—Doctor Peyron, ¿me había llamado?
El director del Saint Paul levantó la vista de un libro que estaba consultando.
—¡Ah, sí!, pase, pase, doctor Aldave, y acomódese.
El español miró la silla que Peyron le señalaba, ocupada por un montón de libros y carpetas desordenados, sin saber bien qué hacer. Como el director no parecía darse cuenta de la situación, sentado tras su mesa de despacho, Galo tuvo que intervenir.
—¿Quiere que deje estos libros en algún lado?
—¿Hay libros en la silla? —preguntó el psiquiatra extrañado (y en verdad era el único lugar desordenado de toda la habitación)—. Déjelos en el suelo, luego yo los colocaré en su sitio, no se preocupe.
Aldave obedeció y se sentó frente a él.
—Doctor Aldave, he recibido los resultados de los análisis toxicológicos que solicitó a la Universidad de Montpellier, ¿recuerda?
—Por supuesto, las muestras de la autopsia.
—Aquí los tiene. —Peyron le entregó un sobre abierto—. No se ha encontrado ningún tóxico.
El español tomó el sobre y examinó detenidamente el informe. Efectivamente, no se había detectado sustancia tóxica alguna en ninguna de las muestras enviadas. El director captó el gesto de decepción del médico.
—¿Qué le parece, Aldave? Esperaba encontrar algo, ¿verdad?
Galo suspiró profundamente.
—Sinceramente, sí, no puedo negárselo. Estaba convencido de que el enfermo falleció por una intoxicación.
—Pero usted me dijo que en la autopsia había hallado una gran congestión cerebral y que esa había sido la causa de la muerte del paciente.
—Sí, efectivamente, las meninges y los núcleos de la base del encéfalo estaban muy congestivos y con pequeñas hemorragias…, y también el estómago…, pero… no sé cuál fue la causa de ese estado congestivo, de ese cúmulo de sangre.
—Muchas personas mueren de congestión cerebral, doctor, sin otra causa. Usted, como médico internista, lo sabe mejor que yo. Además, ya ve, el resultado toxicológico ha sido negativo —añadió señalando con el dedo índice el informe que el español había dejado sobre la mesa.
—Sí, para los tóxicos habituales que manejan en el laboratorio —dictaminó Galo serio.
—No entiendo a qué se refiere, doctor Aldave.
—Es imposible detectar en un laboratorio todos los tóxicos que pueden originar la muerte de una persona. Cuanto mayor y más importante es un laboratorio, y debo reconocer que el de la Universidad de Montpellier es uno de los grandes, más sustancias tóxicas es capaz de detectar: arsénico, estricnina, ácido cianhídrico, opio, tomaínas… Sin embargo, tenemos sustancias peligrosas a nuestro alrededor potencialmente nocivas que, bien por su escaso uso o bien por tratarse de sustancias naturales no catalogadas como tóxicas, los hospitales no incluyen en sus investigaciones o es imposible detectarlas con los medios de que disponen.
—¿Quiere usted decir que nuestros hospitales tienen esas carencias?
—Las universidades francesas han sido adalides en investigación toxicológica, doctor Peyron, de eso no hay ni la menor duda, sobre todo desde que el gran Orfila, que por cierto era español, de Mahón, desarrollase en la Universidad de París sus métodos de análisis químico toxicológico. Pero aun con los adelantos con que este país cuenta, es imposible detectar todos los venenos, imposible.
—Bueno… —admitió el director con semblante cansado—. Supongamos que usted lleva razón, que el enfermo murió intoxicado…: una hipótesis tan grave habrá que demostrarla, doctor Aldave. Yo, como máximo responsable del sanatorio, para darle credibilidad tendré que contar con pruebas que lo demuestren. No puedo iniciar una investigación médica de un caso simplemente por una intuición cuando la realidad es que contamos con una autopsia, realizada por usted mismo, que no confirma absolutamente nada de lo que usted supone.
