CAPÍTULO 5

Cuando la madre Épiphane le presentó a la hermana Anne-Marie, Galo Aldave se quedó de piedra. Después de la charla con la superiora y, sobre todo, después de oír la maravillosa música en la capilla y divisarla de espaldas, esperaba a una religiosa del «corte» de la madre, pero ante sus ojos apareció… un ángel.

—¡Qué doctor más joven y guapo ha venido al Saint Paul! —exclamó ese jovencísimo ángel vestido completamente de negro, desde unos ojos chispeantes, una sonrisa luminosa y una piel blanca y radiante.

—Hermana Anne-Marie, cuidado con sus expresiones —le recriminó con cariño la superiora—, el doctor puede asustarse con tanta familiaridad.

—Perdone, doctor —se apresuró a decir la hermana—, el hábito nos protege a las religiosas del mundo exterior y también nos dota de una especie de prerrogativa para decir cosas que, en otras circunstancias, serían inimaginables. Antes de ser monja, ¡ni por asomo me hubiera yo atrevido a piropear a un hombre! Y ahora, ya ve…

—Tiene que controlar su espontaneidad, hermana —dijo la madre, esta vez más seria.

—Sí, madre —respondió la hermana con humildad.

—Los dejo, tendrán que preparar el próximo pase de visita —concluyó la superiora.

Cuando se quedaron solos en el despacho de Aldave, algo más ordenado, la hermana Anne-Marie se sonrojó ligeramente, pero se sobrepuso a la timidez que le producía quedarse a solas con un hombre, iniciando de nuevo la conversación.

—Le traigo la lista de nuestros pacientes, doctor. Usted dirá cómo quiere que trabajemos. El doctor Jalou pasaba directamente visita, pero, por si usted quiere saber algo más de los enfermos, le he preparado un resumen de cada uno.

—Muy bien, hermana. Sí, lo mejor será que nos sentemos y repasemos caso por caso. Si le parece, podemos proceder como en los hospitales generales: nos reunimos antes de cada pase de visita, usted me comunica las incidencias de las horas anteriores, después pasamos la visita y, posteriormente, yo le indico los tratamientos.

—Perfecto, doctor, así lo haremos.

—Por cierto, hermana, no puedo evitar decirle que esta mañana la he oído en la capilla.

La joven se sonrojó aún más.

—¡Ah!, ¿sí? ¡Qué vergüenza!, pensaba que estaba sola. A esas horas no suele haber nadie en el oratorio.

—¿Por qué le da vergüenza? Me ha parecido algo sublime, me hubiera quedado horas oyendo su música. El capellán me explicó que el instrumento que usted toca es la cítara.

—Sí, y muchas de las piezas que toco precisamente están compuestas por el padre Tamisier, nuestro capellán, que es un gran músico y, además, un gran poeta.

—¡Ah, eso no me lo dijo!… Pero, efectivamente, me pareció un hombre muy interesante.

—Lo es. Si está cerca de él, seguro que siempre aprende algo. Es muy gratificante tenerlo como amigo porque te eleva el ánimo aun en los momentos más difíciles. Y, sobre todo, es una buena persona.

—Lo aprecia, hermana —dijo Galo.

—La verdad es que sí. Es una de las pocas personas de esta casa en las que uno puede confiar… —repuso la hermana, más seria.

—Lo que más me ha sorprendido de su música —interrumpió Aldave aligerando a propósito la conversación— es que proceda de un instrumento que yo desconozco por completo. Ni en España ni en París había oído jamás el sonido de la cítara. Y, por supuesto, nunca he visto ninguna.

—Por eso no se preocupe, doctor. El día en que tengamos un poco de tiempo se la enseño y le explico lo que desee…, pero… no me haga tocar —dijo la joven cruzando las manos, como rezando.

Galo sonrió. La hermana Anne-Marie emanaba candidez, pero también un punto de picardía, lo que la convertía en un ser entrañable desde el primer segundo de conocerla.

—¡A la obligación, doctor! —exclamó de repente la joven, señalando llamativamente con las dos manos el listado de los enfermos.

