CAPÍTULO 15

Todas las mañanas el médico español se dirigía al sanatorio de Saint Paul en el coche de François Poulet, sentado con él en el pescante. No hay nada en el mundo más vivificante para comenzar bien la jornada que el deleite de las primeras horas tras el amanecer de un día de verano en cualquier región cercana al Mediterráneo. El silencio de las calles se entrecruza con esa naciente luminosidad que muestra indecorosa, por primera vez desde la noche, los colores y hasta los aromas de las flores de las casas y los caminos, convirtiendo al más descreído en un entregado a la vida y a la naturaleza. Como era día de mercado, Aldave sugirió al cochero pasar por la plaza, donde una multitud de hortelanos, chamarileros y artesanos estaban colocando con gran algarabía sus puestos. Aunque no pensaba ni bajar del asiento, a Galo le encantaba contemplar aquel panorama de color y movimiento, comparable solo con la espectacularidad de un circo. Cestas, manteles, frutas y verduras, quesos, ropajes, flores, objetos de cerámica, jabones, miel, ungüentos curativos, encajes, gallinas…, todo tenía cabida en el popular mercado de Saint-Rémy, al que acudían vendedores y compradores de toda la comuna. El paseo fue breve. Poco después, Poulet volvería a comprar con la hermana Concepción, la cocinera, y a Aldave le esperaba un día complicado, pues el director del Saint Paul había autorizado la autopsia de la última fallecida y había que realizarla nada más llegar al sanatorio.

Cuando estaban ya saliendo de la población, el cochero, que hasta entonces había estado sorprendentemente callado, se dirigió al español con cierta precaución, rara en él.

—Doctor, ¿se acuerda de lo que dijo anoche Claire?

El médico se hizo el despistado.

—¿Claire?, no sé, es una niña muy parlanchina, ¿sobre qué?

Poulet fue directo al grano.

—Lo que le preguntó su maestra: si usted duerme en nuestra casa todas las noches.

Galo, en vez de contestar, siguió mirando al frente, como si no hubiera oído nada.

—Doctor, si yo no lo apreciara a usted, le juro que no le diría nada, no me metería en líos.

—Dígame lo que quiera, François. Sin rodeos, por favor —dijo Aldave, sin desviar la vista del camino.

—Lo que quiero decirle es que todo Saint-Rémy habla de que usted y la viuda de Murat son… muy buenos amigos… o algo más.

Galo calló unos segundos.

—¿Y usted qué opina, François?

—Yo solo sé que no deshace la cama muchas noches.

—Soy bastante mayor para llevar la vida que quiera, ¿no? —señaló algo molesto el médico.

—¡Por supuesto, doctor! ¡No me interprete mal! Yo no soy nadie para meterme en lo que no me llaman. ¡Usted puede dormir donde le plazca!

—Entonces, ¿lo que le preocupa son los chismes?

—¿A mí? —le lanzó con una carcajada fingida—. ¡A mí los chismes me la traen…!, ¡en fin, no quiero ser basto delante de usted! Lo que me preocupa, si quiere saberlo, es que caiga en la trampa de esa mujer, ¡eso es lo que me preocupa!

—¿Qué quiere decir con eso? —exclamó inquieto Galo.

—¡Esa mujer no le conviene, doctor, hágame caso, olvídese de ella, hay muchas mujeres en el mundo y usted puede conquistar a cualquiera!

—Pero… ¿por qué?, ¿qué tiene de malo Pauline? ¡Es una mujer excepcional!

Poulet rio irónicamente.

—¿Por qué se ríe?

—¡Ya le ha enganchado a usted también!

El médico estaba atónito.

—¿Qué quiere decir con… «también»?

—¿Usted piensa que es el primer amante que ella tiene?

Aldave titubeó.

—Pues… no sé, no me lo he planteado —dijo confundido con todo aquello.

—Pues no, no es el primero. Y, qué casualidad, todos tienen algo en común: a todos les puede sacar algo, a unos dinero, a otros posición, a otros reputación… Usted no conoce a la verdadera Pauline Murat, doctor; soy hombre y sé lo que digo, a usted no le ha dado tiempo de conocerla. Está embaucado por ella…, porque sabe cómo embaucar a un hombre, de eso estoy seguro.

