Pauline Aubry nació en Mas-Blanc-des-Alpilles, una pequeña localidad cercana a Saint-Rémy. Su padre era jornalero y su madre repasaba la ropa de algunas señoras acomodadas. De los siete hermanos Aubry, Pauline ocupaba el cuarto lugar. Desde muy pequeña sabía que su destino residía en colocarse de criada en alguna casa, como antes había hecho su madre hasta el matrimonio, y como hizo su hermana mayor, que trabajaba desde los doce años con una importante familia de Saint-Rémy. Al aportar sus tres hermanos mayores parte de su sueldo a la familia, Pauline pudo permanecer en la escuela algún curso más que ellos, circunstancia que, unida a su natural inteligencia, le allanó el camino para encarar lo que sería su futuro.
Tres meses antes de que cumpliera catorce años, su hermana Brigitte se enteró de que, en la propiedad del príncipe Carlos de Mónaco, andaban buscando una doncella que supiera leer, escribir y tuviera buena presencia. Desde el siglo XVII los príncipes de Mónaco habían dado protección a Saint-Rémy, donde poseían importantes haciendas. Durante la Revolución de 1789 perdieron sus propiedades, pero las recuperaron más tarde, conservando entre sus títulos nobiliarios el de señores de Saint-Rémy. Su mansión estaba siempre a punto por si deseaban alojarse, sobre todo en los meses de verano, cuando disfrutaban allí del magnífico clima de la Provenza y de sus amistades.
Pauline sintió dejar la escuela. Se le daban bien los libros y la mejor lección que había aprendido era que sin instrucción no se llegaba a ninguna parte. De sobra conocía su origen humilde y las pocas opciones que la vida ofrecía a los de su clase, pero aun así soñaba con un futuro algo mejor para ella que el de sus padres y hermanos. En ese momento eso no significaba que se rebelase ante su nítido destino, sino, simplemente, que imaginaba otras situaciones, todas ellas imposibles.
De todas formas, su pena se mitigó cuando sus padres la informaron de la categoría del trabajo que iba a desempeñar: nada menos que de segunda doncella de la princesa. Muchas jóvenes de Saint-Rémy y de los pueblos vecinos se habían presentado ante el ama de llaves de los príncipes solicitando el puesto, pero la gobernanta se lo adjudicó a Pauline sin conocerla, solo por las magníficas referencias que el ama de llaves de su hermana Brigitte le había dado de ella.
El día que llegó al palacio residencia de los príncipes quedó deslumbrada. Sabía lo que era una gran mansión porque había visitado en alguna ocasión a su hermana, pero aquella era mucho más espaciosa, lujosa y elegante de lo que había podido imaginar. A la semana de su llegada, el ama de llaves ya estaba convencida de que con Pauline había hecho una buena elección. Muy poco tardó la muchacha en aprender de todo: modales, lenguaje, protocolo, cómo hacer bien una cama, cómo confeccionar un ramo de flores, cómo vestir y peinar a una señora, cómo preparar su ropa, su baño…; asimismo aprendió a caminar con gracia y discreción, a permanecer de pie erguida, con rostro afable, sin destacar demasiado, esperando una orden… También del trato y las distancias que debería mantener con los príncipes y sus invitados. Ella y un mozo de cuadras llamado François Poulet eran las personas más jóvenes de todo el servicio y enseguida trabaron una buena amistad. En los ratos libres, Pauline se acercaba a las cuadras y el muchacho le enseñaba, a espaldas del encargado, a cepillar a los caballos, a engalanarlos y a montar.
En cuanto los príncipes pisaron el palacio, la princesa reparó en ella y le gustó. Su mirada avispada, su rostro armonioso, su juventud… le agradaron. Percibía en ella una cierta distinción, un porte casi aristocrático innato, muy raro entre las jóvenes campesinas. Dio orden a la gobernanta de que se la adiestrara perfectamente hasta en el último detalle en las normas que la etiqueta imponía, con vistas a convertirla en su primera doncella en un futuro o, incluso, a llevársela consigo a Mónaco. En su fuero interno, Pauline estaba exultante cada vez que los príncipes llegaban a Saint-Rémy. Poco a poco la princesa requería más de sus servicios, postergando a la primera doncella a realizar labores que le correspondían a ella. Iba ganándose la aprobación de su señora a fuerza de realizar sus tareas con meticulosidad y rapidez, y además poseía la virtud de inspirar confianza en la princesa, quien se desahogaba con ella confesándole retazos de las pequeñas desdichas de su matrimonio o de las frecuentes disputas con sus hijos, cuestiones ocultas a los ojos del resto de su familia y, por supuesto, de sus más íntimas amistades. Pauline tenía la suficiente perspicacia para ver, oír y callar, no tanto por salvaguardar los secretos de la princesa como por no suscitar la envidia de un personal que estaba pendiente del más mínimo ascenso de cualquiera de sus miembros para aplastarlo.
