La abadía de Sénanque despertó con una ligera neblina planeando sobre sus tejados. El hoyo natural donde estaba situada, completamente rodeado por una tupida vegetación, originaba un clima propio, más húmedo que el del resto de la comuna, y lo aislaba del mundo, circunstancias que los monjes fundadores, sin duda, habrían tenido en cuenta. También cantaban los gallos en Sénanque. De hecho, fueron ellos los que ahuyentaron los últimos minutos de sueño de Galo Aldave aquella mañana de agosto en la Provenza. La noche anterior se había dormido con el espíritu sobrecogido por las palabras de la hermana Anne-Marie, ya no solo por la tremenda desgracia de haber perdido a toda su familia, sino también por la perspectiva de un sórdido futuro entre los muros de un manicomio rodeada para toda su vida de celdas, de cilicios y de hábitos.
Gracias a Dios, el desayuno parecía ser algo más copioso que la cena. De nuevo el joven monje de Saint-Jean-Pied-de-Port les servía. A él le había entregado para llevar al correo una breve carta para Pauline que acababa de escribir. Tras una densa noche plagada de sueños absurdos y angustiosos, el español amaneció despejado, aliviado de ver la claridad por el ventanuco de su celda, con buen apetito y con la intención de olvidarse del pasado infeliz y de centrarse en un presente esperanzador. Y pensó en Pauline. ¿Había actuado bien sumándose a este viaje? Antes de partir, ella le había anunciado que tenía planes para los dos en estas mismas fechas. El gesto de decepción al enterarse de la excursión a Gordes a punto estuvo de hacer cambiar de idea a Galo. Por un momento le pasó por la cabeza la idea de que la viuda Murat pudiera olvidarse de él con la distancia, de que volviera a encontrarse con el farmacéutico…, y ante la inquietud que de nuevo parecía renacer, le escribió unas líneas expresándole una vez más su amor y su entrega incondicional.
—La hermana Anne-Marie está un poco seria esta mañana —dijo en voz alta el capellán mientras desayunaban.
—¿Sí? ¿Eso es lo que parece? —preguntó la joven—. Pues no, no es seriedad, un poco de cansancio del viaje puede ser, pero nada más.
—Hermana Concepción —preguntó esta vez Aldave—, ¿es la primera vez que visita Gordes?
—No, doctor, también vine el año pasado. Me gustó tanto el viaje que no sabe cuánto me he alegrado de que la madre Épiphane me haya enviado también a este.
—¿Y a Alcañiz, su ciudad, no la dejan volver de vez en cuando?
El semblante de la monja se ensombreció de repente como si le hubieran comunicado una desagradable noticia. Implicados en la conversación, todos parecían esperar su respuesta mientras ella estaba absorta en el cuenco que tenía delante.
—No —contestó con una voz apenas audible, pero firme, que no daba pie a más cuestiones ni explicaciones.
Poulet miró a Aldave de reojo, pero este, por educación y por no juzgar de antemano a la religiosa, obvió el mensaje que la mirada le dirigía. Estaba claro que la cocinera era una mujer rara, pero conforme más aprendía de la vida, el español más se guardaba de prejuzgar actos o temperamentos, y aquella mujer detrás de aquel carácter opaco y distante bien pudiera ocultar algún secreto o alguna pena inconfesables.
