Estaba atardeciendo y el fugaz aguacero había cesado. Detrás de la verja de entrada al sanatorio se distinguía perfectamente el arco iris, como un dios pagano, presidiendo el cielo. En otras circunstancias, tan solo unos días antes, le hubiera pedido a Poulet que lo acercara con su coche hasta casa de Pauline, aunque solo fuera por no mancharse de barro los zapatos, pero las cosas habían cambiado. Mandó con un chico una nota a Charlotte Poulet indicándole que no acudiría a cenar. Estaba impaciente por ver de nuevo a Pauline, por estrecharla entre sus brazos, aun cuando la conversación de la mañana con el cochero planeaba de nuevo sobre él como una nube oscura. El bochorno de la tarde, tras la lluvia, había dado paso a una ligera brisa que aligeraba el camino entre el sanatorio y Saint-Rémy. Aldave marchaba rápido, deseoso de llegar cuanto antes a casa de su amante. Mientras pensaba en ella, sin que pudiera evitarlo, le venían una y otra vez a la mente las palabras de Poulet. Hasta ese momento, seguramente por lo ajetreado del día, no se había parado a meditar sosegadamente en lo que le había contado. Que Pauline había tenido otros amantes, que de todos buscaba un provecho… Una mezcla de indignación y celos se apoderó de su mente. Inmediatamente pensó en Clermont, el farmacéutico, y también en los demás hombres que había visto por su casa: el administrador del príncipe, el perfumista de Tarascon… Pauline era, sin lugar a dudas, una mujer arrebatadora, cualquier hombre daría parte de su fortuna por tener algo con ella. La sospecha comenzó a anidar en él. Intentó recordar algún gesto, alguna palabra el día de la cena de San Juan que le llevasen a recelar de alguno de los comensales… El farmacéutico tenía una relación especial con ella, eso lo tenía claro y hasta Pauline se lo había confirmado, aunque siempre asegurando que nunca habían rebasado los límites de una simple amistad; el administrador se mantuvo distante con ella durante toda la cena, pero su mujer estaba presente…, y el perfumista… recordó que le había lanzado algunos piropos y algunas miradas ardientes, además era viudo… Un ruido de caballos detrás de él le hizo volver a la realidad. Ensimismado, iba caminando por el centro de la carretera. Se apartó a un lado. Pasó una pequeña calesa de dos plazas conducida por Gastineau, el ecónomo del sanatorio. Paró en seco unos metros más adelante.
—¿No se ha mojado, doctor?
—No. He salido en cuanto ha cesado la lluvia.
—Suba, que le llevo.
A pesar de una compañía tan poco agradable, Aldave subió a la primera, dispuesto a hablar de cualquier cosa antes que seguir martirizándose con conjeturas inútiles. Era curioso observar con qué maestría manejaba las riendas del caballo con una sola mano. Una vez más el ecónomo le propuso una partida de cartas y, sin saber ya cómo zafarse, al español se le ocurrió:
—Lo siento, señor Gastineau, pero mi religión me prohíbe el juego.
Eso el ecónomo no se lo esperaba. Tanto es así que, raro en él, ni siquiera tuvo el reflejo de preguntar acerca de esa religión que impedía a un hombre joven, libre y con dinero en el bolsillo ocupar su tiempo en una afición tan gratificante. Para evitar que adivinara hacia dónde se dirigía, una vez en la población, Galo le pidió que parara el coche con la excusa de realizar unas compras. Como imaginaba, sin ningún disimulo, Gastineau mantuvo la calesa quieta mientras observaba los movimientos del médico, que, para despistarlo, entró en una tienda. Cuando comprobó que el ecónomo había desaparecido y se disponía a salir, reparó en un anaquel con jabones de distintos colores y un letrero escrito con letra femenina: «Jabón de Marsella». Esperó su turno y encargó a la dependienta un paquete.
—¿De qué aroma los quiere? ¿Lavanda, romero, miel, vainilla, violetas, magnolia, flor de loto…?
—¡No sabía que existían tantos jabones diferentes! ¿Cuál me aconseja?
—¿Son para usted?
—No. Se trata de un obsequio. Para una dama.
—Entonces, puedo prepararle un paquete con aromas variados.
Galo recordó una escena parecida cuando le compró a Pauline el ramo la noche de San Juan. También entonces la florista le aconsejó una mezcla de flores y acertó.
—Muy bien. Hágalo así.
