Una buena parte del despacho ya estaba ordenado o, al menos, presentable. Archivar la totalidad de papeles y legajos del doctor Jalou iba a costarle a Galo mucho tiempo, sobre todo porque llevaba implícito no solo colocarlo todo bien dispuesto, sino consultarlo, analizarlo y concluir si tenía interés o no. Por eso, tras un repaso somero a lo que tenía más a mano, el español decidió dedicar las primeras horas de cada jornada a realizar esta labor antes del pase de visita. El ventanal que alumbraba el despacho daba de refilón a la entrada principal, a los parterres con flores, a los cipreses y a una gran fuente de piedra, redonda, que le acompasaba de lejos. Había madrugado tanto que Poulet se extrañó de que anduviera levantado tan pronto, y había llegado con el cochero al sanatorio antes de lo acostumbrado por los médicos. Normalmente a esas horas de la mañana aprovechaba mucho el tiempo y debía trabajar con ahínco si quería sacar algo en claro de todo aquello, además de cumplir estrictamente con su labor de médico internista del Saint Paul. Antes de partir de París no hubiera imaginado encontrarse tan cómodamente en tan poco tiempo en aquel lugar apartado, pero allí estaba, inmerso en un nuevo mundo que le hacía olvidar las insatisfacciones que había dejado atrás días antes. La belleza del paisaje, el encanto de Saint-Rémy, la bonanza del clima… no hacían sino conducirlo amablemente hacia su verdadero trabajo como forense en el sanatorio. Esa mañana, después de «limpiar» definitivamente la mesa y registrar todo lo que contenía, llegó, como habían acordado, su ayudante, la hermana Anne-Marie. Tras comentar las incidencias de todos los enfermos, y aprovechando que faltaban unos minutos para la visita médica, la religiosa, hasta entonces centrada en el cuaderno donde anotaba todo lo referente a los internos, levantó la vista hacia el médico.
—He pensado mucho en nuestra conversación de ayer, doctor Aldave —comentó la joven.
—¿En cuál de ellas, hermana? —Galo se extrañó del cambio en el tono de voz de la religiosa, como temeroso.
—En la que usted mencionó la posibilidad de que nuestros internos padezcan alguna extraña enfermedad.
Galo no esperaba esta salida. En vez de responder, no pronunció palabra, dejó que la religiosa prosiguiese porque estaba seguro de que quería decir algo más.
—Tengo que disculparme con usted, doctor. Pequé de soberbia al poner en tela de juicio sus opiniones —añadió la hermana con humildad, pero sin apartar su mirada de la de Galo.
Este sintió, inexplicablemente, una pequeña sacudida en su interior.
—No es necesario que se disculpe, hermana, no me di por ofendido, en absoluto —Galo sonrió—. Le digo más: es imposible sentirse ofendido por usted. Lo más natural del mundo es que defienda a la institución en la que trabaja…, no, rectifico, a la que entrega su vida; eso la honra —agregó con sinceridad.
—Gracias, doctor, pero no merezco tantas alabanzas. Y en este caso mucho menos. Es importante el sentido crítico en todos nuestros actos y en nuestro trabajo, más si cabe por tratarse de la salud de unos hermanos que bastante desgracia tienen con su enfermedad mental.
Todas las mañanas una sirvienta dejaba una jarra de agua y dos vasos en una mesita auxiliar de cada despacho. La hermana se levantó, se sirvió agua en uno de los vasos tras ofrecerle al médico, y volvió a sentarse frente a él en la mesa principal.
—Antes le he dicho que he estado pensando en nuestra conversación, pero no solamente en mi reacción inicial ante sus observaciones, sino, sobre todo, en el fondo del asunto, en la posibilidad de que «algo» haga enfermar a nuestros internos.
—¿Ha cambiado su opinión al respecto, hermana? —preguntó Aldave.
—Más que cambiar categóricamente, he reflexionado…
—Es decir, no se ha movido por impulsos…, o los ha controlado —apostilló con cierto retintín el médico, sin poderlo evitar, aludiendo a la conversación del día en que se conocieron. La hermana sonrió.
—Exacto. Bueno, ahora en serio…, quizás usted no ande desencaminado.
—¿A qué se refiere?
—Es verdad que los internos están muy delgados, sobre todo los que llevan más tiempo en el sanatorio. Después de nuestra charla de ayer he comenzado a recordar a alguno de ellos cuando llegó al Saint Paul y puedo asegurarle que pesaba bastante más de lo que pueda pesar ahora. También es cierto que hay muchos que sufren cuadros epileptiformes y alguno que aqueja falta de movilidad en alguna extremidad…, que antes no tenía. —La hermana Anne-Marie calló mientras negaba con la cabeza, con la mirada perdida—. Todo esto que ahora, así dicho, puede parecer evidente… ni se me había ocurrido en los tres años que llevo aquí, tal vez porque es mi primer destino en una casa de salud o, simplemente, por rutina…, no sé.
