CAPÍTULO 20

Los campesinos de Saint-Rémy regresaban a sus casas con los carros a rebosar cuando Aldave y los otros entraban en la localidad. El cielo todavía estaba azul, pero cubriendo a algunas nubes, como si de un pañuelo de seda se tratara; una larga estela rosada embellecía de color la última hora de la tarde. Poulet, con su simpatía habitual, saludaba a todos, bien levantando el brazo, bien emitiendo unos sonidos ininteligibles, la mayoría interjecciones en provenzal que casi ensordecían al español. A mitad de camino habían parado nuevamente en Cavaillon para comer y descansar. El tabernero había invitado a los hombres a una ronda de pastis, la bebida nacional francesa, amarga y anisada a la vez. «¡Buena siesta me voy a echar después de esto!», había exclamado el cochero tras apurar su copa. Durante todo el viaje Galo y la hermana Anne-Marie no habían cruzado ni media palabra. El médico había procurado evitar a la joven y era evidente que ella había hecho lo mismo. Nadie de los demás parecía haberse dado cuenta, ni siquiera el avispado capellán, entre otras cosas porque el médico había acompañado durante todo el trayecto a Poulet en el pescante del carro y las mujeres habían permanecido dentro del coche cubierto. A pesar de la intensidad de lo acaecido la noche anterior, Galo, deliberadamente, evitaba revivirlo sin intentar discernir el porqué de aquella negación, si por respeto a la religiosa o por otras razones que no quería ni pensar…

—¿Va a venir usted con nosotros hasta el sanatorio o lo acerco a casa antes? —preguntó el cochero a Aldave.

Poulet tenía que llevar el carro al Saint Paul, descargar los sobrantes de lavanda que habían traído y después, con el coche pequeño de un caballo que utilizaba para desplazarse, ir a su casa a descansar.

—Déjeme aquí y voy hasta su casa andando. Ya me traerá el bolso cuando venga usted.

El cochero paró la comitiva. El español bajó del carro y se despidió de Tamisier y de las dos religiosas. La hermana Anne-Marie se ruborizó cuando Galo asomó la cabeza por la ventanilla del coche, aunque el médico tan solo la miró un segundo. La cocinera parecía cansada.

—Que descansen. Mañana nos veremos en el sanatorio —dijo.

Como la ausencia de Aldave se reducía a menos de una semana, el doctor Peyron había desestimado contratar a otro médico internista para suplirle y el ayudante del director, el doctor Larroque, aunque solo poseía los conocimientos de medicina interna que había adquirido en los años de carrera, se había quedado al frente de su labor. Galo, cuando Poulet le preguntó sobre su intención de proseguir con ellos en el carro hasta el Saint Paul o no, dudó, pero, sin dar demasiadas oportunidades a su conciencia, se decidió por la opción que de manera más inmediata le reclamaba su corazón. Durante el viaje a Gordes había pensado intermitentemente en Pauline, la había añorado, pero también la había olvidado, no la había tenido tan presente en su pensamiento, mañana, tarde y noche, como las semanas anteriores, en que era imposible quitársela de la cabeza y de los sentidos. En Saint-Rémy todo le recordaba a ella, el pasillo del sanatorio donde se la presentaron, la barbería desde donde la vio en la calle, el bulevar donde juntos presenciaron el paso de la trashumancia, la carretera de Tarascon, que tantas noches y tantos amaneceres había recorrido exultante… Por eso, al vislumbrar a lo lejos, desde el carro cargado de lavanda, la silueta de esa ciudad que ya sentía como propia, Pauline Murat, su amante, la mujer cautivadora, la que le había inyectado el veneno del amor pasional, había regresado a él tumultuosamente y ya no pensaba en otra cosa que acudir a su regazo cuanto antes. Para que Poulet no se percatara de que cambiaba de dirección o para llevar a cabo lo que necesitaba con más apremio en ese momento, asearse después del largo viaje, fue directo a casa del cochero. Charlotte, su mujer, estaba sentada en la puerta con otras dos muchachas. Bordaban unas telas con muchos colores mientras charlaban animadamente. Un poco más adelante, Claire jugaba con un grupo de niños. Fue la primera que lo vio.

—¡Mamá, es el doctor, es el doctor!

La mujer de Poulet elevó la vista y, al verle, se levantó de la silla. Las otras dos mujeres miraban la escena de reojo, calladas, sin dejar de mover la aguja.

—¿Ya han regresado, doctor? —dijo con alegría.