La muchacha, que tenía unas manos pequeñas y regordetas y unas uñas bien cuidadas, con gran habilidad confeccionó un paquete envuelto con papel de celofán y lo adornó con un lazo y un pequeño ramillete de lavanda. Llevaba una larga trenza color miel de la que presumía cuando se giraba para coger algún objeto. Cuando estaba concentrada en su trabajo era una chica bonita, pero al hablar torcía un poco la boca hacia la izquierda en una mueca que resultaba algo chocante.
—Es lavanda fresca, señor. Ha tenido suerte, acaban de traerla. Ya ha empezado la recolección en algunos pueblos.
La cancela de entrada a la finca de los Murat se encontraba habitualmente cerrada con llave. A la derecha de la verja, en el extremo del muro, un pedazo de soga destrenzada a modo de penacho invitaba al visitante a tirar para hacer sonar una campanilla que alertaba al servicio de que alguien quería entrar, aunque casi siempre, entre los barrotes, se divisaba a algún empleado de aquí para allá, quien, al oír el reclamo oral del visitante, acudía a abrir. Pauline, dándole muestras de plena confianza, le había enseñado cómo entrar en la propiedad directamente, sin llave y sin solicitar ayuda de nadie. La cancela, al lado de la cerradura, tenía un mecanismo oculto mediante el cual, tras un simple pero estudiado movimiento de una pieza metálica disimulada, descorría el cerrojo con gran facilidad. Este dispositivo no lo conocía nadie, excepto Pauline; ni siquiera los miembros del servicio de más antigüedad. Según le había explicado la viuda, lo había inventado su marido, quien también tenía en su haber otras invenciones patentadas, algunas de ellas vendidas a terceros y sacadas al mercado. Aldave utilizaba el artilugio en las contadas ocasiones en que, por razones de trabajo, visitaba a Pauline ya entrada la noche, para no molestar al personal. Ese día, sin embargo, aunque anocheciendo, todavía era una hora prudente para llamar. Acudió uno de los lacayos.
—La señora está en las cuadras, doctor, acaba de regresar de montar. Si quiere, puede esperarla en la biblioteca.
Aldave estaba demasiado impaciente para aguardar.
—Gracias, Henri, pero me acercaré a las cuadras.
—Como usted quiera, doctor.
El médico bordeó la casa siguiendo un camino de piedras, dejando a su izquierda los cuidados parterres de rosas y claveles, los arbustos aromáticos, los magnolios, los saúcos, los tilos… Unos cincuenta metros detrás de la mansión estaban las caballerizas. Por encima de ellas el sol, iluminando el cielo de un naranja viejo, estaba casi desaparecido. Se oía movimiento dentro de los cobertizos y se distinguían algunas luces por los ventanucos. Pauline estaba cerca de la puerta, de espaldas, vestida de amazona, mirando cómo un mozo cepillaba a una magnífica yegua. Con una mano sostenía el sombrero de copa y con la otra se acariciaba el maravilloso cabello negro que, suelto, le rozaba casi la cintura. Galo la observó por unos instantes, inmóvil, silencioso, queriendo retener para sí la belleza de ese gesto, de esa presencia humana en forma de mujer que tanto le seducía. Guiada por el sexto sentido con el que percibimos que alguien nos mira, Pauline se volvió hacia la puerta. El júbilo transformó su rostro.
—¡Galo, querido!
Tiró al suelo el sombrero, tomó de sus manos al español y le besó dulcemente.
—¡Qué guapa estás vestida así, Pauline!
Su mirada no podía transmitir ninguna otra cosa que no fuera pasión, amor desinteresado y sincero. Esa mirada no podía mentir. A él no. Se dirigieron a la casa de la mano. Ella llevaba un precioso traje de montar, con falda y chaqueta a juego, de color marrón claro. Debajo se adivinaban las puntillas almidonadas de una blusa blanca. Estaba todavía algo sofocada y sudorosa, pero Galo la sentía feliz a su lado.
—¿No te has mojado? —le preguntó Aldave.
—No. Cuando he notado las primeras gotas he podido refugiarme en una caseta de labriegos medio abandonada. Después he tenido que galopar para que no se me echara encima la noche.
Galo estrechó su mano con fuerza, pensando en lo sola que se habría encontrado de noche si la lluvia no hubiera amainado, en los peligros en que podía haberse visto envuelta.
—¡No se te ocurra salir a montar cuando amenace lluvia, Pauline!
Ella sonrió.
Nada más entrar en el zaguán una doncella acudió a su encuentro. En la mesa de la entrada, un ramo de magnolias del jardín esparcían su delicado aroma por toda la casa.
—Señora, ¿desea que la desvista, que le quite las botas?
—No, gracias, Juliette, yo sola lo haré. ¿Me ayudarás tú? —susurró a Galo en cuanto la criada se retiró.