—¡Qué susto me ha dado, hermana! Alguno más como este y voy a ser yo otro de la lista.

La hermana Anne-Marie rio con ganas.

—¡Dios me libre!…, pero… ¡hay que trabajar!

—Tiene usted toda la razón, veo que no me voy a poder despistar con usted al lado…

—¡Ni un segundo!

El pase de visita se desarrolló sin incidencias. Había mucho trabajo, pero Galo disfrutaba ejerciendo la profesión que tanto amaba. A pesar de que las circunstancias y su propia decisión le habían conducido a especializarse en medicina legal, como cualquier médico con auténtica vocación disfrutaba escuchando a los enfermos, explorándolos, indagando acerca de los males que padecían y, finalmente, curando sus dolencias o, si esto no era posible, mitigándolas. No podía haber dedicación más satisfactoria, más gratificante: el cerebro y el corazón, la inteligencia y el espíritu al servicio del prójimo, del bien del otro…

—Doctor, olvidaba a un enfermo que ingresó ayer procedente de Arles. Simplemente tiene que someterle a una revisión rutinaria, por si padece alguna enfermedad además de su trastorno mental. Es lo habitual en todos los ingresados cuando llegan al sanatorio. Tendremos que ir a su habitación porque he olvidado dar orden de que lo bajen a la sala de consulta.

—¡Ah, sí! Debe de ser el interno que fue a recoger Poulet a la estación. Vamos a verlo.

Mientras caminaban por los pasillos del pabellón de hombres, la hermana Anne-Marie iba abriendo y cerrando puertas con llave a la vez que explicaba al médico los pormenores del paciente. El médico la escuchaba atento. Todos los apuntes sobre los internos anteriores habían sido certeros y clarificadores para él. La joven religiosa le iba a resultar de gran ayuda, sin duda.

—Se llama Vincent van Gogh —comenzó la hermana—. Es un pintor holandés que, después de vivir en París y en otras ciudades de Europa, vino hace unos meses a la Provenza, concretamente a Arles. Allí ha debido de tener alguna crisis de locura y ha causado algún altercado, por lo que las autoridades arlesianas, con su consentimiento, han decidido ingresarlo aquí. Antes estuvo ingresado en el hospital de Arles. De allí salió con el diagnóstico de «manía aguda con delirio generalizado». A primera hora lo ha visitado el doctor Peyron y ha añadido un nuevo diagnóstico —la religiosa se detuvo para comprobar sus anotaciones—: «A la luz de los hechos, el señor Van Gogh padece ataques epilépticos». Parece ser que en su familia hay otros casos de epilepsia.

—¿Y qué tratamiento le ha indicado?

—A ver…, una pequeña dosis de bromuro como sedante si lo necesita, largos baños, poca carne para evitar su efecto estimulante, paseos diarios por el valle y limitación en la cantidad de alcohol; solo puede tomar vino, y racionado.

La hermana se detuvo ante una puerta.

—¿Es esta su habitación? —preguntó Aldave.

—Sí —respondió la hermana, llamando con los nudillos y abriendo la puerta con una llave.

El cuarto, como muchos otros, estaba empapelado de color gris verdoso. Flanqueando la ventana enrejada, dos cortinas de un verde agua estampadas con rosas de color pálido y algún fino trazo rojo sangre. Sentado frente a ella, leyendo un libro, el interno apenas se dio cuenta de la presencia de las dos personas. Llamaba la atención el rojo flamígero de su cabello y los restos de pintura en sus manos.

—Señor Van Gogh, no sé si me recuerda; soy el doctor Aldave, nos conocimos ayer en el coche que nos trajo desde la estación.

Vincent se volvió y estrechó la mano del médico, pero sin levantarse y sin modificar su rostro ni un ápice. Tampoco articuló palabra. Estaba sentado en una butaca tapizada con una tela salpicada de puntos de muchos colores.