—Sí, Charlotte, hemos regresado un día antes, después de haber concluido todo el trabajo. François llegará de aquí a un rato. Ha ido al sanatorio a descargar el carro… Si no le importa…, desearía darme un baño… Después tengo una cita, no me esperen a cenar.

—Ahora mismo le preparo el agua, doctor.

La joven se despidió de las vecinas, recogió su labor, la silla y desapareció escaleras arriba. Aldave esperó un rato en la sala que servía de comedor hasta que Charlotte lo llamó para indicarle que el baño estaba listo. Galo quería lavarse pronto, antes de que apareciera Poulet en la casa, porque no quería darle ninguna explicación de adónde iba ni por qué no cenaba allí, aunque suponía que el cochero lo imaginaría.

Cuando salió a la calle ya había oscurecido. La gente se había retirado a sus casas y se oía el tintineo de platos y cucharas en todas las ventanas, abiertas al frescor de la noche. La mujer de Poulet le había dispuesto un plato con peras y ciruelas en la mesa de su habitación y ese simple detalle le había conmovido, le había transmitido el calor de un hogar, la ternura de una mujer… Pensó una vez más en Pauline y deseó tenerla consigo más que nunca, compartir con ella los grandes momentos, pero también los pequeños instantes de la vida diaria, los que nos conmueven de manera inexplicable y nos conducen placenteramente a la felicidad… Como siempre, atravesó Saint-Rémy en dos zancadas y tomó la carretera de Tarascon hacia la mansión de los Murat. Esa noche iba a presentarse por sorpresa. Con casi absoluta seguridad, la carta que envió a Pauline desde la abadía de Sénanque no había llegado todavía. Ella no le había hablado de ningún viaje pendiente y por eso Aldave ni se había planteado la posibilidad de que no estuviera en su casa esa noche. Por la hora que era, estaría a punto de cenar, quizás acompañada…, pero a Galo esa eventualidad no le importaba en ese momento, estaba dispuesto a compartir la mesa con quien fuera por estar al lado de su amante. Cuando llegó, la verja de la entrada a la propiedad estaba entreabierta, cosa rara a esas horas. En la casa, desde los ventanales del piso bajo que daban a la biblioteca, salía luz; en cambio, los del salón, a la izquierda, estaban a oscuras. Aldave emprendió el camino del jardín que conducía al edificio con cierto reparo, pues Pauline no solía frecuentar la biblioteca y menos a esas horas. Ella, si estaba sola, prefería descansar o leer en sus habitaciones personales del primer piso. Al acercarse, gracias a la iluminación procedente de dentro, pudo ver, en el flanco derecho, donde aguardaban habitualmente los carruajes de los invitados de la familia, el coche más lujoso de Pauline con los dos caballos, como dispuesto para salir. «¿A estas horas?», pensó Aldave. Como no se oía ni se veía a nadie por allí, pensó que, de la misma manera, nadie le había visto entrar a él y dudó en esconderse detrás de cualquier árbol a la espera de observar lo que pudiera ocurrir. Si la viuda aparecía sin más para dirigirse a algún sitio podría salir de su escondrijo como si acabara de llegar, y si se asomaba algún invitado non grato para él, siempre tendría tiempo más tarde de fingir que acababa de entrar en la finca. Mientras andaba con estas cavilaciones, antes de que hubiera tomado una determinación, una voz detrás de él le sobresaltó.

—Doctor…, no le esperábamos.

—¡Ah, Henri, qué susto me ha dado! —El mayordomo permanecía impávido frente a él, sin ofrecerle pasar dentro—. Es verdad, me he presentado sin avisar…, pero seguro que a la señora Murat no le importará recibirme…, ¿o es que va a salir? —interrogó al criado señalando el coche.

—No, doctor, el coche está preparado para llevar a una visita de la señora directamente a la estación.

—¡Ah! Tiene una visita… —intervino Galo, como si no lo hubiera sospechado antes.

—Sí, señor. La señora está ocupada con una visita —replicó Henri, subrayando la última frase, queriendo dar a entender que no tenía tiempo para él, lo que irritó al español.

—De acuerdo…, en ese caso… esperaré en el salón… o en las habitaciones de la señora —dijo dirigiéndose con resolución a la puerta de la casa.

