El barbero, como todos los de su oficio, era una fidedigna fuente de información. Y lo más curioso de él es que jamás interrogaba a sus clientes acerca de ninguna cuestión personal, ni siquiera, como en el caso de Aldave, de dónde procedía o la razón por la que había recalado en Saint-Rémy. Esta estratagema lo hacía aparecer ante su clientela como un hombre discreto, y en cierta forma lo era, pero aprovechaba cualquier conversación entre los que frecuentaban su negocio para «poner a trabajar su oreja» y ampliar su vasto caudal de datos sobre la población y sus gentes, con lo que, en realidad, no necesitaba preguntar porque ya todo lo sabía de todos sin necesidad de que nadie se percatara de ello.
Después de la conversación sobre Pauline Murat con el capellán y la hermana Anne-Marie, Galo no había vuelto a sacar a relucir el tema. Tampoco había visto a la viuda, a pesar de haber estado pendiente de si divisaba su coche en la puerta del sanatorio o en el trayecto hasta casa de Poulet. La cuestión era que el español no sabía dónde se ubicaba la casa de los Murat y no se atrevía a preguntar a nadie de su entorno más cercano. Por eso pensó en el barbero. Por supuesto, él sí conocía a Pauline y sabía situar perfectamente su mansión.
—¿Sabe dónde está el castillo de Roussan? —le preguntó el barbero.
—Lo siento, no lo sé —respondió Galo, como con fingida resignación.
El barbero detuvo su faena para indicarle con exactitud el lugar y, con la navaja en ristre, a tan solo unos centímetros de la cara del médico, continuó:
—Coge usted la carretera a Tarascon y, a mano izquierda, se encontrará una finca muy grande con un edificio antiguo muy señorial. Ese es el castillo de Roussan. Sigue más adelante y, cuando termina la finca, empieza otra con una casa algo más pequeña. Esa es la vivienda de la señora Murat. Andando a pie desde aquí tardará una media hora.
El informador le ofreció este dato adicional, que, efectivamente, le vino de perillas al médico. Ahí se acabó la charla sobre Pauline, sin más explicaciones por parte de Galo ni más objeciones por parte del barbero.
Al salir de allí consultó su reloj: las cinco en punto. Todavía le quedaban dos horas. Desconocía por completo las costumbres de la Provenza en materia de formalidades, etiquetas y demás, pero, ante la duda, y de nuevo sin querer preguntar para no tener que dar explicaciones a nadie, resolvió actuar como lo hubiera hecho en París. Recordó que en la rue Carnot una señora vendía flores en la puerta de su casa, cultivadas seguramente por ella misma. Cuando llegó estaba ya recogiendo el puesto y, de lejos, tuvo que dar un grito para que le esperase. La mujer, rolliza y colorada, le hizo una señal de tranquilidad con la mano y volvió a sacar los cubos de zinc medio llenos de flores. Aunque a esas horas ya no disponía de mucha variedad, Galo dudó al elegir el tipo de flor que regalarle a Pauline. El último ramo que adquirió en París fueron unas rosas blancas, las preferidas por Camille. Por supuesto, ahora tenía que cambiar. La florista, al comprobar su indecisión y, tal vez, para terminar cuanto antes, le propuso un ramo variado con mimosas, claveles, tulipanes, rosas y azahar, y el español aceptó. Cuando Galo le dijo a quién y dónde tenía que llevarlo, la mujer soltó una exclamación: «¡Haberlo dicho antes! Pero no se preocupe, ¡la señora de Murat es una gran clienta y este ramo le va a encantar!».
En la habitación, Aldave pasó revista a todos sus trajes. Había traído de París dos más usados y otros tantos recién estrenados. Escogió el más nuevo. Titubeó entre ponérselo ya o esperar. No quería llegar antes de hora a la cena y tampoco callejear haciendo tiempo, no fuera a encontrarse con algún conocido que le entretuviese. Lo último que le podía ocurrir era llegar tarde a una cita y menos a esa. Sacó la breve nota de Pauline en la que lo convidaba. No tenía una letra demasiado armoniosa, pero, a diferencia de la valoración habitual que hacía de la de otras personas —bastante dogmática—, no le importó; es más, incluso la valoró positivamente como muy original. La verdad era que en ese momento consideraba a la viuda Murat como una mujer extraordinaria y todo lo que provenía de ella carente de defectos.
