia del chico y del ayudante.

—Me refiero —explicó— a que tanto la densidad como el sabor y el olor del petróleo hacen tremendamente difícil que alguien, aunque esté muy mentalizado para ello, pueda ingerir una cantidad mortal.

Tras las palabras de Aldave todos se tranquilizaron un poco; además, el pintor había dejado de toser y descansaba.

—¿El farmacéutico no estará a estas horas en el sanatorio, verdad? —preguntó Galo.

—No creo —respondió la hermana—, se va a media tarde. Además, al pasar delante de la farmacia no he visto luz alguna, pero si lo necesita pueden ir a buscarlo a su casa —dijo señalando al chico, que permanecía cariacontecido tras el hallazgo de la garrafa de petróleo y la desaparición de la llave.

—No, no —respondió inmediatamente el español, sin intención alguna de encontrarse con Clermont—. Si me buscan la llave de la farmacia, yo mismo encontraré por allí algún antiemético.

Por supuesto, Aldave recordaba que tenía en su poder la llave maestra con la que abría todas las puertas del sanatorio, pero no quería ponerlo en evidencia delante de todos. Larroque guardaba una en su despacho, en previsión de que surgiera alguna urgencia como la de esa noche.

—Muy bien, Larroque. Lo mejor será que me la traiga aquí; mientras tanto velaré yo al enfermo. Después cambiamos los papeles y voy yo a la farmacia.

Al salir el psiquiatra, Galo indicó con la cabeza al ayudante y este cerró la ventana, por la que ya entraba bastante corriente.

—Es el mistral, doctor —indicó el ayudante—. El viento endiablado de la Provenza. Nunca trae nada bueno. Ya ve, pobre hombre —añadió señalando a Van Gogh, como si el viento fuera responsable de su desgracia.

No transcurrieron ni diez minutos cuando Larroque ya estaba allí con la llave en la mano. Aldave organizó todo.

—Tal vez necesite ayuda en la farmacia, ¿podría venir usted conmigo, hermana?

—Por supuesto, doctor.

—Usted, Larroque, quédese aquí con el enfermo hasta que vengamos, y usted —dijo dirigiéndose al ayudante— acompáñele para incorporar de nuevo al señor Van Gogh si lo precisa. Tú, chico, será mejor que vayas al cuarto donde guardáis el petróleo a ver si la puerta está cerrada, como exigen los reglamentos, y mira bien por todas partes por si encuentras la llave. Y usted —ordenó a la sirvienta—, por mi parte, puede retirarse.

La mujer se agachó para llevarse la indumentaria sucia del enfermo que todavía estaba abandonada en un rincón.

—¡No, deje todo ahí! Cuando vuelva quiero examinar detenidamente toda la ropa. No se preocupe, yo mismo la llevaré al lavadero una vez haya terminado.

La mujer obedeció. Salieron todos menos Larroque y el ayudante, como había indicado Galo.

—Yo, doctor… —gimoteaba el chico mientras bajaban los dos tramos de escaleras—, siento mucho lo que ha pasado… Espero que se cure el señor pintor…, pobre de mí si no se cura…, seguro que me echan del sanatorio.

—No te preocupes por eso —le animó la religiosa con dulzura—, todos sabemos que tú no has tenido ninguna culpa. Seguramente te habrá robado la llave en un descuido. Ahora, vete a ver el almacén, como te ha ordenado el doctor.

Aunque era ya muy tarde, se seguían oyendo voces en el ala de las habitaciones de las mujeres que sugerían que alguna de ellas estaba agitada e intentaban contenerla. Aldave recordó la frase del ayudante sobre el mistral, el viento turbulento de la Provenza, «sí, el mistral está animando la noche», pensó. Cuando llegaron a la farmacia, el español abrió la puerta con facilidad y se dirigió directamente al estante donde se guardaban los principios activos más comunes. Antes, iluminó cuanto pudo la habitación con la lámpara para obtener una panorámica general, y enseguida observó algo que le llamó la atención. A ambos lados del ventanal situado al fondo estaban dispuestas dos estanterías idénticas repletas de libros científicos. Recordaba con nitidez que la noche que entró allí a indagar sobre el farmacéutico todos ellos estaban perfectamente colocados, sin que sobresaliera ni un ápice de un lomo. Sin embargo, ahora un libro distorsionaba ese orden, estaba puesto en la fila más alta, tumbado sobre los demás, como abandonado allí precipitadamente y luego olvidado… Los anaqueles estaban cerrados con llave. Sin pensarlo dos veces, Aldave sacó la ganzúa que guardaba siempre consigo junto a la llave maestra del prefecto y abrió sin dificultad. Se encaramó un poco hasta alcanzar el libro y, cuando lo tuvo en la mano, un escalofrío le recorrió de arriba abajo: trataba de los indios del Amazonas y de las técnicas de caza que utilizaban, sobre todo de las cerbatanas y el curare. Ahora ya no quedaba ni el mínimo ápice de duda: el farmacéutico había sido su agresor la noche en que le lanzaron los dardos envenenados. En décimas de segundo pasó ante él toda la escena del ataque, parapetado el farmacéutico por el silencio y la oscuridad. Si llega a acertar en la diana, tan solo un milagro le habría salvado de una muerte segura. Pero ahora no podía dedicar ni un minuto más de tiempo a ese asunto. Un hombre yacía grave intoxicado por petróleo y su obligación era socorrerlo y salvarle la vida. Volvió a colocar el libro en su sitio y cerró. La hermana Anne-Marie estaba esperando en completo silencio. Sin perder más tiempo, Galo revisó los frascos de las medicinas y cogió uno de color ámbar etiquetado como Tintura de Echinacea purpurea y otro con esencia de eucalipto.