El mayordomo entonces se adelantó, abrió la puerta y le permitió el paso. La biblioteca, como temía Aldave, estaba cerrada. Aguzando mucho el oído, podía distinguirse un leve murmullo de una o dos voces, pero sin apreciar el sexo de quien las emitía. No quiso poner en un compromiso al criado y pasó al salón siguiendo su indicación. En el espacio de tiempo que permaneció allí, miles de conjeturas se enredaron en su cabeza: «¿sería el farmacéutico?, ¿uno de los hijos de su marido?, ¿alguien con quien tenía negocios?, ¿un “compañero” de alquimia?, ¿algún pariente?». Unos quince minutos más tarde oyó abrirse la puerta de la biblioteca. Galo se aproximó a la del salón, pero no escuchó nada, ni un suspiro siquiera. Estuvo tentado de abrir y descubrir a la visita misteriosa, pero temió el enfado de Pauline por su desconfianza y también ponerla en evidencia ante una persona que bien pudiera mantener con ella una relación plausible. Se acercó al ventanal más lejano intentando alcanzar una buena perspectiva para distinguir algo del exterior, pero ni la posición ni la oscuridad le ayudaron y finalmente desistió al oír, ahora sí, los pasos de Pauline acercándose.

—¡Qué pronto has regresado, querido! —Pauline entraba sonriente, bellísima, pero con un mínimo matiz en su rostro y en su voz, casi imperceptible, que indicaba, para el que la conocía bien, que estaba algo nerviosa.

—¡Tenía tantas ganas de verte! —Aldave la abrazó dichoso de tenerla de nuevo entre sus brazos, aspirando su inconfundible fragancia de rosas.

—¿Subimos a mi habitación? —Pauline era la seducción hecha mujer. Tomó la mano del español y este se dejó guiar hasta la alcoba.

Esa noche ella llevaba una falda verde esmeralda y una blusa blanca con un volante en el escote que a Galo le gustaba mucho. Antes de subir el primer peldaño de la escalera, el médico miró de refilón la puerta de la biblioteca, semiabierta, pero no dijo nada. Ya sacaría después el tema como quien no quiere la cosa. No deseaba estropear su ansiado reencuentro a solas con Pauline. Desde su posición privilegiada, la difunta señora de Murat, la suegra de Pauline, parecía mirarlos, desde el impresionante cuadro del vestíbulo, con cierta condescendencia. Al llegar a la habitación principal de la viuda, el ventanal que daba a la terraza estaba abierto y a su través oyeron perfectamente unas voces que hablaban alto en el jardín. Pauline permaneció atenta unos instantes.

—¿Tu visita no se ha ido todavía? —preguntó Galo desajustándose el corbatín.

—Sí…, creo que ya se ha ido —respondió cerrando la ventana—. Era uno de los proveedores de nuestra fábrica de tejidos de Nîmes. Ha venido a que le firmara unos papeles para evitarme el desplazamiento hasta allí. Ya está todo solucionado. Ya estoy completamente libre para ti, mi querido y añorado doctor…

El brillo de su mirada y la tersura de su piel lo embelesaron una vez más. Mientras la sujetaba por la cintura iba acariciando con suavidad el volante de su blusa y después su cuello y sus labios, todo sin dejar de beber con sus ojos los suyos, colmándose de ellos, de la pasión y el deseo intenso que le transmitían. El centro del universo, ese imán alrededor del que todo gravita, estaba entre aquellas cuatro paredes esa noche, y Aldave obviaba el resto de lo divino y de lo humano cuando sentía tan cerca el pálpito vital de aquella mujer que en algunos momentos todavía se le mostraba como una desconocida.

—¡Señora!…, ¡señora! —Una criada llamaba a la puerta.

Se arreglaron un poco y Pauline abrió.

—¿Qué ocurre?, ¿por qué llamas de esa manera?

—Señora, un chico del sanatorio de Saint Paul está abajo y busca al doctor. Dice que se trata de algo urgente.

Galo lo oyó desde dentro y enseguida contestó:

—¡Ahora bajo! ¡Que espere un segundo!

Pauline volvió junto al español, que no podía ocultar su contrariedad, máxime cuando sabía que su deber le exigía haber pasado por el Saint Paul nada más llegar a Saint-Rémy.

—¿Qué puede ocurrir para que vengan a buscarte aquí? ¡No tendrás que irte precisamente ahora, después de estar tantos días sin vernos! —le espetó a Aldave algo irritada, como si todo fuera un capricho del médico.

—Espero que no, Pauline —dijo con suavidad, tomándola de las manos, susurrándole al oído—. Sea lo que sea, intentaré solucionarlo desde aquí, pero tengo que bajar a ver de qué se trata. Debes comprenderlo, llevo unos días sin estar en el sanatorio y ha podido suceder cualquier cosa…, y no será ninguna tontería si han venido hasta aquí a buscarme.

