CAPÍTULO 10

—¿No ha dormido usted en casa, doctor? —le preguntó la mujer de Poulet mientras le servía el desayuno.

—No, Charlotte —contestó Aldave, ideando una excusa—. Ya le dije que no vendría a cenar porque tenía mucho trabajo retrasado en el sanatorio; pues bien, ¿quiere usted creer que me quedé dormido encima de mi mesa? Cuando desperté, la puerta principal estaba ya cerrada y en casa del portero no se veía ni una luz. No quise molestarle. Di media vuelta y he estado descansando toda la noche encima de una camilla. ¿Qué le parece?

—¡Uy, debe de estar molido! —exclamó la joven riendo.

—Algo así, menos mal que hoy es fiesta y tengo tiempo de recuperarme.

—Puede usted acostarse en su cama cuando quiera, está intacta desde ayer…, pero no debe perderse el paso del ganado, no habrá visto una cosa igual en toda su vida.

En ese momento entró Poulet con la niña de la mano.

—Buenos días, doctor —dijo Claire.

—Buenos días, Claire, ¿hoy no vas a la escuela?

—¡No! —objetó con decisión—, ¡hoy es el día de la «transemancia»!

—De la trashumancia —la corrigió con cariño su padre.

—¿Te gustan las ovejas, Claire? —preguntó Galo.

—Mucho, y sobre todo los corderos.

—Tendremos que verlos pasar.

—¡Por supuesto! —dijo Poulet, como siempre con gran simpatía—, hoy es uno de los días del año más importantes en Saint-Rémy, seguro que le va a encantar. Estas cosas no se ven en los «parises». Además, mi suegra nos habrá preparado una buena comilona para después —añadió guiñándole un ojo.

Aprovechando que la niña había salido del comedor, Aldave invitó a Poulet a sentarse con él a la mesa. Quería recabar información sobre el ecónomo. Tras una corta conversación sobre la fiesta del lugar, el médico, con habilidad, cambió de tercio.

—Desde que he llegado al Saint Paul he ido conociendo poco a poco al personal y tengo que reconocer que hay gente un poco extraña, ¿no le parece, François?

—¿Y quién querría trabajar con locos, doctor?: pues la gente… «extraña», como usted dice —reconoció Poulet, medio en broma, medio en serio.

—El señor Gastineau, el ecónomo, ¿es de Saint-Rémy?

—¡Bueno! ¡Ha empezado por un extraño de verdad! —dijo Poulet riendo—. No sé seguro si ha nacido aquí, pero lo que sí sé es que lleva toda la vida en Saint-Rémy. Yo puedo contarle mil anécdotas, porque por su aspecto físico (manco, tuerto, desdentado) —describía el cochero contando grandilocuentemente con los dedos— los niños le incomodan y se mofan de él. Yo mismo le he lanzado piedras (pequeñas, me refiero) con otros muchachos cuando éramos chicos. El pobre nos amenazaba con una sarta de insultos y maldiciones mientras nosotros huíamos a escondernos detrás de algún carro o de alguna esquina. Eso… cuando íbamos en cuadrilla, porque de uno en uno… más bien nos daba miedo. Si nos lo topábamos de noche, por ejemplo, no había nadie que no se cruzara al otro lado de la calle o se diera media vuelta, ni uno, ni el más valiente del grupo. Yo tengo que reconocer, doctor, que alguna noche hasta he soñado con él, porque mi madre, que era muy lista y conocía a todo Saint-Rémy y también nuestras correrías de chavales, más de una vez me ha amenazado con llevarme con el Manco si mi comportamiento no era…, ya sabe…, el más adecuado.

—¿Bebe mucho Gastineau? —inquirió Aldave.

—¡Uf! Todo el alcohol de Saint-Rémy y mucho más. ¿Cómo lo ha adivinado con el poco tiempo que lleva aquí? Que yo sepa, no se le ve nunca borracho.

—Soy médico, François.

—Es verdad, doctor. Ustedes sí que son listos, lo saben todo.

Galo rio la ocurrencia de Poulet sabiendo, además, que creía sus propias palabras.

—¿Está casado?

