—¡Doctor, es hora de levantarse! ¡Y recuerde…, poco equipaje!
François Poulet no se andaba con delicadezas a la hora de despertar a su huésped. Mucho menos ese día, en el que debían partir a primera hora de la mañana para Gordes. Galo ya estaba alerta cuando oyó la voz del cochero, lo había despertado el canto del gallo y la impaciencia por estar preparado a la hora convenida.
Desde que se fue resentido de casa de Pauline no la había vuelto a ver en tres días. Fueron muchos los momentos en que estuvo tentado de mandarle una carta arrepintiéndose de su ataque de celos y de su salida precipitada de la mansión, pero no sabía en qué términos escribirla porque, aunque reconocía su brusca e inoportuna reacción ante un hecho —la salida a cabalgar de la viuda con el farmacéutico—, también recordaba el intento de agresión que había sufrido en la calle y se enardecía de nuevo. Por fin, al tercer día, fue él quien recibió una nota de su amante rogándole un encuentro. Pauline, como siempre, lo recibió encantadora, tierna, cariñosa, apasionada… Con pocas palabras y un sinfín de caricias le convenció para que olvidara la desagradable escena de la última noche en que se vieron. Borrón y cuenta nueva, quiso decir ella, y el español, pletórico entre sus brazos, asintió embriagado por aquella mirada que sabía perfectamente cómo persuadirle. «Tiene razón, lo de la otra noche fue una disputa de enamorados, nada más», pensaba Galo. Era domingo y aquella tarde la casa de los Murat estaba más luminosa que nunca. La mayoría de los criados tenían el día libre y estaban los dos prácticamente solos. Por primera vez a Aldave se le pasó por la cabeza la idea de vivir allí, de convertirse en el marido de Pauline, de dormir abrazado a ella todas las noches y despertar con ella al lado por la mañana con la luz y el aroma de los tilos y las rosas entrando por la ventana de la terraza. Decidieron dar un paseo por los caminos de la finca. Aldave dudaba si mencionar a Pauline lo de los dardos y su sospecha de que fuera Clermont el agresor. Se resistía a que pudiera desaparecer la dicha que los envolvía en ese instante, caminando abrazados, disfrutando de la caída de la tarde en medio de un paisaje tupido de robles, cipreses, laureles, ajedreas y amapolas. Al fin, sacó el tema a relucir, sin mencionar el nombre del farmacéutico. Pauline quedó muy impresionada con el relato de Galo, sobre todo cuando se refirió a la cerbatana de los indios de América del Sur como causante del ataque; tanto es así que palideció, comenzó a temblar y el español tuvo que ayudarla a sentarse en un ribazo del margen del camino. La viuda fue directa: «¿No creerás que Adrien Clermont está detrás de esto?», dijo sin rodeos, asustada. La afirmación del médico fue tajante y también su intención de abandonar Saint-Rémy si todo aquello continuaba. Al oír esto último, temiendo que Galo pudiera regresar a París, Pauline no pudo más, perdió los nervios y se echó a llorar. Dijo que no creía capaz al farmacéutico de una cosa así, de un intento de asesinato, pero sí era cierto que tenía un carácter irascible, en ocasiones sin motivo aparente… Ella lo atribuía al mistral, el viento indomable de la Provenza que aparecía de un día para otro y predisponía la conducta de sus habitantes. Ante la insistencia de Aldave, Pauline reconoció también que Clermont sentía celos de Galo desde que había llegado al sanatorio y se había convertido en «el insigne médico que llega de París», desplazándole a él como «el profesional cultivado que recorre el mundo y llega a Saint-Rémy cargado de prestigio». Asimismo, al fin, le confesó que los celos del farmacéutico se extendían a ella misma. Hasta que apareció Aldave, él era la persona con la que Pauline tenía más confianza, el amigo que entraba y salía de su casa a su antojo, su confidente…, pero había quedado postergado desde que ellos habían comenzado su relación amorosa. «Y… sí. Puede que pretendiera ser mi amante, pero yo nunca he dado pie para que se fundara falsas esperanzas… y él ha respetado en todo momento mi actitud».