—Esto nos podrá servir, vamos, hermana.

Mientras volvían a la habitación del enfermo, Aldave se sintió de pronto cansado y cayó en la cuenta de que también la religiosa debía de estar agotada tras el largo viaje y el inesperado enfermar del pintor holandés.

—Hermana, gracias por todo, pero ahora debe irse a descansar.

Mientras le decía estas palabras al pie de la escalera, alumbrados por la luz cada vez más débil de la lámpara, Galo sintió una cierta turbación al percibir que de nuevo se encontraban a solas rodeados de la oscuridad y el silencio. Recordando lo sucedido la noche anterior en la abadía de Sénanque, a punto estuvo de disculparse ante la joven, pero una fuerza interna lo retuvo. Solo le dijo, con cariño, a media voz:

—Hágame caso, hemos tenido un día muy complicado y debe dormir. El sueño es el mejor bálsamo y el más poderoso reconstituyente. Váyase a la cama, mañana tenemos mucho que hacer.

La hermana, tras unos segundos de indecisión, consintió con la cabeza.

—De acuerdo, es verdad que estoy muy cansada. A primera hora me acercaré a la habitación del señor Van Gogh. Confiemos en que el Señor lo sane pronto.

La enferma que gritaba minutos antes ahora ya no se oía. Galo regresó al cuarto del enfermo, que volvía a toser.

—¿Ha encontrado algo, doctor? —preguntó Larroque.

—Sí, tintura de equinácea, un antiemético.

—¿Y algo para la tos…, codeína por ejemplo?

—He traído jarabe de eucalipto, que le aliviará la tos. La codeína puede producirle molestias estomacales e inducirle el vómito, por lo que no nos interesa.

Le administraron los preparados, que a duras penas tragó. Después acordaron turnarse lo que quedaba de noche. Como Galo quería hablar a solas con Larroque, mandó al ayudante a echar un vistazo al resto de los ingresados, lo que habitualmente hacía cuando tenía guardia.

—Tenía muchas ganas de que nos quedáramos solos, doctor Aldave —reconoció Larroque—. ¿Usted cree que este es un caso similar a los demás?

—En absoluto, doctor Larroque, estoy convencido de que lo que le ha ocurrido al señor Van Gogh es un hecho aislado, provocado por él mismo, y que no tiene relación alguna con los demás.

—Sí, eso es lo que parece.

—Hemos encontrado el tóxico, y esto puede llevar a pensar: ¿el resto de los enfermos puede estar intoxicado también con petróleo?… La respuesta, al menos la mía en este momento, es no. Si el petróleo fuera la causa del enfermar de los ingresados, en los cuerpos autopsiados se hubieran hallado en el estómago restos de sustancia similares a los que ha vomitado el señor Van Gogh, y también los pulmones estarían afectados, como lo están en este momento los de este hombre. Sin embargo, en ninguna de las dos autopsias encontré nada relacionado con el petróleo.

Mientras Galo hablaba, iba observando detenidamente toda la ropa que le habían retirado al enfermo, incluidas las sábanas.

—¡Voilà! —exclamó—, ¡aquí está la llave!

En un bolsillo interno del pantalón había descubierto una llave de la que pendía un pequeño letrero: Almacén 2.

—¡Le robó al chico la llave en un descuido! —dijo Larroque.

Cuando regresó el ayudante, como el enfermo estaba más tranquilo, decidieron retirarse a descansar los dos médicos, cada uno a su despacho. Galo se acostó directamente en la camilla de la sala de exploraciones, sin sábanas, ni manta, ni almohada, anhelando tan solo una superficie horizontal donde reposar un rato. A los dos segundos ya estaba dormido. Multitud de sueños se sucedían a velocidad vertiginosa en su mente: Pauline, Gordes, Poulet, la cocinera, Van Gogh delirando, la hermana Anne-Marie semidesnuda… La luz del amanecer lo despertó. Estaba completamente vestido, ni siquiera se había quitado los botines de lo cansado que estaba. Se sentó en la camilla con los pies colgando, sudoroso, con el corazón acelerado, todavía alterado por el brusco despertar. Recordaba vívidamente el último sueño que había tenido. Él era ciego. Estaba casado con Pauline y sospechaba que ella le engañaba. Esa tarde había bajado a la biblioteca pensando que estaba vacía, pero presintió la presencia de Pauline con un hombre, por sus perfumes y su respiración acelerada. Aunque los llamó, no le contestaron. Entonces comenzó a recorrer palmo a palmo la estancia abriéndose camino entre los muebles con su bastón de invidente, rabioso de sufrir una traición en su propia casa, percibiendo el roce de la falda de Pauline y sus risas entrecortadas… Cuando despertó, cayó de repente, ya sabía quién era la visita que había recibido Pauline Murat horas antes, el fumador de pipa que se perfumaba con una fragancia que recordaba a la madera recién cortada… Recordó de pronto con absoluta nitidez dónde había percibido ese aroma tres meses atrás cuando todavía no conocía a Pauline ni había pisado Saint-Rémy, ni la Provenza… Lo había aspirado en un lujoso despacho del centro de Marsella, en el despacho de Cabasset, el poderoso prefecto del Departamento de Bouches-du-Rhône.