—¿Y por qué está tan seguro? ¡Habla como si usted fuera uno de los embaucados, como si estuviera resentido contra ella…, pero usted no es de su clase, ni tiene dinero, ni posición, que es lo que dice que ella busca! —le espetó el médico, ahora bastante alterado.

Al verlo en ese estado, Poulet intentó a su vez tranquilizarse. Más calmado le dijo:

—Hace años sí éramos de la misma posición social, porque Pauline era pobre, ¿a que eso no se lo ha contado?

—Ser pobre no es ninguna deshonra.

—Desde luego, yo soy pobre y soy honrado. Pero de pobre a rico no se pasa de la noche a la mañana.

A Aldave las palabras que más le hirieron fueron estas últimas. Que insultaran o difamaran a Pauline no le extrañaba porque la envidia corroe la sociedad y ella seguro que era pasto fácil de los envidiosos. Lo que ahora le inquietaba era que en el tiempo que habían compartido juntos ella jamás le había mencionado nada de un origen humilde, sino todo lo contrario, y eso ahora, junto a la vehemencia del cochero, le removía su interior. Sin embargo, continuó:

—Pobres o ricas, a las personas se las debe juzgar por su generosidad. Y los que trabajan en el sanatorio de Saint Paul deberían estar agradecidos a una mujer que sufraga de su bolsillo una buena parte de los gastos del centro.

Poulet, que había decidido contenerse, no pudo evitar saltar.

—¿De verdad cree que el donativo lo entrega porque le sale del corazón? ¿También eso le ha hecho creer? —repuso el cochero moviendo la cabeza, como si no diera crédito a lo que estaba escuchando.

—¿Por qué lo iba a entregar si no?

—¡Porque le obliga el testamento de su marido! ¡A eso y a muchas otras cosas! ¡El señor Murat no tenía ni un pelo de tonto! Pauline Murat vive como una reina, igual o mejor que en vida de su marido, pero seguirá así (y eso todo Saint-Rémy lo sabe) mientras cumpla con las normas que su difunto dejó estipuladas en sus últimas voluntades, entre otras: no puede volver a casarse y debe entregar anualmente al sanatorio la misma cantidad de dinero que entregaba su marido. Si las incumple, pierde la casa, las rentas y la mayor parte de propiedades de las que hoy en día disfruta.

Aldave estaba aturdido. ¿Cómo un simple cochero podía estar al tanto del testamento de una persona tan alejada de su ámbito social? ¿Por qué tanto encono contra Pauline? Él mismo procedía de Tudela, una población pequeña donde todo el mundo se conocía, donde todos opinaban sobre lo acontecido a cada uno de sus vecinos, y no siempre de buena fe, máxime si las aludidas eran personas destacadas. Su mismo padre, médico reconocido y apreciado, de vez en cuando era víctima de habladurías sin sentido, de rumores sobre asuntos falsos que se transmitían de oreja a oreja tergiversando y aumentando unos hechos que ponían en boca de todos, sencillamente, una mentira.

Llegaron al Saint Paul. Como siempre, Poulet paró el coche para que el español se bajara antes de conducirlo a las cocheras. Desde que se conocieron, era la primera vez que existía tirantez entre ellos y a ninguno de los dos le gustaba la situación. Aldave, incapaz de pronunciar palabra, realmente contrariado, se limitó a un mínimo saludo de cortesía llevando la mano al sombrero. Poulet le respondió con idéntico gesto. En su interior sentía auténtica preocupación por su huésped, al que estimaba de verdad.

Galo cruzó la verja de entrada sin la energía de otros días, decepcionado de algún modo con Poulet. Ahora comprendía que, aun cuando existía una diferencia de clase social y de nivel de instrucción entre los dos, se había establecido entre ellos un fuerte vínculo muy cercano a la amistad. Su postura hacia Pauline los había distanciado en aquel breve trayecto de casa al sanatorio y este distanciamiento le disgustaba. Recorrió el camino hasta el pabellón principal sin apreciar el colorido de las flores ni la galanura de los cipreses, ensimismado en sus propios pensamientos, abstraído de la presencia de la hermana Anne-Marie, que salía en ese instante de la capilla.