Gordes quedaba a algo menos de una hora de la abadía. Se encontraba ubicado en una loma en la que sus habitantes, desde hacía siglos, habían ido construyendo sus casas casi suspendidas en el vacío. La falda de la colina se extendía como una gran capa bordada de cientos de bancales sembrados de frutales, alimento para el ganado y lavanda. Buscaron el terreno propiedad de la hermana Anne-Marie (todavía no contaba con la mayoría de edad y, por lo tanto, no había hecho donación de sus pertenencias a la Orden) y aparcaron el carro delante de una pequeña caseta. Acordaron que Poulet se quedara allí, a la espera de que los demás volvieran con dos mozos del pueblo que habían contratado para comenzar cuanto antes con la siega. En los campos vecinos comenzaban a llegar los campesinos y desde lejos les saludaban con un gesto y unas palabras en alto: «¿Ya están otra vez por aquí?, ¡bienvenidos!», «¡Si necesitan algo, aquí estamos!», «¡Que vaya bien la siega!». Para no fatigar en exceso a los caballos en la empinada cuesta que conducía a la población, Tamisier decidió ir andando conduciéndolos a pie. Galo se sumó al paseo y, por supuesto, la hermana Anne-Marie, que insistió en no perderse la belleza de su localidad natal a esas horas de la mañana, cuando el castillo, según ella, adoptaba un majestuoso tono dorado por el reflejo de los primeros rayos del sol en sus piedras. Debajo de él, ocultándolo en parte, decenas de casas aparecían entre los cipreses y las acacias de la colina dispuestas como si formaran parte de las rocas, de la naturaleza.
—¡Qué visión tan hermosa, hermana! —dijo Aldave a la joven religiosa—: cómo han sabido construir sin necesidad de talar todos los árboles, integrando de una forma bellísima las edificaciones con el paisaje.
—¡Ya se lo anuncié, doctor! ¡Gordes es el pueblo más bonito de Francia! —exclamó la hermana exultante.
Cuando llegaron a la cima, en el centro de la población, los alrededores del castillo estaban ya bullendo de gente, unos andando de aquí para allá, otros en carros vacíos de carga dirigiéndose a los campos… Todo el mundo conocía a la hermana Anne-Marie, todo el mundo la paraba, todos la besaban y piropeaban como si no vistiera el hábito, todos la querían… Ella reía a carcajadas con unos, atendía alguna novedad o algún chisme del pueblo, consolaba a otros al enterarse de alguna mala noticia… El capellán se estaba poniendo nervioso, el tiempo pasaba y tenían que darse prisa si querían acabar la siega y la venta de la lavanda en los tres días previstos. Dejó a todos a los pies de las torres redondas del castillo y se fue raudo a buscar a los dos mozos que les tenían que ayudar. Las contraventanas de las casas estaban ya abiertas de par en par, unas de color azul cielo, otras de color rosado, algunas gris perla… Galo admiraba la armonía de estas combinaciones cromáticas en tonos pastel, típicas de los pueblecitos franceses, con las vides creciendo en las paredes y las peonías engalanando las ventanas… Las calles estaban empedradas formando un auténtico mosaico monocolor; «estas calles empedradas se llaman calades en provenzal», le había explicado Tamisier antes de desaparecer. El español estaba ensimismado disfrutando de la animación de la mañana cuando la hermana Anne-Marie, que se había podido zafar un momento de sus paisanos, le dijo casi al oído:
—Antes de que venga el padre Tamisier voy a enseñarle una cosa.
—Pero… ¿dejamos sola a la hermana Concepción?
La cocinera seguía dentro de la calesa, esperando.
—No se preocupe, ni se va a enterar —apuntó con mirada traviesa.
El médico titubeó. No le parecía bien dejar allí a la mujer, sola, sin ninguna explicación. Al ver su indecisión, la joven monja continuó.
—Si le digo que nos vamos un momento va a querer venir y con estas cuestas y lo torpe que anda me temo que se caiga y se rompa un hueso —alegó con gracia—. Imagínese qué situación para nosotros… Bueno, de acuerdo —añadió condescendiente mientras Aldave reía—, pero dígaselo usted y, por favor, no espere la respuesta.
Así lo hizo el médico. Se inventó una excusa, es decir, una mentira, y, antes de que la mujer reaccionara y después de haber asegurado bien los caballos, le guiñó un ojo a la hermana Anne-Marie y la siguió sin perder ni un segundo. Bajaron por una calle tremendamente empinada, como todas las de Gordes, con cuidado para no resbalar, tomaron una bocacalle a la izquierda, después otra nuevamente en sentido descendente y, tras doblar una esquina, la religiosa se paró.