La entrega de Pauline, su calor, su ímpetu, no podían compararse con ninguna otra cosa en este mundo. En los momentos de intimidad, cuando estaban los dos solos, se transformaba en una niña inocente, parecía que al desvestirse abandonaba con la ropa su posición, su dinero, el punto de altivez de las personas que tienen un estatus más elevado que los que los rodean, la vanidad de toda mujer hermosa…, todo desaparecía y la señora viuda de Murat se convertía en una sencilla muchacha entregada a su amante con el cuerpo y con el alma. «Si los que hablan de ella la vieran ahora, la conocerían realmente», pensaba Galo. Del primero al último de sus gestos le magnetizaban: cómo se llevaba una copa a los labios, cómo se desabrochaba los botones de una manga, su manera de andar a pasos cortos y rápidos, la costumbre de acariciarse el cuello con el dorso del dedo índice mientras escuchaba una conversación…, su perfume de rosas, el colorido de su vestuario, su tono de voz decidido, su vitalidad… No tenía un rostro perfecto, pero Aldave amaba todos y cada uno de sus rasgos, incluso los imperfectos, soñaba con ellos y se sentía el más afortunado de los hombres solo por contemplarlos, por ese goce.
La doncella le había preparado a Pauline su bañera. Galo se sentó frente a ella observándola cómo se enjabonaba. Había abierto minutos antes el pequeño obsequio de los jabones y había decidido probar el que llevaba grabado «flor de loto».
—Me gusta mucho este perfume, Galo —dijo aspirando la esencia de la pastilla de jabón.
—Es un pequeño detalle. Aquí en Saint-Rémy no se encuentran regalos como tú mereces.
—No necesito que me hagas regalos.
—Ya lo sé.
Cubierta de jabón, con el cabello mojado y el cuerpo parcialmente entrevisto bajo el agua parecía más una diosa que una mujer terrenal. Había declinado el ofrecimiento de la doncella y ahora el español esperaba el momento en que saliera del baño, cual Venus, para rodearla de nuevo entre sus brazos y secarla delicadamente, amorosamente.
—¿Todos los españoles sois tan guapos como tú?
Aldave se echó a reír.
—¡Si yo no soy guapo!
—Sabes perfectamente que sí, no te hagas el inocente. Y seguro que te lo habrán dicho muchas mujeres.
—Menos de las que tú te piensas.
—No me has hablado nunca de eso.
—¿De qué? —preguntó Galo haciéndose el loco.
—De las mujeres que han pasado por tu vida.
—¿No eras tú la que no quería hablar de nuestro pasado?
Pauline asintió con la cabeza.
—Sí, tienes razón… Pero no puedo evitar preguntarme si no tienes a alguien esperándote en París —contestó seria.
El médico esbozó una media sonrisa.
—Puedo asegurarte que no me espera nadie en París.
Pauline permaneció unos segundos en silencio. Aunque el tono resuelto y la mirada segura de Galo pretendieron tranquilizarla, su rostro delataba todavía la duda. Pero ninguno de los dos quería que desapareciera el hechizo del momento anterior, cuando con los ojos se transmitían el deleite de mirarse y la confianza de saberse unidos, apartados del mundo. Pauline sintió un escalofrío.
—Se está enfriando el agua. Voy a salir.
Aldave se levantó, cogió las toallas y la ayudó a secarse. Llamaron a la puerta.
—¡Señora, la cena está ya lista!
—¡Muy bien, pueden subirla ya! —dijo Pauline—. He pensado que podríamos cenar muy bien aquí mismo, en la terraza de mi habitación.
—Como tú quieras.
Pauline se colocó una larga bata blanca de seda con encajes.
—¿Me alcanzas mis sortijas? —solicitó a Galo, señalando una bandejita de plata encima de un mueble antiguo de madera.
Aldave se las entregó: una alianza de oro y un anillo que Pauline no se quitaba ni para dormir, con una esmeralda rodeada de brillantes.
—Este mueble parece muy antiguo —observó Galo.
Era un mueble de madera oscura tallada, una especie de bargueño con incrustaciones de marquetería y nácar dibujando una auténtica filigrana y con numerosos cajones de diversos tamaños.