—¡Doctor Aldave!

—¡Ah, hermana!…, perdone, ni la había visto.

—Me he escapado a la capilla sin permiso de nadie a cambiar una cuerda rota de la cítara —dijo la joven como en secreto.

Como tantas veces, hizo sonreír a Galo incluso aquella mañana.

—Tranquila, hermana, yo le firmo el permiso donde haga falta.

—Ya me quedo tranquila —dijo exagerando la expresión.

—Hoy tenemos un día ajetreado.

—Efectivamente, doctor… Por cierto, ¿qué va a ser primero…, la autopsia o el pase de visita?

—¿Tenemos alguna urgencia?

—Por el momento no.

—Entonces, comenzaremos por la necropsia. Por favor, avise al doctor Larroque para que me espere en la sala de autopsias.

—¿El doctor Larroque sabe algo de autopsias?

—Por supuesto, todo psiquiatra se ha formado antes como médico. Además, el doctor Larroque tiene mucho interés en saber de qué mueren nuestros enfermos.

—Estupendo, así estará usted acompañado. Ya sabe que yo en esos menesteres… soy incapaz de ayudarle. ¡Ah, por cierto, se me olvidaba! —La religiosa sacó un papel de un bolsillo escondido en su hábito—. Acaban de entregarme esta carta para usted, viene sin remite, pero, por el matasellos, procede de Marsella.

La hermana interpretó el fingido gesto de extrañeza del médico como una recriminación por haber curioseado el sobre.

—No piense que soy una fisgona, doctor, pero tengo que admitir que no he podido resistir la tentación de mirar de dónde procedía.

—No importa, ya tiene un pecadillo para confesar, si no el capellán creerá que es una santa.

—No se burle de mí, aunque merezco cualquier reproche por su parte.

—En vez de reproche…, la perdono…, y no peque más —remató bromeando Aldave.

Quedaron para pasar visita a los enfermos a media mañana. La hermana Anne-Marie, con su frescura y espontaneidad, había conseguido relajar a Galo. Por unos minutos había olvidado completamente su conversación con Poulet y el enojo que le había producido. Nada más entrar en su despacho, abrió la carta.

Estimado doctor Aldave:

Desde que nos vimos hace dos meses en mi despacho no he vuelto a tener noticias suyas. Estoy impaciente por saber cómo van sus indagaciones respecto del asunto que le encomendé. El tiempo corre y dispongo solamente de unas cuantas semanas —dos meses más a lo sumo— para resolver el caso o de lo contrario, como usted ya sabe, me encontraré en una delicada situación. Si sus pesquisas van hacia buen puerto, le agradecería me lo comunicase, pero si, por el contrario, no ha averiguado nada del origen del problema y su estancia ahí es infructuosa, le ruego asimismo lo ponga en mi conocimiento para, en ese caso, poder liberarle del farragoso encargo que le confié.

Atentamente,

P. Cabasset, prefecto de Marsella

Galo Aldave se sentó pensativo. La sola idea de abandonar Saint-Rémy y, por lo tanto, a Pauline le soliviantaba. Tampoco estaba preparado para abandonar el sanatorio y dejar atrás a personas con las que le unían lazos entrañables, como la hermana Anne-Marie o la familia de Poulet. Por otra parte, su orgullo profesional le impedía regresar a París con las manos vacías, sin respuesta a la pregunta de por qué enfermaban y morían los pacientes del Saint Paul. En ese momento de su carrera un fracaso podía suponerle un derrumbe personal y ante su admirado profesor Leroy, que había confiado en él para una misión tan complicada. Debía continuar, yendo a por todas, jugándose el tipo si era necesario, pero con inteligencia, como todo buen forense. Escribió unas líneas a Cabasset explicándole medias verdades, dándose de esa forma tiempo a sí mismo para alcanzar algún resultado concluyente. «En esta segunda autopsia tengo que encontrar la clave».

—Usted no es internista, doctor Aldave, usted es forense o realiza autopsias clínicas con frecuencia.