Mientras Galo se vestía en casa de Poulet, recordaba la expresión del rostro de Pauline sentada entre la maleza, bajo las ramas de un nogal centenario, desnuda de toda presunción, temerosa de perderlo… Y sentía, como si lo estuviera viviendo de nuevo, sus abrazos y el sabor salado de sus lágrimas que la embellecían, si cabe, más. Ella le prometió alejarse del farmacéutico de manera velada para no excitarle y provocar su ira, y Aldave se comprometió a no denunciar el caso y a evitar un enfrentamiento directo con él. Antes de despedirse de Pauline, el español le contó su intención de partir para Gordes al día siguiente en compañía de otras personas del sanatorio. Enseguida se dio cuenta de que a Pauline no le gustaba la idea, tenía otros planes para los dos en esos días. Aun así, no le dijo abiertamente que se quedara. Tentado estuvo el médico de echarse para atrás ante el gesto de decepción de su amante, pero se había comprometido con la hermana Anne-Marie y le habían educado para no faltar nunca a su palabra. Ahora se encontraba a punto de partir, pero con ganas de regresar y volver a verla cuanto antes.
A la «excursión» se habían apuntado, además de Aldave y la hermana Anne-Marie, el capellán Tamisier, la hermana Concepción y Poulet. «Nunca me dejan ir sola; me refiero a que todos los años me buscan a otra monja de acompañante, tienen miedo de que me quede en Gordes y no vuelva», le había contado entre bromas la joven religiosa. Esos últimos días estaba contenta y radiante, anhelando cada minuto volver a pisar su pueblo. Habían salido de Saint-Rémy con dos vehículos: un carro conducido por Poulet y un coche cerrado manejado por el capellán. El carro iba vacío. Le explicaron al español que a la vuelta iría cargado de los excedentes de la lavanda, la parte que no se vendía, y que las monjas empleaban para fabricar sus propios jabones y colonias. Tenían diez leguas francesas por delante. El día había amanecido magnífico. El sol extendía sus rayos suavemente por el horizonte templando la frescura de la mañana. Las dos religiosas iban vestidas de blanco inmaculado de la cabeza a los pies. La hermana Anne-Marie parecía otra, más joven todavía sin el negro enmarcando su rostro, más angelical si cabe. Con sus hábitos almidonados semejaban dos muñecos de nieve brillantes bajo los primeros haces del astro rey. Ellas subieron al coche cubierto y Aldave se sentó en el carro al lado de Poulet. Estaban los dos de buen humor. Pauline no había salido a relucir en sus conversaciones desde el día en que el cochero expresara su opinión sobre la viuda. Galo lo prefería así. Se sentía aliviado. Había borrado de sus recuerdos aquel incidente e intuía que Poulet había hecho lo mismo. Parece ser que todos los años hasta entonces viajaban a Gordes las mismas personas, con la variación de la «monja acompañante» y, en esta ocasión, del propio Aldave. El cochero aprovechaba la ocasión para hablar de los compañeros de viaje y se prodigaba en halagos hacia el capellán y la hermana Anne-Marie.
—La hermana Concepción es más seria, más callada. Es difícil llevar con ella una conversación más allá de cuatro palabras.
El español sonrió.
—Se lo juro, doctor. Nos conocemos hace más de… cinco o seis años, la llevo todas las semanas al mercado de Saint-Rémy, cargo con todas las compras, hago todos los encargos que me pide a todas horas… Pues bien, no es capaz de hablar de nada más allá de si está nublado o si la niebla levantará al mediodía…, y eso si yo la animo a sacar el tema, porque si no… Al principio yo pensaba que, por ser española, no conocía bien nuestro idioma y por eso no abría la boca, pero entrando algún día en la cocina… enseguida me di cuenta de que bien que habla para lo que le interesa, por ejemplo para reprender a sus ayudantes si hacen algo mal.
Tenían previsto parar a almorzar en Cavaillon, aproximadamente a mitad de trayecto. Nada más llegar, el capellán cogió un saco plegado de dentro del carro y, sin mediar palabra, salió ligero de la plaza donde habían aparcado los carruajes.
—Va a comprar melones —explicó la hermana Anne-Marie—, ¿no ha oído hablar de los famosos melones de Cavaillon? ¡Son los mejores de toda Francia!
