CAPÍTULO 9

La camilla, en efecto, era bastante dura para descansar en ella toda la noche, incluso con las mantas y la almohada que le había colocado la hermana Anne-Marie. Esta se había comprometido a no contar a nadie las andanzas nocturnas del español en el sanatorio, pero también le había advertido que, si la superiora la interrogaba sobre el asunto, ella nunca podría mentirle. Con esto Aldave ya se daba por satisfecho. Hasta el momento no había desentrañado nada de la misteriosa enfermedad del Saint Paul y la única forma de poder investigar a sus anchas era recorrer con libertad el centro, con la ayuda de la llave maestra del prefecto, amparado por la protección que le confería la oscuridad.

A las diez se cerraba la puerta de acceso al sanatorio y quedaban dentro, además de los enfermos, el portero —que vivía a la entrada en un edificio propio— y el personal de guardia: ayudantes varones para el ala de hombres y las hermanas de San José de Vesseaux para la de las mujeres. Si era necesario contener a alguna paciente con gran agitación, los ayudantes varones colaboraban con las religiosas. Nadie más permanecía en el centro. El resto de las hermanas residía en un pabellón aparte, se acostaban temprano, tras el último rezo, y no solían pasar a las dependencias centrales salvo en casos excepcionales.

Aldave consultó el reloj cuando creyó que la puerta principal estaría ya cerrada. Justo, las diez y media. Salió de la consulta. Reinaba un silencio absoluto. Llevaba consigo una lámpara pequeña de petróleo que se había preparado para este momento y la llave del prefecto en uno de los bolsillos del chaleco. Había cuidado hasta su calzado, seleccionando los botines con suela más mullida para evitar ruidos de pisadas. Su primer objetivo, la cocina. El camino más corto para llegar a ella era atravesando el magnífico claustro. Utilizó la llave maestra por primera vez, con algo de inquietud por si le fallaba. ¡Perfecto!, había abierto sin dificultad una de las puertas de acceso. Al salir al exterior, la humedad de la noche, la presencia estática de la luna llena y el sonido cercano de un ave rapaz le hicieron estremecer unos segundos. Bordeó el cuidado jardín, ahora monocromo, y abrió, de nuevo sin problemas, la puerta del extremo opuesto del claustro. La cocina estaba medio abierta. La luz temblorosa de la lámpara agigantaba aún más las grandes perolas colocadas boca abajo, unas encima de otras, en la mesa central, proyectando terribles sombras en la pared. Galo fue directo a su objetivo: una puertecilla lateral que conduciría con toda probabilidad a la despensa. La hermana Concepción no se la había mostrado, pero ahora iba a comprobar lo que guardaba allí. Intentó abrirla girando la manecilla, pero estaba cerrada con llave. De nuevo sacó del bolsillo la que le había entregado el prefecto, pero… ¡sorpresa!, ni siquiera podía entrar en el bombín. Acercando más la lámpara, Aldave comprobó que la cerradura era nueva, muy floja, y quien la había colocado no era ningún experto: estaba torcida y con los tornillos colocados de cualquier manera. Buscó a su alrededor y descubrió un cuchillo pequeño de pelar patatas junto a las ollas. Ayudándose de él, la desmontó en unos pocos minutos. Después, con un firme empujón, abrió la puerta. En el suelo, al lado del gozne, un pequeño plato con un polvillo blanco, seguramente matarratas. De un bolsillo de la levita sacó un sobrecillo de papel y una cucharilla de laboratorio. Cogió una muestra del polvillo y, tras olerlo, lo guardó. Era arsénico blanco, sin ninguna duda. Una de las hipótesis que barajaba desde el principio era que todo se debiera a un envenenamiento masivo, y el arsénico era el veneno más frecuentemente utilizado por los homicidas. Su mente empezó rápidamente a trabajar. Había examinado concienzudamente a todos los enfermos buscando signos y síntomas que le pusieran sobre la pista del origen de la extraña enfermedad. La intoxicación por arsénico origina náuseas, vómitos, diarrea y olor aliáceo del aliento. Hasta el momento, excepto casos puntuales de diarreas infecciosas, no había un número suficiente de enfermos con estos síntomas como para pensar en el arsénico como el tóxico productor de la enfermedad. Por otra parte, ninguno de los internos tenía líneas blancas en las uñas, típicas asimismo de esa intoxicación. Habría, pues, que considerar otras opciones.

Revisó de arriba abajo la despensa y no encontró nada más potencialmente peligroso. Todo estaba en perfecto orden y correctamente etiquetado, desde los pequeños botes de especias hasta los grandes sacos de harina y arroz, reflejo de la pulcritud de la hermana Concepción. Tampoco halló nada de interés en los cajones y alacenas de la cocina, con lo que dio por finalizada la inspección en aquel lugar.