El español paró en seco la sutura con hilo de bramante de la cavidad torácica con la que concluiría la autopsia.

—¿Por qué dice eso, doctor Larroque?

—Su destreza diseccionando el cadáver y la explicación al detalle de todo lo que va encontrando no son propias de un médico internista. Y no solo eso…, es usted un magnífico profesional…, aunque por el motivo que sea pretende ocultarlo.

Tras unos segundos de indecisión, Galo le preguntó:

—¿Puedo confiar en usted?

—¡Por supuesto!

—De acuerdo, en cuanto acabe con esto, hablamos en mi despacho.

Mientras realizaba la disección, el español le había comentado que cabían pocas dudas respecto a que la paciente había fallecido de la misma causa que el paciente de la primera autopsia. Para corroborarlo, Aldave necesitaba estudiar diversos tejidos al microscopio y enviar una serie de muestras para un estudio toxicológico, pero a simple vista las lesiones del cerebro de los pacientes eran idénticas y no había encontrado ninguna otra causa de muerte en la enferma. En esta ocasión, para tratar de llegar por fin a la solución del enigma iba a enviar a analizar las muestras a la Facultad de Medicina de París.

Ya en su despacho, Galo cerró la puerta y se dispuso a sincerarse, al menos en parte, con su colega. No le quedaba otro remedio. Se lo jugaba todo a cara o cruz. Tenía ante él a una persona que lo había descubierto…, o quizás él se había dejado descubrir…

—Doctor Larroque, es usted un buen observador. Efectivamente, soy médico forense y estoy aquí de paso. Eso para usted puede suponer una buena noticia, porque mi plaza quedará vacante con total seguridad en un plazo corto de tiempo y a ella podrá optar su hermano, que sí es un verdadero médico internista. Se preguntará cuál es la razón de mi estancia en el Saint Paul y el porqué del ocultamiento de mi auténtica identidad. Es muy sencillo, estoy aquí para tratar de averiguar la razón por la que enferman y mueren los dementes de este sanatorio. Usted mismo me confesó su preocupación por este tema e incluso habíamos hablado acerca de algunas de las personas que trabajan aquí. Mi misión, la razón por la que he venido a Saint-Rémy, a la Provenza, es desentrañar este… misterio.

—Pero ¿quién le ha contratado?, ¿el director?

—Eso no se lo puedo decir porque he dado mi palabra de honor que lo mantendría en secreto. Solo puedo decirle que no se trata de nadie cercano a nosotros. Nada más. Y que sus intenciones son honorables.

—¿Está usted seguro de eso?

—Por supuesto, no tengo ni la menor duda. De otra forma no habría abandonado París ni la Facultad, donde estoy realizando una importante labor. Además, yo soy un hombre honesto por encima de todo.

—No es que lo ponga en duda, entiéndame. Pero comprenda también que sea lo que sea lo que hay detrás de todo esto, de este… «misterio», el nombre del Saint Paul puede quedar en entredicho, nuestro propio prestigio como profesionales, nuestra carrera, el futuro del sanatorio, de los internos…

—Respecto al prestigio del centro debo decirle que, en cuanto trascienda el número de muertes por año que hay aquí (y seguro que más tarde o más temprano va a trascender), la reputación del Saint Paul y de todos ustedes, con culpa o sin ella, va a estar a la altura del suelo. Y no hablemos del futuro de los enfermos…

Larroque se tapó la cara con las manos, nerviosamente.

—El tema es más grave de lo que yo había supuesto, ingenuo de mí, cuando alguien, seguramente del Ministerio, le ha llamado a usted para que investigue… Tiene usted razón, cuente conmigo para lo que precise. Esto hay que solucionarlo cuanto antes y con la mayor discreción posible para que no trascienda…, si aún nos queda tiempo.

—Nos queda tiempo, pero no tanto. En mi país hay un refrán que dice «sin prisa, pero sin pausa». Eso quiere decir que no debemos precipitarnos para no cometer errores, pero también que no debemos dejar escapar ninguna oportunidad ni perder un segundo. Y, por supuesto, con total y completa discreción. Ya ve lo que está en juego.