—Señor Van Gogh, como médico del sanatorio es mi deber velar por su salud. ¿Se encuentra usted bien? No me refiero a su estado de ánimo, sino a todo lo demás… ¿Le duele algo?, ¿tiene buenas digestiones?, ¿sufre cuadros catarrales con frecuencia?, ¿evacua con asiduidad?…

A cada pregunta que Aldave le planteaba, el interno le respondía con una negación gestual con la cabeza o con un asentimiento, pero siempre en el sentido de que todo funcionaba correctamente. Cuando el médico le instó a desvestirse y tumbarse en la cama para una exploración general, Van Gogh salió de su mutismo en un correcto francés.

—El doctor Peyron no me ha hecho desvestir.

—Ya… Mire, señor Van Gogh —dijo Aldave en el tono más apaciguador que pudo—, el doctor Peyron va a encargarse de su problema emocional, pero yo voy a realizar una revisión de su estado físico. Me llevará solamente unos minutos y, si todo está en orden, como cabe suponer, podrá seguir con su lectura… —La hermana aguardaba en silencio observando la situación con calma—. Por cierto —prosiguió Aldave acercándose al libro de Van Gogh—, ¿qué está leyendo, si no es indiscreción?

El sueño.

—¡Ah, Zola!

—Sí, el gran Zola —repitió Van Gogh con algo más de entusiasmo.

—Le interesa, por lo que veo, la literatura.

—Todas las manifestaciones artísticas están ligadas entre sí. Yo no sería nadie como artista sin la literatura o la música. El poco sentido que tiene mi vida lo debo al arte. —Tras callar un instante, siguió—. También mi locura probablemente sea consecuencia del arte.

Aldave se congratuló de haberle hecho hablar, pero no quería angustiarlo aún más.

—¿Ha traído material para pintar, señor Van Gogh? —le preguntó intentando animarle.

La hermana Anne-Marie se adelantó.

—Sí, ya lo creo. El doctor Peyron, en vista de todo lo que ha traído y de su voluntad de pintar, le ha proporcionado dos habitaciones contiguas que están vacías, una para trabajar con espacio suficiente y la otra para almacenar el material.

—¡Estupendo! Ya tengo ganas de ver sus cuadros, señor Van Gogh.

Con dulzura y habilidad, la hermana consiguió que el pintor colaborase y se desvistiese, y en un momento estaba concluida la valoración del médico.

—En principio, todo está muy bien. Lo único que he observado es la mutilación reciente de su oreja. ¿Cómo ocurrió, señor Van Gogh?, ¿algún accidente fortuito?

El interno negó otra vez con la cabeza, después aparentó llevar algo en la mano, tal vez un cuchillo, y, de una tajada, simuló cortarse la oreja. El médico y su ayudante comprendieron enseguida y no dijeron nada. Ni hubieran podido. Se interpuso entre ellos un denso silencio. Aldave cambió de tema rápidamente.

—Si necesita algo, señor Van Gogh, aunque sea hablar de literatura, pregunte por mí. Estaré encantado de poder ayudarle.

—Gracias —murmuró el interno con actitud sincera.

Nada más salir de la habitación, Aldave se dirigió a la religiosa:

—Es duro este ambiente, hermana.

La hermana, simplemente, sonrió sin mirarle mientras caminaba hacia el despacho.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Galo.

—Casi tres años.

—¿Este ha sido su primer destino como religiosa?

—Después del noviciado sí.

—Y…

La hermana le interrumpió:

—Aquí las preguntas hay que hacerlas a los pacientes —dijo con gracia—, yo tan solo soy una insignificante monja de pueblo y mi historia no tiene el más mínimo interés, se lo aseguro, doctor Aldave.

Galo, por el momento, se dio por vencido.

—Tengo mucho interés en conocer todo el sanatorio, hermana —apuntó el médico dando un vuelco a la conversación—. ¿Tiene usted tiempo para mostrármelo ahora?

La hermana llevaba una cadena al cuello de la que pendía un reloj. Lo consultó.

—Sí, si nos damos prisa tenemos tiempo de dar una vuelta por todo el edificio.