—Sí, con una mujer de Tarascon, pero ella sale poco de su casa. Y antes de que me lo pregunte: no tienen hijos.

—Una última cuestión sobre el ecónomo: me invitó a jugar una partida de cartas…, ¿qué opina?

—¿De qué?: ¿de que juegue a las cartas o de que le invite a usted?

—De todo un poco, François. Me gustaría estar al tanto de si es un jugador de verdad, porque si me siento obligado a acudir a alguna de sus partidas quiero saber a qué atenerme.

—Lo que se dice por ahí es que juega con mucho dinero, pero yo nunca lo he visto y yo no soy hombre de habladurías. Ahora, si me pide consejo, no acepte ese tipo de invitaciones: sabe con lo que entra, pero nunca con lo que va a salir. Y Gastineau, en confianza, no me gusta…, no sé por qué, pero no me gusta.

—Por qué va a ser, François, ¡por miedo a que se acuerde de las piedras que le arrojó!

Era lunes de Pentecostés y la ciudad bullía. Había gente por todas partes y todo el mundo estaba alegre y dicharachero. Las muchachas resplandecían con sus blusas blancas, sus faldas y delantales estampados en colores primaverales y sus pequeños sombreros de paja graciosamente ladeados. Los niños tiraban insistentes de sus padres para no llegar tarde y perderse el paso del ganado. Y los padres, de fiesta, se paraban sin prisa a charlar distendidos con amigos y conocidos. La plaza de las Hierbas estaba repleta de puestos de venta de quesos, miel, jabones, objetos de cerámica, abalorios, encajes… Las mujeres miraban, tocaban, preguntaban, compraban… Galo, a pesar de no haber pegado ojo en toda la noche, no se había acostado. Quería disfrutar de una festividad que todos anunciaban como única. Por el momento, la algarabía y el sol le mantenían bien despierto.

Como el gentío se dirigía hacia una dirección, Aldave se sumó a la procesión y poco a poco empezó a oír un sonido monótono, continuo, que conforme se avanzaba aumentaba de intensidad. Por fin llegó al bulevar que rodea a la ciudad y pudo contemplar el origen de ese retumbo, un espectáculo realmente nunca visto: cientos y cientos de ovejas, corderos y cabras atravesando Saint-Rémy conducidos por pastores que saludaban a todos cuantos admiraban su paso. De vez en cuando se veía algún asno engalanado, sujeto del ronzal por un niño, envidia de los demás, que observaban atónitos el desfile.

—¿Cuántos animales calcula que pasan hoy por aquí, doctor?

Galo se giró rápidamente, creyendo reconocer la voz que casi le rozaba, intentando que él la oyera en medio del ruido general.

—¡Ah, es usted!, pues… no sé…, ¿dos mil animales?

—Unas cuatro mil cabezas de ganado —dictaminó la viuda Murat con orgullo.

A diferencia de otros días en que vestía conjuntada de pies a cabeza, elegante, enjoyada…, en esta ocasión llevaba simplemente, como muchas otras mujeres, una sencilla blusa blanca con bordados y una falda de colores vivos, sin apenas adornos, sin collares, sin guantes, sin velo en el rostro… Parecía mucho más joven, más natural, casi una muchacha. Galo estaba arrobado mirándola en medio de la multitud, tan solo a unos centímetros de él.

—¿Vive cerca de aquí, señora Murat? —improvisó acercándose a ella y casi gritando para que, a su vez, pudiera oírle.

—No, mi casa está en el camino a Tarascon —respondió en el mismo tono, aproximándose más al español—. Ya la conocerá. ¿Cómo le va por Saint-Rémy, doctor? ¿Se siente a gusto?

—Sí, muy a gusto. Me encanta estar rodeado de campo y naturaleza, aunque no lo he podido disfrutar hasta ahora porque el sanatorio me ocupa mucho tiempo.

—Me alegro de que esté contento entre nosotros. Imagino que debe de ser difícil adaptarse a la aburrida vida de una pequeña ciudad viniendo de París.

—Con sorpresas como esta —reconoció Galo señalando al ganado— no existe el aburrimiento. Además, he de confesarle que tengo la suerte de tener una profesión de todo menos aburrida.