—No quiero ponerme triste, doctor, pero tenía que venir aquí y también enseñársela a usted. Esta es la casa de mis padres, donde me crie y viví hasta… que me fui a Aix-en-Provence.
La casa, de color crema, algo más grande que las del resto de la calle, con la puerta y las contraventanas azules cerradas y un poco desconchadas, estaba emplazada en una esquina. La hermana invitó al médico a que se asomara por el extremo que quedaba libre. Por allí bajaba una especie de callejón sin pavimentar que parecía conducir directamente al pie de la colina. El espectáculo que desde allí se divisaba era fantástico. En primer término, a ambos lados de la calleja, rebosando los muretes que sostenían los sucesivos aterrazamientos del terreno, unas frondosas ramas de acacia parecían querer alcanzar a sus hermanas de enfrente. Más allá, en la lejanía, un extenso valle verde y liláceo en el que se distinguían, como pequeños puntos en movimiento, los campesinos que habían comenzado ya la recolección. Y en el horizonte, las montañas del Luberon pobladas de pinos.
—¡Maravilloso! —exclamó Aldave extasiado.
—¡Estaba segura de que le iba a gustar!
—¡Maravilloso, maravilloso! —no dejaba de exclamar el médico mientras pensaba en la pequeña Anne-Marie, apartada bruscamente de su casa, de toda esa belleza, de esa vida campestre tan libre y estimulante, de su familia…
Se volvió hacia la joven y vio sus ojos arrasados de lágrimas. No soportaba ver a nadie llorar y menos a una mujer, y menos a un ser querido…
—¿Cree que meterse monja fue la mejor opción? —le preguntó a bocajarro. La hermana se quedó helada, no esperaba semejante pregunta.
—¿Por qué me pregunta eso…, y precisamente ahora?
Galo, cabizbajo, respondió, ya arrepentido:
—No lo sé. No lo sé…, me ha venido a la mente…, pero no me haga caso… Perdone, hermana, no tengo derecho a hacer esa impertinente pregunta y mucho menos hoy aquí… Perdóneme…, perdóneme, por favor…
La monja estaba colorada, como a punto de estallar, mirándole fijamente a los ojos, con el crucifijo que colgaba de su cuello agarrado con fuerza. Aldave temió por un momento que ella dijera algo de lo que se pudiera arrepentir… o bien algo que pudiera salpicarle a él directa o indirectamente… Fue un cobarde; desvió la vista hacia el horizonte y, bastante turbado, pero con cariño, dijo:
—Creo que debemos volver.
Dos golondrinas posadas en un ciprés levantaron el vuelo cuando ellos dieron la vuelta para desandar sus pasos. Una cuadrilla de chiquillos salió de alguna parte, corriendo con tirachinas en la mano, persiguiéndose cuesta abajo. Galo aguardó a que la joven llegara a su altura para no dejarla atrás y la miró de soslayo, aunque ella, todavía algo ruborizada, no levantó la vista del suelo. Estaba seguro de que le había hecho daño la pregunta y se sentía culpable porque por nada del mundo quería hacerla sufrir. Si fuera posible borrar fragmentos del tiempo pasado, eliminaría de un plumazo sin dudarlo los últimos minutos y regresaría al momento anterior en que se deleitaban contemplando el valle. Caminaron en silencio hacia donde habían aparcado la calesa. De vez en cuando la gente aún paraba a la hermana para saludarla, pero ella no estaba tan alegre como antes. Abreviaba el saludo y se disculpaba con una media sonrisa forzada por no poder prolongar la conversación. Galo notaba claramente la herida que le había infligido y casi la sentía como propia. Al llegar a la plaza del castillo, vieron al capellán haciendo grandes aspavientos exhortándolos a apresurarse. Estaba acompañado por dos chicos fortachones que también conocían a la religiosa. Uno de ellos era rubio, casi albino, y el otro pelirrojo y con la cara repleta de pecas.