—Es una de las joyas de esta casa —le explicó Pauline—. Cuando nos casamos, mi marido quiso amueblar de nuevo las estancias de nuestro dormitorio. Esta pieza la compró dos días antes de nuestra boda. Procede de un castillo de la Dordoña. Sus dueños estaban casi arruinados y se la vendieron junto con otros objetos que ahora están en la biblioteca. Este mueble en concreto data del siglo XVI. Realmente, aunque no lo parezca, es una caja de seguridad donde sus dueños ocultaban cualquier cosa de valor: alhajas, escritos confidenciales, cartas y… parece ser que hasta venenos. Cuando lo adquirió mi marido tuvo que firmar una especie de documento en el que se comprometía a conservarlo en buen estado y, en caso de verse obligado a venderlo, debía buscar un comprador digno de poseer esta pieza.
—Es muy curioso… Está lleno de cajones, pero ninguno tiene tirador… ni cerraja —indicó el español observándolo detenidamente—. ¿Cómo se abren? —preguntó intrigado.
—¡Ah…! ¡Me pides mucho! —contestó Pauline con una carcajada.
—¿Quieres decir que no me lo vas a explicar? —prosiguió extrañado.
—¡Algún misterio tiene que haber entre nosotros! ¡Te he contado hasta cómo entrar en mi propiedad sin llave! ¡Pero esto… lo tengo absolutamente prohibido! —dijo Pauline riendo.
—¿Cómo que prohibido? ¿Por quién?
—Ahora soy yo la dueña, la depositaria de esta pieza, y no puedo transmitir a nadie el secreto de su apertura…, excepto si me encuentro en peligro de muerte.
Galo movió escéptico la cabeza.
—Cómo te gusta todo lo mágico.
Pauline replicó:
—Lo dices como si fuera algo malo.
—Es una pérdida de tiempo, sin más. Aunque respeto, por supuesto, tu reserva en cuanto a no compartir con nadie el mecanismo de apertura de este mueble…, pero porque tú lo decidas, no porque la persona que te lo vendió lo decidiera por ti. Seguro que el halo de misterio con el que os lo vendió duplicó su precio, no lo dudes.
Entraron dos lacayos y una sirvienta y fueron colocándolo todo en la pequeña terraza: mesa, sillas, mantel, platos, copas, velas… Las cigarras parecían haber desaparecido, pero ahora los grillos se dejaban oír entrecortadamente en distintos puntos del jardín. Esa noche una luna nueva ocultaba hasta las copas de los árboles más altos y, como todavía no se habían disipado todas las nubes de la tormenta, apenas relucía alguna estrella en el firmamento. Galo sentía auténtica dicha en su interior, calma, sosiego. Asomado a la barandilla pensaba en el cambio de vida que le había supuesto su estancia en la Provenza. En ese momento, París quedaba tan atrás que apenas recordaba las semanas que habían transcurrido desde que tomó el tren hacia Marsella. Pauline se acercó a él y, en silencio, le tomó por el brazo y apoyó la cabeza en su hombro. Hubiera dado lo poco que tenía por mantener aquel momento suspendido en el tiempo, indefinidamente, sabiendo que los instantes de plena felicidad siempre pasan.
—¿Te gusta mi jardín?
—Claro que sí, muchísimo. Todo lo tuyo me gusta, Pauline, absolutamente todo.
Aldave estaba arrobado mirándola a los ojos, repleto de amor hacia aquella mujer cuyo pasado desconocía, pero cuyo presente quería compartir pesara a quien pesara. La tomó entre sus brazos y la besó ardientemente. Solo la llegada de los criados rompió el hechizo. Cenaron alumbrados por unas temblorosas llamas, rodeados de la noche y de todos sus sonidos. A lo lejos, el rumor cadencioso de una fuente llenaba los momentos de silencio.
—¿Cuántas hectáreas tiene esta propiedad? —preguntó Galo.
—En total, incluida casa, jardines y tierras, veinticuatro.
—¿Todo lo organizas tú? Me refiero a si los hijos de tu marido te ayudan en algo.
—No. Yo soy la usufructuaria de toda la finca y a mí me corresponde la administración. Tanto gastos como beneficios corren de mi cuenta. Como puedes imaginar, mantenerlo todo en perfecto estado y pagar al personal supone un gran dispendio y los beneficios de la tierra son muy variables; en los últimos años justo llega para cubrir gastos.
—De todas formas, eres muy generosa, Pauline.
—¿Por qué lo dices?
—Por tu aportación al sanatorio. Sabes que supone una parte muy importante de los ingresos del centro. Me aseguró el director que sin tu contribución probablemente el Saint Paul se vería obligado a cerrar.
—Antes pasaría hambre que dejar de entregar mi limosna al sanatorio.
Ante la expresión de asombro del español, Pauline continuó.