El español comprendía perfectamente la postura de Peyron: se dedicaba a la psiquiatría, estudiaba las enfermedades de la mente, y no se detenía a valorar otras circunstancias de los enfermos, como su peso, los numerosos cuadros convulsivos o las causas de las muertes; por otra parte, su cargo como director le ponía en una complicada situación en el caso de que existiera una intoxicación masiva en el Saint Paul, provocada o accidental… Y finalmente, siempre quedaba la duda de si tenía algo que ver en el asunto, como cualquiera que trabajase en el sanatorio.
Llamaron enérgicamente a la puerta. Era Larroque, el psiquiatra ayudante de Peyron. Desde el frío recibimiento que le dio a Aldave a su llegada al sanatorio, apenas habían tenido contacto porque el español lo evitaba en la medida de lo posible, a pesar de las advertencias de la hermana Anne-Marie sobre el interés de Larroque por la plaza de médico de Galo para uno de sus hermanos.
—¡Qué bien que se encuentre usted aquí, doctor Aldave! —dijo nervioso y entrecortadamente—: una paciente acaba de fallecer de forma inesperada, ¡dese prisa, por favor!
Los dos médicos se levantaron de inmediato y siguieron a Larroque a paso rápido, quien contaba, casi jadeante, lo sucedido.
—Era una mujer de cuarenta años que llevaba un año con nosotros aquejada de una neurosis obsesiva grave. Se encontraba merendando en la sala de estar cuando ha caído fulminada al suelo, ha sufrido un cuadro convulsivo y ha fallecido en el acto. Casualmente yo estaba cerca de allí y he oído los gritos.
Algunas religiosas y dos o tres ayudantes estaban tranquilizando y conduciendo a otras dependencias a las pobres pacientes que habían presenciado todo desde la sala de estar de las mujeres. En la sala, la cocinera, la hermana Concepción, se encontraba sentada en una silla, colorada, con la mano en el pecho, respirando sofocada. En el suelo, la fallecida descansaba boca arriba, con las cuatro extremidades ligeramente flexionadas, los ojos abiertos y las mejillas todavía con algo de color. Aldave, en vista del estado de la cocinera, se dirigió rápidamente hacia ella mientras, como buen forense, espetaba a sus dos colegas: «¡No se acerquen al cadáver!». Los psiquiatras, seguramente por lo inusitado de la escena y, sobre todo, por el tono firme del español, acataron la orden al unísono plantándose en medio de la habitación. Galo examinó con destreza (casi como si fuera realmente un internista) a su paisana. El pulso andaba acelerado, pero rítmico, y a través del estetoscopio pudo detectar un potente soplo al auscultar los latidos del corazón.
—¿Se encuentra bien, hermana? —le preguntó mientras mantenía la mano de la mujer entre las suyas.
—Algo mejor, doctor, muchas gracias, pero me he dado un susto de muerte.
—¿Ha presenciado todo? —volvió a preguntarle el médico.
—Sí, doctor.
Antes de que la religiosa continuara, Galo la interrumpió.
—Ya me lo contará luego, hermana. Ahora debe tranquilizarse. ¿Le duele el pecho?
—Ahora casi nada. Se me está pasando. Estoy mejor.
—Hermana —indicó Aldave dirigiéndose a la novicia ayudante de la cocinera, que también se encontraba medio temblando—, prepare una buena infusión de tila, tómense una taza cada una y después ofrézcanla también a las enfermas que han estado aquí viéndolo todo.
La joven aspirante a monja salió como un rayo de la sala. La hermana Concepción, más recuperada, intervino.
—Doctor, si necesita saber lo que ha ocurrido, me encuentro mejor y puedo contárselo.
—Como quiera, hermana.
—Ha sido todo tan rápido que prefiero explicarlo ahora, por si se me olvida algo. Como todas las tardes, la hermana novicia y yo estábamos repartiendo la merienda, unos bizcochos y una taza de té entre las enfermas, cuando de repente a la pobre Cécile se le ha caído todo de las manos. Yo al oír el ruido me he girado, la he visto caer al suelo y empezar a mover brazos y piernas convulsivamente. Cuando ha cesado la crisis nos hemos acercado a ella para tratar de ayudarla, pero no nos ha respondido. Seguramente ya estaba muerta. Horroroso. ¡Pobre Cécile! —concluyó, tapándose los ojos.