—Seguramente me juego yo más que usted.

—Es posible. Por eso le pido que no actúe bajo ninguna circunstancia por su cuenta. Si lo necesito, no dude de que recurriré a usted, pero mientras tanto le ruego, una vez más, reserva y cautela.

—Le doy mi palabra de honor.

Los dos se estrecharon las manos.

—¿Sospecha usted de algo, de alguien? —preguntó Larroque.

—Sospecho que se está envenenando a los pacientes de manera lenta pero efectiva. Y con un veneno difícil de detectar porque en la anterior autopsia las pruebas toxicológicas resultaron negativas.

—¿Y quién podría querer envenenar a los enfermos? ¿Con qué fin?

—Los fines de los envenenamientos son de lo más variado, querido Larroque. Casi siempre hay un beneficio de por medio: dinero, la mayoría de las veces, venganza, celos… e incluso amor; hay personas que envenenan a su adversario para poder conseguir a la persona amada. Tampoco debemos olvidarnos de los envenenamientos accidentales (y ese es un aspecto en el que usted puede ayudarme a indagar revisando nuevamente todos los tratamientos) y de los ocasionados sin razón alguna por personas que no están en su sano juicio.

—De las que, precisamente aquí, estamos rodeados.

Llamaron a la puerta. Era la hermana Anne-Marie. Debían comenzar el pase de visita.

—Disculpe, hermana, estamos acabando una conversación. En diez minutos me reúno con usted en la sala de exploraciones.

—Yo también tengo trabajo retrasado, doctor Aldave —dijo Larroque haciendo ademán de levantarse.

—Un momento, Larroque, concretemos algunas cosas. Me ha preguntado si sospecho de alguien. Voy a serle franco: en primer lugar debo sospechar de las personas que tienen acceso a los alimentos y medicinas, es decir, la cocinera y el farmacéutico. Yo he hecho alguna indagación. En la cocina, excepto matarratas, no he encontrado nada capaz de envenenar a los enfermos, y por las características de la enfermedad y de los resultados de la autopsia, queda descartada esta posibilidad. En la farmacia, como puede suponer, todos los productos, o casi todos, son potencialmente letales. Lo que habría que investigar es si Clermont, el farmacéutico, puede tener alguna motivación, algún interés en que enfermen los internos. También hay que averiguar si alguna otra persona tiene acceso a la farmacia que, habitualmente, está cerrada con llave. Una tercera persona que me da que pensar es el ecónomo Gastineau. Hay algo en ese hombre, además de su repugnante aspecto físico, que me hace desconfiar de él…, como si llevara algo escabroso entre manos. Y respecto al director…, usted me dijo que es una persona honesta… y esperemos que así lo sea, pero no estaría de más que lo observase, puesto que tiene más relación con él que yo. Recuerde que a ninguno de los dos nos ha hecho caso cuando le hemos anticipado nuestras sospechas. Por último, no debemos olvidar uno de los pilares de esta institución: la superiora, la madre Épiphane. Sinceramente, no creo que tenga nada que ver con todo esto, pero sabemos, al menos yo, muy poco de ella, y el poder con el que cuenta en el centro es fabuloso. Lo supervisa absolutamente todo. Es raro que pase algo en el Saint Paul sin que ella lo sepa.

—A partir de este momento supongo que andaré con cien ojos.

—Cualquier detalle que le llame la atención puede ser importante y debe comunicármelo.

—De acuerdo, doctor Aldave. Por cierto…, usted, hablando de alguna de estas personas, se ha preguntado si tendría interés en que enfermaran los internos, pero, como muy bien ha enumerado antes, son muchas las motivaciones que pueden llevar a alguien a envenenar a un semejante. En este caso puede tratarse no ya de perjudicar a los pacientes, sino al Saint Paul como institución o incluso a nosotros los médicos como últimos responsables.

—Sí, por supuesto, tiene usted toda la razón. Como decíamos antes, si trasciende lo que está ocurriendo, el primer perjudicado sería el sanatorio y, por ende, el director, los profesionales y hasta la congregación de religiosas.