La viuda se desasió de él y, dándole la espalda, se dirigió al ventanal y lo abrió de nuevo.

—Está bien, baja cuanto antes. Yo te espero aquí, aunque… me temo que vas a tener que irte —vaticinó seria.

—En todo caso, querida, así es mi profesión…; y he de confesarte que antes de venir a tu casa hubiera debido visitar el sanatorio por si me necesitaban tras estos días de ausencia… Sin embargo, mis deseos de verte han debilitado mi obligación como médico —reconoció sereno.

—Pero yo no te he pedido que no cumplieses con tus obligaciones —replicó ella en un tono cortante—. Podrías haber ido al sanatorio primero y después venir aquí…, o incluso mañana… Al fin y al cabo yo no te esperaba hoy. No me responsabilices de nada.

Aldave se sintió herido. Había incumplido con su deber por ella y se lo agradecía de esta forma. Hubiera preferido oír a una amante entregada, satisfecha por el apremio de Galo en verla, comprensiva con sus obligaciones y con sus deseos.

—No te responsabilizo de nada —respondió aparentando aplomo, pero sofocado por dentro—; estoy demasiado enamorado de ti, ese es el quid de la cuestión, nada más.

Ella, entonces, hizo un ademán de acercarse, pero Aldave, sin percatarse, ya había dado media vuelta y había salido de la habitación. La criada le condujo hasta el piso de la calle y le indicó la biblioteca.

—El chico del sanatorio le espera aquí, doctor.

Galo entró. De pie, cerca de la puerta, con una gorra en las manos, esperaba uno de los chicos del Saint Paul que se encargaban de las tareas más sencillas: hacer recados, llevar de aquí para allá bultos, colaborar con los ayudantes en el lavado y sujeción de los enfermos, rellenar las lámparas de petróleo, ayudar al jardinero…

—¿Qué ocurre para venir a buscarme aquí, muchacho? ¿Quién te envía?

—Doctor, me envía el doctor Larroque. Primero he ido a buscarle a casa del cochero, pero su mujer ha dicho que no estaba allí, que seguramente se encontraría en la casa de los señores Murat y por eso he venido aquí. El doctor Larroque me ha dado esta nota para usted.

Mientras el chico le daba las explicaciones, Aldave, como buen forense, oteaba bien toda la habitación buscando algún indicio de la visita que un rato antes estaba allí con Pauline. A simple vista, todo estaba perfectamente colocado, sin objeto alguno fuera del orden habitual de aquella biblioteca, sin ninguna butaca descolocada ni ningún libro fuera de su estante. En la mesa del fondo tampoco se veía ninguna pluma dispuesta descuidadamente tras una firma precipitada, ni ningún tintero abierto…, y hasta la papelera estaba vacía, sin siquiera un pedazo de papel secante abandonado tras su uso. Sin embargo… un buen forense, como muy bien le había enseñado su maestro el profesor Leroy, debía utilizar los cinco sentidos los 365 días del año, y en este caso es el sentido del olfato el que Galo estaba poniendo a trabajar al percibir un olor peculiar en aquella estancia, sin duda procedente de la misteriosa visita que Pauline había despedido tan solo media hora antes… Lo que más le hacía cavilar era que el aroma en cuestión no le era desconocido, lo había percibido en alguna otra ocasión, pero no recordaba cuándo ni dónde. Estaba claro que se trataba de un perfume de hombre, seco, amaderado…, que se entremezclaba con un olor a tabaco de pipa e, indudablemente, con la fragancia de rosas que utilizaba Pauline. Recordó los seminarios para identificar olores en la Facultad de Medicina de París, en su etapa de formación como forense, y su ineptitud y la de sus compañeros durante las primeras clases. «Todo se aprende, señores, con entrenamiento tendrán las mejores narices de Francia», decía uno de los profesores en medio de la risotada general. Ahora se estaba poniendo a prueba todo aquello. El olor de la biblioteca le resultaba tremendamente familiar y eso para él significaba que había compartido un espacio físico alguna vez con la persona que llevaba ese perfume. «¿Habría mentido Pauline cuando le dijo que se trataba de un desconocido proveedor?». Esa idea se le incrustó como un dardo en la cabeza.

—Doctor, ¡la nota!

El chico le estaba mostrando un sobre manuscrito con su nombre. Lo abrió.

Estimado compañero, doctor Aldave:

Necesito urgentemente su presencia en el sanatorio. Ha ocurrido un nuevo caso de posible intoxicación, esta vez en el señor Van Gogh, el pintor. Le ruego encarecidamente acuda aquí cuanto antes.