—Michel, un hermano de mi marido, en lo mejor de su juventud enloqueció de repente. La familia estaba desolada, no sabía qué hacer con él y tampoco querían llevarlo a un manicomio al uso. Alguien les habló del doctor Peyron, un nuevo médico que acababa de llegar al Saint Paul, y de sus nuevos métodos de curación, más humanos para los enfermos. Ingresó durante dos años allí y salió completamente recuperado, aunque lamentablemente murió de manera trágica poco después, por un disparo perdido en una cacería. Como agradecimiento al doctor Peyron y a la congregación de religiosas, mi marido les prometió una renta anual que otorgó puntualmente mientras vivió y, aunque en sus últimas voluntades dejó a mi criterio continuar o no con la limosna, no voy a ser yo quien acabe con esta caritativa acción.
Aldave recordó la perorata de Poulet esa misma mañana, poniendo en tela de juicio hasta la dadivosidad de Pauline para con el sanatorio. No podía comprender cómo un hombre despierto y con un espíritu noble como el del cochero pudiera creer las maledicencias de la gente.
—De todas formas, Pauline, si algún año, por cualquier circunstancia, tienes pérdidas realmente sustanciosas, Dios no lo quiera, deberías replantearte el donativo. No quiero decir que lo suprimieras, pero al menos que rebajaras la cantidad explicando a Peyron y a la madre superiora las razones. No puedes arruinarte por sustentar al Saint Paul, debes pensar en tu futuro.
—Bueno, confiemos en que ese día no llegue…, pero si llega soy capaz de vender parte de mi patrimonio antes de no entregar el donativo… Mi intención es conservar el apellido Murat en el puesto que ahora ocupa.
Los criados iban sirviéndoles sucesivamente los platos y, antes del postre, Pauline recordó que había olvidado ordenar que subieran champagne de la bodega.
—Ahora mismo les bajo la llave —dijo a la doncella.
Aldave se sorprendió de que fuera Pauline quien guardase la llave de la bodega y no el ama de llaves o el mayordomo principal, como ocurre en la mayoría de las casas, pero no dijo nada. Cuando la doncella ya había salido de la habitación, se levantó y se dirigió a una de las mesillas de noche, abrió el cajón superior y pareció que cogía algo. Galo dejó de mirarla por no girarse del todo y dar la impresión de que la estaba espiando. Al volverse hacia la mesa, el médico se percató de que el cristal de la puerta abierta de la terraza actuaba como espejo y, reflejado en él, podía observarla sin que ella se diera cuenta. Entonces, con total claridad porque Pauline estaba próxima a una lámpara, vio cómo levantaba la esmeralda de su sortija y sacaba de dentro de un minúsculo departamento un pequeño objeto que bien podría ser una llave. Disimuladamente, se aproximó al mueble antiguo que antes habían admirado y acarició su arista derecha como intentando localizar algún punto concreto. Al llegar más o menos a la mitad de su altura, colocó allí un dedo de la mano izquierda y con la otra introdujo la llave y la giró a la izquierda. Inmediatamente se oyó un sonido metálico casi imperceptible. Pauline abrió fácilmente uno de los cajones, sacó una llave grande y volvió a cerrar. Todo en apenas unos seis u ocho segundos. El corazón de Aldave se aceleró. Algo raro pasaba allí.
—Ahora mismo vuelvo, querido.
Casi de un salto fue hasta el mueble. Acercó una lámpara a la arista que había manipulado Pauline y no vio absolutamente nada que le llamara la atención. Entonces imitó lo que había hecho ella, tentó minuciosamente de arriba abajo la madera con el pulpejo de los dedos hasta que percibió un diminuto agujero. Ahí estaba el secreto de la apertura del mueble. Volvió rápidamente a la silla de la terraza, un poco alterado por todo aquello. Al ver el plato y los cubiertos de Pauline frente a él, respiró hondo y se tranquilizó algo. En realidad, no había ningún motivo de inquietud, ella guardaba la llave de la bodega porque era la dueña de la casa —y quizá alguien del servicio, en alguna ocasión, le había soplado alguna botella— y la escondía en un lugar seguro, lejos del personal de limpieza, es decir, en la «caja fuerte». Por otra parte, ya le había advertido que no iba a explicarle el mecanismo de apertura del mueble; evidentemente lo extraño era poner a disposición de un amante la clave de la caja de seguridad de su casa.
—¡Ya estoy aquí! ¡Con champagne y con pignolat!
Pauline había entrado en la habitación con su habitual vitalidad seguida del mayordomo, que llevaba una botella y una bandeja con dulces.
—¿Has probado alguna vez el pignolat?
—Pues… no. No tengo ni idea de lo que es.