Cuando salió Larroque, intranquilo, de su despacho, Galo ya estaba casi completamente seguro de que contaba con él como un aliado. Otra cosa es que le resultara de utilidad, pero, al menos, podía facilitarle información que a él le resultaba complicado obtener.

El paciente que llegó el mismo día que Aldave —el holandés Van Gogh—, a través de la hermana Anne-Marie, había conseguido permiso del director para pintar unas horas todos los días en las inmediaciones del sanatorio, fuera de sus límites. Iba acompañado de uno de los ayudantes del Saint Paul quien, además de ayudarle a transportar los materiales, lo vigilaba. Avanzada la tarde, después de rezar vísperas, la joven religiosa, aprovechando un rato de asueto, había propuesto al español ir al encuentro del atormentado Vincent.

—Si no le importa, hermana, voy a quitarme la levita y a quedarme en mangas de camisa.

—¡Espere un momento!

La hermana desapareció unos segundos de su vista tras la puerta de una sala dedicada a almacén y salió con un gran sombrero de paja en la mano.

—Póngaselo, todavía hace mucho calor y este es más fresco que el suyo. Al fin y al cabo vamos a hacer una pequeña excursión.

Galo no supo negarse.

—¡Qué tendrán las mujeres que siempre me convencen!

Tomaron un camino lindante con el sanatorio, bordeado de olivos centenarios, cipreses, almendros y pinos retorcidos por el viento. Iban zigzagueando inconscientemente, buscando las sombras de los árboles, rodeados por los cuatro costados de insectos que los obligaban a estar continuamente moviendo los brazos para espantarlos. Había de todo y jugaban a ver quién de los dos nombraba antes al nuevo saltimbanqui que aparecía en escena: «¡una mosca!», «¡un mosquito!», «¡un tábano!», «¡un abejorro!», «¡una abeja!», «¡una libélula!»… A ambos lados del camino, surgiendo casi por sorpresa en los márgenes de los campos cultivados, asomaban flores y plantas silvestres de distintas variedades que enriquecían aún más el paisaje. En medio de un bancal yermo, a la sombra de una monumental higuera, vislumbraron al pintor con su ayudante. El terreno había formado una pequeña elevación y desde allí se contemplaba perfectamente el sanatorio y Saint-Rémy a lo lejos. En pleno solsticio de verano, el intenso colorido de los sembrados formaba una composición cromática espectacular: el dorado del trigo a punto de la siega, el verde salpicado de rojos y anaranjados de los frutales, el amarillo luciente de los girasoles, el dulce azul liláceo de la lavanda, el escarlata de las amapolas… Había merecido la pena el paseo y el sudor. El ayudante les ofreció una cantimplora con agua. Van Gogh estaba amodorrado sentado en el suelo debajo de la higuera. A su lado, la silla, la paleta, el maletín abierto con pinturas, el caballete con un cuadro a medio acabar… Al oírlos hablar despertó sobresaltadamente.

—Señor Van Gogh, buenas tardes —dijo muy cariñosa la hermana.

—Me he quedado dormido. No se lo digan al doctor Peyron, me autoriza a salir del sanatorio para pintar, no para dormir —se disculpó incorporándose.

—El descanso forma parte de la terapia… —añadió Aldave— y es fundamental para después poder trabajar. Ya lo hemos hablado en otras ocasiones, usted gasta mucha energía pintando, señor Van Gogh.

—Gracias a la pintura estoy vivo, doctor. Es lo único que me preocupa en este momento de mi vida. Los días sin pintar son insoportables para mí.

Van Gogh calló, llevándose el índice de una mano a los labios y señalando con el de la otra mano al cielo.

—¿Oyen? ¿Han oído alguna vez algo igual?

Los cuatro permanecieron unos segundos escuchando. Un coro incesante de cigarras invisibles lo envolvía absolutamente todo: personas, árboles, rocas, objetos…

—En toda mi vida he oído algo semejante —confirmó el español.