—Hermana, por su historial clínico creo recordar que esta paciente ya había sufrido otras crisis similares.
—Eso yo no lo sé, doctor —respondió la cocinera.
—Sí había sufrido otros ataques de epilepsia —apuntó Larroque, al que Galo casi había olvidado, concentrado como estaba—, y lo curioso es que casi estoy seguro de que en la recogida de datos a su entrada en el Saint Paul no figura que sufriera epilepsia. Qué raro.
«¡Por fin alguien comienza a sospechar!», exclamó para sus adentros Aldave.
—Doctor Peyron —dijo Galo—, ¿por qué no acompaña a la hermana Concepción al pabellón de religiosas para que descanse? El doctor Larroque y yo nos ocuparemos del cadáver.
—De acuerdo, venga conmigo, hermana —la conminó, encantado de poder abandonar aquella estancia, y añadió—: Después daré instrucciones para que avisen a la familia de inmediato.
Cuando ya estaban abriendo la puerta, Aldave le dijo:
—Acuérdese de iniciar los trámites para realizar la autopsia.
El director movió la cabeza mientras salía con la hermana.
Quedaron en aquella sala Larroque, Galo Aldave y la paciente muerta. El español se acercó al cuerpo de la mujer. Cerró sus ojos tras comprobar la dilatación de sus pupilas y la transparencia de la córnea, todavía sin enturbiarse. Acercó la palma de la mano a la boca entreabierta: ni un hálito de vida. Palpó el cuello buscando algún pulso aunque fuera débil, auscultó el corazón intentando escuchar un latido, pero todo en balde: estaba muerta. El doctor Larroque comentó su extrañeza ante el color todavía algo sonrosado de la piel.
—Toque, doctor —le indicó Aldave—, compruebe la temperatura exterior del cadáver.
Larroque colocó el dorso de su mano en el cuello de la mujer.
—Aún está caliente…, y entre unas cosas y otras… llevará casi media hora muerta —observó, todavía con más sorpresa, el psiquiatra.
—¿Sabe a qué es debido? ¿Por qué no está ya frío y pálido el cadáver? —preguntó Galo. Sin esperar la respuesta, continuó—. Porque ha fallecido por un cuadro convulsivo, como muy bien ha explicado la hermana Concepción. El gran trabajo que los músculos ejercen a la hora de contraerse espasmódicamente produce tal cantidad de calor que el cadáver tarda más en bajar su temperatura corporal que si la muerte ocurriera en otras circunstancias.
—¿Y la rigidez, con las extremidades contraídas? ¿También se debe a lo mismo?
—Efectivamente, esta postura del cadáver indica que pudo morir tras una convulsión. Aunque nadie hubiera visto lo sucedido, con los dos datos anteriores podríamos haberlo deducido. Vamos a ver las livideces cadavéricas. Así comprobaremos si alguien ha cambiado de posición el cadáver. —Aldave desvistió todo lo que pudo a la mujer y le dio la vuelta—. ¿Ve? En la zona posterior del cuello ya se observan livideces y, en principio, a simple vista, en ningún otro lugar. Eso nos indica dos cosas: primera, que falleció boca arriba, es decir, en decúbito supino, porque las livideces siempre aparecen en las zonas declives; y segunda, que han transcurrido entre veinte y cuarenta y cinco minutos desde que ha muerto, puesto que en ese intervalo de tiempo es en el que aparecen las primeras livideces aisladas.
Aldave iba a continuar cuando Larroque le interrumpió.
—Doctor Aldave, me está dejando usted anonadado: nunca he conocido a un internista con tanta seguridad y tantos conocimientos de medicina forense.
Galo paró en seco su exploración.
—Aunque soy internista de vocación, en París he tenido la oportunidad de trabajar con forenses que me han transmitido todos estos conocimientos —improvisó—. De hecho, espero que el doctor Peyron me permita realizar la autopsia.