Comenzó a ponerse un poco nervioso cuando se despidió de la mujer de Poulet, avisándola de que no iba a cenar en casa. En la puerta se cruzó con el cochero que se ofreció a acercarle donde precisase, pero Aldave rehusó alegando querer disfrutar de la tarde. Desde luego, la temperatura era ideal, tanto es así que los campesinos regresaban a sus casas con las mangas de las blusas remangadas y casi todos tarareando alguna cancioncilla en el asiento de sus carros, aprovechando al máximo las prolongadas horas de luz. Pensó en París, en la prisa de los transeúntes, en sus miradas sombrías, en el ruido de los carruajes, en el oscuro y frío invierno…
Caminaba con decisión, impaciente por ver de nuevo a Pauline Murat, por poder contemplarla y gozar de su conversación durante toda una velada, por conocer su hogar, la mesa donde comía, las butacas donde reposaba, las alfombras que pisaba, por averiguar cómo trataba a sus criados, por saber de sus gustos en la comida, en las lecturas… Hasta ese día, cuando pensaba en ella la imaginaba en la calle o en los pasillos del sanatorio, pero era incapaz de situarla en su casa llevando una vida corriente. A través de la madre Épiphane, la superiora, que tenía en gran consideración a Pauline y no le costaba nada hablar de ella, se había enterado de que no tenía hijos, pero sí hijastros, hijos de un matrimonio anterior del fallecido señor Murat. Eran dos varones mayores que ella, cercanos a la cuarentena, que vivían en Nîmes, dedicados a algunos de los negocios de tejidos que habían heredado de su padre. Según la superiora, tras el fallecimiento de este, habían actuado muy poco cristianamente con su madrastra, dándole la espalda e incluso litigando con ella por asuntos de la herencia. Afortunadamente, la ley dio la razón casi por completo a la viuda porque el difunto había testado con gran sensatez en el último momento, sin desatender los intereses de los hijos, pero premiando, como le correspondía, la entrega desinteresada de Pauline, que le cuidó abnegadamente hasta el último día de su vida.
La carretera a Tarascon, escoltada por dos hileras de olmos frondosos, estaba bastante transitada. Se sucedían los carros, los coches y los viandantes. El verano ya había comenzado y prueba de ello era el estridente canto de las cigarras a ambos lados de la vía. El profesor Leroy le había advertido de la ingente cantidad de estos insectos que poblaban la Provenza y del ensordecedor sonido que producían los machos intentando atraer a las hembras para la reproducción. Hasta entonces ni lo había recordado, pero ahora comprendía la insistencia de su maestro en ese punto, «¡y estamos en junio! —pensó—, ¿qué será en pleno agosto?». Cuando llevaba unos veinte minutos andando, como le había indicado el barbero, apareció un sólido muro a mano izquierda, tras el cual se adivinaba una extensa finca con un arbolado diferente al del resto del paisaje, más cuidado, menos salvaje. Una gran verja, que en sí ya era una obra de arte, indicaba la entrada principal y, frente a ella, una hermosa mansión blanca con las puertas y contraventanas pintadas de un rosado oscuro: el castillo de Roussan, sin duda, majestuoso y armonioso al mismo tiempo, rodeado de jardines, palmeras, estanques…
Ya quedaba poco para llegar a casa de los Murat. Galo procuraba combatir el nerviosismo con pensamientos positivos sobre la belleza del lugar y la bonanza de aquel clima. Aunque era lo último que deseaba pensar, de nuevo le vino a la mente la duda de si ese era el día correcto de la invitación a la cena. No quería ni aventurar qué podría ocurrir si se había equivocado y si Pauline ni siquiera estuviera en casa. Por un breve instante la angustia le atenazó, pero, para librarse de ella, aceleró el paso con el objeto de arrinconar la incertidumbre lo antes posible. Por fin el muro se evaporó en ángulo recto y comenzó lo que debía de ser la propiedad Murat.
También estaba rodeada la finca de un muro, aunque de espesor y altura menores que los del castillo de Roussan. Al vislumbrar la reja de entrada sacó del bolsillo rápidamente el reloj: las siete y cinco minutos. ¡Había calculado mal el tiempo y llegaba tarde! Ese pequeño retraso de cinco minutos le contrarió enormemente, pero ya no tenía solución. La cancela estaba semiabierta y entró. Atravesó el corto camino que conducía a la casa. A mano derecha, un lujoso carruaje —distinto al de los Murat— descansaba sin chófer. El caballo percherón, de impecable atalaje, estaba masticando la paja de un saquillo que alguien le había colgado del cuello. Con el corazón acelerado subió los tres peldaños que separaban la puerta principal del suelo del jardín y llamó con el aldabón. Tras unos segundos de espera, un sirviente uniformado le abrió y, nada más presentarse, le invitó a pasar. Enfrente de la puerta principal presidía el vestíbulo el retrato de una elegante dama con un fondo campestre y, delante de él, sobre una imponente mesa, Galo reconoció su ramo de flores colocado en un jarrón de cristal tallado. En la sala de la derecha se oían voces en animada conversación; en la de la izquierda, el tintineo del cristal y la porcelana mezclados con susurros de las criadas.
Tras anunciar el mayordomo su llegada, ni un minuto tardó Pauline en aparecer con una gran sonrisa, tendiéndole la mano. Llevaba un vestido negro escotado que dejaba al descubierto sus brazos, y el cabello oscuro recogido a un lado, peinado con bucles, sujeto con un prendedor de plata y jade con forma de mariposa. Sus ojos relucían como dos diamantes. Al tomar su mano para hacer el ademán de besarla, como era costumbre, sintió que ella apretaba la suya intensamente un breve instante. Ese mínimo y a la vez íntimo contacto inesperado le provocó un súbito estremecimiento interior al presentir que ella le transmitía con ese gesto algo muy cercano a la pasión.