Comieron en una posada donde los conocían y después, a la salida de la población, buscaron una buena sombra bajo un bosquecillo de olmos para echarse una siesta. Se oía cerca el rumor acompasado y relajante de un riachuelo. Galo estaba cansado del traqueteo del camino y del calor y se durmió profundamente. Soñaba con Pauline. Iban los dos a comprar melones a la tienda de jabones de Saint-Rémy, pero los expulsaban de malas maneras alegando que vivían amancebados; después entraban en la peluquería y los despachaban del mismo modo y así de todos los establecimientos… La viuda lloraba diciendo que nadie les quería y en ese momento se abría una puerta, alguien sacaba una mano que llevaba una sortija con un gran zafiro… y raptaba en unos segundos a Pauline sin que el médico pudiera reaccionar… Gracias a Dios, el sonido tintineante de un rebaño le despertó liberándolo de un sueño tan angustioso. Estaba empapado en sudor y el corazón le palpitaba veloz. Se levantó rápido. Los demás dormían apaciblemente, las religiosas sobre una borraza y los hombres directamente sobre la breña. Guiado por el susurro del agua buscó el arroyuelo, se desvistió de cintura para arriba y se refrescó con un agua transparente como el cristal.
—¡Qué buena idea ha tenido, doctor!
—¡Padre Tamisier, venga, venga, esto es una gozada!
El capellán no solo se quitó la camisa, sino también el calzado, y a los pocos segundos estaban los dos sentados, entre sol y sombra, con los pies dentro del agua. Permanecieron un rato en silencio, deleitándose con las sensaciones que la naturaleza les brindaba: los intensos verdes de los árboles, el frescor del agua acariciándoles los pies, el trino de los pájaros, la calidez del verano, el azul del cielo… Hubo un momento en que el cadencioso bisbiseo de las hojas y el rumor de la corriente simulaban un auténtico concierto ofrecido por la más invisible y la más cautivadora de las orquestas.
—Me alegro mucho de que haya venido —comentó Tamisier con camaradería—, sobre todo por la hermana Anne-Marie, ella está siempre muy ilusionada con este viaje, y este año más si cabe porque viene usted.
—Para una muchacha joven como ella debe de ser muy duro vivir en un sanatorio de dementes y convivir con ellos todos los días del año. Es comprensible que desee visitar su pueblo y a su familia.
—¿Qué opinión tiene usted de ella, doctor? —El capellán estaba chapoteando con los pies y ni siquiera miró a Galo al formular la pregunta. Este desvió la mirada hacia Tamisier, extrañado.
—¿Sobre la hermana? La que imagino tiene todo el mundo: es, sencillamente, una criatura angelical.
—Usted lo ha dicho, doctor: un auténtico ángel. No hay mejor definición para ella. ¿Sabe usted cuántos años tiene?
Aldave negó con la cabeza.
—Diecinueve. Y lleva ocho entre monjas. Eso no significa nada —continuó el capellán—; quiero decir que la bondad de su espíritu no la ha adquirido por estar rodeada de hábitos, se lo aseguro, sino que brota de su interior y es ella quien la transmite a los demás. Donde quiero ir a parar es que, a pesar de su inteligencia y perspicacia, la hermana Anne-Marie no ha conocido la vida en su plenitud…, y la vida comporta muchos riesgos y muchos sinsabores, sobre todo para los seres inocentes y puros como ella. Por nada del mundo consentiría que nadie le hiciera daño, aunque fuera de forma inconsciente.
El médico comenzó a intranquilizarse.
—Padre Tamisier, ¿por qué me dice a mí esto? Yo tampoco quiero que nadie perjudique a la hermana. A mí me gustan las cosas claras. Si tiene algo que decirme, le ruego lo exponga sin rodeos.
—No sé si he hecho bien iniciando esta conversación —señaló el capellán moviendo dubitativamente la cabeza. Galo le miraba fijamente, como diciendo «pues haberlo pensado antes, ahora debe continuar»—. La hermana Anne-Marie le aprecia mucho, doctor.
—Yo también a ella —se apresuró a decir Aldave, intuyendo por dónde iba el asunto.
—Sí, por supuesto…, pero tengo la impresión de que ella le aprecia de una manera más… romántica. Usted sabe a qué me refiero. Y que conste que es una observación mía, de viejo capellán que ha visto de todo y de entrañable amigo. Estoy seguro de que ella ni se ha dado cuenta, ni ha contemplado la posibilidad de que puedan peligrar sus votos, porque el enamoramiento es así, aparece sin aviso, penetra en el corazón sigilosamente y cuando uno abre los ojos ya no ve la realidad.
Aldave no sabía qué decir. Estaba algo abrumado por la insinuación de Tamisier.
