En numerosas ocasiones, ante el interés de la gente por los detalles de su profesión, Aldave había tenido que explicar que se realizan dos tipos de autopsias: las clínicas —efectuadas por los médicos de los hospitales— y las medicolegales —tarea de los médicos forenses—. También que las primeras tienen como objeto conocer la enfermedad o enfermedades que han originado la muerte del enfermo, con un afán meramente científico, mientras que el objetivo de las segundas es averiguar si una muerte violenta o sospechosa de criminalidad lo es realmente y los mecanismos y la causa medicolegal que han concurrido en ella.
La tarde anterior, después de la comida en casa del cochero, Aldave había confirmado la muerte de un enfermo ingresado desde hacía un año por un grave estado esquizoide, agravado en los últimos meses con convulsiones, delgadez y dificultad para la marcha. Era uno de los internos que Galo había seleccionado como afectos de la «extraña enfermedad». Al español le costó convencer a Peyron, el director del Saint Paul, de que le permitiera practicar la necropsia del cadáver, porque no era esta una rutina en el centro, es más, la última autopsia la realizó el forense de Bouches-du-Rhône dos años antes al cuerpo de un interno atacado por otro en un brote de locura. Por supuesto, Peyron accedió sin saber que Aldave era forense, suponiendo que el interés del español era puramente científico, es decir, que iba a practicarle una autopsia clínica.
Mientras Galo preparaba el instrumental —costótomos, escalpelos, cuchillos, tijeras, vasos de medición de líquidos, erinas, sierras, hilo de bramante, agujas…—, iba meditando sobre las distintas posibilidades diagnósticas con las que se podría encontrar. Al tratarse de un proceso que afectaba a un numeroso grupo de personas convivientes, como primera opción habría que pensar en una enfermedad infecciosa, es decir, producida por un germen que pudiera haberse transmitido de un paciente a otro y que, a la vista de los signos y síntomas predominantes en los enfermos, se hubiera acantonado en el sistema nervioso, bien en el cerebro o en la médula espinal. Un dato que ponía, en principio, en tela de juicio esta hipótesis era la ausencia de fiebre, pero no la descartaba por completo, puesto que existían síndromes infecciosos con temperatura corporal normal. Una segunda posibilidad era una intoxicación masiva accidental debida a algún tóxico presente en el ambiente, en la comida o en las medicinas que recibían los internos. Entre las dos hipótesis anteriores, el español tampoco descartaba un cuadro de toxicidad nerviosa secundaria a emponzoñamiento por artrópodos, como determinadas especies de arañas que originan enfermedades graves e, incluso, la muerte. Por último, la tercera opción, la aventurada por el prefecto de Marsella, el envenenamiento doloso por parte de alguna persona con acceso al sanatorio y con un fin que, hasta entonces, Galo no había ni comenzado a descifrar.
—¿A qué santo va usted a realizar una autopsia?
Aldave giró la cabeza casi 180 grados. Adrien Clermont, el farmacéutico, le interrogaba desde la puerta, apoyado en el quicio, con voz y actitud prepotentes. El español, sin poder evitarlo, saltó:
—El papel que usted ejerce en este sanatorio, señor Clermont, no me obliga a responder a esa pregunta.
Clermont no esperaba esa contestación. Acostumbraba a tratar a los desconocidos desde el primer momento con distancia y superioridad para señalarse en un plano más elevado que ellos e intimidarlos de alguna forma, fuera cual fuese su valía. Era una estratagema para ocultar sus propias debilidades, que hasta entonces más o menos le había funcionado, sobre todo con los hombres y también con las mujeres de extracción social inferior a la suya. Pero el español, con tan solo una frase, se había colocado a su nivel.
—Quiero decir —siguió Clermont un tanto desconcertado por la reacción de Aldave, pero persistiendo en su discurso— que Saint-Rémy no es París, y que aquí nadie le va a aplaudir sus hallazgos científicos. No es necesario montar todo este espectáculo para demostrar lo que sabe, lo por encima de nosotros que está.
El español se estaba calentando.
—Además —continuó el farmacéutico en el tono antipático de siempre—, es de suponer que tendrá el permiso del director para diseccionar el cadáver.
