CAPÍTULO 6

Dependiendo de la gravedad de los pacientes, el doctor Aldave pasaba visita en la enfermería del sanatorio —una sala habilitada para tal fin con mesa y silla para el médico y con una camilla para poder explorar al enfermo— o en la propia habitación del interno si este padecía fiebre alta o cualquier otro síntoma que le dificultase la deambulación. Adyacente a la enfermería, pared con pared, se encontraba el despacho del ecónomo, el señor Olivier Gastineau, otro de los «personajes raros» del Saint Paul. Era manco del brazo izquierdo, le faltaba el ojo de ese mismo lado y, al sonreír, se le veían más huecos que dientes. Cuando el director le presentó al médico español, la boca se le llenó de elogios hacia España, hacia la medicina y hacia los jóvenes médicos parisinos que abandonan la capital para ejercer en los pueblos y ciudades de Francia… Todo su discurso era de una amabilidad excesiva, rayana en la adulación. Le auguró una buena estancia en el sanatorio y le animó a participar en alguna partida de cartas en Saint-Rémy. Galo le agradeció con caballerosidad su acogida, pero no se comprometió de momento a más. Se había percatado del hábito alcohólico de Gastineau (lesiones en los pómulos como arañas rojizas, temblor fino de manos, aliento enólico) y de su mirada escrutadora: no acababa de fiarse de él. También la hermana Anne-Marie parecía que lo evitaba, pero Aldave no tenía con ella la confianza suficiente como para interrogarla acerca del porqué, sobre todo tratándose de un hombre.

Ella, en cambio, sí era una persona de fiar en todos los aspectos. Como ayudante de Aldave realizaba una labor magnífica, en todo momento dispuesta a cualquier tarea que se le asignara, controlando exhaustivamente a todos los pacientes, sus padecimientos, tratamientos y curas; y como compañera era admirable: su carácter alegre y entusiasta contagiaba a todo el que tuviera a su lado, y siempre con respeto y comprensión hacia los demás. Galo se felicitaba por haber tenido la fortuna de haberse topado con ella en el sanatorio y, más aún, por habérsela asignado como asistente.

Había transcurrido más de una semana de su llegada al Saint Paul y Galo Aldave comenzaba a trazar las líneas por las que dirigir su investigación. Por una parte, estaba completamente seguro de que la teoría del prefecto de Marsella era cierta, es decir, «algo» había en el sanatorio que hacía enfermar a los pobres dementes más allá de su propia dolencia mental. Solo había que ver sus cuerpos escuálidos en las salas de hidroterapia para sospechar que alguna enfermedad les acechaba. Para comprobar fehacientemente sus observaciones, el doctor Aldave introdujo como rutina en su práctica clínica diaria el peso de cada interno y su anotación para poder comparar su evolución en el tiempo. También resultaba indiscutible el elevado número de casos de crisis convulsivas y de pérdida de fuerza de alguna extremidad, síntomas ambos de afecciones originadas en el sistema nervioso. Ante lo evidente de estos hechos, y antes de dar pasos más costosos en sus pesquisas, decidió comentar el tema con el director de la manera más velada posible. La hermana Anne-Marie le había aportado una información que, en principio, le pareció insólita: el director no era especialista en psiquiatría, sino en oftalmología, y antiguo médico de la Marina. Sin embargo, también le comentó su gran interés y entrega por la psiquiatría, a la que dedicaba en estos últimos años de profesión prácticamente todo su tiempo, tanto en el sanatorio como estudiando en su casa, puesto que era viudo. Cuando fue a hablar con él, Peyron lo escuchó aparentemente con atención, pero no le dio la importancia que Galo esperaba.

—Quizá tenga usted razón, doctor Aldave, y nuestros internos estén algo delgados. Sinceramente, no me había percatado de ello. Los observaré en los próximos días. De todas formas, y perdone mi franqueza, creo que su análisis es precipitado, en vista del poco tiempo que lleva entre nosotros. En todo caso, habrá que revisar las dietas. Recuerde que es misión suya. Tiene total libertad para modificarlas a su antojo si cree que no son idóneas.

Y dio por zanjado el asunto.

Antes de hablar con él, Galo esperaba una reacción en el tema más favorable por parte del director, más interés y determinación en desentrañarlo, aunque solo fuera por curiosidad científica. Hubiera sido un gran aliado para el español. Ahora Aldave no sabía si confiar en él o no… Solo, sin ninguna ayuda, era difícil que consiguiera su objetivo. Necesitaba a alguna persona que le desvelase los entresijos del sanatorio y le ayudase en multitud de cosas que le quedaban por realizar. Haciendo recuento del personal vino a su mente la hermana Anne-Marie, quién si no, como posible lugarteniente en su verdadero trabajo en el Saint Paul. Dudó mucho en plantearle la cuestión, sobre todo por no inmiscuirla en un tema delicado que pudiera salpicarla de alguna manera, pero no le quedaba ninguna otra alternativa. No se fiaba de nadie más. Ni siquiera del cochero Poulet que, siendo buena gente, podría irse de la lengua con su mujer o con cualquier amigo y dar al traste con todo.

Después de pasar visita, mientras revisaban unos apuntes en el despacho de Aldave, el médico se decidió a iniciar el tema.