—¿Podría estar yo presente? Desde mis tiempos de estudiante no he presenciado ninguna y, sinceramente, tengo interés en este caso. En los últimos meses he observado un gran número de crisis convulsivas en nuestros enfermos. Si le soy sincero, comienzo a estar algo preocupado. Incluso he revisado todos nuestros tratamientos por si errábamos en algún preparado o si se dosificaban mal las pautas indicadas, pero no he encontrado ningún fallo.
Larroque transmitía sinceridad, o al menos se la transmitía a Aldave, quien andaba absolutamente perdido en el tema que le había traído a Saint-Rémy, más aún después de conocer el resultado negativo de los análisis toxicológicos de la anterior autopsia. «Si Larroque lo que pretende es tirarme de la lengua porque está implicado en el caso, voy a perderlo todo, pero si no tiene nada que ver y en realidad está preocupado por este asunto, puede ser un gran aliado, me arriesgo». Evidentemente, no le contó que no era internista, ni que le había contratado el prefecto desde Marsella para indagar sobre este oscuro asunto de la enfermedad y muerte de los pacientes del sanatorio, pero sí le refirió su extrañeza al llegar al Saint Paul y comprobar el elevado número de fallecimientos y de síntomas diferentes a los de la enfermedad mental sensu stricto. Sobre la marcha comprobaba las variaciones de expresión del rostro de Larroque: primero el asentimiento, y después la satisfacción de poder compartir con alguien una misma sospecha. Galo profundizó algo más y fue tanteando a través de sus gestos la opinión del psiquiatra acerca de los personajes tenebrosos de aquel centro: el farmacéutico Clermont, el ecónomo Gastineau, el director Peyron… y hasta la cocinera.
Como a él, a Larroque le intrigaba el ecónomo, un hombre empalagoso, halagador y con vicios notorios; y también detestaba al farmacéutico, extraordinariamente pedante y con un toque irónico difícil de compartir. Sin embargo, la opinión de Larroque era que la hermana Concepción y el director estaban fuera de cualquier duda porque ambos eran personas «honorables» que, a lo largo de los años, habían dedicado su vida al sanatorio con total entrega, a pesar de poseer personalidades singulares.
—Debe tener en cuenta, doctor Aldave, que trabajar entre dementes casi toda una vida… marca el carácter.
El español asintió convencido, cómo no, con la cabeza.
Larroque era un hombre soltero, algo desastrado en el aspecto personal, dedicado también en cuerpo y alma a la psiquiatría, con pocas aficiones y escasa vida social fuera del Saint Paul. Desde hacía meses andaba preocupado por lo que ocurría entre los enfermos del sanatorio. El hecho de que el nuevo médico también se hubiera percatado de ello y mantuviera una actitud activa a la hora de desentrañar las causas le colmaba de satisfacción, suponía un estímulo intelectual para él y le aportaba compañía moral en aquella institución en que bastante a menudo se encontraba solo. Su inicial recelo hacia Aldave se fue diluyendo con el paso de los días para desaparecer por completo aquella misma tarde. Por supuesto, se brindó a ayudar al español en la investigación de la causa del mal que aquejaba a los enfermos, aunque, claro, ni sospechaba el grado de implicación de Galo en todo el asunto.
Ordenaron la conducción del cadáver a la morgue del Saint Paul, a la espera de que el director les diera carta blanca para realizar la autopsia, lo más temprano, sin duda, a la jornada siguiente.