—Por eso no se preocupe, señor Clermont —manifestó Aldave irritado—, tengo el permiso del doctor Peyron y de la familia. Y respecto a lo del espectáculo y todas esas sandeces, sepa que no espero las lisonjas de nadie, sino mi propia tranquilidad como médico aquí, en París o en Sebastopol. Usted, que tanto cree en la terapéutica como ciencia, también debería creer en la autopsia como medio para conocer si los medicamentos curan o no las enfermedades.
—Por supuesto que sí, ¡no piense que soy un ignorante! —replicó Clermont—, solo pretendía advertirle de las consecuencias de diseccionar un cadáver sin los permisos oportunos.
Cuando por fin desapareció el boticario de su vista, Galo pensó en lo desagradable que era, en cómo podía mantener una relación cercana con una mujer como Pauline Murat, y en las oscuras razones por las que no quería que el español practicara esa autopsia. Sin saber por qué, también le vino a la mente la siniestra figura del ecónomo la noche en que lo descubrió saliendo de su propio despacho a hurtadillas, con un sobre recién escrito a nombre del prefecto de Marsella. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Había alguna relación turbia entre el ecónomo y el prefecto? En ese caso, ¿por qué este último no le había prevenido?, ¿es que le había ocultado algo? ¿Y esto tenía que ver con la enfermedad de los internos? Confiaba en que este pobre desdichado que acababa de fallecer le despejara alguno de los múltiples interrogantes que le rodeaban.
Dos ayudantes colocaron en silencio el cuerpo del fallecido en la mesa de piedra, cubierto por una sábana blanca. Galo descubrió la sábana solo lo necesario para desplazar un poco el cadáver agarrándolo por debajo de las axilas para que la cabeza le sobresaliese mínimamente. A continuación, le colocó un zócalo de madera debajo del cuello para facilitar posteriormente la apertura craneal, y dio comienzo a la prospección.
Una de las actividades más genuinas de un forense o de un patólogo es la práctica de la autopsia. Durante su realización, a la vez que se enfrenta a la resolución de un enigma médico, casi siempre complejo, también se coloca en una situación emocionalmente intensa y delicada al tener entre sus manos un cadáver humano. Y siempre con el objeto de mejorar el conocimiento de la naturaleza humana, tanto sana como enferma.
Tras dos horas de intenso trabajo, Aldave, auxiliado por los ayudantes, cerró mediante una sutura el cuerpo del fallecido. Había estudiado macroscópicamente todos los órganos y había tomado diversas muestras para enviarlas a analizar a la próxima y prestigiosa Facultad de Medicina de Montpellier, donde ejercía un antiguo compañero de facultad. A simple vista, la causa de la muerte no estaba clara, pero no cabía duda de que, además de un pequeño tumor en el estómago, el hallazgo más evidente, relacionado probablemente con los trastornos que sufría el enfermo, era una congestión pasiva de los vasos sanguíneos de las meninges y de los núcleos de la base del encéfalo, así como pequeñas hemorragias petequiales en las meninges, es decir, en las membranas que recubren el cerebro y la médula espinal. También en otros órganos aparecían zonas con depósitos de sangre, sobre todo en el estómago. Lo que había que averiguar ahora era la causa, la razón por la que se había originado este cúmulo de sangre en el cerebro, y confiaba en que los resultados de los análisis de Montpellier le pusieran sobre la pista.
—¿Ya ha terminado, doctor? —le preguntó el director cuando se dirigía a su despacho.
—Sí, hace unos minutos.
—¿Algo interesante?
—Bueno…, todavía tengo que organizar mis ideas, anotarlas y redactar el protocolo de la autopsia antes de sacar alguna conclusión.
—Ah, entiendo. Manténgame informado cuando termine su informe —concluyó Peyron, como siempre, con prisa.