—Qué cuadro tan magnífico —comentó azorado, intentando ocultar su excitación ante la anfitriona y ante el criado, que permanecía impertérrito aguardando indicaciones de su señora.
—¿Le gusta? Es la madre de mi marido en su juventud. No tuve ocasión de conocerla. Ya había fallecido cuando… —Pauline titubeó— cuando conocí al señor Murat. Era una gran dama, según cuenta todo el mundo, y no hay más que contemplar el lienzo para confirmarlo.
Con un simple ademán, la viuda cambió de tercio proponiéndole al español pasar a la biblioteca, donde esperaban los demás invitados. Envueltos en una nube de humo de tabaco permanecían acomodados en un lujoso sofá y unas cuantas butacas altas alrededor de la chimenea apagada. No habían percibido su entrada, o al menos así lo aparentaban, pues continuaban con una conversación sobre los vaivenes de la Bolsa sin mirar hacia la puerta. Excepto la pared de la derecha, cubierta con unos finos visillos que dejaban pasar la luz de los ventanales, el resto de las paredes estaban completamente forradas de libros con tapas de todos los colores y tamaños. Cuando se aproximaron al grupo, todos volvieron el rostro hacia ellos y se levantaron de inmediato, excepto la persona sentada de espaldas a la puerta, que no movió ni un dedo. Al observarlo de reojo, Galo palideció: sobre el reposamanos de su butaca, reflejando los últimos rayos de la tarde, resplandecía un gran zafiro azul… Como si su cerebro poseyera el mecanismo de un resorte, experimentó súbitamente un intenso sentimiento de rabia al reconocer la sortija y saber que su dueño iba a participar con él, con ellos, de una reunión en casa de Pauline Murat. Su primera intención fue disculparse y salir de allí para siempre porque se negaba a compartir nada de Pauline —ni siquiera su amistad— con el farmacéutico Clermont. Prefería olvidarse de ella antes que torturarse con la idea de que pudiera tener la más mínima intimidad con ese hombre al que detestaba, aunque en lo profundo de sí mismo era consciente de que el principal motivo de su animadversión eran los celos que sentía al suponer que algo podía haber entre ellos.
—¿Conoce usted a mis amigos? —le preguntó la viuda.
Galo volvió a la realidad. La seductora voz de Pauline debilitó en parte sus resquemores hacia Clermont. Uno por uno fue presentando a los invitados: el administrador de fincas del príncipe Carlos de Mónaco, su esposa —maestra en la escuela local de Saint-Rémy—, un perfumista de Tarascon y Adrien Clermont.
—Estábamos hablando de lo que ha bajado la Bolsa en los últimos meses, doctor Aldave —explicó el perfumista, un hombre de baja estatura, alrededor de la sesentena, con cara de pilluelo—, ¿a usted no le está arruinando?
A Galo le pareció divertida la observación.
—Pues… sinceramente no. Nunca he jugado a la Bolsa, por lo tanto es difícil que me arruine… y también que me enriquezca, por supuesto.
—Suponía que viniendo de París… —agregó el invitado.
—A los hombres de ciencia, incluidos los de París, nos interesan muy poco las finanzas, señor Duval.
Aunque había procurado enunciar la frase con un tono distendido, nada más pronunciarla Aldave se dio cuenta de que podía considerarse pretenciosa.
—Quiero decir que tenemos demasiadas cosas en la cabeza como para concentrarnos en los temas monetarios —añadió rápidamente.
—Lamentable error, doctor. Con el estómago vacío ni siquiera un hombre de ciencia puede sacar nada en claro de las cosas que tiene en la cabeza —repuso con cordialidad el perfumista, que no había advertido arrogancia en el español.
—Señor Duval, el doctor va a pensar que es usted un materialista —intervino en tono relajado el administrador de fincas, un hombre alto, elegante, en torno a los cincuenta, con una perilla canosa que le confería, junto a su porte, un cariz aristocrático.
—¿Yo materialista?, todo lo contrario, señores, ¡yo soy un gran idealista!, pero protejo mis intereses, como todo el mundo —replicó el perfumista—. Tengan en cuenta que yo soy como una hormiguita que, trabajando, trabajando, he logrado sacar adelante un negocio que, cuando lo heredé de la familia de mi difunta esposa, estaba prácticamente en la ruina. Ahora doy trabajo a siete empleados y estoy a punto de abrir una sucursal en Grasse, si la Bolsa me lo permite, claro está, porque allí es donde tengo invertidos mis ahorros. ¿Comprenden ahora mi interés por «lo material»? Ustedes, salvo nuestra anfitriona, son todos asalariados de alto nivel, pero asalariados al fin y al cabo. Se acuestan mucho más tranquilos que yo por las noches.
—Lleva usted razón —sentenció Galo para concluir un tema que no le suscitaba el mínimo interés. Estaba él cansado de pasar noches en blanco analizando casos pendientes o estudiando los últimos hallazgos en medicina. No tenía ganas en este momento de enterarse de los sacrificios nocturnos de nadie.
