CAPÍTULO 17

Aldave no había tenido ni la más mínima duda sobre el origen de los proyectiles con que habían pretendido agredirle, tal vez asesinarle, la noche anterior. En cuanto los vio dispersos en el empedrado de la calle recordó haber visto unos similares en el Museo de Ciencias Naturales de París. Se trataba de dardos de cerbatana, un arma mortífera que utilizan los indígenas de Sudamérica para cazar animales, sobre todo monos. La cerbatana es un cilindro fabricado con una rama de un árbol que pertenece a la familia de la nuez moscada. Los indios abren la rama de arriba abajo, la vacían de su contenido, la vuelven a unir con resina y a través del tubo que resulta disparan dardos envenenados soplando por uno de sus extremos. Precisamente Galo, durante una de sus visitas al museo, se había detenido a oír las explicaciones de un estudioso que le mostró con todo lujo de detalles tanto la cerbatana como los dardos. Quién le iba a decir entonces que, lejos de la Amazonia, él mismo iba a ser diana de semejantes flechas. Protegiéndose con su pañuelo, las había recogido y ahora, en su despacho del sanatorio, las inspeccionaba detenidamente: tres dardos finos de madera pulida de 25 centímetros de largo (10 pulgadas), con un extremo sumamente afilado y teñido de un color más oscuro que el resto, prueba del veneno que llevaba impregnado, seguramente curare, la pócima que «mata a un ave en segundos, a un hombre en cinco minutos y a un carpincho en media hora», como figuraba en la vitrina del museo. No podía dar crédito a lo que le estaba sucediendo. Por supuesto, el dueño de la cerbatana era Adrien Clermont. En toda Francia, uno de los pocos coleccionistas de piezas indígenas de América del Sur. Y después de vivir en carne propia cómo se las gastaba, también el principal sospechoso del envenenamiento del Saint Paul. La primera reacción del español cuando tuvo los dardos en la mano fue llevarlos a las autoridades para denunciar el ataque que había sufrido, pero tras meditar unos minutos prefirió tener más pruebas concluyentes y, sobre todo, avanzar en la investigación que lo había llevado allí para no dar al traste con todo y que se quedara en agua de borrajas. Nada más llegar esa mañana al sanatorio le había comunicado a la hermana Anne-Marie su intención de quedarse de nuevo a dormir esa noche en la sala de consulta. De una vez por todas tenía que desentrañar todo aquello y cuanto antes. Afortunadamente, Poulet había estado más amable que nunca durante el trayecto de casa al Saint Paul, sin mencionar el nombre de Pauline ni nada relacionado con ella. El buen humor del cochero fue todo un alivio para Aldave, alterado como estaba por todo lo vivido en las últimas horas.

Analizó detenidamente la situación en que se encontraban sus averiguaciones. A la luz de las dos autopsias, los enfermos del Saint Paul morían de lo mismo y, partiendo del hecho de que procedían de lugares geográficos diferentes y a su ingreso no padecían enfermedades orgánicas destacables, la enfermedad que les originaba la muerte la adquirían en el sanatorio. Por las características de los síntomas y los hallazgos inespecíficos obtenidos en las dos necropsias, era altamente probable que el origen se debiera a un envenenamiento, pero con un veneno inhabitual, porque en el laboratorio de la prestigiosa Facultad de Medicina de Montpellier no lo habían detectado en las muestras enviadas. La persona o personas implicadas en el caso tenían a su disposición ese veneno y sabían cómo dosificarlo, de manera que los internos no fallecían en masa ni experimentaban signos evidentes de una intoxicación masiva y letal, así nadie sospechaba de que algo anormal ocurría allí. Una vez más las pesquisas le llevaban a Adrien Clermont, el farmacéutico: disponía de sustancias potencialmente mortíferas, sabía manipularlas y, además, tenía acceso a los enfermos (podría resultarle fácil añadir el veneno a la medicación prescrita por los médicos y que él mismo preparaba). Sin embargo, dos cuestiones esenciales quedaban pendientes: el móvil de todo, la ganancia que él obtendría de las muertes de los enfermos, y si actuaba solo… Observando los dardos, el español sopesó la posibilidad de que fuera el curare la ponzoña con la que envenenaban a los pacientes, pero en Saint-Rémy no disponía de ningún tratado donde se explicara el mecanismo de acción y la patología producida por este veneno. Sin más dilación, escribió sendas cartas a la Facultad de Medicina de París y al Museo de Ciencias Naturales para que le aportaran toda la información posible acerca de esta sustancia.