—Parece el pelo del señor Van Gogh, ¿verdad? —dijo la hermana Anne-Marie con una voz casi trémula.
Aldave respiró. ¿Volvía a ser la joven de siempre, ocurrente y cordial? Con aquella sencilla frase parecía transmitirle que su disgusto había sido pasajero, que le perdonaba y que olvidaba su inoportuna pregunta. Hasta en eso era un ser excepcional.
Cuando llegaron al campo de lavanda, Poulet ya tenía preparados los aperos y el padre Tamisier distribuyó en un abrir y cerrar de ojos la tarea para todos. Los hombres, excepto Aldave, que en su vida había cogido una hoz, segarían. Las mujeres atarían los manojos y el español los llevaría hasta el carro. Galo se sintió el más inútil de todos, pero la vida es así y, al menos, se comprometió a colocarlos de la mejor manera posible… Daba gusto verlos trabajar, casi al unísono, perfectamente coordinados. Los dos mozos segaban con gran habilidad, no se dejaban ni un tallo y avanzaban rápidamente. Poulet y Tamisier, aunque no tenían la potencia de los muchachos, también se manejaban con gran soltura, hecho que sorprendió a Aldave, pues ninguno de los dos se dedicaba habitualmente a las faenas del campo. Las mujeres les iban a la zaga formando los manojos. Para atarlos empleaban como cinta uno de los tallos cortados. El médico los iba metiendo en un capazo y, cuando estaba lleno, lo cargaba en el hombro derecho, imitando en lo posible a los campesinos de los bancales vecinos, y lo transportaba hasta el carro. Una vez que este estaba colmado, Poulet lo conducía hasta el pueblo y allí los dos colocaban la carga en un cobertizo a la espera de venderla al día siguiente. Al final de la tarde estaban todos agotados. Habían guardado un buen descanso a la hora de comer, pero el esfuerzo físico de todo el día, el calor sofocante y los insectos habían consumido sus fuerzas. Subieron al carro y a la calesa para regresar a dormir a la abadía de Sénanque. Todo el ambiente estaba impregnado del aroma de la lavanda recién cortada. Estaban muy contentos, pues habían terminado el trabajo antes de lo previsto, sin duda por el buen hacer de los dos mozos contratados.
—También usted ha hecho una gran labor, doctor —observó Poulet—. Tenía que haberse visto en un espejo con qué gracia portaba el capazo al hombro.
Los demás también le felicitaron, entre risas.
—¡No se burlen de mí!
—Al contrario, lo hacía usted muy bien —comentó la hermana Concepción.
—Si usted lo dice… ¡será verdad! —exclamó Galo.
Llegaron al monasterio cuando ya anochecía. Las mujeres se habían dormido dentro del coche. El cielo tenía un color anaranjado intenso, casi como de otro mundo. A Aldave le recordó el colorido de los lienzos del pintor holandés del sanatorio. «Creemos que sus cuadros son fruto de su locura y, sin embargo, este horizonte es real», pensó. Antes de acostarse, Tamisier les dijo:
—Teníamos previsto segar toda la cosecha en día y medio y la hemos concluido en una sola jornada. Si la vendemos mañana, como es de suponer, podemos adelantar un día nuestro regreso, si a todos les parece bien.
Todos estuvieron de acuerdo, aunque la hermana Anne-Marie no dijo nada. Aldave la miró de refilón y ella, que se dio cuenta, dijo entonces en voz alta:
—Muy bien, en el sanatorio hacemos falta.
Conociéndola, sus palabras contenían un leve viso de decepción.