—Usted está equivocado, padre. La hermana Anne-Marie ve en mí la figura de un… hermano…, un familiar con quien bromear y trabajar codo con codo. Sinceramente, y yo sí sé de la vida, no hay en la hermana otro sentimiento hacia mí que no sea el de una profunda amistad.
—Ojalá sea así, doctor. Por el bien de la hermana.
Se oyeron unas pisadas entre la maleza. Era Poulet, que los andaba buscando. Llevaba el cabello alborotado y la ropa llena de hierbajos. Se unió a ellos sin pensarlo, pero advirtiéndoles que debían partir pronto si querían llegar a Gordes antes del anochecer. Al médico comenzaron a picarle los mosquitos y los tábanos, y decidió volver al improvisado «campamento». Los demás le siguieron. Las mujeres estaban sentadas, apoyadas en uno de los olmos, charlando apaciblemente. Encima de la toca llevaban sendos sombreros de paja para proteger del sol el rostro. La cocinera parecía contenta, más habladora que nunca. Aunque Tamisier ofreció a Galo el puesto de al lado en el pescante de la calesa, el español lo declinó aduciendo no querer dejar solo a Poulet en el carro. En otra ocasión hubiera agradecido la amena charla del capellán, pero ahora no, no quería remover más la conversación sobre la hermana Anne-Marie, que de alguna manera le había fastidiado el comienzo de un viaje que se aventuraba distendido. Por lo que conocía de Tamisier, era una persona sensata y sin prejuicios. No podía entender cómo había presupuesto que la religiosa pudiera haberse enamorado de él. Tenía gracia, allí todos le juzgaban: primero Poulet con sus opiniones sobre su relación con Pauline, y ahora el capellán, que poco menos le había señalado como seductor de monjas… «Será el mistral —pensó, recordando las palabras de la viuda Murat—, o esta legión de cigarras que no dejan ni concentrarte en tus propios pensamientos».
Tenían previsto llegar a la abadía de Sénanque al atardecer para pernoctar. Estaba situada a menos de una legua al norte de Gordes, al pie de los montes de Vaucluse. Por el camino se habían topado con una actividad agrícola casi frenética. Era la época de la siega y de la recolección de la fruta, y en las lindes de las poblaciones los campesinos trabajaban sin cesar cargando y descargando carros, segando, trillando… El panorama cambiaba conforme subían en altitud; primero los campos de girasoles y los frutales, más tarde las vides, y después los espesos bosques de pinos y ajedrea. Confundidos entre todos ellos, los extensos campos de lavanda en flor, plantada en interminables hileras azul violáceas salpicadas por el verde reluciente de los tallos… Comenzaba la siega en algunos pueblos y las flores recién cortadas propagaban un balsámico perfume que calmaba el desasosiego e invitaba a aspirar profundamente la belleza del paisaje provenzal: su luz, sus colores, su aroma, sus sonidos…
—Qué tierra más maravillosa, François —dijo Galo a su acompañante—, cuánto me alegro de haber recalado aquí.
La abadía estaba situada en una hondonada, completamente rodeada de vegetación: arbolado, monte bajo y, sobre todo, lavanda. Allí todavía no habían iniciado la recolección. Llegaron un poco antes de lo previsto, cuando el sol no había desaparecido y el verde de la campiña todavía magnetizaba. El edificio databa del siglo XII y era una joya de la arquitectura cisterciense primitiva, según le había explicado el capellán. Disponían de hospedería, en principio para hombres, pero por tratarse de la querida hermana Anne-Marie, antigua vecina del padre abad, también natural de Gordes, todos los años hacían una excepción y permitían albergar a las dos mujeres que venían desde Saint-Rémy. Tras el descanso nocturno, al día siguiente partirían hacia el pueblo de la monja, a unos tres cuartos de hora de camino. Después de darles la bienvenida los alojaron en sus habitaciones, en un largo pasillo apenas iluminado. Todos estaban cansados. Cenaron en el comedor de la hospedería, servidos por un joven monje natural de Saint-Jean-Pied-de-Port, localidad cercana a la frontera con España. Era muy alto, longilíneo, de pelo rubio ralo, ojillos chispeantes y sonrisa contagiosa. Hablaba algo de español. Congenió desde el primer instante con Galo, quien le contó las andanzas de su abuelo contrabandista cruzando la muga en numerosas ocasiones, alguna de ellas llegando al pueblo del joven religioso. Acostumbrado a la espléndida comida de la suegra de Poulet, la frugalidad de aquel monasterio dejó pasmado al médico, que apenas pudo solventar el apetito del camino con unos cuantos trozos de asaduras insertados en un palillo largo y un pedazo de queso. No se atrevió a decir nada al respecto en vistas de que el resto de los comensales, incluidos otros hombres alojados allí, comieron en silencio y, por sus expresiones, parecía que habían quedado satisfechos.