Como todos los días, avanzada la tarde, Aldave regresó andando a casa de Poulet. Las cigarras aullaban escandalosas por todo el polvoriento camino. Pensaba en Pauline. Aquella noche no iba a acudir a su casa, como hacía invariablemente desde hacía ya casi un mes, desde la noche de San Juan. Ella se encontraba en Nîmes solucionando unos asuntos y permanecería allí durante varios días. Sentía profundamente su ausencia. La distancia desde el sanatorio a Saint-Rémy le parecía más larga y calurosa que nunca. Estaba realmente encandilado por aquella mujer que ejercía sobre él una verdadera fascinación. Se convirtieron en amantes poco después de la «cena de los alquimistas», como le gustaba recordar aquella extraña reunión al español. Tan insólita fue que al principio dudaba de los verdaderos intereses de la señora Murat sobre él, pensando que quizás estaba utilizando sus encantos para atraerle a ese mundo esotérico que no tenía nada que ver con el suyo. Ya a solas, le aclaró que no podía colaborar con ellos en la búsqueda de la píldora rosa de Nostradamus porque no creía en lo que hacían. A Pauline no pareció importarle demasiado. Fue su marido quien la introdujo en la práctica de la alquimia, según le explicó, y, al comprobar la firme decisión de Galo de no ayudarles, restó importancia a la conversación de la cena para que de ninguna manera ese asunto se interpusiera entre ellos. El español estaba viviendo unos días maravillosos al lado de Pauline. No había disfrutado nunca de una relación tan completa con ninguna mujer. De Camille había estado profundamente enamorado, pero no habían llegado a ser amantes. Había intimado en París con otras mujeres, pero llevaban un tipo de vida que no satisfacía las elevadas expectativas que Aldave tenía de su mujer ideal. Pauline tenía clase, simpatía, sagacidad y atractivo. Las horas se acortaban junto a ella y el resto del día se convertía en una espera que le consumía.
Entró en Saint-Rémy por el bulevar de Víctor Hugo. Las terrazas de los bistrots estaban a rebosar, con la gente disfrutando en la calle del radiante verano de la Provenza. En su interior experimentaba un sentimiento contradictorio: por una parte, la dicha del enamorado que ve reflejada su alegría en cada escena cotidiana, pero por otra su corazón estaba taciturno, anhelando el momento de tener de nuevo entre sus brazos a Pauline, tan lejana en ese instante. Esa noche, aprovechando su ausencia, se había comprometido a cenar en casa de Poulet. Desde que había llegado allí, la familia del cochero se había volcado en él proporcionándole lo mejor que se le puede ofrecer a un viajero: un hogar. En las últimas semanas él no había estado a la altura, no había correspondido a sus atenciones como merecían, obcecado como andaba pensando a todas horas en su amante y en acudir a su encuentro en cuanto sus obligaciones en el sanatorio se lo permitían. Por eso mismo quería aprovechar aquellos días para permanecer más tiempo en la que todavía era su morada. Pasó por la rue Carnot y vio a la florista que le había vendido el ramo para Pauline la noche de San Juan. Se acercó a ella y le pidió otro similar para la mujer y la suegra del cochero. Cuando estaba pagando, alguien le rozó el hombro con familiaridad. Era Gastineau, el ecónomo del Saint Paul. Le preguntó con descaro para qué hermosa mujer eran aquellas flores, bromeando, con una sonrisa irónica tras la media docena de dientes amarillentos que le quedaban. Aldave, sin tiempo para reaccionar, le detalló estúpidamente lo agradecido que estaba a la mujer y a la suegra de Poulet por sus atenciones y que deseaba obsequiarlas en lo posible con aquel regalo. En la única mano que tenía, el ecónomo sujetaba una carta sin abrir, aparentemente, por el blanco impoluto del sobre, recién escrita. Con rapidez, al percatarse de que el médico había desviado décimas de segundo su mirada hacia el sobre, lo ocultó como quien no quiere la cosa en el bolsillo interior de su chaqueta. Aldave, aunque no pudo descifrar el destinatario, recordó otra escena similar la noche que pernoctó en el sanatorio y descubrió al ecónomo saliendo a hurtadillas de su despacho con una carta dirigida a Cabasset, el prefecto de Marsella. El disimulo con que Gastineau había escondido ahora el sobre le llevó a sospechar que encubría algo importante, posiblemente relacionado también con el prefecto, la persona responsable de que él mismo estuviera en el Midi francés. El ecónomo volvió a invitarle con insistencia a una partida de cartas y el español, para zafarse cuanto antes de su presencia, prometió quedar con él sin tardanza.
La suegra de Poulet había preparado una opípara cena: berlingueto, caracoles, sopa de conejo y pastel de nueces. Tanto ella como Charlotte, su hija, no cabían en sí de gozo por las flores con las que Aldave las había agasajado. Hasta la niña estaba contenta de tenerlo en la mesa.
—¿Va a cenar con nosotros mañana? —le preguntó con inocencia.
—Depende del trabajo que tenga, Claire. Posiblemente sí —respondió Galo.