—Parece que tampoco había llamado la atención de ningún miembro del personal, incluidos médicos y hermanas.
—Le puedo asegurar que no…, al menos yo no me he enterado ni he observado actitudes de nadie que así lo indiquen —señaló la religiosa con convencimiento.
Si alguna cualidad evidente poseía la joven era la sinceridad, la ausencia absoluta de doblez, que transmitía meridianamente fuera cual fuese su discurso. Al llegar a este punto, Galo intuyó que había llegado el momento de formularle la gran pregunta:
—Hermana, en los libros de registro del doctor Jalou he comprobado el elevado número de muertes entre los internos, ¿tampoco esto le había llamado la atención a nadie?
La hermana palideció de repente.
—¿Qué quiere usted decir? —balbuceó.
—Quiero decir —prosiguió el médico con tono afable, pretendidamente tranquilizador— que esa «enfermedad» es tan grave que incluso provoca la muerte.
La religiosa le miró fijamente y, tras unos segundos, le preguntó:
—¿Está usted seguro de lo que está insinuando? No sé, se me ocurre que tal vez en otros sanatorios similares los internos enfermen y fallezcan como en el Saint Paul —sugirió inteligentemente.
—Hermana —replicó Aldave en el mismo tono apaciguador de antes, pero ahora con determinación—, esto no son imaginaciones mías. Antes de venir a Saint-Rémy, en vista de que yo mismo nunca había ejercido en un centro similar, me informé concienzudamente de todas las características y pormenores de este tipo de establecimientos sanitarios en Francia, incluso visité alguno de ellos, como el sanatorio de Charenton y el del doctor Blanche, los dos en París. Tuve la oportunidad de ver cómo trabajaban los doctores, los métodos que utilizaban, las condiciones de los internos, su estado de salud mental y física… Puedo asegurarle que, aun sin ser médico, cualquiera puede percatarse de las diferencias, simplemente observando a los enfermos.
La hermana se encogió de hombros y suspiró.
—De acuerdo, doctor Aldave, me ha convencido. Pero… ¿qué podemos hacer nosotros? Lo primero, por supuesto, comentárselo al doctor Peyron, el director.
Aldave la interrumpió:
—El doctor Peyron ya está informado. Yo mismo le expuse mis inquietudes, pero, a pesar de que vive por y para el sanatorio…, no las ha tenido apenas en cuenta. Para hacer honor a la verdad, me ha otorgado plena potestad para modificar las dietas de los internos si es que en ellas se encuentra el origen de la misteriosa enfermedad, pero lo ha hecho sin demasiado interés, para zanjar pronto un asunto en el que ni se ha parado a reflexionar como, por ejemplo, sí ha hecho usted. Me temo que es un hombre sin demasiadas concesiones a las críticas, y menos de un advenedizo como yo.
—Entonces tendremos que hablar con el doctor Larroque —propuso la hermana, cada vez más implicada.
—¿No cree usted que reaccionaría de forma similar? —preguntó a su vez Galo.
—Quizás —contestó la religiosa dubitativa—, pero también puede ocurrirle como a mí…, o tal vez hasta haya sospechado algo ya… Es un gran médico, se lo puedo asegurar.
—No lo dudo en absoluto, pero yo no soy plato de su gusto y lo más probable es que fuera con el cuento inmediatamente al director, tal vez tergiversando mis palabras y mis intenciones. Para él sería una buena excusa para predisponerle en mi contra.
—¿Por qué dice eso?
—Cuando lo conocí, el día de mi llegada, empezó a hacerme preguntas sobre el modo en que he conseguido esta plaza en el Saint Paul… hasta resultar maleducado.
—¡Ah, Larroque! —La hermana movió la cabeza dando a entender que de él esperaba cualquier cosa—. No le haga ni caso. Es un bicho raro, desde luego, pero no debe temer nada. Es completamente inofensivo y, por supuesto, es incapaz de ir al director con cuentos de nadie. Eso sí, en cuestión de medicina y de teorías científicas discute con cualquiera, incluso con el doctor Peyron. En más de una ocasión los hemos oído en acaloradas disputas sobre temas de psiquiatría y ninguno de ellos daba su brazo a torcer. Al día siguiente seguían trabajando codo con codo como si nada hubiera ocurrido, porque ninguno de los dos es mala persona. Lo que me cuenta de la «bienvenida» que le dio el día en que lo conoció me lo creo a pies juntillas, es muy propio de él. Carece absolutamente de tacto, de «mano izquierda». Además, en este caso tiene una explicación. El doctor Larroque tiene un hermano recién licenciado en Medicina en la Facultad de Montpellier que aspiraba a entrar en el sanatorio en el puesto que ocupa usted ahora. Seguramente Larroque confiaba en que pudiera conseguirlo y de ahí tantas preguntas y la mala predisposición hacia usted. Conociéndole como le conozco sé fehacientemente que se le pasará, pero también estoy con usted en que es mejor que pospongamos el tema con él hasta que pase algo de tiempo.