Al día siguiente, en Gordes continuaba la actividad. Detrás del castillo habían instalado unas tarimas sobre las que se encontraban los compradores de lavanda sentados en sillas detrás de unas mesas, como si fueran despachos improvisados. Casi todos eran perfumistas de la región que acudían de pueblo en pueblo para adquirir la materia prima con la que elaborarían sus fragancias. Aldave escudriñó a ver si estaba el perfumista de Tarascon, amigo de Pauline Murat y «compañero de alquimia», pero no lo divisó. La mayoría provenían de Grasse. Era una suerte que contaran con el astuto capellán. Él se encargó de todo: de buscar al mejor comprador, del regateo, de los papeles… Galo casi andaba mareado del vocerío y de la gente que no paraba de un sitio a otro. El bullicio le recordó las ferias de ganado, a las que acudía de adolescente con su padre, gran aficionado a los caballos: la feria de Rincón de Soto, la de Pamplona… «Solo que olían diferente a esta —pensó—, bastante diferente…». Satisfecho con el trato, Tamisier se acercó al grupo de Saint-Rémy que aguardaba en uno de los bancos de la plaza, a la sombra de dos plátanos, bebiendo limonada. La hermana Anne-Marie había ido a saludar a una de las pocas parientes que le quedaban en Gordes, la misma que se hizo cargo de ella cuando quedó huérfana y la llevó al colegio de Aix-en-Provence. Ahora estaba enferma y la cuidaba una hija.
—Perdonen mi tardanza —explicó al llegar, sofocada por las prisas—, pero he tenido que despedirme de vecinos, amigos… y todo el que me encontraba por el camino.
Comieron en una posada y después partieron hacia la abadía. Los religiosos habían decidido dedicar esa tarde a la oración: Tamisier con los monjes, y las dos monjas juntas en una de sus celdas. Poulet dijo que se iba a echar una gran siesta con el fin de coger fuerzas para el día siguiente. Aldave, al quedarse solo, sacó un libro de un autor desconocido, un tal Leopoldo Alas, que le había mandado su padre a París, se lo puso bajo el brazo y salió a dar un paseo. Algunos monjes estaban amontonando los fajos de lavanda recién segada antes de acudir a rezar vísperas. Tomó un estrecho camino que conducía directamente al bosque y se perdió entre el ramaje y los mosquitos. Como había ascendido por una elevación del terreno, veía la abadía desde lo alto. En cuestión de unas horas había desaparecido el color liláceo que rodeaba el monasterio y ahora tan solo quedaba el rastrojo verde, como si un barbero hubiera afeitado concienzudamente con su navaja los rectilíneos campos de lavanda. Se sentó en el suelo, apoyado en un enorme pino, rodeado de piñas por todas partes, y comenzó a leer. La historia transcurría en una ciudad ficticia del norte de España y trataba de una mujer joven de «buena posición» casada con un viejo, y de la relación espiritual que establece con su confesor, un influyente hombre de iglesia. Aldave disfrutaba leyéndola porque era un reflejo magnífico del poder del clero en todos los aspectos de la vida en España, así como de la falsa moralidad y la hipocresía de la sociedad. Después de vivir varios años en Francia, Galo ni imaginaba volver algún día a su país a establecerse definitivamente.
Sonó la campana de la abadía que anunciaba el rezo. Se había quedado adormilado. Al despertar, influido como estaba por la lectura de La regenta, le vino a la mente Pauline, viuda de un hombre mucho mayor que ella. En realidad seguía sin saber de sus orígenes, de la razón de esa boda con el señor Murat, que le triplicaba la edad, de las circunstancias de su muerte… No quería imaginarla entre los brazos de un viejo, ella que era la juventud, la lozanía, el esplendor… Sintió deseos de volver a verla, de escuchar de nuevo su risa, de sentir una vez más el fogonazo de su mirada, la calidez de sus besos… Por fortuna, al día siguiente podría abrazarla de nuevo. Bajó con paso lento al monasterio sin seguir por el camino, salvando los desniveles con pequeños saltos. Siempre le molestaba sobremanera llevar sucios de barro o de polvo los zapatos, pero en ese momento ni le importó. Después del pequeño descanso se encontraba ágil y ligero. Cuando llegó a la hospedería se encontró con el cochero en la puerta.
—¡Ah, le estaba buscando!
—¿Qué ocurre, François?
