CAPÍTULO 8

La cocina era, de todas las estancias del sanatorio, la más luminosa y despejada. Unos grandes ventanales exhibían la claridad del sol de la mañana y lo frondoso del huerto poblado de frutales, hortalizas y flores. Las ollas, sartenes y demás utensilios relucían descansando sobre una repisa. En el centro de la sala, una enorme mesa de madera, al lado de los fogones, estaba repleta de verduras, saquitos de legumbres, fuentes con carne fresca, manzanas, ajos, hierbas aromáticas, aceite, harina, vino…, todo perfectamente ordenado y, sin duda, listo para comenzar su elaboración. La hermana Concepción, de estatura media y complexión fuerte, y su ayudante, una joven novicia menuda, le esperaban enhiestas, casi con pose marcial, atentas a que les pasaran revista. Galo Aldave hubiera encontrado casi cómica la situación de no haber percibido una cierta inquietud en la mirada baja de la cocinera. Este discreto matiz le hizo variar su apreciación inicial y le predispuso a observar aún más detenidamente si cabía tanto la cocina como a las monjas que allí trabajaban.

—Mi intención no es fiscalizar su trabajo, hermanas, sino, simplemente, informarme sobre las dietas que ustedes preparan y los ingredientes que emplean —dijo el español intentando romper el hielo—. ¿Tienen alguna pauta del doctor Jalou?

—Por supuesto que las tenemos, doctor Aldave —contestó rápidamente la hermana Concepción con cierta sequedad—: este es un centro serio, aunque se encuentre en provincias.

Galo se percató enseguida por dónde iba la religiosa, pero no quiso entrar al trapo. No quería comenzar nuevamente con disculpas ni explicaciones. Sabía que era lista y lo que buscaba ahora de él era que cejase en su empeño de supervisar su labor en la cocina, tal vez por no perder su papel preponderante en ella o tal vez para que no se enterase de algo que deseaba ocultar. Aldave ni siquiera contestó, simplemente esperó con aparente tranquilidad a que la monja sacara de un cajón una carpeta y se la entregase. La cogió y fue consultando uno a uno todos los pliegos de papel que contenía. En unos, la relación de alimentos que iban entrando diariamente en la cocina: higos, mermeladas, chocolate, café, patés, fideos, pan, carne, mantequilla, leche, huevos, garbanzos, alubias, patatas, azúcar, aceite, arroz, ciruelas, quesos, tapioca, uva, sidra, vino, cerveza, miel, nueces, castañas… En otras hojas, la relación exacta de las dietas, con las cantidades de los productos especificados. Ración diaria de pan blanco: 50 decagramos para hombres, 40 para mujeres; 48 centilitros de vino para hombres, 36 para mujeres. Comida de la mañana: sopa grasa (30 centilitros), carne asada (8 decagramos, dos veces por semana), menudillos (8 decagramos, dos veces por semana), hortalizas y frutas frescas (14 decagramos, dos veces por semana), legumbres secas (18 decagramos, cuatro veces por semana), arroz con leche (22 decagramos, una vez por semana). Comida de la noche: sopa (30 centilitros), carne hervida (16 decagramos, siete veces por semana), hortalizas y frutas frescas (14 decagramos, dos veces por semana), legumbres secas (18 decagramos, dos veces por semana), arroz con leche (22 decagramos, una vez por semana). Una vez leído todo, el médico preguntó:

—Hermana, tengo algunas dudas respecto a lo que me ha mostrado, pero son mera curiosidad, porque, en general, son unas dietas, a mi juicio, completamente adecuadas.

La hermana no hizo ningún comentario, simplemente un mínimo rictus de satisfacción, apenas perceptible.

—Respecto a las bebidas —prosiguió Aldave—, he visto que disponen de vino, cerveza y sidra, pero en las raciones solo mencionan el vino…

—La bebida principal en este momento es el vino, excepto algún caso en que al paciente no le gusta y le ofrecemos sidra o cerveza. Es verdad que, debido a la epidemia de filoxera, que ha acabado con tantos viñedos y ha encarecido el precio del vino, hay años en que compramos algo más de sidra y menos de vino, pero, en general, es la bebida que más empleamos.

—¿Y qué tipo de carne utilizan?

—También depende del precio del mercado: buey, ternero o cordero.

—Una última pregunta, hermana: no he visto en los listados de alimentos ninguna especia y, sin embargo, encima de esta mesa hay una gran variedad de plantas aromáticas.