Pensó una vez más en Pauline, en su discusión de la noche anterior. Ella llevaba razón en suponer que estaba celoso de Clermont, pero… ¿qué hombre no lo estaría en sus circunstancias? El farmacéutico le causaba tal repulsión que Aldave dudaba de la imparcialidad de sus análisis, requisito imprescindible de toda investigación forense. Si la viuda no se obcecara tanto con su amigo, ella podría ser la principal fuente de información sobre Clermont: su auténtica personalidad, sus posibles ganancias en un hipotético desprestigio del Saint Paul… Pero era imposible llevar una conversación medianamente normal con Pauline sobre el farmacéutico: siempre lo defendía a capa y espada sin dejar el menor resquicio a la crítica, sin aportar información sobre él que pudiera esclarecer algo de su persona. Por otra parte, desde el inicio de su relación no había habido ni una ocasión en que el español estuviera tentado de confesar a Pauline la verdad, el porqué de su estancia en la Provenza; tal vez porque ella no había puesto nunca en tela de juicio su puesto de médico internista y también porque en su fuero interno Aldave no estaba seguro de si podía confiar en ella al cien por cien.

Esa noche la hermana Anne-Marie se quedaba a velar a las enfermas. A ella le había contado concisamente que alguien había intentado agredirle aprovechando la oscuridad de la noche y que sospechaba de alguna persona relacionada con el Saint Paul. Por supuesto, ni le mencionó a Pauline, aunque Galo sabía que la monja, como todo el mundo, estaba al tanto de su relación. La religiosa se alarmó muchísimo, le aconsejó denunciar lo ocurrido, pero, ante la negativa del médico, se dispuso a ayudarle como la noche en que pernoctó en el sanatorio. A Larroque prefirió no ponerlo al corriente de nada, al menos de momento. Cuando quedó todo en silencio, Aldave se dirigió a la farmacia. Esta vez iba decidido a encontrar algo y nada lo iba a detener. Volvió a registrar todo de arriba abajo, incluidos libros y apuntes. Cuando ya estaba a punto de irse, un detalle le llamó la atención. Era una pequeña calabaza hueca colocada en un estante al lado de los botes de hierbas medicinales. Ya estaba allí la vez anterior. A través del cristal transparente o translúcido de los botes, en alguno de ellos se veían frutos o bayas y Galo supuso que la calabaza era un fruto más que no cabía en ningún frasco. Pero había tenido una corazonada. Cogió la calabaza, tiró del tallo y, efectivamente, comprobó que estaba abierta en forma de tapadera. Dentro había un líquido oscuro en escasa cantidad porque apenas ocultaba la base…, lo suficiente para matar a una persona si impregnaban un dardo con él… Sin vacilar, salió con ella de la farmacia como quien encuentra un tesoro. Había una semejante en el Museo de Ciencias Naturales de París que contenía curare.

La farmacia era el principal objetivo del español aquella noche, pero no el único. Escondió la calabaza en su despacho después de separar con una pipeta una pequeña cantidad del líquido que contenía y guardarlo en un frasco de los que se envían a analizar para mandarlo al día siguiente al laboratorio de la Facultad de Medicina de París. Ahora comenzaba la segunda parte. Tenía que registrar de nuevo el despacho de Gastineau, el ecónomo. No se fiaba lo más mínimo de él y le quedaba pendiente abrir un cajón de su mesa. En el bolsillo, además de la llave maestra que le había proporcionado el prefecto, llevaba la ganzúa que se fabricó con una pinza de disección. Esperó pacientemente a la hermana Anne-Marie. Se habían citado para que ella le sirviera de vigilante. No quería llevarse otra sorpresa como la de la noche en que vio al ecónomo salir a hurtadillas de su despacho.

—Ya estoy aquí, doctor —dijo en voz baja la religiosa—: me he retrasado porque nos ha costado Dios y ayuda tranquilizar a una enferma. He supervisado uno por uno todos los despachos y no hay nadie. Cuando quiera podemos ir…

—Si alguien nos viera, prométame una cosa: declarará que yo la he obligado a hacer esto —requirió Galo cogiéndola del brazo—. No quiero originarle ningún problema, hermana.

La monja calló.