—¿Cuándo vamos a cenar, querida? —preguntó de improviso el farmacéutico—. Ya sabes que ciertas conversaciones me producen dolor de cabeza.
«Vaya —pensó Aldave—, en algo coincidimos».
—Todo está ya preparado —indicó Pauline—. Si ustedes quieren, es un buen momento para pasar al comedor.
La mesa estaba elegantemente vestida con un mantel de lino irlandés, bajoplatos y cubiertos de plata, y una vajilla azulada adornada con dibujos de pájaros exóticos. En el centro habían colocado una ensaladera de bronce repleta de rosas y flores de azahar. Dos valiosos velones de plata completaban el conjunto. Como dispuso la anfitriona, el médico se colocó a su lado, frente a ellos el perfumista y la maestra, y en los dos extremos Clermont y el administrador de fincas. Detrás de la otra pareja, un gran espejo veneciano reflejaba en un cuadro, como en un escenario, toda la mesa.
—¿Lleva mucho tiempo en Francia, doctor? Su acento es impecable —le preguntó la maestra mientras iban sirviendo la cena. Era una mujer de cuarenta y tantos años, bastante discreta tanto en el vestir como en sus ademanes, de pelo castaño con algún destello cobrizo. Aunque sonreía con amabilidad mientras esperaba la respuesta, su expresión transmitía un íntimo halo de tristeza.
—Algo más de diez años. Vine a Francia para estudiar la carrera de Medicina. Pero, respecto a mi acento, debo admitir que hablo francés desde pequeño, puesto que mi madre es francesa.
—¿Ah, sí?, ¿de dónde? —curioseó con interés la mujer.
—De Aquitania, concretamente de Pau.
—¡Ah!, muy cerca de aquí. Yo tengo familia en Pau, pero no recuerdo a nadie que se haya casado con un español. Estaría bueno que fuésemos parientes.
—Así tendrías un buen motivo para visitar España —interrumpió su marido—. Mi mujer es una gran amante de su país, doctor. Uno de sus abuelos luchó con Napoleón en España y contó a sus nietos tal cantidad de historias, unas ciertas y otras no tanto, que todos sueñan con viajar allí. Bueno, querida —añadió dirigiéndose a su esposa—, ya lo han hecho algunos de tus primos, ¿no?
—Sí, han estado en Madrid, Sevilla y otras ciudades importantes.
—¿Ha encontrado usted muchas diferencias entre nuestros países? —preguntó el perfumista.
—La diferencia de desarrollo y de riqueza entre España y Francia es abismal, eso es indudable, salta a la vista. Pero, como anécdota, les diré que una de las cosas que más me llamó la atención cuando pisé Francia fueron los nombres de algunas calles y plazas: «place de la Liberté», «rue de la Liberté». No podía ni creerlo. Es algo impensable dedicar en España una calle o una plaza a la libertad, impensable.
Desde la llegada del español, Adrien Clermont apenas había abierto la boca, excepto para reclamar la cena; por cierto, con una familiaridad inusitada. Su saludo en la biblioteca se había limitado a un cortés movimiento de cabeza con el semblante distraído. Seguía las conversaciones de los demás con aparente desinterés, sin mirar a nadie en concreto, absorto en su plato. Por eso a Galo le extrañó que, de repente, comenzara a hablar con voz decidida.
—Después del verano vuelvo a América.
Todos volvieron la vista hacia él.
—¿Por mucho tiempo? —preguntó la maestra.
—Un mes más o menos, según las fechas del barco.
—Si pudiera dejar a alguien de mi confianza al frente del negocio, en uno de sus viajes me gustaría acompañarle —apuntó el perfumista.
El farmacéutico rio de una forma fingida y añadió con burla:
—Le imagino sudando la gota gorda detrás de mí en la selva espantando a los mosquitos y huyendo de las iguanas.
—Hombre…, si tan feo me lo pinta…
—Si lo que quiere es encontrar flores y plantas para sus perfumes tiene que calzarse unas botas, coger un machete y entrar en la selva. Ya se lo he explicado muchas veces.
—¿Y en los mercados no se pueden conseguir? —preguntó el perfumista.
—Lo que hay en los mercados lo encuentra también en Europa. Si desea algo más, tiene que adentrarse en la selva, como hago yo, no le queda más remedio.
Aldave no daba crédito a lo que estaba oyendo. No podía imaginar al farmacéutico sin sus cuellos almidonados ni su cabello engominado, y mucho menos con un machete en ristre esquivando vegetación y animales salvajes.
—Adrien —explicó Pauline dirigiéndose a Galo— es un enamorado de América del Sur. Ha viajado hasta allí en numerosas ocasiones y siempre viene cargado con un montón de medicinas naturales, utensilios de los indios, artesanía y todas esas cosas exóticas que tanto nos gustan por aquí. En su casa tiene un verdadero museo y es un gran experto en estos temas, ¿verdad, Adrien?
El farmacéutico sonrió con satisfacción.
—Este mismo collar —continuó la viuda, señalando el collar amarillo que rodeaba su cuello— es una joya de los indígenas, regalo suyo.
—¿De qué material está hecho? —preguntó la maestra intrigada ante la rareza de la alhaja.