—Las cultivo yo misma en nuestro huerto, doctor —comentó la hermana con orgullo—, por eso no compramos nada.

—¿Puedo salir a verlo? —preguntó Galo, adivinando un resquicio en el férreo caparazón de la monja.

—Desde luego, pase por aquí. —La novicia seguía a la cocinera como si fuera su lugarteniente.

Haciendo esquina con el extremo del ventanal, una puerta comunicaba la cocina con el huerto. Nada más salir, el médico quedó fascinado. A mano izquierda, un perfecto rectángulo de tierra de unos ocho por doce metros cuadrados, relleno de finas hileras de plantas aromáticas perfectamente alineadas, iguales entre sí por filas y cada fila distinta del resto. En el centro, otro parterre más grande todavía, repleto de flores de una gran variedad de formas y colores: lirios, rosas, tulipanes, violetas… Y a la derecha, un pequeño plantío con hortalizas. Detrás de todo, en un segundo término, una zona de arbolado en la que, desde allí, se podían distinguir ciruelos, perales, higueras, laureles… Y, al fondo, en una ligera elevación del terreno, tupidos campos de girasoles, amapolas, olivos, trigo y lavanda. La panorámica era extraordinaria: abarcaba toda la magnificencia del paisaje provenzal en primavera. Para completar el espectáculo, una mezcla exquisita de fragancias de flores y plantas aromáticas.

—Esto, más que un huerto, es el jardín del edén, hermana —exclamó Galo.

—Gracias, doctor, lo tomo como un cumplido —manifestó la cocinera con un tono bien distinto al de minutos antes, en vista del sincero entusiasmo del joven.

—¿Usted cuida de todo esto? —preguntó Aldave exagerando algo la inflexión al notar el cambio de actitud en la religiosa.

—En las hortalizas y los frutales me ayuda un hortelano, pero las flores y las plantas aromáticas son exclusivamente tarea mía. No permito que nadie las toque, casi ni que se acerque a ellas. Todo el mundo me cree una maniática, pero es la única forma de que crezcan así de lozanas. Cuando la gente viene por aquí no pueden quedarse quietos, unos cogen un tallo, otros manosean una corola, lo pisotean todo… No me queda más remedio que prohibir el paso…, con permiso de la madre superiora, por supuesto.

—¿Dónde aprendió a cuidar tan bien las plantas, hermana?, ¿en Alcañiz?

La pregunta del médico no guardaba ninguna segunda intención, por lo que se extrañó cuando vio que el semblante de la cocinera cambiaba de repente como si le hubieran comunicado una desagradable e inesperada noticia. Tras unos segundos de titubeo, respondió, seria de nuevo:

—Siempre me han gustado las plantas, su cuidado se aprende con los años.

El español se adentró un poco en el huerto registrando en su retina todas las variedades de plantas que era capaz para localizarlas si era preciso en algún atlas de botánica. Las dos monjas no le siguieron.

—¿De dónde procede su congregación? —preguntó Aldave desde allí, como distraído, pero, ahora sí, sabiendo lo que preguntaba.

La cocinera, pensando que el médico cambiaba de tema, se relajó un poco y se le acercó.

—De Vesseaux, una población del Departamento de Ardeche, en la región de Rhône-Alpes. Allí se fundó el primer convento de la Orden en 1816, por eso nos llamamos Hermanas de San José de Vesseaux.

—¿Y cómo ha recalado usted aquí, hermana, desde Alcañiz…?

Esta vez la hermana Concepción se puso visiblemente nerviosa, pero contestó.

—Son cosas que la vida nos depara. Son los designios del Señor.

Y, dando media vuelta, entró en la cocina con la novicia detrás. Galo se quedó perplejo. No entendía tanto misterio ni tanta tontería. Poco le hubiera costado darle una mínima explicación, aunque no se acercara demasiado a la realidad, sobre todo tratándose de un compatriota. Se sentía incómodo y no tenía ninguna gana de seguirlas. Minutos antes había divisado una figura sentada entre los árboles a unos cien metros de allí y ahora, aguzando la vista, vio claramente a alguien pintando en un caballete: por su aspecto, el interno holandés de la oreja amputada. Dudó si consultar a la cocinera la posibilidad de acercarse a él, pero, al verla a través de los cristales enfrascada con la novicia en la preparación de la comida y, dada la parquedad de conversación de la monja y «sus manías» respecto al huerto, optó por no decirle nada. Lo atravesó procurando no estropear ningún caballón. Vincent van Gogh estaba sentado bajo la sombra de una higuera acompañado de un ayudante del sanatorio, medio dormido detrás de él. En el suelo había un cuadro recién pintado en el que se distinguían dos árboles deformados en tonos azules y verdes y un sol anaranjado. El holandés estaba comenzando un nuevo lienzo. Su estado de ánimo era, sin duda, mejor que el del día en que Aldave lo visitó en su habitación. Cuando llegó el médico a su altura se encontraba completamente concentrado en su trabajo.