A su paso por el corredor, Aldave observó que la enfermería estaba abierta y se acercó. Como el despacho de Gastineau, el ecónomo, estaba al lado, al aproximarse Galo le oyó levantar la voz a otra persona y, para enterarse de la conversación, entró en la enfermería y cerró la puerta. Se distinguía perfectamente la voz del ecónomo increpando a alguien en un tono áspero, pero no se apreciaba lo que le estaba diciendo. Tras unos minutos, al español le pareció advertir una voz femenina suplicando algo y, después, de nuevo escuchó a Gastineau, elevando aún más la voz, exigiendo: «¡Y cuanto antes!».
Cuando oyó abrirse la puerta del despacho contiguo, Aldave salió de la enfermería dispuesto a saber quién era la mujer a la que el ecónomo estaba amonestando, seguramente alguna sirvienta torpe o alguna ayudante que había cometido una falta que Gastineau recriminaba. Se quedó de piedra cuando vio el cuerpo frágil de la madre superiora alejándose con prisa, aparentando no oír la voz potente del médico que la llamaba: «¡Madre Épiphane!».
A punto estuvo el español de entrar en el cuarto de al lado y pedirle explicaciones al manco, tuerto y desdentado Gastineau, pero se contuvo al recordar su auténtica misión allí y, sobre todo, al afianzar sus dudas y sospechas sobre ese extraño hombre. Si lo avasallaba, sin duda se defendería, y estaba claro que ejercía en el sanatorio más poder del que su rol de administrador de cuentas le confería. «Mejor esperar», se dijo Aldave, con más deseos que nunca de hurgar en los cajones cerrados de su mesa.
En la enfermería había tres vitrinas con todos los útiles necesarios para realizar curas y otros procedimientos, desde bateas hasta lavativas, pasando por jeringas, mangos de bisturíes, pinzas… Fue observándolo todo detenidamente a través de las cristaleras hasta que por fin se decidió y abrió la vitrina que contenía, perfectamente limpias y ordenadas, las pinzas de disección. Su objetivo era fabricarse una ganzúa que le permitiera acceder a los espacios más recónditos del Saint Paul donde la llave maestra del prefecto no sirviera. Cogió una a una las pinzas más finas, y por lo tanto más maleables, las revisó minuciosamente y eligió la que consideró más adecuada. Ahora solo tenía que encontrar el momento apropiado para revisar a fondo las estancias que le faltaban, incluida, por supuesto, la mesa del ecónomo.
Llamaron a la puerta.
—¡Doctor Aldave!
Era el portero del sanatorio con un sobre en la mano.
—La señora de Murat lo ha entregado para usted.
—¿Está todavía aquí? —preguntó rápidamente Galo, dispuesto a salir a su encuentro.
—No, lo ha dejado hace bastante rato, pero me han dicho que usted estaba ocupado.
—Gracias.
El español lo abrió sin perder ni un segundo.
Doctor Aldave:
La noche del solsticio de verano tengo por costumbre ofrecer en mi casa una cena a mis amigos. Está usted invitado. Me proporcionaría un enorme placer su asistencia. Lo espero a las siete de la tarde.
Pauline Murat
El español releyó varias veces la nota con el corazón acelerado. Pauline Murat lo seguía recordando. Y lo convidaba a su casa. Olvidó en un suspiro al impertinente farmacéutico y los celos que le habían obcecado baldíamente dos días antes. Ahora solo pensaba en ella y en la carta que tenía ante los ojos. La guardó en un bolsillo del chaleco como un tesoro. Exultante, salió al jardín principal del Saint Paul a respirar el límpido aire del Midi francés en primavera. Unos jardineros se ocupaban del cuidado de los parterres y de las maravillosas flores que los engalanaban. Cientos de insectos revoloteaban entre ellas buscando el néctar más selecto mientras el canto de los pájaros y el sonido relajante del agua de la fuente transformaban aquel sanatorio en una prolongación de la gloria. Rememoró, entonces, la autopsia realizada tan solo dos horas antes como contrapunto a las sensaciones que ahora vivía y pensó en el pobre difunto que ya no podría disfrutar de un cielo azul como el de esa mañana, ya próxima al verano.