—¡Son las cigarras más estridentes del mundo! —exclamó el pintor—. Son… ¡diez veces más potentes que los grillos de la casa de mis padres! ¡Esto es la Provenza! ¿Se han dado cuenta de cómo reluce aquí la hierba? Del verde penetrante al oro viejo. Me interesa y me inspira poderosamente todo este entorno: los insectos, los pequeños animales, los matorrales, las flores, los pinos casi salvajes… ¡Ojalá pudiera plasmar con mis colores todas las maravillas que ven mis ojos! Tengo muchas ganas de curarme, doctor, pero el doctor Peyron me dice que debo tener paciencia, que es imposible que me cure antes de un año…, y ni siquiera para entonces me asegura nada…

—No se desanime, señor Van Gogh —intervino la religiosa—: es maravilloso que pueda estar aquí pintando porque, como bien dice, la pintura le ayuda a superar sus crisis. Además, le traigo una sorpresa, una carta.

—¿De mi hermano Théo?

—No, hoy no es de él.

La hermana se la entregó.

—¡Ah! —exclamó el pintor comprobando el remite—, es de un amigo, de un pintor con el que viví en Arles antes de venir a Saint-Rémy. Se llama Paul Gauguin. ¡Cuánto me alegro de que me escriba! Mi hermano debe de haberle facilitado mi dirección.

Van Gogh se apresuró a abrir el sobre mientras los demás esperaban, sin disimulo alguno, conocer el contenido de la misiva.

—¡Me manda el catálogo de una exposición en París! A ver…, exponen Gauguin, Bernard y otros artistas impresionistas… Cómo me gustaría ver esos cuadros… Pero no, no estoy preparado para nada de eso, no tengo coraje para vivir en libertad… —El pintor mudó su expresión, ahora de nuevo entristecida—. Tengo que curarme…, ¿me ayudarán, verdad?

—Claro que sí, por eso estamos aquí —contestó con ternura la hermana Anne-Marie—, para ayudarle, para que pronto llegue el día en que usted también pueda exponer sus cuadros. Gracias a estos paseos ha pintado usted muchos, ¿verdad?

—Sí, he descubierto lugares muy sugerentes. He pintado la cabaña de Michel l’Huissier, el viejo ciprés de Mourre de Lanfrin, el camino de Peirières-Vielles… Estoy muy a gusto aquí, pueden creerme. Además, los demás internos son unas personas muy educadas y respetuosas. Todos se ayudan entre sí si hace falta. A poco que alguien sospeche que un compañero enferma o necesita ayuda todos acuden a atenderlo, incluso antes que el personal del sanatorio. Aquí he encontrado la verdadera amistad, el verdadero compañerismo. Es la primera vez en mi vida que puedo pintar en público sin que se rían de mí. ¿A que no pueden creerlo?, ¡si es increíble hasta para mí! La única espina que tengo clavada es que todo esto le resulta muy caro a mi hermano Théo…, esto no puedo quitármelo de la cabeza, pero confío en resarcirle en un futuro no muy lejano.

Mientras hablaba, el cielo se fue nublando rápidamente y se oyó, lejano, un trueno. Galo consultó el reloj.

—Es hora de regresar. Además, se avecina lluvia.

Recogieron entre todos los bártulos del pintor y volvieron hacia el sanatorio mientras caían las primeras gotas. Se confundían los aromas de los pinos, las higueras, la lavanda y el frescor de la lluvia en la tierra. Galo y la religiosa iban algo adelantados, en silencio, aspirando profundamente el excelso momento que la naturaleza les ofrecía. El paseo había conseguido serenar al médico. Con todo lo vivido aquel día se había librado de la desazón que le había producido la charla con Poulet, que ahora le parecía lejana en el tiempo, casi como si la hubiera soñado.

Un portero se le acercó nada más entrar en el Saint Paul.

—Doctor Aldave, como no le encontraba en ninguna parte, en la mesa de su despacho le he dejado una carta que acaban de entregarme en mano.

Galo se despidió de sus compañeros de excursión y, ya en su despacho, cogió el sobre. No tenía matasellos. Era la letra de Pauline. Su corazón comenzó a latir precipitadamente y sintió de pronto una auténtica inyección de alegría.

Querido Galo:

Ya estoy de vuelta en Saint-Rémy. Estoy loca por volver a verte. Te espero esta noche en mi casa.

Pauline