—Me han dicho que su capacidad creativa es extraordinaria, señor Van Gogh —apuntó Galo observando la pericia del pintor.

—Cuando estoy bien de humor trabajaría las veinticuatro horas del día, doctor, y siempre un paso por detrás de lo que mi cabeza me sugiere —repuso con entusiasmo.

El ayudante se había despejado y, para demostrar que estaba cumpliendo con su obligación, se había levantado del suelo rápidamente y los observaba apoyado en la higuera.

—Utiliza colores muy llamativos.

—En el Midi todo es llamativo —dijo Van Gogh, sin dejar ni un momento de pintar—. Es imposible reflejar este sol, este bello cielo azul de otra manera. Qué paisaje tan majestuoso, tan pleno de vida. ¿Se ha dado cuenta de la cantidad de insectos que pululan a nuestro alrededor? ¿De la variedad de formas? Todo esto es una fuente de inspiración para cualquier artista —aun con acento holandés, hablaba un correctísimo francés.

—¿Siempre pinta paisajes, señor Van Gogh?

—¡Qué remedio, si no dispongo de modelos!

Galo sonrió.

—¿Cómo se encuentra entre nosotros? —preguntó Aldave.

—Si le soy sincero, bastante bien, doctor, incluso mejor de lo que había esperado. —Van Gogh dejó un momento de pintar. Levantó su mirada hacia el edificio del Saint Paul y después fue recorriendo con la vista los aledaños—. Tanto el sanatorio como sus alrededores me transmiten una auténtica sensación de serenidad. Ni recuerdo la última vez que experimenté esta paz, doctor. Estoy muy contento de haber recalado aquí, ha sido un verdadero acierto —dijo mirando desde sus ojos claros a Galo. En el fondo parecía un animalillo herido, desamparado. Pero era innegable que su expresión se había tranquilizado algo. A saber lo que llevaba dentro de sí para pintar de la manera frenética como lo hacía, con aquellos colores estrambóticos y aquellas figuras deformes y exageradas—. Lo que siento, doctor, es no poder pintar el cielo estrellado. No me permiten salir de noche y no hay otra cosa que me guste más que pintar bajo las estrellas.

—No creo que eso vaya a ser posible, señor Van Gogh. Las normas del sanatorio impiden salir del edificio una vez se han cerrado las puertas. Compréndalo, crearía un precedente y después cualquier otro interno que lo solicitase tendría el mismo derecho que usted a salir. En un centro donde conviven tantas personas no queda otra que establecer unos límites iguales para todos.

—¿Sabe lo que hago? —repuso el holandés reemprendiendo la pintura—. Todas las noches, después de la cena, me arrimo a los barrotes de mi ventana y desde allí observo el cielo durante horas. Al día siguiente nada más levantarme aún tengo esa magnífica imagen en mi cabeza y puedo plasmarla en el lienzo.

—Bueno…, me parece una buena solución…, eso es saber aprovechar las circunstancias. Por cierto, ¿sigue usted leyendo a Zola?

—No. Terminé el libro. Ahora he comenzado a leer los reyes de Shakespeare, ya sabe: Ricardo II, Enrique IV, Enrique V…

—¿Qué le parece?

—¿Shakespeare?

—Sí, en general, no solo en esas obras. Yo también soy un amante de su literatura.

Van Gogh abandonó de nuevo el pincel y levantó la vista hacia Galo.

—Al leer a Shakespeare pienso que lo que cuenta sucede en el día de hoy, que no existe entre nosotros una distancia de siglos —expresó con pasión—. Es tan viva su obra, tan vivas las voces de sus personajes, que parece que están ocurriendo ahora mismo. Con el único pintor que logro la misma sensación de transmisión de ternura en las miradas, de autenticidad, es con Rembrandt, por eso encuentro similitud entre ambos.

—Lo veo muy recuperado y me alegro.

—No se alegre tanto, doctor. Aunque ya le he dicho que aquí he encontrado una gran serenidad, el doctor Peyron me ha advertido que se repetirán mis crisis y que deberé permanecer en el sanatorio varios meses —añadió con un toque de amargura.