Su habitación estaba más o menos en el centro del corredor y tenía una pequeñísima ventana tan alta que, sin subirse a una silla, era imposible ver el exterior. Aldave se sintió un poco agobiado entre aquellas cuatro paredes de piedra y decidió salir un rato antes de acostarse. El joven monje de Saint-Jean-Pied-de-Port les había mostrado dónde escondían la llave de la puerta de la hospedería para que pudieran entrar y salir a su antojo. Cuando Galo fue a echar mano de ella, en un agujero de la pared tras el encastre de una antorcha, se dio cuenta de que no estaba. Supuso que alguien la habría cogido. Efectivamente, la puerta estaba abierta. La luna, casi llena, emitía unos reflejos plateados sobre las colinas que rodeaban el valle transformando asombrosamente la campiña divisada tan solo dos horas antes en un paisaje fantasmal. Como si la luna se reflejara en un espejo, a unos diez metros de allí una silueta redonda y blanca permanecía estática contemplando también la grandiosidad de la noche. A esa distancia y de espaldas, nadie podría asegurar si se trataba de la hermana Anne-Marie o de la cocinera. Aldave dudó en continuar su paseo por si era esta última, pero, ante la perspectiva de regresar a aquella celda tan poco acogedora, se arriesgó. Cuando estaba a unos cuatro metros de ella supo ya que era la hermana Anne-Marie y que no le había oído acercarse. Temiendo sobresaltarla le susurró su nombre y la joven se volvió asustada dando un pequeño grito.
—No se preocupe, hermana, soy yo.
—¡Qué susto! ¡Menos mal que es usted!
Noche y naturaleza se fundían con el inmenso silencio de la abadía. Los dos permanecieron unos minutos callados, contemplando al unísono la silueta entrevista de los manzanos del huerto y, más allá, de los alcornoques que tapizaban el cerro que protegía al monasterio. Como transmitido por unas ondas invisibles, Galo intuía cierto nerviosismo, cierta turbación en la joven. No era la primera vez que se encontraban a solas. En el sanatorio era algo habitual tras el pase de visita mientras el médico le pautaba las recomendaciones para los pacientes, y hasta llegaron a intimar la noche en que Aldave le confesó su pasado de niño de inclusa. Pero allí, en un entorno diferente, en medio de la rotundidad de la noche, bajo aquella luna que parecía señalarlos, incluso el español sintió un furtivo estremecimiento cuyo origen no supo descifrar: sería la oscuridad o la propia presencia de la hermana…, o la conjunción de ambas.
—¿Echa de menos su casa? —preguntó Galo en voz baja.
—Mi casa está en Saint-Rémy, doctor —respondió la joven con una sonrisa. Aldave sonrió, a su vez.
—Perdón, había olvidado que era religiosa —añadió con algo de ironía, pero con afabilidad—, voy a repetir mi pregunta: ¿echa de menos a su familia?, ¡y no me diga que está en Saint-Rémy!
La hermana esbozó una sonrisa triste.