—¿Cuántos internos en total hay en el día de hoy ingresados en el Saint Paul, hermana?

La religiosa consultó sus propios papeles.

—Setenta.

—¿Y cuántos hemos visitado nosotros?

—Treinta y dos.

—Habitualmente, ¿con el doctor Jalou la proporción de enfermos era parecida?

La hermana se quedó pensativa durante unos segundos.

—En esta época del año, más o menos. En invierno tenemos más trabajo, ya sabe, bronquitis, neumonías catarrales, fiebres infecciosas…

—¿No cree que son muchos los internos que están enfermos, hermana? —le preguntó Aldave mirándola a los ojos.

—¿Qué quiere usted decir? Estamos en un sanatorio, doctor, es normal que haya enfermos —replicó la hermana.

—Estamos en un sanatorio para enfermos mentales, en una «casa de salud», no en un hospital general.

—No sé adónde quiere usted llegar, usted es el médico, yo tan solo soy una ayudante y no sé lo que es normal y lo que no lo es —repuso la religiosa un tanto extrañada por el tono casi increpante del médico.

—Perdone mi vehemencia, hermana… —añadió con más calma Galo ante la mirada perpleja de su ayudante—, simplemente me ha llamado la atención el elevado número de internos con problemas ajenos a sus trastornos mentales. Además, los síntomas que presentan me desconciertan: delgadez, temblores, alucinaciones, paresias…

—No todos presentan esos síntomas, doctor.

—No, por supuesto, tiene usted razón, pero hay algo que me lleva a pensar que hay un nexo de unión entre todos ellos —insistió Aldave.

—¿Quiere decir que su ojo clínico le indica que todos presentan la misma enfermedad? —preguntó la hermana con extrañeza.

—Es una teoría…

—¡Pero cada interno procede de un lugar distinto!

—Pudieron adquirirla aquí… —se atrevió a aventurar el doctor, tanteando a su ayudante.

La hermana Anne-Marie estaba desconcertada.

—Este es un centro de prestigio, doctor Aldave —dijo seria y algo nerviosa—. Los doctores Peyron, Larroque y también el doctor Jalou son grandes profesionales que viven para los enfermos y en ningún momento han sospechado lo que usted está sugiriendo.

Ante la actitud «a la defensiva» de la religiosa, Galo optó por «soltar lastre». Tiempo tendría, conociéndola, de convencerla de una realidad que cualquier profano externo al centro podía percibir tan solo observando someramente a los internos.

—Igual me he expresado mal, hermana. Por favor, no me malinterprete. En ningún momento, ¡Dios me libre!, he puesto en tela de juicio el buen hacer de los doctores; es más, de ningún miembro del personal del Saint Paul, ni de este centro como institución. Lo más probable es que yo esté equivocado en mi apreciación y que las enfermedades que aquejan a los internos sean las comunes en sanatorios de este tipo —Aldave interrumpió sus palabras un instante, comprobando el efecto beneficioso que estaban produciendo en la opinión que sobre él se había formado la hermana segundos antes—. Como podrá comprobar, soy un tanto impetuoso y este rasgo de mi personalidad me lleva en numerosas ocasiones a anticiparme en exceso y a sacar conclusiones erróneas.

—No se preocupe, todos somos humanos. Le comprendo porque yo también debo controlar mis impulsos muchas veces, sobre todo, claro, desde que visto este hábito.

—¿No me dijo en una ocasión que le servía… de escudo… o algo así para poder decir lo primero que se le ocurriese?

Galo Aldave había conseguido el milagro. La hermana Anne-Marie volvía a reír abiertamente a un metro de distancia del médico. Si la joven monja desconfiaba de él le iba a resultar imposible desvelar el enigma. Y el enigma existía, no cabía la menor duda. Lo que no entendía es que nadie hubiera reparado antes en él… La interrogó también acerca de su idea de permanecer por la noche en el sanatorio, con la excusa de que en casa de Poulet no disponía de sitio para estudiar. Era el único momento de la jornada en que podría investigar a sus anchas en el Saint Paul, gracias a la llave maestra que le había proporcionado el prefecto. Tenía intención de entrar y revisar concienzudamente la farmacia. No se fiaba ni un ápice del boticario. También quería indagar en la cocina y todos sus recovecos. Y, por supuesto, en el despacho del ecónomo que, a pesar, o tal vez debido a su exagerada amabilidad, tampoco le había inspirado demasiada confianza. Como había sucedido con la madre superiora, la hermana se extrañó, pero no puso tantas objeciones:

—Me parece bien, si es que está justo de espacio en casa del cochero, lo que ocurre es que a partir de las diez de la noche el sanatorio se cierra a cal y canto y no puede salir nadie. Usted, se lo aseguro, no va a ser una excepción. En este despacho no va a pasar sentado toda la noche, porque a la mañana siguiente tiene que estar despejado y descansado para hacer la visita a los pacientes… Como no se acueste cuando el sueño lo venza en una de las habitaciones vacías del pabellón de hombres… En fin, piénselo bien, las noches son muy largas aquí. Lo que sí le aconsejo, pero, por amor de Dios, yo no he dicho nada —susurró la hermana acercándose al médico—, es que ni lo mencione al doctor Peyron ni a la madre Épiphane: ellos son muy estrictos con las normas del centro y no creo que le permitieran quedarse.