—Comprendo.

—No, no puede ni empezar a comprender —soltó Van Gogh, de repente excitado—. Usted igual no lo sabe, ¡pero mi hermano paga mi estancia aquí y mis materiales, y no es un hombre rico, y además tiene una familia que mantener! —El holandés se contuvo mordiéndose los nudillos de la mano. Pasados unos segundos, en un tono de voz más apaciguado, continuó—. Eso es un duro lastre para un hombre con principios como yo, incapaz de mantenerse por sí mismo.

El vigilante, al presumir que el interno podía agitarse, adelantó un paso, pero Aldave le hizo una discreta señal con la mano para que no se acercara más. En ese momento el español echó en falta una verdadera preparación como médico, como psiquiatra, que le ayudara a sortear una embarazosa situación como esa. Afortunadamente, Van Gogh se tranquilizó y volvió a pintar. En el silencio de aquel paraje, Galo rememoró las palabras de ese hombre, tan llenas de sinceridad, y sintió compasión por él.

Una bandada de golondrinas surcó el cielo y atrajo la atención de Aldave, quien no se dio cuenta de que la hermana Anne-Marie se estaba acercando a ellos.

—¡Buenas tardes a todos! —saludó con su tono alegre habitual—. ¡Qué bien están aquí, disfrutando del paisaje!

Van Gogh siguió con lo suyo sin aparentemente percatarse de la llegada de la religiosa. Esta explicó a Galo que la cocinera le había indicado dónde podría encontrarlo. Se acercaba la hora de pasar visita y debían irse para allá. Se despidieron del holandés y del vigilante.

—Hermana, esta noche voy a quedarme en el sanatorio —explicó Galo decidido mientras caminaban hacia la sala de consulta.

—¿Aún sigue con esa idea? —preguntó la hermana abriendo mucho los ojos y alargando la frase.

—Por supuesto que sí. Tengo que «estudiar» muchos asuntos en horas en que hay total tranquilidad en el Saint Paul.

—¿Y no podría adelantarme alguno de esos… asuntos? —sugirió la religiosa con gracia.

—Como quiera, pero quizás no le guste. Tengo que revisar a fondo la cocina.

—¿La cocina? ¿No acaba de inspeccionarla ahora mismo?

—No. Eso no es inspeccionarla. He revisado algunas cosas, pero estoy seguro de que la hermana cocinera oculta algo.

—¿Qué quiere usted decir, que le ha mentido, que esconde algo? —preguntó extrañada.

—No…, no lo sé. Hay algo extraño en su comportamiento, por mucho que usted insista en que es su «forma de ser». Repito: oculta algo. Y confío en que usted, por muy amiga suya que sea, no le diga nada de esto.

Ante la cara de asombro de la joven, Aldave siguió:

—Una cosa es que la cocinera sea una mujer seria, reservada…, y otra es su hermetismo. Ni siquiera el ser español ha servido para que se abriera algo a mí. Por ejemplo, no ha querido ni hacer mención de su vida pasada, de cómo ha llegado hasta aquí.

—Las monjas no tenemos pasado antes de nuestros votos, doctor. No lo olvide, no quiera meternos en el mismo saco de los demás mortales; en ese aspecto no.

—¡Eso son absurdas estupideces! Además, no se trata de que me cuente su vida, sino de la forma en que te mira cuando intentas llegar a…, no sé, a una relación normal entre personas.

—Haga lo que quiera, pero la hermana Concepción es una buena cristiana y no es ni una mentirosa ni mucho menos alguien con predisposición al mal ajeno. Además, monjas o no monjas, ¿quién no oculta algo de su vida? —repuso muy seria—. ¿Usted?

Galo calló.

A lo largo del día, mientras trabajaban, como siempre, con los enfermos, hubo entre ellos una ligera tirantez a raíz de la conversación sobre la cocinera. Como ninguno de los dos conocía el rencor y sentían verdadera simpatía mutua, al final de la jornada, sin que Galo le volviera a mencionar nada, la misma hermana Anne-Marie le propuso dos opciones para pasar la noche en el sanatorio: dormir en el ala de los internos varones, en una de las habitaciones vacías (allí seguro que lo veían los vigilantes y ayudantes de guardia), o bien prepararle como cama la dura camilla de exploración de la sala de consulta, situada en la zona de despachos, libre de «visitantes» nocturnos. Aldave escogió la segunda opción.