—Usted, hermana, siempre tiene explicaciones para todo y disculpas para todos.
—Simplemente le cuento cómo es cada persona. Ya sabe que en el lugar de trabajo se conoce perfectamente a la gente. Por cierto, si el doctor Peyron le ha autorizado a que modifique las dietas, tendremos que avisar a la hermana Concepción y pasarnos por la cocina.
—Sí, es por ahí por donde vamos a empezar, pero… debemos ser discretos, hermana, nadie debe adivinar nuestras intenciones, ni siquiera su amiga la hermana cocinera.
De repente, un sonido metálico casi les sobresaltó. Era el reloj de la iglesia dando las diez, hora de comenzar el pase de visita. Sin decirse nada, los dos se levantaron e inmediatamente se dirigieron a la sala de exploraciones. Al pasar por delante del despacho de la madre superiora vieron que la puerta estaba entreabierta y la oyeron hablar con otra mujer en tono distendido.
—Es la señora Murat —susurró la hermana Anne-Marie, ante el atisbo de curiosidad en el rostro del español.
El corazón de Aldave comenzó a latir precipitadamente al ver que se abría más la puerta y salían las dos mujeres. Pauline Murat llevaba un traje de moaré en azul cobalto con el cuello y los puños ribeteados en blanco. Hablaba animadamente con la madre Épiphane de algo relacionado con la lencería del centro. Al verlo, se paró frente a él, seductora una vez más, sin decir palabra, esperando la presentación de la superiora.
—¿Conoce al doctor Aldave, nuestro nuevo médico, señora Murat?
—Sí y no, madre —respondió Pauline sonriendo, con seguridad, mientras Galo intentaba resultar lo más natural posible—: nos conocimos la otra tarde de camino a Saint-Rémy, ¿verdad, doctor?
—Sí, es verdad. Y tengo que reconocer que fui algo descortés con usted, señora Murat.
Los cuatro habían formado una especie de trébol de cuatro hojas y la mirada expectante de las monjas, más que interesadas en la conversación, obligó a Aldave a dar alguna explicación adicional.
—La señora Murat, con toda la amabilidad del mundo, me invitó a subir a su coche, pero yo decliné su ofrecimiento.
—Pues hizo muy mal, doctor —intervino enseguida la madre Épiphane—, porque la señora Murat, además de ser una mujer extraordinaria en todos los aspectos, es una de nuestras mayores benefactoras. No se le puede hacer un desprecio así —concluyó la superiora con un tono medio en broma, medio en serio. Parecía otra persona diferente a la que se había presentado ante él a su llegada, ahora más sonriente y relajada.
—Bueno, madre, no reprenda más a nuestro nuevo doctor —interrumpió Pauline mirando a Galo con picardía—: corremos el riesgo de parecer excesivamente presuntuosas. En ningún momento tomé como desprecio su negativa a subir a mi coche, pero, en todo caso…, si quiere desagraviarme lo tiene muy fácil: véngase una noche a cenar a mi casa; lo invito cuando usted quiera, de esa forma conocerá a mi círculo de amistades y comprobará que en una ciudad pequeña se puede encontrar también gente interesante.
Esta vez no podía dejar pasar la ocasión, aun delante de las dos monjas. Algo aturdido por la rapidez de la viuda añadió:
—Está claro que no puedo negarme teniendo a tres mujeres pendientes de mi respuesta. Claro que iré y muy gustosamente, señora Murat.
—Le enviaré la invitación en unos días, doctor Aldave —apostilló Pauline dando por concluida la conversación.
La hermana Anne-Marie percibió enseguida la transformación del semblante y del ánimo del médico tras el breve encuentro con Pauline Murat, pero se guardó para sí misma la observación. A pesar de vestir hábito, detectaba a la primera a las mujeres que gustaban a los hombres, y la viuda Murat era un claro ejemplo: solo había que contemplar el rostro de cualquier varón que la veía o hablaba con ella para darse cuenta de que en ese momento el mundo se reducía para ellos a Pauline. La religiosa esperaba que Aldave la interrogase acerca de ella o prolongase su comentario sobre la anécdota del paseo y del coche, pero Galo no mencionó ni lo uno ni lo otro, sino que cambió radicalmente de tema, como si quisiera preservar todo lo relacionado con la joven viuda en su intimidad. Aun así, y sin saber muy bien por qué, la hermana Anne-Marie comenzó a explicarle todo lo concerniente a la relación de los Murat con el sanatorio.