Como estaban cerca de la farmacia, la religiosa propuso comenzar por allí. La puerta se encontraba cerrada, pero, al llamar, alguien contestó. Se trataba de Adrien Clermont, el farmacéutico. En ese momento estaba enfrascado preparando alguna medicina en una gran mesa llena de pipetas, buretas, matraces, portafiltros, embudos, morteros, cucharillas, tubos de ensayo… Era más bien bajo, de hombros cuadrados, con un cabello negro y abundante y un acusado defecto de estrabismo en el ojo izquierdo. Su apariencia tosca contrastaba con su voz aflautada y con sus ademanes exagerados, casi femeninos. Le explicó a Aldave que los remedios más simples los elaboraba un ayudante y los más complejos él mismo. En ese momento estaba preparando una medicina solicitada por el doctor Peyron, un estimulante a base de sulfato de quinina, para un enfermo con un cuadro de apatía grave. Resultaba curioso verlo manejar con tanta destreza cantidades de sustancia tan pequeñas, pesarlas en la diminuta balanza, colocarlas en los sellos… utilizando sus dedos cortos, gruesos y velludos. En el dedo corazón de la mano izquierda llevaba una soberbia sortija de oro amarillo con un imponente zafiro en el centro, que desviaba en parte la atención de la minuciosa tarea que estaba efectuando.

Una de las paredes de la estancia estaba totalmente ocupada por un armario acristalado repleto de frascos marcados con su contenido: quinina, alcanfor, amoniaco líquido, digital, nitrato de plata, atropina, valeriana, bromuro de potasio, áloe, malvavisco, cornezuelo de centeno, ruda, genciana, helecho macho, regaliz, flor de azufre, crémor tártaro… El médico elogió sinceramente la farmacia del Saint Paul, y Clermont, sin abandonar su tarea, se lo agradeció con un gesto que Galo interpretó como una media sonrisa. Le explicó al español que, en su opinión, el futuro de la psiquiatría residía en la farmacopea y no en los métodos físicos tan en boga en ese momento.

—Usted, aun estando cuerdo, ¿resistiría el envite de un chorro de agua fría sin inmutarse? Esos son métodos absurdos que vuelven loco al cuerdo y al loco lo enloquecen más. Pero, ya sabe, los farmacéuticos siempre somos unos «mandados» de los médicos. Ustedes dictan órdenes y nosotros obedecemos. Ustedes se llevan la gloria y nuestra labor pasa completamente desapercibida, aunque gracias a nuestros remedios el paciente sane. Ustedes ponen en práctica las tendencias terapéuticas que les placen y nosotros no tenemos otra opción que acatarlas. Ustedes dirigen hospitales y nosotros nos pudrimos en nuestra botica. ¡La madre medicina es omnisciente!

Aldave salió de la farmacia perplejo. No acertaba a comprender la finalidad de aquel breve discurso, porque tampoco acababa de percibir el matiz de las palabras de Clermont: si eran una broma para congeniarse con el nuevo compañero (en ese caso, el exceso de sarcasmo podía convertir la chanza en casi una ofensa), o si se trataba realmente de una opinión despreciativa hacia la medicina y los médicos (y entonces sí que había sido premeditado el agravio, sin que Galo alcanzase a vislumbrar el porqué). Sea lo que fuere, abandonó la farmacia molesto.

—El señor Clermont tiene una manera peculiar de expresar sus opiniones —se atrevió a señalar la religiosa, captando el cierto malestar del español.

—¿Peculiar? —dijo Aldave exagerando su extrañeza—. Más bien yo diría… desagradable. ¿Es así con todo el mundo?

—Bueno… —contestó con diplomacia la hermana—. Digamos que… hay que conocerlo… y saber interpretar su fina ironía… Y, por supuesto, olvidar las palabras que puedan…

—Ofendernos —agregó Galo, acertando el pensamiento de la joven.

—Mejor: molestarnos —concluyó la religiosa con una de sus transparentes sonrisas.

—Usted es de esas personas que todo lo perdonan, ¿verdad? —le preguntó Galo deteniéndose en el pasillo.