—¿No echa de menos París?

—Hasta ahora, sinceramente, no.

—¿Ni a nadie de París?

La intención de la pregunta estaba clara. Por un instante, Aldave recordó a Camille, la mujer a la que tanto había amado, que ahora quedaba muy lejos, y contestó, también con intención, mirándola a los ojos:

—Puedo asegurarle que no.

Permanecieron unos minutos callados, observando la riada de animales que no cesaba, sabiéndose pendientes el uno del otro, rozándose brazo con brazo por el empuje de la gente que los rodeaba, pero sin iniciar ninguno de los dos de nuevo la conversación, como queriendo que ese instante se prolongara en el tiempo.

Cuando ya terminó de pasar el ganado, relajados, bromearon a propósito de la cantidad de excrementos que habían dejado por todo el recorrido. Pauline le explicó que los animales partían en primavera desde la Provenza a los Alpes y que la marcha duraba unos diez días. Después el médico se ofreció a acompañarla hasta el lugar donde la esperaba su cochero. Seguía habiendo gente por todas partes. Mientras paseaban, ella le explicaba el origen o la importancia de las casas más sobresalientes y de las fuentes más curiosas que iban encontrando.

Justo a la salida de Saint-Rémy, al comienzo de la carretera a Tarascon, esperaba el coche. Esta vez el cochero aguardaba en el pescante. Las ventanillas, al menos la que divisaba Galo, tenían corrida la cortinilla. Unos veinte metros antes de llegar, Pauline se paró para despedirse del médico. A Aldave le extrañó que lo hiciera a tanta distancia del carruaje, pero en ese momento no le dio más importancia. Estaba feliz de haberla encontrado o, mejor, de que ella se le hubiera acercado, del pequeño paseo a su lado, de haber disfrutado de su voz, de sus gestos, de su presencia.

Pauline abrió la puerta del coche y, en décimas de segundo, mientras subía, a Galo le pareció distinguir a otra persona dentro. Sin pensarlo dos veces, corrió hacia el vehículo a la par que este daba media vuelta para enfilar hacia su destino, y se colocó casi al lado de la otra ventanilla, oculta también por la cortina, pero bajo la cual aparecía, apoyada en el hueco de la puerta, una mano masculina. Aldave sintió una puñalada en el pecho. Cuando el coche ya estaba lejos, cayó en la cuenta de que esa mano no era desconocida para él. Llevaba una gran sortija con un zafiro que había visto antes, pero no acertaba a reconocer al dueño. Empezó a cavilar con rabia y a tratar de recordar uno por uno a todos los varones que había conocido desde que estaba en la Provenza… y, de repente, le vino a la mente esa mano tosca y velluda preparando las fórmulas magistrales en la botica del sanatorio: era de Adrien Clermont, el farmacéutico.

No podía ni creerlo: el insolente Clermont, el afeminado…, en el coche de Pauline Murat. Seguro que eran amantes. ¿Por qué si no ella le había despedido lejos del coche? Sin duda sabía de la presencia del farmacéutico dentro y pretendía evitar que él lo viera. De no ser amantes, ¿qué inconveniente había en presentárselo como un amigo? ¿Y por qué tenían las cortinillas corridas? No era lo habitual en esa estación del año. No la tenía corrida el día que paró en el camino del sanatorio para invitarlo a subir al coche. Por eso iba sola este día de fiesta. No querrían que los vieran juntos y habrían decidido que él la esperase en el carruaje mientras ella contemplaba el paso del ganado. Tal vez él mismo había servido de disimulo ante las gentes, que desconocían la relación del boticario y la viuda. Infeliz de él, que momentos antes se sentía el más dichoso de la tierra con una mujer como Pauline Murat al lado sonriéndole…

Ofuscado por los celos, lo primero que se le ocurrió fue volver al sanatorio y revisar de arriba abajo la farmacia intentando hallar un indicio que los relacionara a ambos, o, mejor aún, una pista que implicara al boticario en la enfermedad de los internos. Aceleró el paso acortando en lo posible el cruce de la ciudad hasta tomar la carretera que conducía al Saint Paul. La fiesta había finalizado para él. Ya no veía ni a las muchachas, ni a los niños, ni oía sus voces, ni sentía su gozo, solo tenía fija la imagen de la repulsiva mano de Clermont posada en la puerta del carruaje, quién sabe si a propósito para mostrarle su poder sobre Pauline Murat.