—De taua —contestó Clermont—. Es una pieza de gran valor que se regala a las mujeres cuando se desposan.
—¡Ah! Yo eso no lo sabía —exclamó Pauline riendo—. Igual a mí, por ser viuda, no me corresponde llevarlo.
—Las viudas también pueden casarse —indicó el perfumista con un toque de picardía que la anfitriona fingió no apreciar.
—También aprovecha sus viajes —continuó Pauline— para estudiar los remedios que utilizan los indígenas para curar sus dolencias. Es una pena que en Europa demos la espalda a estas medicinas que podrían salvarnos de muchas enfermedades. En vez de aprovechar los productos de la naturaleza, cada vez se utilizan más los preparados artificiales que envenenan más que curan.
«Está bien aleccionada por Clermont», pensó Galo.
Pauline interrumpió la conversación entonces, como cayendo en la cuenta de algo que había pasado por alto.
—Pero… estoy hablando de medicinas… y tengo a mi lado a un prestigioso médico. ¿Qué opina usted de todo esto, doctor Aldave?
El médico suspiró profundamente antes de contestar.
—¿Realmente quiere saber mi opinión? —preguntó a la señora Murat mirándola de reojo, como insinuando que seguramente, dijera lo que dijera, ella no iba a cambiar la suya, al menos delante de Clermont.
—Por supuesto que sí, es un lujo para mí poder aprender de personas como ustedes que saben infinitamente más que yo —argumentó rápidamente Pauline.
El plural le desagradó a Galo.
—Está bien, le daré mi opinión, breve y concisa: los venenos más peligrosos y mortales se encuentran en la naturaleza, esa es mi opinión —zanjó el español mientras pensaba en la muestra del cadáver que había enviado a analizar a la Facultad de Montpellier.
Tras unos segundos de silencio, Clermont añadió con un tono algo desafiante:
—¿Qué quiere decirnos con eso?
—Quiero decir —aseveró Aldave con firmeza— que las personas ajenas a la ciencia deben saber que lo natural no siempre es inocuo y que en la naturaleza hay sustancias beneficiosas y otras muy perjudiciales para la salud, no hay que confundirse. La moda de lo exótico puede acarrear numerosos problemas.
Pauline terció:
—Tiene usted razón, doctor Aldave, pero se supone que las personas, quiero decir, los curanderos de la selva saben distinguir las plantas buenas de las malas, porque de otra forma sería un verdadero desastre.
—Claro que sí, ellos seguro que saben distinguirlas. Ocurre como los hongos. Cada aldeano conoce todas las variedades de setas de su región a la perfección, las comestibles y las venenosas. Otra cosa es que aparezca yo y me ponga a recolectar setas…: el resultado puede ser catastrófico.
—¿Insinúa que yo puedo equivocarme a la hora de formular preparados? —saltó Clermont.
El ambiente se tensó.
—¿Usted? —inquirió el español simulando extrañeza—. Por supuesto que no. Esa sería una acusación muy grave por mi parte. Está totalmente prohibido formular preparados de farmacia con sustancias fuera de la legislación. Ni se me había pasado por la cabeza, señor Clermont. Disculpe si me he expresado con ambigüedad. Todo mi discurso se basaba en hipótesis y en generalidades, sin señalar a nadie en concreto.
Aldave consiguió que el farmacéutico se tranquilizase, pero ya había caído en su trampa. Al darse por aludido, quedaba en evidencia que, al menos, experimentaba con sustancias prohibidas que se traía de la selva. Lo que el español no podía todavía asegurar es si utilizaba a los enfermos del Saint Paul como cobayas.
El resto de la cena se desarrolló entre una y otra charla, mucho más distendidas. El fabuloso burdeos con que la señora Murat los estaba obsequiando ayudó a que surgieran espontáneamente los temas intrascendentes y hasta la risa. El espejo que tenían enfrente revelaba toda la espléndida belleza de Pauline. Cruzaron sus miradas varias veces porque Galo no podía evitar contemplarla y en esos breves instantes la sintió muy próxima a él.
Finalizó la cena y la anfitriona sugirió salir al jardín a tomar unos dulces y unas bebidas. Había oscurecido. La luna estaba creciente, casi llena, y se distinguían perfectamente todas las constelaciones en el cielo. El perfumista comenzó a explicar el nombre de las estrellas y la manera como los navegantes se orientan gracias a ellas. Pauline, bajo el ramaje de una colosal higuera, había dispuesto una mesa redonda de hierro forjado iluminada con tres sencillas velas y aderezada con flores silvestres y frutas. Se sentaron informalmente a su alrededor. Las mujeres se habían cubierto, pero la temperatura seguía siendo muy agradable. Tras el conato de enfrentamiento verbal entre el farmacéutico y el médico, Clermont apenas había vuelto a hablar, pero su actitud era más relajada.
—Una de las historias que mi abuelo contaba sobre España —dijo la maestra, casi en un susurro, en medio del silencio— es que en la noche de San Juan las muchachas sacaban recipientes con agua a las ventanas y a la mañana siguiente se lavaban la cara con ella y embellecían.