—Ya veremos —dijo por fin.

—Esa respuesta no me sirve. Para eso prefiero que no me ayude.

—Mentir es un pecado, doctor, aunque sea por una buena causa. Además, si dijera que me ha obligado a ayudarle es usted el que se vería envuelto en un grave problema.

—De acuerdo, la comprendo, pero entonces prefiero que no se inmiscuya, así no la comprometo. Ya ha hecho usted bastante. Si ha comprobado que no hay nadie en el despacho de Gastineau, me basta, de verdad.

La hermana le miró a los ojos, dudando, pero ante el tono decidido de Aldave le hizo caso.

—Está bien, pero de todas formas, como tengo que estar de vela, nadie se extrañará si me ve por los pasillos. Si observo algo raro, le haré una señal. Por ejemplo… —La monja arañó la puerta varias veces. A Galo le hizo mucha gracia.

—¡Perfecto! ¡Es usted una ayudante estupenda, hermana!

La monja salió con su lámpara de petróleo y minutos después Aldave con la suya. El despacho del ecónomo estaba cerrado con llave. Una vez dentro, el español no pudo evitar un cierto nerviosismo, más del que había sentido en la farmacia, quizás porque allí había entrado con rabia contenida y aquí, sin embargo, lo que le conducía era la intriga. Tras un vistazo rápido a toda la habitación, se dirigió directamente a la gran mesa central, sacó la ganzúa y con gran habilidad abrió el cajón. Como había imaginado, había cartas y documentos. Todos los sobres tenían el mismo remitente: «Monsieur Cabasset, prefecto de Bouches-du-Rhône». El corazón le dio un vuelco.

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Monsieur Gastineau:

Por el conducto habitual le envío la cantidad acordada.

Marsella, junio de 1888

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Monsieur Gastineau:

Le envío la cantidad acordada.

Marsella, septiembre de 1888

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Monsieur Gastineau:

Le envío el último plazo del dinero convenido.

Marsella, noviembre de 1888

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Monsieur Gastineau:

He recibido su nota. No estoy de acuerdo con usted. Pactamos una cantidad y usted ha recibido en los plazos estipulados el total del montante. Como le supongo un caballero, espero con esta carta dejar zanjada la cuestión.

Marsella, enero de 1889

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Monsieur Gastineau:

Le envío la cantidad que solicita, pero le recuerdo que no es esto lo que pactamos. Confío en su bonhomía para olvidarnos por fin de todo este asunto.

Marsella, febrero de 1889

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Monsieur Gastineau:

Usted, como bien dice en sus cartas, puede hundir mi reputación, pero recuerde el puesto que ocupo. La ruleta de la vida puede dar muchas vueltas. Es el último dinero que le mando.

Marsella, abril de 1889

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Monsieur Gastineau:

Le ruego encarecidamente deje de enviarme misivas y, con ellas, amenazas. Ni en sueños usted habría imaginado tener el dinero que yo le he proporcionado. Confórmese con eso. Yo no tengo la culpa de que lo haya gastado. Usted sabrá. Olvídese de mí, se lo ruego.