—Nada, doctor, solo que la cena se va a servir de aquí a diez minutos.
Entraron los dos y se dirigieron directos al refectorio. Los demás ya estaban sentados a la mesa. Estaban ellos solos. Esta vez la cena consistía en ensalada de hortalizas y asado de buey. La hermana Anne-Marie parecía tranquila.
—Bueno, doctor —dijo el capellán—, ¿cuál es para usted el balance de este viaje?
—Pues… muy satisfactorio, desde luego. He conocido «el pueblo más bonito de Francia» —dijo mirando a la joven religiosa con intención, remarcando sus palabras con una sonrisa— y he participado en la recolección de un producto tan noble como la lavanda. ¡Qué más puedo pedir!
—Esto en París no lo hubiera aprendido —añadió Poulet.
—Eso desde luego, François. Además, me olvido de lo principal…, de la satisfacción de haber convivido con ustedes estos días, lo digo con total sinceridad; para mí ha sido un placer, un viaje que no voy a olvidar nunca, ténganlo por seguro —dijo con solemnidad.
—¡El año que viene a repetir! —exclamó el capellán levantando su vaso de vino. Poulet lo imitó y después Aldave, quien para sus adentros pensaba «qué será de mí dentro de un año».
El joven monje de Saint-Jean-Pied-de-Port de nuevo les servía. Se acercó a Galo y, en un tono de voz normal, de modo que todos le oyeron, dijo:
—Me olvidé de decirle que ayer entregué al correo su carta, como me encargó.
—¡Ah, sí!, muchas gracias —balbuceó Aldave un tanto azorado al notar que los demás le observaban.
—Aquí uno viene a olvidarse del resto del mundo, doctor —añadió bromeando el capellán.
El español podría haber inventado alguna excusa, pero no se le daba bien mentir. Optó por callar y esperar a que cambiaran de tema, aunque la verdad es que se hizo un silencio que Aldave interpretó como impregnado de Pauline en cada una de las mentes de sus compañeros.
—¿A qué hora es la salida mañana, Poulet? —preguntó Tamisier interrumpiendo la pausa.
—Lo mejor es tener preparado todo para partir después del desayuno, sobre las ocho. Mi intención es parar para almorzar de nuevo en Cavaillon y llegar a Saint-Rémy, si todo va bien, antes de la puesta del sol.
—¿Qué libro es ese, doctor? ¿Está en español? —preguntó Tamisier. Aldave lo había dejado al lado de su plato.
—Es una novela de un autor novel español, apenas conocido. Una gran novela, diría yo, aunque mi padre cuando me lo envió me decía en una carta que en España no ha gustado a todo el mundo. No deja en demasiado buen lugar al clero y eso en mi país… es una herejía. Usted lo debe de saber, hermana —comentó dirigiéndose a la cocinera. Esta, por respuesta, esbozó una mueca.
—Bueno…, a nadie le gusta que le critiquen… —añadió el capellán—, aunque en este país los religiosos estamos acostumbrados a todo…
—¿Sabe una cosa que me llama la atención de Francia? —inquirió Galo—. Siendo como es un país laico, y tras vivir varias revoluciones…, siguen apareciendo nombres de santos por todas partes…, tanto o más que en la católica y apostólica España… Y los ejemplos los tenemos cerca: Saint-Rémy, Saint-Paul, Saint-Jean-Pied-de-Port…, y así innumerables poblaciones, instituciones, museos, hospitales…
—Los franceses somos así de contradictorios, ya ve —respondió el capellán encogiéndose de hombros.