—Apenas tengo familia en Gordes, doctor. Mentiría si no dijese que mi familia está en Saint-Rémy, en mi congregación. —Antes de que el español pudiera replicarle, la monja continuó—. Si se refiere a si añoro mi tierra, esta tierra… —la voz comenzó a temblarle mientras señalaba a su alrededor—, pues… ¡claro que sí!, ¡cómo no voy a echar de menos estos árboles, esos caminos, esta abadía donde acudíamos cada año a entregar nuestra limosna a los monjes después de la cosecha! Si aspiro profundamente, aun con los ojos cerrados reconocería este aroma a lavanda distinto a todos los demás, esta brisa, el canto de aquella lechuza… —La joven contuvo sus lágrimas—. ¿Recuerda la noche en que me contó su desgraciada infancia? Yo le dije que, aunque jamás había pisado un orfanato, le comprendía más de lo que usted podía imaginar. A diferencia de usted, yo he tenido una infancia muy feliz, unos padres que me adoraban y un hermanito al que yo adoraba. En la epidemia de viruela de 1881 murieron todos, los tres, además de mis abuelos. Así de sencillo. Así de cruel. Mis padres no tenían hermanos. De la noche a la mañana, en cuestión de veinte o treinta días me quedé sola en el mundo con once años. Quizá solo usted pueda imaginar lo que eso significa. La angustia de la auténtica soledad en el corazón de una niña inocente…
Galo estaba petrificado. No esperaba una confesión como aquella. Nunca se había parado a pensar en el origen familiar de la hermana Anne-Marie, pero si lo hubiera hecho, ni remotamente hubiera sospechado un episodio tan horrible en su vida, un drama de esa envergadura en el trayecto vital de una persona tan alegre y dulce, tan singular y vitalista como ella. Ella le había visto a él llorar y le había consolado. Ahora se habían cambiado los papeles y era a él a quien correspondía ofrecerle un gesto de consuelo…, pero no le surgían las palabras. La tenía frente a él, con el rostro apenas iluminado por la luna creciente y, por primera vez desde que la conocía, con una profunda tristeza brotando desde sus ojos. Con la escasa luz no distinguía lágrimas en sus mejillas, pero él sabía que el llanto más desgarrador vierte las lágrimas hacia el interior de uno mismo, hacia el más íntimo territorio del alma no compartido por nadie. Un profundo abatimiento iba prendiendo también en su corazón a la vez que, por primera vez en su vida, sentía que una persona, que alguien con cuerpo y alma podía comprender todo el dolor acumulado del corazón, podía hermanarse a él en el sufrimiento pasado y, quizá también por vez primera, no se sintió desamparado. Abrazó con fuerza a la joven y volvieron a llorar los dos como dos hermanos que se encuentran tras una separación forzosa después de una vida llena de penalidades y sollozan de alegría y de añoranza.
—Soy afortunado por haberla conocido, hermana —dijo Galo en cuanto se tranquilizaron. La religiosa enjugaba sus lágrimas con un pañuelo y, con un gesto, indicó a Aldave un banco unos pasos a la izquierda. Se sentaron.
—Yo también, doctor. Aunque todas las hermanas de la congregación conocen mi historia, nadie se ha atrevido a recordármela y, cuando hablan de sus familias, cuidan de no exteriorizar delante de mí demasiada alegría al contar sus visitas…; en eso les estoy muy agradecida. Esta es una de las razones por las que me permiten venir a Gordes todos los años para la recolección de la lavanda, aunque nunca me lo haya expresado claramente la madre Épiphane yo lo sé. Esto, el «ocultar» la tragedia de mi familia, posiblemente me haya beneficiado, pero hay momentos como este en que necesito contarlo a alguien…
Aldave escuchaba la suave voz de la hermana Anne-Marie. La imaginaba de niña, con una carita todavía más angelical, de la mano de alguna vecina velando a sus padres y a su hermano. Se sentía tentado de cogerle la mano y acariciársela para demostrarle su afecto, su cariño…, pero su condición de religiosa y de mujer se interponían como un muro de cristal infranqueable entre los dos.
—¿Cómo acabó en Saint-Rémy, hermana?
—¡Ah! —repuso la joven suspirando—. Es una historia larga…, pero voy a intentar resumirla. Al fallecer toda mi familia (milagrosamente, yo no me contagié) una pariente lejana nos llevó a mí y a otra huérfana de Gordes al colegio de Santa María de Siena, de las hermanas ursulinas, en Aix-en-Provence, como internas. Allí permanecí tres años y, a pesar de lo duro de la situación, recibí una completísima educación y aprendí, sin duda, mucho más de lo que me habrían enseñado en la escuela de Gordes. En esos años afloró mi vocación y mi convencimiento de dedicar mi vida al Señor y al prójimo. El verano en que cumplí catorce años, la pariente de Gordes me llevó a mi pueblo a pasar unas vacaciones. No había regresado desde que salí para Aix-en-Provence tres años antes. Me pareció que todo seguía igual, las calles, el castillo, la iglesia…, pero faltaba mi familia. Fue un golpe terrible porque durante mi estancia en el colegio había conseguido evitar pensar en mi pasado dichoso, en los días en que todos vivíamos en armonía y felicidad. Ahora los recuerdos entraban en mi corazón a borbotones: mi casa, los campos de mi familia, la casa de mis abuelos, mi antigua escuela… Además, todo el mundo me miraba, me encontraban cambiada, me preguntaban qué tal me iba con cara de resignación, se compadecían de mí… Todo esto fortaleció mi decisión de ser religiosa, de volver con las monjas y comunicárselo. Pero, como dice la hermana Concepción: «el hombre propone y Dios dispone»; el destino me tenía guardado el camino del Señor, pero no como ursulina. Coincidió que ese mismo verano estaba en Gordes una hermana de la congregación de Saint Joseph de Vesseaux destinada precisamente en el sanatorio de Saint Paul en Saint-Rémy. Ella me habló de la entrega a los pacientes, del sacrificio de trabajar en un manicomio… Las hermanas ursulinas se dedican fundamentalmente a la enseñanza y yo prefería ofrecer mi vida a Dios ayudando a los enfermos. Así es como ingresé en la congregación de la que hoy formo parte, la que hoy es mi familia.