—¡Doctor!, ¿le ocurre algo? —La mujer de Poulet, Charlotte, lo detenía sujetándole discretamente por el brazo—. ¿Se encuentra bien, doctor Aldave?

Sin dormir apenas, con el desayuno a medio terminar —por la conversación con el cochero— y con el sofoco de lo entrevisto unos minutos antes, el español ofrecía un aspecto un tanto preocupante para el que lo conociera bien: los ojos desencajados, el cuello de la camisa desarreglado, la mirada fija, la frente sudorosa, el paso apresurado… Lo primero que pensó Charlotte al verlo así, tan distinto a su impecable porte habitual, fue que había sucedido algún imprevisto médico en el sanatorio y corría a cumplir con su obligación…, pero al no distinguir a nadie con él —el mensajero de la potencial urgencia— dirimió que el enfermo tenía que ser él mismo.

—Sí, me encuentro perfectamente, Charlotte, tengo un poco de calor, nada más —contestó Galo nervioso, indeciso de si cortar sin más explicaciones a la joven o inventarse alguna para tranquilizarla y proseguir su camino.

Entonces se acercó la niña, más alegre y bonita que nunca.

—¡Doctor! ¿Ha visto a los animales?

Su expresión inocente e ilusionada le hizo volver a la realidad y serenarse un poco.

—Claro que sí, Claire —respondió agachándose a su altura y tomándola de las manos—. ¿A que no los has contado?

—No… —confesó la niña con abatimiento.

—No te preocupes, yo te lo digo. ¿Quieres saber cuántos había?

La niña asintió.

—¡Cuatro mil!

—¡Cuatro mil! —subrayó la pequeña con sincera admiración.

En esto llegó Poulet, más contento de lo habitual, después de probar algún que otro vaso de vino.

—¡Doctor! ¡A casa! ¡A comer! ¡Hoy mi suegra cocina de fiesta!

Lo había olvidado. Había prometido a Poulet y su familia que comería ese día con ellos. Para la familia significaba un honor compartir la mesa con una persona distinguida el día de la trashumancia. Vaciló unos instantes entre acompañarlos o inventar una excusa creíble y continuar hacia el sanatorio…, pero al ver a los tres tan pendientes de su decisión no supo mentir y los siguió.

Su estado de ánimo mejoró durante la opípara comida porque en la familia Poulet reinaba siempre el optimismo y el buen humor. Cuando se retiró a su habitación rememoró todo lo ocurrido aquel día con más calma. Tal vez se había precipitado en sus conclusiones acerca de Pauline Murat y el farmacéutico. Para llegar a ellas se había dejado llevar por los celos —esa pasión tan inútil y destructiva— en vez de aplicar la razón, como hacía siempre en su trabajo de forense. De poco le habían servido tantos años de estudio y preparación, procurando obtener conclusiones tras un minucioso análisis de los hechos y una correcta elaboración e interpretación de los datos aplicando el método científico, si a la hora de la verdad, en su propia vida, actuaba como cualquier imberbe mozalbete sin cultivar. Estaba claro que el farmacéutico esperaba en el coche a Pauline Murat, lo que demostraba que se conocían y que los unía una relación más o menos cercana, pero también era cierto que las miradas e insinuaciones de la viuda no dejaban lugar a dudas de su interés por el español. Con todo este batiburrillo en la cabeza se quedó dormido.

—¡Doctor!, ¡doctor!

Poulet estaba llamando a la puerta.

—Perdone, ya veo que se había quedado traspuesto —señaló el cochero—. Abajo está uno de los vigilantes del sanatorio y me ha entregado esta nota para usted.

Galo la abrió, un tanto confuso por el brusco despertar, y se quedó pensativo. Ante la mirada interrogante de Poulet, le explicó:

—Ha fallecido uno de los internos. Dígale al vigilante que ahora mismo voy para allí.