Todos se retiraron a sus habitaciones tras la cena. El médico intentó leer un poco antes de acostarse, pero la lámpara tenía poco petróleo y apenas iluminaba. Como no le apetecía tumbarse todavía salió al exterior a dar un paseo. Un grillo impertinente no dejaba de gritar a pocos metros de la puerta. Parecía mentira que un ser tan pequeño poseyera una energía tal capaz de producir semejante sonido. Se sentó en el banco que había compartido dos noches antes con la hermana Anne-Marie y volvió a cortar inconscientemente una ramita de ajedrea. Pensó de nuevo en todo lo que ella le había relatado, en el episodio del callejón y de su pregunta inoportuna… El viaje a Gordes había resultado satisfactorio, por supuesto, pero la relación con su ayudante, con la joven religiosa, sin duda había cambiado y no sabía si para bien. Por un lado, se había sentido muy cercano a ella al conocer la infelicidad de su infancia, pero por otro apreciaba un conato de inquietud en su interior que no sabía precisar bien y, lo más importante, no tenía intención de indagar, él, que tanto le gustaba conocerse y hacerse preguntas. Por un momento se arrepintió de haber emprendido este viaje y deseó fervientemente que a la llegada al sanatorio todo volviera a ser como antes de partir…, pero la vida no tiene marcha atrás.
Empezó a refrescar. Al levantarse se dio cuenta de que detrás del banco, oculta tras una madreselva, había una portezuela que, por la situación de esa ala de la abadía, debía de llevar al corredor de la hospedería, en el extremo opuesto de la puerta principal. Para no tener que recorrer todo el camino paralelo a la pared hasta llegar a ella, empujó la portezuela con energía y se abrió sin demasiada dificultad. Como había supuesto, conducía al pasillo de las habitaciones de los hospedados. Con la poca luz de la lámpara apenas distinguía las puertas cercanas y mucho menos el final del corredor. Todas las puertas eran iguales a ambos lados y ninguna estaba numerada. Cuando entraba por la entrada principal tenía que contar hasta llegar a su habitación, pero desde esa nueva dirección y sin apenas luz era complicado orientarse. Comenzó a avanzar recordando que la puerta de su celda tenía una pequeña muesca en la madera en uno de los extremos superiores. Una tras otra iba recorriendo todas levantando la lámpara en busca de la señal. Todo estaba en completo silencio, tan solo oía sus propios pasos y el eco que producían en la estrecha estancia abovedada. Por fin encontró la muesca y abrió. La sorpresa le dejó paralizado: no era esa su habitación. Al fondo, frente a él, alumbrada por la luz de un quinqué, temblorosa pero nítida, la hermana Anne-Marie en forma de una auténtica mujer se estaba desvistiendo. Tenía el pelo rubio, como sus cejas, brillante y ondulado, y una belleza diáfana y etérea como no había contemplado nunca. Llevaba una especie de camisa larga y fina, blanca, con tirantes, que mostraba la hermosura de su cuello, sus hombros y hasta el nacimiento de sus senos, y el cabello, en vez de llevarlo ralo como otras religiosas, le caía con gracia por la frente hasta el mentón, ocultando parcialmente el rostro. Desde donde la contemplaba, enmarcada por el halo de la lámpara, mirándole a él entre el desconcierto y la timidez, semejaba una doncella de un cuadro del Louvre. Galo, sin pensar, quiso retener en su mente esa extraordinaria imagen, casi divina, estremecedoramente humana, cargada de sensualidad y misterio, convencido de que jamás volvería a verla, de que jamás iba a repetirse. También él estaba ofuscado y, tras unos segundos, cerró la puerta. Permaneció impávido, sin moverse, sugestionado por lo que había visto y por la repercusión que iba a tener este breve episodio en sus vidas. Volvió a su celda con una gran agitación interior. Pensaba que había tardado demasiado en cerrar la puerta, más de lo que hubiera debido, y lo había hecho sin pedir ni una disculpa. Temía también que la joven pudiera suponer premeditación por su parte, oportunismo, malas intenciones… Pero lo que realmente le inquietaba, lo que no le dejaba dormir y hacía desbocar su corazón, una vez tumbado ya en la cama, era el recuerdo de su expresión, su gesto, la naturalidad con que ella le había mirado a pesar de su confusión, la intensidad de esa mirada, sin aspavientos ni boberías, con una gran madurez, como una verdadera mujer mira a un hombre.