De repente, por asociación de ideas, una duda le asaltó: ¿cuál era la noche del solsticio de verano? ¿La del 21 de junio, día en que comenzaba la nueva estación, o la del 23, noche de San Juan, tan festejada en España? La incertidumbre se adueñó de él. Tenía que informarse, de lo contrario se arriesgaba a hacer el ridículo más espantoso si se presentaba a la cena la noche inadecuada. A lo lejos, en la puerta de la entrada principal, divisó al capellán Tamisier, que se acercaba.
—Buenos días, doctor Aldave —le saludó el sacerdote.
—Buenos días, padre Tamisier. Voy a aprovechar este encuentro para hacerle una pregunta.
—Usted dirá, si la sé responder…
—¿Cuál es la noche del solsticio de verano?
—¿Del solsticio de verano? —preguntó extrañado el capellán—. Será la del día 21 de junio, ¿no?
—¿Está seguro?
—Seguro no hay nada en esta vida, querido Aldave —contestó Tamisier con gesto teatral de resignación—, pero ¿necesita una seguridad… absoluta? —inquirió ahora el capellán, exagerando nuevamente la mímica, presuponiendo que la duda no era esencial.
Galo sonrió y continuó en tono jovial.
—¡Absoluta! Figúrese que me han invitado a una cena esa noche, a la que no puedo faltar.
El capellán se le acercó y le musitó casi al oído:
—Por la carita que pone… estoy seguro de que la anfitriona es una mujer, ¿me equivoco?
—Tiene el cincuenta por ciento de posibilidades de errar, padre Tamisier…, pero… ha acertado.
—Bueno, bueno…, me alegro de que no pierda el tiempo, doctor. Al fin y al cabo, no todo va a ser ciencia en esta vida —agregó el capellán con picardía—. Venga conmigo, la hermana Anne-Marie me espera en la capilla para concretar unos asuntos musicales, ya sabe, las piezas que vamos a tocar en la misa del próximo domingo. Le preguntaremos a ella lo del solsticio. Si no fuera sacerdote, me jugaría algo a que la hermana lo sabe.
La joven religiosa, en efecto, estaba en el oratorio, al parecer afinando su precioso instrumento. Esa vez sí los oyó entrar. Nada más verlos, se levantó para informar al médico de un asunto ocurrido mientras realizaba la necropsia.
—El señor Van Gogh ha sufrido un ataque de manía esta mañana. Ha sido terrible. Han tenido que contenerle con camisola de fuerza y aplicarle duchas frías directas. Hace un rato he preguntado por él y, gracias a Dios, parece que se está tranquilizando.
—¡Pobre diablo! —exclamó Aldave—. Lo cierto es que lleva un gran artista en su interior, de eso no tengo la menor duda, pero su propia enfermedad mental le arrastra a pintar de una forma rara e incongruente. Es como un diamante en bruto. Qué lástima que su gran capacidad de trabajo y de creación se concentre en unos cuadros tan extraños. ¿Lo conoce usted? —le preguntó a Tamisier.
—Poco, pero he oído hablar de él, sobre todo a la hermana Anne-Marie. Parece ser que uno de sus hermanos se hace cargo de los gastos de su ingreso y de todo el material que utiliza para pintar.
—Sí, es algo admirable la relación entre los dos hermanos —subrayó Anne-Marie.
—¿Pero su hermano es rico? —preguntó el capellán.
—Qué va —contestó la religiosa—, tiene una saneada posición, pero no le sobra el dinero, porque además debe mantener a su propia familia. Con su hermano hace una verdadera obra de caridad.
—Y lo más importante —apostilló el médico— es que la relación entre los dos hermanos va mucho más allá de lo económico, están enormemente unidos en el amor fraternal y en lo espiritual. Se escriben a diario, sobre todo Vincent le escribe todos los días a Théo. Hace poco me confesó que le cuenta sus preocupaciones, los temores respecto a su enfermedad mental, lo que pinta, lo que lee…, en fin, una especie de apertura del corazón y la mente a un confidente, que en este caso es su propio hermano.
—¿Tiene usted hermanos, doctor? —preguntó Tamisier.
—Lamentablemente no.