Doctor Larroque

Galo, rápidamente, se volvió hacia la doncella:

—Juliette, por favor, dígale a la señora Murat que debo ir urgentemente al sanatorio.

—¿No cenará aquí, doctor? —preguntó la muchacha.

—No. No cuenten esta noche conmigo. Tendré trabajo hasta muy tarde. Buenas noches, Juliette.

Aldave salió del edificio y el chico detrás. Echó una ojeada por el jardín, sumido ya en completa oscuridad, y no vio ningún carruaje ni oyó ningún caballo, ni siquiera el del Saint Paul.

—¿Has venido andando? —preguntó al chico.

—No, el coche está fuera. Poulet nos espera.

A Aldave le dio un vuelco el corazón. Había venido Poulet hasta allí, pero se había traído a un chico para no entrar él en casa de Pauline. ¿Por qué?, ¿tanto la odiaba?, ¿tanto rechazaba su relación? También le reconcomía su propia irresponsabilidad acudiendo como un animal en celo a casa de los Murat antes de pasar por el sanatorio a velar por sus enfermos. Era ya tarde y, por su falta de escrúpulos, había hecho venir hasta allí al cochero, cansado del viaje desde Gordes, sin tener siquiera tiempo de besar a su mujer y a su hija ni de saborear la fruta que Charlotte seguramente le habría preparado. Se avergonzó de sí mismo cuando llegó al carruaje. Casi sin mirar a Poulet dijo a media voz:

—Buenas noches, François: al sanatorio, por favor.

Y subió al asiento del coche en vez de al pescante, como solía hacer siempre, cediendo ahora ese sitio al chico. Eso le dio un margen de tranquilidad. No habría soportado compartir asiento codo con codo con su entrañable cochero, en medio del silencio de la noche, sin argumentos ni justificación alguna para su proceder… No se cruzaron con nadie en la carretera de Tarascon. Todo estaba en silencio y tanto Poulet como el chico también estaban callados. Durante el trayecto su mente trabajaba al cien por cien pasando de un tema a otro a velocidad vertiginosa. Las palabras de Pauline le habían inquietado. Siempre que salía de su casa sin despedirse cariñosamente estaba intranquilo. En el fondo de su corazón temía perderla, temía perder su amor y su entrega, el fuego de su mirada y la gracia de su presencia. No habían discutido, pero si la separación de dos amantes ya es un pequeño drama en sí misma, si además no va precedida de una mirada de complicidad o de una caricia…, puede convertirse en algo insoportable. También pensaba en el maldito olor de la biblioteca, perteneciente a un hombre que fumaba en pipa y usaba una potente fragancia que recordaba a la madera cortada. ¿Podría ser el administrador de fincas del príncipe de Mónaco? Galo intentó recordar si fumaba durante la cena de la noche de San Juan. Quizás lo hubiera visto con una pipa cuando entró en la biblioteca y se encontró con el resto de los invitados esperándole allí…, pero, en todo caso, no recordaba ningún perfume de esa clase, tan solo el de las señoras: de rosas el de Pauline, de muguet el de la maestra. El coche tomó el último tramo del camino que conducía al sanatorio. Al frente se divisaba la verja de entrada y una luz de antorcha portada por alguien que sin duda estaba esperándolos. Esto estaba yendo demasiado deprisa. Otro residente enfermo, posiblemente intoxicado. Como fuera, debía dar con la causa de semejante enfermedad. Poulet estacionó el carruaje y Aldave bajó en un brinco.

—François, puede irse a su casa a descansar.

—Pero, doctor, cómo va usted a regresar a Saint-Rémy… ¡Andando a estas horas y con lo oscura que está la noche!

—No se preocupe por mí, François, si soy capaz de encontrar otras casas a oscuras cómo no voy a encontrar la suya, que es mi hogar aquí —contestó convencido. Como el cochero dudaba entre hacerle caso y permanecer allí, el español continuó intentando persuadirle—. Por favor, François, su familia lo está esperando, váyase a casa cuanto antes. Yo no sé a qué hora voy a terminar. Si es necesario, me quedaré aquí a dormir.

Ante la insistencia del médico, Poulet afirmó con la cabeza y enfiló el coche hacia el camino de salida.

—Muy bien, doctor, no quiero discutir con usted. Que pase buena noche. Mañana nos vemos.

El carruaje se alejó y Aldave, junto con el chico y el ayudante que los esperaba, entraron en el Saint Paul. Una lechuza gritó cerca, tal vez la misma que le acompañó la primera noche que pasó oculto en el sanatorio.