—Ayer mi profesora Margot me preguntó por usted.
—¿Por mí? ¿Me conoce? —dijo el español con extrañeza.
—Dice que sí, que lo conoce mucho, que es usted muy guapo y muy listo.
Todos rieron, pero Galo se quedó pensativo.
—Tu profesora es morena, delgada…
—Es la esposa del administrador de fincas del príncipe de Mónaco —interrumpió Charlotte, dándose importancia delante de su huésped.
—¡Ah, sí! —repuso Aldave—, es verdad, coincidí con ella en una reunión… ¿Y qué te preguntó?
—No me acuerdo… ¡Ah!: que si usted vivía aquí en nuestra casa.
—¡Y tú le explicarías de pe a pa dónde está su habitación, lo que le gusta comer, a qué hora se levanta…! —saltó Poulet—. ¿Por qué las maestras son tan cotillas? ¡Lo saben todo de todas las casas! ¡Ni se te ocurra decir nada del doctor Aldave! Quien quiera saber algo de él que se lo pregunte, y si no, mentiras con él.
La niña, ante el tono de su padre, comenzó a gimotear.
—Solo quería saber si el doctor duerme en nuestra casa todas las noches —logró decir entre sollozos.
Galo se levantó de la mesa, se acercó a la silla de la niña y la rodeó con su brazo, consolándola.
—No te preocupes, Claire, es lo más natural del mundo que los niños respondan a las preguntas de sus profesores.
—¡Pero no es normal que los profesores interroguen a los alumnos sobre intimidades de sus hogares! —prorrumpió Poulet acalorado.
Las dos mujeres estaban un poco confundidas, molestas por la intromisión de la maestra, por la sinceridad de la pequeña y por la posible reacción de Galo.
—No pasa nada, tranquilos, no tengo nada que ocultar. Yo soy de una ciudad pequeña y sé lo que ocurre en estos lugares. Los últimos en llegar estamos en el punto de mira de todo el mundo…
Una vez concluida la cena, ya en su habitación, Aldave meditó sobre este pequeño incidente. Llevaba viviendo los suficientes años en París para haberse olvidado de lo que es la vida de una localidad de provincias. Sin duda la maestra estaba al corriente de su relación con la viuda Murat…, o al menos la sospechaba. Pauline y él habían llegado al acuerdo tácito de no airear de momento su amor, de vivirlo si no a escondidas, sí con discreción. A ninguno de los dos le interesaban las murmuraciones. Ella era viuda y, por lo tanto, libre, pero, según explicó sucintamente a Galo, estaba ligada a los hijos de su marido a través de varios negocios y una relación amorosa podría conllevarle problemas. Él, por su parte, había llegado a Saint-Rémy para cumplir una misión concreta, se había comprometido, le pagaban por ello y de ninguna manera le interesaba que pudiera llegar a oídos del prefecto que tenía una amante, y menos una mujer relacionada directamente con el sanatorio. Su propia reputación profesional estaba en juego. Debían andar con más cautela. Es muy difícil ocultar la pasión.
***
—¿Qué te ocurre, querida?, ¿por qué no has salido a cenar?
El prefecto de Marsella había entrado preocupado en la habitación de estar de su esposa. Estaba pálida, seria, con la mirada abstraída ante la ventana.
—¿No me oyes? —volvió a preguntar Cabasset, ahora ya inquieto por la expresión de su mujer, que llevaba un papel en la mano, sobre el regazo.
—He encontrado esta carta en el suelo de nuestra habitación, al pie de tu galán de noche —dijo con voz casi imperceptible, temblorosa, sin variar un ápice el gesto.
Cabasset se acercó para ver de qué se trataba, pero el corazón ya le había dado un vuelco. La cogió y la reconoció de inmediato.
—¡No es lo que parece, querida! ¡Yo te lo voy a explicar! ¡Es todo una gran calumnia, una difamación de alguien que quiere nuestra ruina!
—No, querido, es un chantaje en toda regla. Y todo chantaje se fundamenta… ¡en una verdad indigna! —exclamó la mujer echándose a llorar desconsolada.