—¡Qué bonita costumbre! —exclamó Pauline.
La luz trémula de las velas iluminaba intermitentemente su rostro.
—Margot, eso mismo tenemos que hacer nosotras esta noche —indicó Pauline con gracia a la maestra.
—¡Es imposible que usted sea más bella de lo que es, señora Murat! —exclamó a su vez el perfumista, sin advertir que, halagando a una mujer delante de otra, se desprecia a esta última.
—Esa tradición yo no la conocía —dijo Aldave—. En algunas regiones de España, como en las de la costa del Mediterráneo, tal noche como hoy se encienden hogueras festivas y los jóvenes bailan y se divierten hasta el amanecer. En cambio, en mi tierra la noche de San Juan se asocia a las brujas y sus aquelarres. Los ancianos cuentan historias de maleficios que asustan a los niños.
—¿Aquelarres? —preguntó el administrador.
—Sí, reuniones de brujas para practicar magia negra. Esta noche, la del solsticio de verano, ha sido desde tiempos inmemoriales la más propicia para practicar estos ritos. Al menos es lo que siempre han contado los abuelos.
Guardaron silencio.
—¿Usted cree en este tipo de cosas? —preguntó el administrador con voz grave y pausada, casi solemne.
—¿Yo?, ¿a qué se refiere? —dijo el español extrañado.
—A la magia…, a lo desconocido…, a lo sobrenatural… —respondió en el mismo tono su interlocutor, separando deliberadamente las palabras.
El resto de invitados, inmóviles, parecía que aguardaran su respuesta.
—¡Por supuesto que no! ¡Yo solo creo en la ciencia! —exclamó Galo con total convencimiento.
Sorprendentemente, nadie aportó su opinión al respecto, ni siquiera el perfumista, un hombre hablador, con conocimiento de muchos temas y dado a intervenir en cualquier conversación. Ni, por supuesto, el farmacéutico Clermont, quien, a pesar de ser un profesional de la ciencia como él, con su intervención durante la cena había suscitado las dudas en el español acerca de su actividad real en el sanatorio y fuera de él. Pero lo que más intrigó a Aldave fue la sensación de que ocultaban algo, porque todos se miraron entre sí de manera disimulada y casi imperceptible, hasta el punto de sentirse un extraño entre ellos, como no había ocurrido hasta entonces en toda la velada.
—¿Están en casa los Roussel estos días? —preguntó Clermont a Pauline, dando un giro, sin duda premeditado, a la charla.
—No lo sé. Hace bastante tiempo que no los veo. Si quieres puedo preguntar al servicio. Ellos estarán al tanto. Por cierto, doctor Aldave, ¿ha visto el castillo de Roussan al venir aquí? Es propiedad de la familia Roussel.
—Sí, es una maravilla, al menos lo que se distingue desde la carretera.
—Pues si viera el interior del palacio y todos los jardines se entusiasmaría —comentó la maestra.
—¿En qué época se construyó? —preguntó Galo.
—Data del siglo XVI —respondió el administrador, haciendo alarde de su cultura—. Lo mandó construir Bertrand de Nostradame, capitán de caballería y hermano de nuestro venerado Nostradamus.
—¿Sí? Qué interesante. Había olvidado a Nostradamus. Quiero decir que no había recordado hasta ahora que era natural de Saint-Rémy. ¡Quién me iba a decir a mí que iba a cenar en una casa lindante con una propiedad de un Nostradamus! —exclamó Aldave.
—¿Le interesa la figura de Nostradamus? —requirió con vivo interés el perfumista.
—Bueno…, en este momento de mi vida… no demasiado, pero hace tiempo, en mis primeros años de estudiante en París, se puso muy de moda entre los universitarios. Conocíamos su obra y leíamos medio en secreto sus profecías. Sí, sin duda es un personaje atrayente, por supuesto, y misterioso… Se conserva en Saint-Rémy algo de su pasado, creo recordar…
—¡Claro que sí! —exclamó el perfumista—, ¡nada menos que su casa natal! ¿No ha ido a visitarla?
—No. Como les digo, había olvidado por completo a Nostradamus desde que un pasajero del tren que me trajo hasta aquí me lo nombró. Pero… en cuanto pueda voy a conocer su casa, ¡ya lo creo! Este puede ser un buen momento para releer su obra.
Todos volvieron a mirarse entre sí.
—Nosotros estamos muy interesados en la figura de Nostradamus, doctor —dijo Pauline seria, en un tono diferente al habitual en ella.
—¡No sigas por ahí, Pauline! —exclamó de pronto el farmacéutico—, ¡no lo conocemos apenas!
—Tranquilízate, Adrien —indicó Pauline con calma—, si no estuviera segura de él, no lo habría invitado hoy.
El resto de convidados, con su silencio, parecían estar de parte de la viuda. El farmacéutico, como un niño al que la madre le hubiese truncado un plan, giró su silla y su mirada de medio lado, ajeno en apariencia al grupo, pero sin levantarse.