Cuando la primera doncella se casó y abandonó el palacio, Pauline pasó a ocupar su lugar. Se había convertido en una hermosa joven, en la mano derecha de la princesa en Saint-Rémy, y había conocido a un buen número de gente poderosa e influyente sin necesidad de salir de aquella hacienda. Su relación con François Poulet, el mozo de cuadras, también había madurado. La inicial amistad de los muchachos se convirtió con el paso del tiempo en un intenso amor juvenil vivido a hurtadillas, pues una de las normas de la casa era la absoluta prohibición de los emparejamientos entre el personal de servicio. El joven estaba perdidamente enamorado de Pauline, tanto es así que, aunque dormía en el hogar familiar, muchas noches acudía a la hacienda de los príncipes confiando en poder ver y charlar a solas con la joven en algún recoveco del jardín. Al principio Pauline se entregó ilusionada a este amor sincero, pero no tardó demasiado en vislumbrar el futuro que le esperaba si la relación seguía adelante. Al fin y al cabo, a pesar de haber nacido en una familia pobre, había tenido la suerte de entrar a trabajar en un palacio y en dos años había llegado a ser la primera doncella de una princesa, y era respetada tanto por sus señores como por sus compañeros. Servía a personas prestigiosas, vivía entre magníficos muebles e impresionantes cuadros, se deleitaba con la música de los conciertos que ofrecían los señores a sus amigos en verano… Y, sobre todo, se sentía deseada por los hombres que entraban en aquella mansión, también por los importantes, los que llevaban un título consigo y la miraban descaradamente cuando nadie los veía.
Se imaginaba la vida con el mozo de cuadras en alguna casita de Saint-Rémy y la tristeza se apoderaba de su corazón. Después de haber conocido todo aquel esplendor, ¿cómo poder vivir entre cuatro paredes a medio pintar con un plato de hojalata en el centro de la mesa? La idea le rondaba continuamente en la cabeza, sobre todo cuando estaba con el joven Poulet. Llegó un momento en que este asunto le suponía un verdadero sufrimiento, porque el mozo le hablaba y se ilusionaba ante un futuro común cuyo escalón más alto era el puesto de cochero o de encargado de cuadras. Pauline a duras penas podía sonreírle mientras le escuchaba, sus aspiraciones comenzaban a ser otras muy distintas y sus sentimientos hacia él cada vez más frágiles. Poco a poco dejó de pensar en él y hasta trataba de evitarlo inventando pretextos para no acudir a sus citas nocturnas. El día en que el joven la interrogó, preocupado, acerca de su actitud, no dudó en espetarle sin demasiados rodeos que ya no le amaba como antes. Podía haberle dado largas al verlo ante ella suplicando, pero estaba completamente decidida a terminar con aquella relación que se había convertido en un estorbo más que en un motivo de felicidad.
Una nueva Pauline nació a partir de entonces.
Los príncipes de Mónaco no sabían vivir solos. En cuanto llegaban a Saint-Rémy ya estaban dando voces a sus amistades de la comuna para que acudieran a su hacienda a almorzar, a jugar a las cartas o a montar a caballo. Habían conocido recientemente a los señores Murat, unos importantes propietarios que se dedicaban al negocio de la exportación de productos del campo y que poseían a su vez una pujante fábrica de tejidos en Nîmes, donde el señor Murat pasaba gran parte de su tiempo. La señora Murat, como la princesa, era una apasionada de los caballos. Una de las razones por las que esta última amaba Saint-Rémy era el gozo que le suponía cabalgar por la finca, a pesar de que los médicos, debido a su edad, no se lo aconsejaban. Un día la princesa invitó a la señora Murat a merendar, indicándole que acudiera con un magnífico caballo que acababa de adquirir y del que hablaban maravillas. Cuando la princesa lo vio se entusiasmó con él y pidió permiso a su invitada para montarlo, mientras a ella le ofrecía uno de los suyos. Las dos cabalgaron por los caminos de la hacienda tranquilamente durante un buen rato, pero la princesa, exultante por montar a aquel animal, cometió la imprudencia de hostigarlo para galopar más rápido precisamente antes de doblar una curva, sin advertir que, inmediatamente después, en mitad del camino un gran fajo de leña obstaculizaba el paso. El caballo se asustó, se topó de bruces con los troncos y cayó. Milagrosamente, la princesa apenas se hizo daño, pero el animal se fracturó dos patas, se hirió gravemente el vientre y hubo que sacrificarlo. El disgusto de la anfitriona fue todavía mayor que el de la propietaria y, desde entonces, se sintió en profunda deuda con la señora Murat.
François Poulet había abandonado para siempre la casa de los príncipes el día siguiente de que Pauline lo rechazara. Cuando la muchacha se enteró, sintió verdadero remordimiento. No había imaginado una reacción así porque su amor hacia él no podía ni compararse al del joven por ella. Sin embargo, al no volver a verlo, pronto lo olvidó y este olvido le supuso una auténtica liberación.