—Pruébalo y me dices qué te parece —propuso Pauline mientras el mayordomo llenaba las copas de la espumosa bebida.
Galo saboreó la pasta antes de contestar.
—Exquisito, de verdad. ¿Los hacéis en casa?
—¡Los preparo yo misma!
—¿De verdad? Entonces, te felicito. Me recuerdan a unos dulces que en España se preparan para Navidad, los turrones. Supongo que los ingredientes serán parecidos: almendras, azúcar…
—El pignolat es una receta que descubrimos en uno de los tratados de Nostradamus. Lleva piñones, azúcar, agua de rosas e hinojo.
—¿Otra vez Nostradamus?
—¡Ya ves todo lo que se puede aprender de ese sabio!
—Al menos en repostería es verdad —reconoció paladeando el postre—. Por cierto, ¿cómo es que tienes bajo llave la bebida?, ¿te han robado alguna botella?
—¡No! —respondió rápidamente Pauline—, bueno, al menos yo no me he dado cuenta si así ha sucedido. No podría estar tranquila si en mi propia casa alguien me robara aunque fuera una hogaza de pan. Confío plenamente en el servicio porque nunca me ha dado nadie motivo de desconfianza… Claro que todos ellos saben que hay dos causas por las que se les puede despedir inmediatamente: por tener la mano demasiado larga o la boca demasiado grande. La discreción y la honradez son dos requisitos fundamentales para servir a Pauline Murat.
—¿Entonces…?
—Bueno…, las bebidas más selectas las guardo en el sótano, junto a algunos objetos que pertenecieron a mi marido… que no son de gran valor económico, pero sí sentimental, y no quiero que nadie pueda estropearlos. Bajo llave están más seguros. Eso es todo. —Pauline se levantó, cogió su copa con el champagne todavía burbujeante y se sentó sobre las rodillas de Galo—. Hoy es un día muy especial para mí, querido Galo. Te tengo a mi lado, soy una mujer feliz y quiero celebrarlo con lo mejor de mi casa.
Bebieron los dos. Como la copa del médico estaba demasiado llena, se mojó sin pretenderlo un poco la nariz. Se rieron de la situación con ganas… Galo sentía vibrar con la risa el cuerpo de Pauline pegado al suyo, tan solo separado por aquella ligera tela de seda casi imperceptible.
—Señora Murat…, ¿se puede?
—Claro que sí, ¿qué ocurre, Juliette? —Pauline se levantó y volvió, sin ningún aspaviento, a su silla.
La doncella había entrado en la habitación llevando una pequeña bandeja de plata.
—El mozo de cuadras ha encontrado este pañuelo de caballero en las cuadras. Lo traigo por si es del doctor…
Aldave se echó la mano al bolsillo de la levita y sacó el suyo.
—No, no es mío, Juliette.
—¡Ah!, entonces será del señor Clermont, se le habrá caído cuando han regresado de montar, disculpen.
La doncella salió de nuevo con la bandeja y el pañuelo. Galo observó cómo a Pauline le cambiaba la expresión, pero intentaba mantener el tipo como si lo oído no fuera con ella. Una ráfaga de celos ascendió en dos segundos desde los pies hasta la cabeza de Aldave, pero se controló, esperando la reacción de Pauline, que en ese momento bebía, como si nada, de la copa.
—¿Qué te parece el champagne? Lo compré en Marsella a un gran distribuidor que exporta a todo el mundo. Lo encuentro francamente exquisito…, seco, como a mí me gusta.
El español aguardó unos segundos sin decir nada, sin mirarla siquiera, aparentemente concentrado en la bebida.
—¿Qué es eso de que has montado con Clermont? —le preguntó con tono comedido, pero con indudable nerviosismo.
Tras un breve titubeo, ella respondió:
—Ha venido a casa a visitarme en su caballo. Yo estaba preparada para salir a cabalgar y me ha acompañado. Eso es todo, no hay más.
—¿Y por qué no me lo has dicho antes?
—No sé…, no ha venido a cuento…, no le he dado ni la más mínima importancia.
Aldave se levantó intranquilo.
—¿Cómo que no ha venido a cuento? Me has explicado lo que te ha pasado esta tarde y no has utilizado el plural en ningún momento. ¡Si te parece natural salir a montar con un hombre el mismo día en que regresas de un viaje, lo lógico es que me lo cuentes! —exclamó el español subiendo el tono de voz.
—No es necesario que grites, te oigo perfectamente.
Galo prosiguió, intentando contenerse.
—¿Y a qué ha venido? ¿Cómo se ha enterado de que ya estabas en Saint-Rémy?