—Doctor Aldave —prosiguió Pauline—, usted es un gran médico, una persona cultivada, con inquietudes más allá de la rutina diaria, ¿no es así?
—Pues… no sé qué responderle; simplemente intento llevar a cabo mi profesión honestamente y… sí, me interesan también otros campos del conocimiento, si es a eso a lo que se refiere…
—Estoy convencida de ello, doctor. Tengo muy buenos informadores en Saint-Rémy.
Excepto Clermont, todos estaban pendientes de él.
—No quiero decir que lo hayan estado espiando, ni mucho menos —continuó Pauline—, es todo más simple: en una ciudad pequeña las novedades se comentan, y todo el mundo coincide en alabar su cultura y su saber estar.
Galo esperaba; no sabía por dónde iba a salir la viuda Murat.
—Nosotros, como ha podido comprobar, somos un grupo de amigos al que le gusta reunirse y pasar un buen rato juntos. Pero, además de charlar, también tenemos otros intereses, como, por ejemplo, y ya que ha aparecido en la conversación, profundizar en la vida y en la obra de nuestro paisano Michel de Nostradamus. Al llegar usted al sanatorio de Saint Paul y conocerle y, sobre todo, al oír hablar tan bien de usted…, hemos pensado que… tal vez… estuviese interesado en formar parte de nuestro grupo de… —antes de pronunciar la última palabra, Pauline vaciló— estudio.
«¿Tanto misterio para esto? —pensó el español—. Tiene que haber algo más».
—¿Qué le parece nuestra propuesta? —dijo el administrador—. Piense que Nostradamus fue médico y usted también. Puede ayudarnos a desentrañar pasajes de su vida y de sus escritos difíciles de interpretar para nosotros. Por otra parte, y atendiendo a sus propios intereses…, todo lo que aprenda de él podrá ponerlo en práctica en su profesión.
—Con todo el respeto —opinó Aldave—, Nostradamus vivió en el siglo XVI, creo recordar; estamos finalizando el XIX…; como comprenderá, la medicina del Renacimiento ¡está completamente superada!
—Por supuesto que sí, doctor Aldave —intervino el perfumista—, pero recuerde que Nostradamus, además de médico, fue astrólogo, gran conocedor de la filosofía antigua y… alquimista. ¿Ha oído hablar de la píldora rosa?
—No —respondió Galo.
—Bueno… —continuó el perfumista mientras se llenaba una copa de licor y se la llevaba a la boca—. Para llegar a la píldora rosa voy a resumirle la vida de este gran hombre, por si no la recuerda. Michel de Nostradamus nació aquí, en Saint-Rémy, en 1503, concretamente el 14 de diciembre. Su apellido lo adoptó su abuelo paterno al convertirse al catolicismo, puesto que era de religión judía. El joven Michel estudia el bachillerato en Avignon y la carrera de Medicina en Montpellier. Muy pronto se convirtió en un apasionado de la filosofía griega y latina y comenzó también a leer las grandes obras esotéricas del siglo XV, que le marcaron profundamente. A partir de ahí, contactó con los más importantes alquimistas de su tiempo, siempre en la clandestinidad, puesto que la alquimia estaba prohibida y algunos alquimistas habían sido acusados de herejes por la Inquisición. También comenzó a estudiar técnicas de farmacia fuera de los cauces académicos con el fin de llevar a cabo experimentos de esa ciencia ancestral que busca algo tan elevado como transmutar los metales innobles en oro y plata y, sobre todo, obtener elixires que remedien las enfermedades y prolonguen la vida, ya sabe, el elixir de la eterna juventud.
El perfumista volvió a beber.
—En 1550, Nostradamus, que como ya he comentado también era astrólogo, editó un almanaque con predicciones basadas en los astros, y en 1555 las reunió todas ellas en una ambiciosa obra editada en Lyon, titulada Las verdaderas centurias astrológicas y profecías. Su fama fue enorme y la reina Catalina de Médicis lo reclamó nombrándolo astrólogo de la corte. Más adelante, el rey Carlos IX lo nombró médico y consejero personal. Finalmente, murió en Salon-de-Provence en 1556. Todo esto, doctor Aldave, se lo recuerdo para contextualizar la importancia de este hombre en una época oscura, donde triunfaban los fanatismos religiosos y no había libertad de ideas.
—Nostradamus —interrumpió el administrador—, amalgamando los conocimientos que había atesorado sobre todas las ramas del saber, quiso obtener, si no la «piedra filosofal», sí el remedio para curar las enfermedades de su época, sobre todo la más letal: la peste.
—Y a ese remedio lo llamó la píldora rosa —continuó el perfumista—, obtenido mediante conocimientos de botica y de alquimia, es decir, elaborado en la más absoluta clandestinidad. ¿Se imagina qué hubiera sucedido de haber podido tratar con su píldora a todos los enfermos de peste? ¡Es posible que la humanidad se hubiese librado de esa cruel enfermedad hace tres siglos! ¡Miles y miles de muertos desde entonces hubieran sobrevivido a esa plaga que ha invadido nuestro mundo hasta nuestros días!