Encontrándose en su residencia de Mónaco, la princesa recibió una carta de la señora Murat:
Mi muy querida princesa:
Me dirijo a usted para explicarle la situación de mi hogar en estos momentos y la necesidad que tengo de pedirle un gran favor. Como consecuencia de la epidemia de viruela que estamos sufriendo, una buena parte del personal a nuestro servicio ha tenido la desventura de caer enfermo y otra gran parte se ha visto obligada a dejar nuestra casa para cuidar a sus familiares. Afortunadamente, ni el señor Murat, ni nuestros dos hijos ni yo nos hemos contagiado, pero prácticamente nos hemos quedado solos en nuestra propiedad. He tenido noticias de que la mayoría de los empleados de su hacienda están sanos, y, dado que ustedes se encuentran en Mónaco esta temporada, me atrevo a solicitarle tenga a bien cederme por unas semanas a alguna doncella y algún mayordomo hasta que se acabe esta fatal epidemia.
Muy agradecida de antemano,
se despide su leal amiga,
Sra. Murat
Saint-Rémy, 1881
Ante la gravedad de la situación y la deuda pendiente que tenía con ella, la princesa no dudó en dar instrucciones para que Pauline y un mayordomo se trasladaran a casa de los Murat.
A Pauline no le hizo ninguna gracia abandonar el palacio de los príncipes ni siquiera por una breve temporada, aunque conocía a los Murat, sentía simpatía por ellos y la señora la había alabado en numerosas ocasiones, tanto por su impecable aspecto como por sus atenciones. El hijo mayor de la familia trabajaba codo con codo con su padre y pasaba varios días a la semana con él en Nîmes. El pequeño estudiaba en Aix-en-Provence algo relacionado con la agricultura. Como las doncellas y el ama de llaves habían caído enfermas, Pauline pasó a ocupar directamente el puesto de esta última. Por aquel entonces tenía dieciocho años.
La epidemia de viruela duró poco, pero Pauline ya no volvió al palacio de los príncipes. El ama de llaves, por circunstancias familiares, no regresó a casa de los Murat y la señora, en vista de la valía de la nueva doncella y tras haber hablado en profundidad con la princesa de Mónaco, que accedió a sus ruegos, la dejó en el puesto de servicio de mayor rango de la casa. A Pauline le encantaba mandar, o mejor dicho, organizar, distribuir el trabajo, supervisar… incluso a personas que le doblaban y triplicaban la edad y que tenían la experiencia de casi toda una vida en aquella hacienda. Llevaba con orgullo el haber conseguido por sus propios méritos aquel puesto, sin detenerse a pensar, tal vez por su juventud, que la suerte había contribuido en gran medida a su ascenso.
La belleza de Pauline, sin ser exuberante, era manifiesta, sobre todo para los hombres. A los hijos de la familia se les escapaban miradas furtivas que la joven acogía con íntima satisfacción. El señor Murat, sin embargo, parecía ver tan solo en Pauline a la gobernanta a la que se respeta, pero que aparece invisible como mujer, máxime cuando es la señora de la casa quien se dirige habitualmente a ella. Él era un caballero apuesto, de unos cincuenta y tantos años muy bien llevados, activo, emprendedor, extrovertido y con múltiples aficiones. Las horas del día se le multiplicaban en vista de todas las actividades que desarrollaba en una jornada.
A raíz de un incidente acaecido con unos criados, resuelto por Pauline con enorme acierto, el señor Murat la requirió en su despacho para felicitarla. Era la primera vez que estaban solos en una estancia y la joven estaba algo cohibida. Las palabras del dueño de la casa fueron amables y elogiosas y, aunque él se mantuvo intachable en su papel de señor, Pauline se percató perfectamente de que, a pesar de su seguridad y don de gentes habituales, también estaba algo nervioso. A partir de ese incidente, el señor Murat comenzó a relacionarse más con la muchacha con la excusa de tratar asuntos de la casa que hasta entonces organizaba su mujer, siempre desde la corrección y guardando las distancias. Pauline no sabía cómo interpretar este acercamiento. Su experiencia de la vida era limitada, tanto en lo referente a las relaciones entre señores y criados —a los príncipes apenas los veía media docena de veces al año— como a las de hombres y mujeres. En todo caso, la confianza que iba ganando con el señor la enorgullecía hasta el punto de no darse cuenta de que el resto del personal empezaba a murmurar sobre ellos.
Dos años después de que Pauline entrara en casa de los Murat, la señora, que hasta entonces había disfrutado de una salud excelente, cayó enferma. Los médicos de Saint-Rémy no daban con la causa de su padecimiento y el señor Murat la trasladó inmediatamente al hospital de la prestigiosa Universidad de Montpellier para que la examinaran los catedráticos, pero todo fue en vano y en cuestión de tres meses falleció. Los Murat, padre e hijos, estaban desconsolados. Los tres hombres se habían quedado solos de la noche a la mañana. En Saint-Rémy todo el mundo daba por sentado que, más tarde o más temprano, el señor Murat acabaría casándose y hacían cábalas sobre si la elegida sería alguna rica heredera de la región o alguna joven viuda de Nîmes. Nadie imaginaba que la próxima señora Murat estaba ya viviendo bajo su mismo techo…