En vez de cruzar de nuevo por el claustro, optó por dar toda la vuelta por el corredor para examinar a fondo su otro gran objetivo: la farmacia. La pequeña lámpara apenas iluminaba un diminuto círculo delante de Galo, quien andaba despacio para no toparse con algún objeto inesperado o con la misma pared. De repente, su corazón se paralizó: un grito desgarrador le atravesó el alma y le hizo sentir un sobresalto. Procedía del ala de las mujeres. Inmediatamente después se oyó movimiento, puertas que se cerraban, pasos, voces… Aldave continuaba inmóvil en medio del pasillo, casi sin respirar, aguardando que cesase el guirigay y, también, ideando una excusa por si aparecía alguien por allí. Al cabo de unos minutos, afortunadamente, volvió la calma. Galo respiró profundo y continuó el recorrido.

Cuando estaba a punto de llegar a la farmacia, de nuevo se acobardó: del despacho del ecónomo salía una tenue luz por debajo de la puerta, que permanecía cerrada. Tras un momento de indecisión, se acercó hasta rozarla para comprobar si se oía algo. Aunque no podía precisar el origen de los sonidos que escuchaba, sintió la presencia de alguien en aquel cuarto, ¿el ecónomo tal vez? Si era así, ¿por qué a aquellas horas?, y si no era el manco Gastineau…, ¿quién podía ser?: ¿algún ladrón?, ¿alguien con interés en descubrir algo o en tergiversar algo de los libros de cuentas?… Sea cual fuese la respuesta a estas incógnitas, Galo debía desaparecer de allí, no podía arriesgarse a que lo descubrieran. Dudó si aligerar el paso hasta su consulta o esperar escondido a que saliera el misterioso compañero de peripecias nocturnas. Al levantar un poco la lámpara, descubrió enfrente una de las ventanas que daban al claustro y, sigiloso como hasta entonces, buscó de nuevo una de las puertas de acceso a él, la abrió, salió al exterior, buscó la ventana, apagó la lámpara… y esperó. Desde allí se divisaba perfectamente la puerta del despacho de Gastineau gracias a la luz que salía de su interior, temblorosa. Esperó una media hora y cuando, cansado, ya estaba decidido a volver a la consulta, vio como la puerta se abría y del interior del despacho salía el ecónomo Gastineau. Del único brazo que tenía portaba una lámpara algo más grande que la de Galo, que depositó en el suelo del pasillo mientras cerraba con llave la estancia. Desde esa posición, la luz iluminaba perfectamente el lado derecho de la levita del ecónomo mostrando la mitad de un sobre blanco sobresaliendo del bolsillo exterior. Tras coger nuevamente la lámpara, como si fuera un espectro, desapareció rápidamente del campo visual del español y la oscuridad reinó de nuevo en el sanatorio.

Cuando pasó un tiempo prudencial, Aldave encendió de nuevo su lámpara, desanduvo lo andado y fue directamente al despacho del ecónomo. Sin pensarlo dos veces, sacó la llave maestra y entró. Si Gastineau volvía por cualquier motivo, se arriesgaba a encontrarse al día siguiente en un tren camino de vuelta a París, pero llegado a este punto y con los nulos avances en su investigación, tenía que ir a por todas en todas las pistas posibles que le fueran surgiendo.

El cuarto de trabajo del ecónomo era bastante espacioso, pero no había tantos libros y papeles como Aldave había presupuesto. La primera acción del español una vez dentro fue intentar abrir los cajones de la mesa, pero, como había ocurrido con la cerradura de la despensa, la llave maestra no cabía. Se maldijo a sí mismo por no haber llevado consigo una ganzúa. Ni se le pasó por la cabeza desmontar las cerrajas porque, a diferencia de lo que probablemente ocurriría al día siguiente en la cocina, Gastineau pondría el grito en el cielo, avisarían a las autoridades, interrogarían al personal y quién sabe si la hermana Anne-Marie no acabaría, a su pesar, delatándole. Ante esta perspectiva, abandonó la mesa y comenzó a recorrer palmo a palmo el despacho buscando algún indicio que pudiera servirle. En las vitrinas, los libros de cuentas se sucedían consecutivamente por años. Comenzó a revisar los más recientes: en los gastos figuraban las entradas de víveres, los sueldos del personal, los preparados para medicinas, el mantenimiento de mobiliario, de ropa…; y en los haberes, el importe abonado por los internos, las aportaciones altruistas de particulares —destacaba la señora viuda de Murat, con una importante cantidad fija anual—, los beneficios del arrendamiento de alguna propiedad del sanatorio… En principio, todo en orden. La intuición —tan opuesta a su admirado método científico— le indicaba que había algo más por descifrar entre aquellas cuatro paredes que explicase al menos la extraña visita de Gastineau. Pormenorizadamente, fue revisándolo todo: libros de registro, libros de consulta, cuadernos, cuadros, hasta que la fatiga se adueñó de él. Se sentó de nuevo ante la mesa y miró el reloj: las dos y diez de la madrugada. Entonces fue cuando se percató del pliego de papel secante, iluminado delante de sus ojos por la lámpara de petróleo. Probablemente lo acababa de utilizar Gastineau porque, sin darse cuenta antes, se había manchado de tinta la mano al consultar los libros en la mesa. Rápidamente le dio la vuelta y lo colocó frente a la luz: se quedó de piedra al leer con claridad: «Sr. Cabasset. Prefectura de Bouches-du-Rhône. Marsella».