El español no sabía qué pensar. Estaba atónito con semejante discurso. Una cosa era ser un estudioso y hasta un admirador de un personaje histórico y otra muy distinta comulgar con sus creencias medievales —la alquimia ya no era moderna en el Renacimiento—, y en un asunto tan cercano a la superchería. Si les decía lo que pensaba de la cuestión iba a ser tremendamente descortés y hasta engreído. Optó por introducirse en el tema de alguna manera, aunque solo fuese para poder disfrutar de la expresión de Pauline.
—¿Se sabe la composición de la píldora rosa? —preguntó.
—¡Ahí queríamos que llegase, doctor! —exclamó el perfumista levantándose de la silla y tendiendo la mano a Galo para después estrechársela con energía.
—En su totalidad no —dijo el farmacéutico volviéndose de nuevo hacia los demás—. Lo único que hemos averiguado es que lleva una importante dosis de vitamina C. El resto es un enigma…, por el momento.
—Por lo tanto, tampoco conocen su efectividad —apostilló el español.
—Según documentos encriptados de la época —continuó el administrador—, los resultados fueron espectaculares, pero una mano negra, lo más probable alguien relacionado con la Inquisición, estuvo a punto de denunciarle. Nostradamus tenía en contra el pasado converso de su familia y la prohibición de la práctica de la alquimia.
—Queremos que usted nos ayude a conseguir una nueva píldora rosa, doctor Aldave. Disponemos de todo lo necesario, también de un laboratorio de alquimia, por descontado —dijo con la mayor naturalidad del mundo la señora Murat, acercándose a él. Sus ojos centelleaban mirándole fijamente. De haber estado solos, Galo no hubiera podido negarse a ninguna petición de aquella cautivadora mujer, pero la presencia de los demás, a pesar de lo intrigante del tema, de la hondura de la noche y de los efluvios del alcohol, le hizo mantener los pies en la tierra.
—Me pide mucho, señora Murat —manifestó el médico sin apartar la vista.
Todos permanecían inmóviles, esperando.
—El trabajo en el sanatorio me ocupa casi la totalidad de mi tiempo y, por lo que me cuentan, el tema en cuestión requiere una dedicación, una profundización que yo en este momento no puedo asumir. También debo decirles que jamás he consultado un documento antiguo ni soy experto en historia. Sinceramente, no creo ser la persona idónea que ustedes necesitan.
—Lo único que nosotros necesitamos —terció el perfumista— es un médico que sepa interpretar unos textos médicos antiguos, pero en el sentido de explicarnos su significado. No se trata de transcribir documentos ilegibles ni nada por el estilo, simplemente de aclararnos unas cuantas ideas, nada más.
Aldave empezaba a sentirse acorralado.
—Déjenme que lo piense.
Como el ladrido de un perro, se oyó la voz del farmacéutico.
—Te había avisado, Pauline. Mañana todo Saint Paul estará al tanto.
La viuda le lanzó una mirada furibunda.
—Está bien, doctor —intervino el administrador—, madure la idea y ya nos responderá. Únicamente le requerimos absoluta confidencialidad. Debe tener en cuenta que no estamos en París, donde nadie se interesa por lo que hace el vecino y nadie se sorprende por las ocupaciones y aficiones más inauditas. Vivimos en un pueblo y si se extendiera el rumor de que somos alquimistas, el epíteto menor con el que nos catalogarían sería el de extravagantes, auténtica herejía para la mentalidad de estas gentes.
—Será discreto, ¿verdad, doctor?
La maestra, que apenas había hablado durante la charla en el jardín, parecía preocupada, quizás por la posición social que ocupaba en Saint-Rémy y las posibles consecuencias para ella si se propagaba el cuento de que pertenecía a alguna extraña organización.
—Sí, les doy mi palabra —contestó el español.
La noche estaba avanzada y alguien propuso dar por concluida la velada. Había refrescado. Galo sintió frío. El perfumista fue el primero en despedirse asegurando que iba a dar una buena cabezada en el coche durante la hora y media que tardaría en llegar a Tarascon. Clermont llevaba un caballo de montar y salió detrás de él. Aldave confiaba en ser el último invitado en abandonar la casa de los Murat para así poder departir a solas con Pauline, aunque solo fuera unos segundos, pero el administrador y su mujer se brindaron a llevarlo y no pudo rehusar el ofrecimiento. Pauline los despidió en la verja que daba a la carretera, cubierta por un chal, iluminada por la débil luz de la lámpara que portaba el criado, sin el aspecto impecable del inicio de la cena, pero todavía más bella. Minutos antes, al dar a besar de nuevo su mano a Galo, le había susurrado muy cerca del oído: «Ha sido una noche inolvidable para mí, le espero cuando quiera». Se dirigió a la casa seguida de su lacayo, aspirando profundamente el intenso aroma de los magnolios, y le indicó que se retirara a descansar. La mesa del comedor estaba todavía sin recoger, por indicación suya al servicio. Con el corazón palpitante se acercó al sitio que había ocupado Galo, tomó su copa, que aún contenía un poco de vino, y la llevó a su boca besando intensamente el cristal que habían rozado poco antes los deseados labios del joven médico.