—Eso es el cristianismo, doctor —respondió la hermana con convencimiento, mirándole directa a los ojos.

Tras unos segundos de reflexión, el médico añadió, admirado de la franqueza de la joven:

—Sí, supongo que es eso.

—Pero no quiero decir que yo sea una buena cristiana, ni mucho menos —se apresuró a apuntar la religiosa—; a lo que me refiero es a que en el saber perdonar, o mejor dicho, en el saber olvidar se basa nuestra religión. El rencor es el mayor de los males de este mundo. Y su principal víctima es la persona que lo alberga en su corazón. Procure huir de él.

Las salas de hidroterapia, separadas por sexos, estaban en plena actividad. La de los hombres tenía dos bañeras de zinc cubiertas por una plancha de madera con un semicírculo en el extremo superior por el que el enfermo sacaba la cabeza. Allí yacían durante horas mientras los ayudantes iban añadiendo agua caliente continuamente para que no bajara la temperatura, a la vez que otros las vaciaban para que no rebosase el agua. Otros dos internos estaban recibiendo duchas dirigidas de agua fría. Era curioso observarlos porque a la vez que uno aguantaba estoicamente el chorro, el otro —un joven, casi adolescente— se resistía ferozmente, revolviéndose mientras dos ayudantes lo sujetaban a duras penas, a pesar de llevar la camisola de fuerza. Lanzaba maldiciones e improperios a todos los presentes, a sus familias y a las figuras más sagradas, acompañado en semejante discurso por los juramentos de otro interno, sentado y atado a una silla, que soportaba una columna continua de agua sobre la cabeza. Este último lucía una imponente calvicie sobre la que chocaba y se disgregaba el chorro que caía indolente desde el techo, compensada con un poblado y empapado bigote gris. Al gritar dejaba en evidencia unos dientes negros como el tizne y una voz cavernosa capaz de espantar al más animoso de los humanos. Los ayudantes no paraban de trabajar aplicando las duchas dirigidas, portando los cubos de agua, sujetando a los internos que se resistían, a otros secándolos, vistiéndolos…, por supuesto sin titubear, como si su trabajo fuera lo más natural del mundo. A pesar de la amplitud de la estancia y de los grandes ventanales de una de las paredes, la pieza parecía más reducida por la semioscuridad en que estaba sumida por dos enormes cortinajes translúcidos, casi opacos, que cubrían los cristales. Tanto en la sala de las mujeres como en la de los hombres, enseguida Galo se percató de la delgadez de todos los internos, que llegaba a ser extrema en alguno de ellos.

—¿Cuánto tiempo dura el baño continuo en bañera? —preguntó Aldave a uno de los ayudantes.

—Entre diez y doce horas, doctor. Tenemos que estar continuamente añadiendo agua caliente para que no baje la temperatura.

Al contemplar el espectáculo, recordó las palabras del farmacéutico sobre los improbables beneficios de estos métodos para la curación de los pacientes. Galo sí creía que los procedimientos físicos, como la hidroterapia, ayudaban al restablecimiento de la salud.

—¿Seguimos con nuestro «paseo», hermana? —preguntó el médico a la religiosa.

—Como quiera, doctor, pero tendremos que darnos prisa, porque dentro de media hora la congregación se reúne para rezar.

La sugerencia de la hermana Anne-Marie de visitar la cocina le agradó a Galo. La estaba esperando con mucho interés. Una de las hipótesis que se había planteado a la hora de analizar la causa del bajo peso de los internos era una dieta inadecuada o incluso perjudicial. Las teorías sobre alimentación de los pacientes ingresados en hospitales cambiaban notablemente de una época a otra. Estas variaciones se debían en ocasiones a descubrimientos de determinados beneficios de uno u otro alimento en esta o aquella enfermedad, pero, lamentablemente, también a la situación económica del momento. En épocas de guerra y carestía los alimentos más caros, como la carne, pasaban a ser un lujo solamente reservado a unos cuantos pacientes. Además, Aldave tenía constancia de que, en muchos hospitales, aun en períodos de bonanza, no se ponían en práctica los últimos avances en materia de nutrición.