Marsella, junio de 1889

***

Aldave no daba crédito a lo que estaba leyendo: el ecónomo estaba chantajeando nada menos que al prefecto de Bouches-du-Rhône, al hombre más poderoso de uno de los departamentos más importantes de Francia…, pero… ¿por qué? En ese momento hubiera entregado su escasa fortuna por poder tener ante sus ojos las cartas que Gastineau mandaba al prefecto, para poder despejar el oscuro enigma. Una idea le pasó por la cabeza: ¿tenía esto algo que ver con las muertes del sanatorio?, ¿y con el requerimiento del prefecto contratándole a él mismo? ¿Por qué no le había puesto el prefecto en antecedentes? Al fin y al cabo, si su auténtica voluntad era la resolución del otro asunto y le pidió confidencialidad absoluta, tendría que haberle prevenido acerca de Gastineau… ¿Estaba siendo utilizado por alguien con otro fin del que suponía? ¿Qué papel jugaba el farmacéutico en todo aquello?… Cada vez se estaba enredando todo más. Empezaban a fallarle las fuerzas y la confianza en sus propios recursos. Quizás lo mejor sería seguir las últimas recomendaciones del prefecto, declarar que no había solucionado nada y marchar hacia París para no volver por allí nunca. Cerró el cajón y, sin ganas de inspeccionar nada más, salió. Decepcionado con todo, con Pauline, con el prefecto, consigo mismo, comenzó a vencerle el sueño. La hermana Anne-Marie le había preparado la camilla en la sala de consulta y allí se tumbó, olvidándose de dudas y preocupaciones en pocos segundos. Durmió profundamente. Cuando despertó, todo seguía estando sumido en una gran oscuridad, pero se oía un sonido armonioso a lo lejos. Encontró a tientas la lámpara y comprobó que había estado durmiendo unas cuatro horas. Pronto amanecería. Se levantó, retiró la ropa de la camilla y se aseó lo que pudo en el lavabo. Intrigado por el murmullo que seguía oyendo, abrió la puerta: eran las religiosas rezando la primera oración del día antes de la salida del sol. Tras el descanso se sentía algo más sereno. Se sentó en uno de los bancos de madera del pasillo, el más cercano a la capilla. Todo lo que le rodeaba, oscuridad, paredes, vacío…, carecía de vida. Al menos, en medio de toda aquella soledad, el eco de las oraciones y los cánticos de las monjas le unían con un hilo invisible al resto de la humanidad. Iniciaron un nuevo canto, tal vez el último… La melodía comenzaba piano, pero paulatinamente iba in crescendo y podía reconocerse desde el pasillo. Nada más percibir los primeros compases, Galo sintió una sacudida violenta en su interior, un hiriente estremecimiento que le dejó paralizado mientras la música penetraba nota a nota en él… Comenzó a temblar todo su cuerpo, pero con unas sacudidas imperceptibles, hondas, íntimas…, y una terrible sensación de congoja y desolación invadió lo más profundo de su ser. Hacía más de veinte años que no escuchaba el Ave María de Caccini… Se echó a llorar desconsoladamente. Habían transcurrido más de veinte años y su pasado volvía a él como un volcán hirviendo a punto de expulsar la lava; y de esa manera tan absurda. Regresaron a su mente, como peligrosos huéspedes inesperados, las imágenes que durante tantos años intentó borrar de su alma, y llegaban una tras otra, mecidas por esa música tan bella, tan dolorosamente bella y lacerante… Era incapaz de frenar ese llanto, él, que no había llorado nunca, que nunca había tenido a nadie a quien llorar…

—¡Ah!

El español ni se había dado cuenta de la presencia de la hermana Anne-Marie que acudía a saber de él al finalizar la oración. Estaba sorprendida y alarmada al ver al médico en aquel estado. No sabía qué hacer, abrumada de contemplar a un hombre como Aldave llorando como un niño. Se sentó a su lado.

—Doctor, qué le ocurre, por Dios —dijo tomándolo del brazo con las manos.

—No se preocupe por mí, hermana —logró decir Galo entre sollozos. Hizo un gesto para que la religiosa esperase—. El Ave María me ha traído recuerdos… duros. Eso es todo, hermana.

Al sentir tan cercana la mirada interrogante, llena de preocupación, de la joven, al percibir su calor, el afecto que le transmitía con sus manos, con su expresión, comprendió que debía continuar, que había llegado el momento de compartir con alguien toda la pena oculta en su corazón durante tantos años. A través de las ventanas que daban al claustro comenzaba a distinguirse una tenue luz que anunciaba el amanecer. Apagó su lámpara y la hermana hizo lo mismo con la suya, dándose cuenta de la gravedad del momento, facilitando la confesión de Galo.

—He oído muchas veces esa pieza de música, hermana…, cuando era un niño. —Aldave volvió a emocionarse—. Y la he oído en un lugar muy similar a este, interpretada por mujeres como ustedes, por religiosas…, porque yo soy un niño de inclusa, hermana.

La joven soltó el brazo del médico y se llevó las manos a la boca, como queriendo evitar pronunciar una exclamación, asumiendo la importancia de la declaración de Galo en toda su dimensión.

—¿Tiene algún orfanato su congregación?

La monja negó con la cabeza.

—¿Ha visitado alguno?

Volvió a negar.