—Bueno, entonces ya somos dos —sentenció el capellán sin dramatizar—. Los que no tenemos hermanos hemos de seleccionar bien a nuestros amigos, que a veces son mejores que los propios hermanos… Por cierto, hermana, cambiando de tema, porque si no se nos va a olvidar, nosotros veníamos directos a que nos sacara de dudas en un tema de gran interés para el doctor Aldave.
—¿Yo?, miedo me dan… —dijo la hermana ocultándose con gracia la cara con la mano.
—Resulta que a nuestro doctor le han invitado a cenar la noche del solsticio de verano, pero ninguno de los dos sabemos a ciencia cierta de qué noche se trata.
La expresión de la hermana Anne-Marie cambió. Enrojeció en cuestión de décimas de segundo. Evitando la mirada de Galo, seria, le preguntó:
—¿Le ha invitado la señora Murat?
El español se extrañó.
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
La religiosa respondió con la vista fijada en el suelo.
—La señora viuda de Murat organiza una cena todos los años el 23 de junio. Esa es la fecha de la que usted dudaba.
Los tres callaron durante unos segundos. El médico presintió que a ninguno de los otros dos le había hecho gracia la noticia de la invitación, pero no alcanzaba a aventurar el porqué. En todo caso, su alegría de antes se desinfló de alguna manera al notar esa reacción en dos personas a las que estimaba. La hermana Anne-Marie se sentó de nuevo ante la cítara y el capellán, al darse cuenta de la situación, con inteligencia, condujo a Aldave hasta la puerta.
—¿Tiene mucha relación con Pauline, doctor? —le preguntó directamente.
Galo se asombró de que la nombrara con tanta confianza.
—No, en realidad apenas la conozco, hemos coincidido en un par de ocasiones, aunque debo reconocer que es una persona muy agradable.
—Y muy guapa —agregó Tamisier, sin el tono bromista de antes.
—Sí, es una mujer muy atractiva, pero tiene también otras muchas virtudes.
El capellán no replicó.
Ya en la puerta de la capilla, Tamisier se despidió:
—Que tenga un buen día, doctor…, espere… —le comentó sujetándole del brazo—. No quiero entrometerme en su vida, pero… no me quedo tranquilo si no se lo digo: vaya con cuidado en casa de Pauline Murat… y no se fíe de ninguna de sus amistades.
Galo Aldave salió de la capilla perplejo. ¿Qué tenía de extraordinario la casa de los Murat? ¿Y sus amistades? ¿O era acaso Pauline el objeto de aquella desconfianza? Tanto la hermana Anne-Marie como el capellán eran probablemente las dos personas a las que Galo sentía más cercanas en Saint-Rémy, tanto por el cariño que les profesaba como por una cierta afinidad de caracteres, sin obviar la elevada altura moral que ambos le habían demostrado en muchos detalles cotidianos. Por eso, las palabras de Tamisier advirtiéndole de algo y, sobre todo, la turbación de la hermana al enterarse de la invitación de Pauline, le estaban provocando una sensación rayana en el desasosiego.
Los jardineros comenzaban a recoger sus bártulos y el cielo se estaba cubriendo con alguna nube. Un grupo de personas, seguramente familiares de internos que estaban de visita, alababan la arquitectura románica del sanatorio y el cuidado de la vegetación exterior. Entre ellos destacaba una joven elegante que se inclinaba hasta una flor para olerla mientras la sujetaba delicadamente con su mano enguantada. Por un momento le pareció su adorada Camille, la mujer por la que había sufrido tanto y que ahora recordaba sin un ápice de rencor, pero todavía con un punto de dolor. La comparó con Pauline. Una era el encanto, la gracia, y la otra el arrebato, el hechizo… Pero la realidad era que a la primera la había perdido, mientras que la segunda le esperaba en su casa la mágica noche de San Juan. No tenía nada que perder. En Saint-Rémy era un desconocido, un viajero de paso dispuesto a no echar raíces. Tampoco en casa de la viuda de Murat. Pero de eso a despreciar sus encantos… Pensó de nuevo en el lema de su antiguo camarada Philippe: «nunca rechaces a una mujer hermosa». No estaba dispuesto a rechazarla ni tenía por qué. En todo caso, si en algo erraba, a nadie debía rendir cuentas.