Antes de entrar en la zona de la cocina, la hermana le alertó del carácter fuerte de la cocinera, la hermana Concepción, española como él.

—No quiero de ninguna manera que salga de la cocina con la misma impresión con que ha salido de la farmacia —explicó la religiosa con semblante y discurso serios—. La hermana Concepción es una persona un tanto especial. En un primer momento puede parecer seca y distante, pero en realidad es una mujer con una gran integridad moral y con un corazón lleno de bondad.

—Esas dos cualidades presumo que son comunes a todas las monjas —añadió Galo con un toque de ironía.

—Nada de eso, doctor, nosotras somos mujeres normales y corrientes y usted lo sabe perfectamente. —Galo, por el tono de la religiosa, advirtió que le había molestado su comentario—. La hermana Concepción es una extraordinaria persona, aunque a veces su carácter la traiciona y, sin proponérselo, se crea enemistades. No me gustaría que usted fuese una de ellas simplemente por un primer encuentro… frío.

Aldave por un momento se preguntó si había algún trabajador «normal» en aquel lugar, salvo, por supuesto, la hermana Anne-Marie. «¡Ah, y Poulet, el cochero, desde luego!», pensó mientras traspasaba el umbral.

La cocina era bastante espaciosa, con un gran ventanal justo enfrente de la puerta, y delante de él, abarcando toda la pared, una gran bancada en la que se apreciaban, entre otras cosas, dos enormes fregaderas. A mano izquierda, una imponente vitrina rebosante de vajilla y aparejos de cocina en perfecto orden, y en el centro una especie de isla donde estaban dispuestos los fogones. A pesar de la variedad de provisiones, envoltorios y utensilios de la estancia, el color que predominaba era el blanco inmaculado y hasta el hábito de la cocinera era blanco, a diferencia del de las otras religiosas, negro. De espaldas a la puerta, la cocinera, de mediana estatura pero erguida como ninguna, removía una gran cazuela de la que emanaba uno de esos aromas que en el frío invierno soñamos con encontrar al llegar al hogar.

—¡Qué bien huele esa sopa, hermana Concepción! —exclamó en voz alta la joven religiosa.

—¡Mejor sabrá, Anne-Marie! —repuso la monja, sin moverse, en un tono dicharachero que contradecía la anterior advertencia de la hermana.

—Hermana, vengo con el nuevo doctor español —anunció la hermana Anne-Marie, como queriendo advertirla de una sorpresa.

La cocinera giró rápidamente la cabeza y Galo se percató del inmediato azoramiento de la mujer.

—¡Ah!, perdón…, pensaba que venía sola, hermana.

—Vengo muy bien acompañada por un compatriota suyo, don Galo Aldave.

A pesar de utilizar el español durante el saludo de cortesía, el médico notó, como muy bien le había adelantado la hermana Anne-Marie, que la cocinera interponía un muro invisible entre ambos. El primer signo de esta distancia que, sin duda alguna, ella quería fijar fue el hecho de que apenas miró al joven a los ojos, ni siquiera a la cara; enseguida dirigió su rostro hacia la hermana Anne-Marie mientras respondía con gran corrección a Aldave.

—Soy aragonesa, doctor. Hace muchos años que no hablo con nadie en español y mi acento habrá cambiado, seguro.

—Sí, sin duda tiene acento aragonés, pero… también catalán, ¿puede ser?

—¿Catalán? No, imposible…, nunca he vivido en Cataluña ni tengo familia allí —contestó lacónicamente; no obstante, tras meditar, añadió—: Aunque… ahora que lo dice… puede que tenga usted algo de razón… Mi ciudad de nacimiento se encuentra próxima a la provincia de Tarragona y en algunos pueblos cercanos se habla una especie de dialecto entre el castellano y el catalán, el chapurriau. Algo de esto puede haber influido en nuestro acento.

—¿En qué ciudad nació, hermana? —preguntó Galo para intentar simpatizar con ella y por pura curiosidad—, sin duda somos vecinos.

—En Alcañiz.