—En Nîmes estuve comprando productos para nuestros experimentos de alquimia y Adrien vino a ver lo que había traído. Yo misma le avisé de mi llegada, como te avisé a ti. Si yo no hubiera querido que te enteraras de su visita no os habría citado a la vez.
El médico no quedó demasiado convencido con la explicación. Cuando le vino a la memoria el episodio de la caseta de labriegos, saltó de nuevo:
—¿Y también ha entrado contigo en la caseta en medio del campo?
Pauline movía la cabeza con incredulidad.
—¿Qué estás pensando? ¿Qué es lo que te ronda por la cabeza? ¡Pues claro que ha entrado en la caseta! ¡No iba a quedarse fuera a empaparse de agua!
Galo ya los imaginaba riendo a carcajadas, dichosos, como ellos mismos segundos antes, dentro de la maldita caseta, tal vez abrazados, protegiéndola él con sus brazos… Aun así le quedó un resquicio para la ironía:
—¿Y por qué no? Está más que acostumbrado a pasar penalidades en sus viajes por la selva… —apuntó con retintín.
—No te burles de él. No tienes ningún motivo —refirió seria y seca Pauline—, simplemente estás celoso…, ridículamente celoso. Parece mentira en un hombre culto e inteligente como tú.
—Ah, ¿sí? ¿Esto son celos? ¿O evidencias?
—¿Qué evidencias? A Adrien Clermont lo conozco mucho antes que a ti. Es mi amigo mucho antes de que tú llegaras a Saint-Rémy… y va a continuar siéndolo, no te quepa la menor duda —dijo con gran seguridad.
—¿No habéis sido nunca amantes? —se atrevió, por fin, a preguntar.
—No —respondió tajante Pauline.
A pesar de una negación tan rotunda, Aldave no se quedó tranquilo. Esperaba otro tono en las respuestas de Pauline, más cariñoso, más comprensivo, con menos frialdad. Hubiera bastado una mirada tierna, una caricia, una sucinta explicación de su auténtica relación con el farmacéutico, cómo se conocieron, el porqué de su amistad, sus posibles afinidades…, para que el español confiara de nuevo en su amante y olvidara la neblina que ahora le sofocaba… Pero enfrente tenía a una Pauline hermética, casi desafiante.
—Yo también podía tener celos de ti si nos ponemos a malpensar.
—¿De mí? —subrayó extrañado el médico.
—Sí, de ti. Tú estás rodeado de mujeres en el sanatorio y desde el día que llegaste eres el centro de atención de todas.
—¿Rodeado de mujeres? ¡Si no hay ninguna mujer en el Saint Paul fuera de las enfermas y las monjas!
—¡Ah! ¿Es que las monjas no son mujeres?
Aldave lanzó una carcajada sobreactuada.
—¡Supongo que sí, que son mujeres…! Pero puedo asegurarte que yo no las veo como tales, al menos en el sentido en que tú insinúas.
—¡Pero ellas sí te ven a ti como un hombre, sobre todo alguna…! —exclamó con rabia.
A Galo le dio un vuelco el corazón.
—¿Qué quieres decir?
—¿No te has dado cuenta de cómo te mira tu ayudante, esa hermana Anne-Marie? ¡Salta a la vista que está enamorada de ti, que eres su príncipe azul, que sueña contigo por las noches…! ¡Y eso que solo os he visto juntos un par de veces…, pero no se necesita más para percatarse de esas cosas! —exclamó exaltada—. ¡Si yo fuera celosa como tú, ya no tendrías a esa mosquita muerta como ayudante! ¡Una mínima indicación mía y la cambiaban de puesto inmediatamente!
—¿Cómo te atreves a mancillar el nombre de un espíritu puro como el de la hermana Anne-Marie? —prorrumpió indignado Galo—. Ella sería incapaz de hablar mal de ti, o de nadie…, y tú, sin embargo… No sabes lo que dices…, con tus suposiciones puedes hacer mucho daño a una persona… que es un ángel.
—¿Un ángel? Ya…, como todas… —dijo Pauline con una sonrisa irónica.
Galo sintió un gran desasosiego.
—Me voy —dijo cogiendo de pronto su sombrero.
—¿Cómo que te vas? —preguntó sorprendida la viuda—. ¿Adónde?
—A mi casa —respondió irritado.
Pauline cambió rápidamente de actitud, no esperaba que las cosas llegaran a ese extremo.
—¿No vas a quedarte a dormir? —lo requirió, acercándose a él, intentando retenerlo.
—No. Estoy muy cansado y quiero estar solo.