—Entonces, no podrá usted ni empezar a comprenderme… Es imposible que alguien comprenda, que alguien se ponga en la piel de un niño de inclusa…, imposible. —La voz de Galo tembló de nuevo—. ¿Sabe usted lo que es ver morir a un niño en una epidemia, solo, sin nadie a su lado? ¿Y a dos? ¿Y a tres? No hay nada en el mundo tan terrible como eso. Eso no se puede borrar en toda una vida…, imposible. Esa imagen, ese sufrimiento te persigue vayas donde vayas y lleves la vida que lleves. La puedes olvidar por momentos…, pero siempre vuelve porque está agazapada en tu alma y jamás te abandona…, alimentada por el miedo de ser tú el próximo niño enfermo del orfanato… Es imposible que ninguno de nosotros, ningún niño de inclusa, sea del todo feliz, hermana, por muy larga y venturosa que sea nuestra vida, por muchas vueltas que dé y muchos peldaños que suba…Ya ve, ese es mi pasado y también mi futuro.

Callaron un buen rato sentados el uno al lado del otro, sin mirarse.

—Su padre… ¿no es su padre verdadero, entonces? —preguntó la hermana con ternura.

—No. Fermín Aldave no es mi verdadero padre. Mis padres fueron a buscarme a la inclusa del hospital de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza porque no podían tener descendencia. Yo tenía ocho años, casi nueve. Me han querido como si fuera hijo auténtico suyo…, o más, no le quepa la mínima duda. Se han sacrificado por mí, han pasado noches en vela cuando he estado enfermo…, igual que cualquier otra familia… Y yo los adoro: no hay dos personas mejores en este mundo. Gracias a ellos soy lo que soy, ¡qué hubiera sido de mí sin ellos!… —Galo se emocionó de nuevo—. Y he sido un niño alegre y pienso que les he dado más motivos de orgullo que de enojo…, pero siempre queda algo dentro de ti que te impide ser como los demás, que te imposibilita para disfrutar de la vida como lo hace la gente que no ha conocido la desgracia.

La hermana suspiró hondo. Comenzaba a oírse el trino de algún pájaro y ya se entreveían las siluetas. Aldave, a pesar del sufrimiento que le había supuesto rememorar su pasado, se sentía reconfortado, nunca se había sincerado con nadie tan profundamente, ni con sus más íntimos amigos. La hermana Anne-Marie le transmitía una inmensa sensación de paz y confianza.

—Aunque usted crea que es imposible comprenderle, le diré que no es tan difícil, al menos para mí —admitió la religiosa casi en un susurro—. Algún día le hablaré de mi vida y entenderá lo que quiero decir… —La hermana hizo una pausa—. Ahora quiero que se anime. Por muy difícil que sea una etapa de la vida…, siempre hay motivos para tirar hacia delante…, y usted tiene muchos a su favor. Ahora mismo… voy a intentar alegrarle el día —añadió en un tono más optimista—. Voy a llevarlo a una excursión, si usted quiere, por supuesto.

Galo sonrió, con los ojos todavía húmedos.

—¿Como la del otro día?

—No, esta es una excursión de verdad, de varios días.

Percibiendo la ilusión de la joven, el corazón de Aldave se inundó de ternura.

—Y… ¿dónde va a llevarme?

—A Gordes, mi pueblo natal. ¿Ha oído hablar de él?

—No. ¿Está en la Provenza?

—Claro que sí, ¡Gordes es el corazón de la Provenza! Tiene que conocerlo, doctor. Allí va a olvidar todas las penalidades y los malos recuerdos. Pero tendrá que trabajar duro, ¡se lo advierto!

—¿Trabajar? —preguntó el médico.

—Sí, doctor, allí vamos a trabajar. Soy propietaria de unos terrenos sembrados de lavanda y todos los años acudimos a la recolección. Su antecesor, el doctor Jalou, siempre se apuntaba al viaje, le encantaba estar en medio de todo y controlar que nadie nos timara. Si se anima, yo misma pediré permiso al doctor Peyron y no se atreverá a denegarlo porque el dinero que se obtiene va a parar a la congregación y al sanatorio.

Ya entraba con decisión la luz de agosto por los ventanales del claustro. A lo lejos se oían pasos, voces y el ruido de alguna puerta. El sanatorio se estaba poniendo en marcha un día más y Aldave sentía que una buena parte de los nubarrones que lo acorralaban momentos antes se estaban disipando. Le agradó la idea del viaje, de abandonar por unos días Saint-Rémy y todo lo que conllevaba, y aceptó la propuesta de la monja. La rutina del Saint Paul continuaría sin él y a la vuelta su mente se encontraría más fresca para tomar una decisión acerca de su inmediato futuro.