—Ya ve usted, somos casi vecinos. Yo soy de Tudela.

—Navarra. Buena tierra. —La cocinera casi sonrió, lo que Aldave convirtió, a pesar de lo escueto de la conversación, en un pequeño triunfo personal.

Sería por la advertencia de la hermana Anne-Marie, por el origen español de la cocinera o por algo íntimo e indescifrable que captó el médico en las décimas de segundo que se cruzaron sus miradas, por lo que fuese, Galo intuía que la hermana Concepción y él llegarían a congeniar, aunque el camino hasta ese momento fuera largo y sinuoso.

—Hermana, cuando usted tenga un momento, me gustaría hablar sobre la alimentación de los internos: las dietas, los productos que utiliza… —comentó Aldave con toda la amabilidad de que era capaz.

—¿Las dietas? —preguntó rápidamente la religiosa con tono seco—. Aquí elaboramos las dietas tal y como las prescriben los doctores.

—Eso lo doy por supuesto, hermana. Quiero decir que, como responsable médico de la alimentación de los pacientes, debo conocer las dietas actuales para dar o no mi visto bueno.

—Claro —dijo la monja sin variar su tono—, lo que usted ordene, doctor. Ahora estoy terminando la cena y me resulta imposible. Cualquier día por la mañana me encuentro más libre porque dispongo de una ayudante. Lo único que le ruego es que me avise antes para organizar mi trabajo.

—No tengo prisa alguna, hermana. Le comunicaré con tiempo mi visita, no se preocupe —añadió Galo con delicadeza.

—¡Me llevo una manzana, hermana! —exclamó con picardía la joven monja mientras salían.

La hermana Concepción, ahora sí, no pudo evitar una sonrisa.

Sin comentar nada del encuentro con la cocinera, la hermana Anne-Marie se despidió precipitadamente de Galo hasta el día siguiente. Aldave había acordado con el cochero que volvería andando a casa. Era una forma de no depender tanto de alguien, de mover las piernas y de conocer poco a poco la ciudad y sus alrededores. En la caseta de entrada seguía estando el mismo guardián que a su llegada por la mañana. Se saludaron con un gesto. Delante de la puerta de la entrada principal estaba aparcado un lujoso coche y su chófer descansaba sentado en una piedra, mordisqueando una hoja de olivo. El sol estaba bajo. El olor del atardecer en el campo en primavera le recordó con nostalgia a la Tudela de su niñez y, como tantas veces en su vida, se sintió solo.

Cuando habían transcurrido unos diez minutos de su paseo hacia Saint-Rémy oyó el trote de un coche acercarse detrás de él. Al poco de adelantarle, frenó. Era el mismo que estaba aparcado delante del sanatorio. Cuando Galo llegó a su altura, una bellísima mujer le sonreía desde la ventanilla.

—Buenas tardes.

—Buenas tardes.

—Usted debe de ser el nuevo doctor del sanatorio.

—El mismo, Galo Aldave —dijo el médico tendiéndole la mano.

—Pauline Murat —contestó ella sin desviar la mirada de la suya—. ¿Quiere que le llevemos a algún sitio, doctor Aldave? Va a anochecer antes de que llegue a Saint-Rémy.

—No, gracias, señora Murat, muy amable por su parte —contestó Galo algo ofuscado por lo imprevisto de la situación y la imponente presencia de la mujer—, pero soy un buen andarín.

Mientras articulaba estas ridículas palabras ya se estaba arrepintiendo de despreciar la invitación. Recordó de repente los consejos de su amigo Philippe en los momentos de camaradería en Pigall: «nunca rechaces a una mujer hermosa o te arrepentirás». ¿Cómo podía haber sido tan inútil? Pero ahora el coche ya había partido. El gesto de contrariedad mal disimulada de la señora Murat le reconcomía a Galo. Había quedado como un descortés ante ella, como un estúpido y altivo recién llegado de París…

Intentó olvidar el episodio, pero cuando llegó a casa de Poulet después de atravesar la población aún no había podido quitarse de la cabeza la mirada seductora de Pauline Murat.