—El difunto señor Murat realizaba cada año importantes donaciones en metálico al sanatorio y, una vez fallecido, la señora Murat sigue siendo igual de generosa con nosotros. La tenemos en gran estima, sobre todo la madre Épiphane, con la que tiene mucho trato.
—¿Viene mucho por el Saint Paul? —preguntó Galo sin poder evitarlo.
—A temporadas. Ya le digo que mantiene una estrecha relación con la madre superiora. Además, le gusta estar informada de algunos asuntos del sanatorio, como equipamiento, ropa, cuidado de jardines… Supongo que quiere asegurarse de que su dinero se emplea adecuadamente.
El resto del día transcurrió como los anteriores, atendiendo a los pacientes, indagando en los libros de registro del doctor Jalou, comentando algún caso con los doctores Peyron y Larroque…, pero la mente de Aldave andaba lejos del Saint Paul. Pensaba en Pauline Murat y en todo lo concerniente a ella: dónde viviría, si tenía hijos, la relación con su difunto marido, su origen, su actividad diaria…, todo constituía un auténtico misterio para él y sentía una enorme necesidad de desentrañarlo. Hubiera sido fácil resolverlo a través de la hermana Anne-Marie, pero por nada del mundo quería que sospechase de su imprevisto interés por la joven viuda.
Al caer la tarde, cuando salió del sanatorio, miró en todas direcciones por si estaba aparcado el coche de los Murat como el día en que conoció a Pauline, pero ni en los alrededores del Saint Paul ni en el camino a Saint-Rémy divisó ningún carruaje de su categoría. Durante el trayecto al centro de la ciudad iba contemplando con curiosidad las mansiones de ambos lados de la carretera, que hasta entonces apenas había entrevisto, pensando que tal vez en una de ellas viviese la joven. Ahora le parecían más grandes, más hermosas. Una vez en Saint-Rémy, como conducido por un guía interior, paseó un buen rato por calles y callejas aspirando el perfume de las flores de las fachadas, escuchando los sonidos de una población que se prepara para descansar, observando a todo el que se moviera, no fuera a ser…
Como tenía pensado, entró en la barbería. El barbero estaba atareado cortándole el cabello a un cliente y el mozo ya se había ido. Galo se sentó mientras esperaba su turno y comenzó a hojear una revista. El asiento estaba colocado enfrente de la ventana y, por encima del visillo, distinguió de pronto a Pauline. Llevaba todavía el vestido azul de la mañana y la acompañaba otra joven de edad parecida, pero, por su vestimenta, de categoría social inferior. Salían de una tienda, Le Comptoir de Mathilde, con unos paquetes en la mano y se estaban despidiendo. La luz ya era escasa, pero se la reconocía perfectamente por su perfecta figura, sus ademanes refinados y su belleza. Aldave no podía mover ni un músculo mientras la contemplaba. Aunque lo hubiera premeditado, no habría podido levantarse de la silla y salir a saludarla, tal era su estado de excitación. Cuando desapareció de su espacio visual comenzó a tranquilizarse y el barbero apenas notó ya su turbación. Era un hombre afable. Tenía muy poblada la cabeza, pero todo el cabello blanco como la nieve. También tenía las cejas canosas y muy abundantes, incluso algún pelo le llegaba casi hasta los ojos aun teniendo tantas tijeras a mano para poder recortárselo. Al afeitarle le iba describiendo con orgullo las principales fiestas locales que se avecinaban: la trashumancia, la recogida de la lavanda… Galo escuchaba intentando centrarse en las palabras del hombre.
Salió cuando ya era noche cerrada. Se aproximó al escaparate de la tienda de enfrente. Había, sobre todo, jabones de muchos colores, y también frascos de mermelada y de tapenade, el alimento que había comido en la estación de Marsella tan solo… dos semanas antes. De repente volvió a la realidad, al asunto por el que se encontraba en la Provenza, a la misión que tenía que llevar a cabo. El cristal del escaparate, gracias a la iluminación de una lámpara de gas cercana, se había convertido en un espejo que reflejaba su propia imagen. Se sintió grotesco alcahueteando en una tienda cuyo máximo interés era el haber vendido algún producto a una mujer completamente desconocida en un lugar remoto de Francia. ¿Qué hacía él a esas horas en esa situación ridícula? Tomó la dirección más recta hasta la casa de Poulet, sin apenas cruzarse con nadie. El silencio iba adueñándose poco a poco de Saint-Rémy. Pidió que le subieran algo de comida a su cuarto, excusándose por no cenar con la familia como en otras ocasiones; se desvistió rápido y, antes de acostarse, se prometió a sí mismo olvidar en ese instante el estúpido espejismo de Pauline Murat.