—Pero… ¿cómo vas a irte con esta noche tan oscura? Voy a avisar al cochero para que te acerque.
—¡No, ni se te ocurra! Me voy andando. Me basta con una lámpara. ¡Hasta mañana!
Aldave salió de la habitación pensando en la última frase que había pronunciado: «hasta mañana». No había tenido valor para decir un «adiós» que interpusiera una distancia entre ellos porque, aunque no soportaba en ese momento permanecer ni un minuto más allí, tampoco quería, por nada del mundo, y a pesar de todo, perderla.
Le pidió una lámpara de mano al mayordomo y salió al jardín y de allí a la carretera. Echó de menos la voz de Pauline desde la terraza de su habitación donde, sin duda, lo estaba observando. Si la hubiera oído llamarle, lo más seguro es que hubiera dado media vuelta para acabar rendido entre sus brazos, pero no oyó su nombre, sino el denso silencio de una noche tenebrosa. Sintió fresco, se subió el cuello de la levita y aceleró el paso, procurando evitar las piedras y las irregularidades del suelo que apenas podía entrever con la luz de la lámpara. No había ni un alma en los alrededores. Las mansiones que a plena luz del día resplandecían a ambos lados de la carretera habían desaparecido y alguna en que se vislumbraba una tenue iluminación semejaba un buque fantasma de los que aparecen en los relatos fabulosos.
Llegó a Saint-Rémy pasada la medianoche. Hasta que entró en el casco urbano, enfrascado como iba en sus propios pensamientos, no tuvo la sensación de tener miedo, pero al llegar a la altura de la colegiata de Saint Martin oyó tras él un sonido como de pisada que le hizo mantenerse alerta. Giró ciento ochenta grados elevando la lámpara para ampliar su campo de visión, pero no observó nada raro, ni persona ni animal. Siguió por la rue Lafayette con ganas de llegar cuanto antes a casa de los Poulet, meterse en la cama y descansar por fin de un día tan intenso. Desde una ventana alta se oían, ahora sí, unas voces que parecían discutir acaloradamente. Levantó la vista y pudo entrever una débil luz y una silueta de mujer. Era la primera señal de vida que percibía desde que había salido de casa de Pauline, si exceptuaba el grito de alguna rapaz nocturna por la carretera de Tarascon, y casi la agradeció. Pero de pronto, sintió de nuevo tras él el mismo sonido de antes, esta vez más nítido, un eco de pisadas sigilosas junto al de una respiración que, sin duda alguna, procedían de un humano. No se volvió. Alguien le seguía. Para confirmarlo ralentizó el paso por si sus suposiciones eran falsas y se trataba de otro caminante nocturno como él que, en ese caso, simplemente le adelantaría… Nada, nuevamente el silencio… Ahora sí que se inquietó. Volvió a coger su paso habitual y, al llegar al arco del hotel de Sade, sintió un zumbido rozando casi su pierna derecha. Se dio cuenta de que fuera la que fuese la intención del que le seguía, él era un blanco perfecto con la lámpara iluminando perfectamente su cuerpo. Rápidamente la apagó y se parapetó tras la arcada, esperando… Nuevamente oyó dos zumbidos más, casi silbidos, estos a la altura de sus hombros, como si de proyectiles se tratara, pero sin el ruido característico de un arma. Se alarmó de verdad. Alguien le estaba atacando y él estaba inerme. Recordó los consejos de su abuelo navarro cuando era un mozalbete y se veía envuelto en peleas: «nunca amilanarse, eso es de cobardes, nunca mostrar nuestras debilidades».
—¿Quién va? —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Sal de ahí si eres hombre!
Nadie contestó.
Entonces sucedió algo estrambótico que posiblemente le salvó la vida. Se abrió una ventana de una casa y un anciano a la luz de una vela comenzó a orinar directamente a la calzada. No tardó ni un minuto en oírse la voz de su mujer recriminándole e iluminando lo que pudo la calle para comprobar el resultado del desahogo de su marido. Al distinguir a Aldave escondido casi enfrente de ella, se asustó, circunstancia que Galo aprovechó para encender otra vez su lámpara y escapar de aquella ratonera con la mujer como testigo.
—¡Señora, no se preocupe, de esto no se va a enterar nadie! ¡Por favor, ilumíneme un poco la calle, que apenas veo!
El español oyó unos pasos rápidos que se alejaban. Respiró algo más confiado. Aunque lo que le dictaba la razón era huir de allí cuanto antes, sabía que era decisivo para él encontrar los proyectiles con que habían intentado atacarle. Inspeccionó palmo a palmo el adoquinado y unos cuantos metros más adelante los encontró.