Mientras la hermana relataba su vida, Aldave había arrancado una ramita de ajedrea que crecía al lado del banco y poco a poco, inconscientemente, la había ido rompiendo en trocitos pequeños que ahora mecía dentro de la mano como si se tratara de un sonajero sin música. Cuando la joven concluyó, abrió la palma de la mano y los pedazos cayeron esparcidos al suelo velados por la oscuridad. Como esta insignificante rama de arbusto, el corazón de la hermana Anne-Marie se había liberado en parte de la asfixiante celda que lo aprisionaba al contar su historia a Galo, y él lo sabía. Una nube gris matizó de pronto el resplandor que irradiaba la luna y apenas se veía. Al igual que la noche de la confesión de Aldave, sin ni siquiera mirarse, los dos se sintieron unidos con un hilo invisible pero poderoso que alcanzaba lo más hondo de su ser. Aunque el tiempo y la distancia los separaran en un futuro, percibieron que nunca olvidarían estas dos noches de desgarradora sinceridad, que jamás podrían olvidarse el uno del otro. En completo silencio, la joven se levantó. Su hábito almidonado crujió un poco y a Galo le vino a la cabeza el instante en que se habían abrazado, cuando la había sentido temblar bajo todo aquel ropaje blanco, como se siente el pálpito de la vida dentro del plumaje de un pajarillo que aprisionamos en la mano mientras le curamos la patita herida.
—Buenas noches. Se ha hecho muy tarde. Mañana tenemos que madrugar. —La hermana Anne-Marie volvió la cabeza hacia Galo para despedirse también con la mirada. Aun en la oscuridad, se distinguía perfectamente el brillo de sus ojos. Antes de que Aldave pudiera contestar, había desaparecido. En los labios de Galo se estancaron un «cuidado no tropiece», un «la acompaño hasta la entrada» y un «que descanse».
Permaneció todavía un rato en el banco, ahora sí, en completa soledad, pensando en sí mismo, en aquel viaje inesperado que le estaba reportando tantas emociones y en el mañana cada vez más borroso. París quedaba lejos, el prefecto de Marsella quedaba lejos y, en ese momento, hasta Pauline Murat quedaba, también, lejos, tanto que, ni esforzándose podía recordar su rostro. Las nubes desaparecieron de nuevo y podían vislumbrarse miles de estrellas en el firmamento. Una inmensa quietud rodeaba el monasterio. Entre el cielo y la tierra, en medio de la exuberante naturaleza y la armonía de aquella construcción arcaica, Aldave se preguntaba la razón de todo aquello, del cosmos, de los árboles que nacen y mueren y son mecidos por el viento y fulminados por el rayo, de las nubes viajeras, de las piedras que siempre perduran, del ser humano, de él mismo… Se acordó del profesor Leroy, quien le aleccionaba a hacerse continuamente preguntas…, y a continuación, sin saber por qué, de su amada Camille, la mujer a la que había amado desesperadamente y por la que tanto había sufrido. Si bien el rostro de Pauline no podía recordarlo, ahora rememoraba nítidamente el de Camille, sus ojos verdes, su distinción, su dulzura… Todavía sintió un vacío en el estómago al recordarla, al revivir lo amargo de su rechazo. Miró el reloj. Era ya muy tarde. Había pasado tiempo de sobra para que la hermana Anne-Marie estuviera ya en su habitación. No quería encontrársela de noche en la puerta de su celda, podría resultar embarazoso y más si alguien los veía. Entró en la hospedería y, una vez en su habitación, en dos minutos ya estaba dormido.