CAPÍTULO 4

El joven doctor Aldave se despertó sobresaltado. Tardó unos segundos en recapacitar y situarse en el lugar donde se encontraba. Un tímido haz de luz penetraba entre las contraventanas y se reflejaba en el papel verde y ocre de la pared. La habitación no era grande, pero contenía todos los muebles necesarios sin dar sensación de agobio. Tanto el armario como una mesa que hacía las veces de escritorio estaban pintados de un color azul cobalto y decorados con guirnaldas de flores de colores. De noche, con la oscuridad y el cansancio, no había percibido bien el color del mobiliario, pero ahora, con la luz de la mañana colándose por las rendijas descubría casi un jardín dentro de aquellas cuatro paredes. Tanto la silla del escritorio como la que estaba dispuesta al lado de la cama lucían un color anaranjado intenso. Solo se salvaba del derroche de color el mueble del lavabo, del tono del pino natural, porque hasta el cabecero de la cama, también de madera, era verde azulado y estaba adornado con una gran profusión de frutos y flores. Al contrario que la noche anterior, ahora se oía un gran barullo fuera. Se levantó y abrió la ventana. Varias mujeres hablaban en voz alta en medio de la calle, intercalando sonoras risotadas. Como si le hubieran oído, levantaron la vista hacia él y cuchichearon entre sí sin disimulo. Por la derecha se acercaba un carro chirriante cargado de bultos. El hombre que lo conducía silbaba una cancioncilla que parecía acompañar al canto de los pájaros posados en tejados y alféizares. A lo lejos se oían voces masculinas y algún perro ladrando… «Saint-Rémy se ha despertado antes que yo», pensó, disfrutando de la escena. En vista de la hora, se vistió y bajó al comedor. La casa estaba en silencio.

—Me llamo Claire, ¿y usted? —susurró una vocecilla detrás de él.

La preciosa niña de Poulet le sonreía al fondo del zaguán. Llevaba un delantalito blanco bordado encima del vestido, como las mujeres, y un gorrito de batista blanca en la cabeza. Al igual que su madre, también tenía pecas en la naricilla. Antes de que Galo pudiera responderle, apareció Charlotte.

—Buenos días, doctor. ¿Ha descansado bien?

—Me temo que demasiado bien. Es muy tarde ya. Supongo que su marido ya no estará en casa.

—No —repuso Charlotte sonriendo—, François madruga mucho. Además de ser el chófer del sanatorio también se ocupa de llevar a cabo todos los encargos de la madre superiora o del director. Hoy es día de mercado y al amanecer ya se ha ido en busca de la hermana cocinera para llevarla a la plaza donde colocan todos los puestos. Después tendrán que cargar la mercancía y llevarla al Saint Paul. Me ha encomendado que le diga que vendrá a buscarlo en cuanto pueda. Pero siéntese, por favor, ahora mismo le sirvo su desayuno.

—Muy bien, muchas gracias.

Claire lo miraba fijamente, ahora seria.

—No me ha dicho cómo se llama.

—¡Ah!, es verdad, había olvidado tu pregunta. Me llamo Galo. ¿Habías oído mi nombre alguna vez?

La niña negó con la cabeza sin desviar en ningún momento la mirada.

—¿No vas a la escuela, Claire?

—Sí. Ahora me va a llevar mi madre. Tengo muchas amigas. Mi maestra se llama Margot —repuso la niña con orgullo.

—¡Ah! Me alegro mucho.

En eso llegó Charlotte con un desayuno formidable. Parecía una copia de su hijita, pero en mayor, con el mismo delantal y el mismo gorro.

—Es todo casero —dijo a Galo al ver su cara de asombro—. Nosotras lo hacemos todo…, aunque en París usted comerá cosas mejores… —continuó con algo de picardía, conociendo de antemano la respuesta de un caballero.

—Solamente con verlo ya le aseguro que no —replicó el forense abriendo aún más los ojos ante la comida mientras Charlotte sonreía orgullosa.

—Si me disculpa, voy a dejarle solo. Tengo que llevar a Claire a la escuela. Mi suegra tampoco está en casa, ha ido al lavadero.

—Váyase tranquila.

—François no tardará. Adiós.

—Adiós.

Charlotte le había dejado encima de la mesa un auténtico banquete: una jarra de leche todavía humeante, varios botes de mermelada, miel, pan, una barra de mantequilla, un formidable pastel de nueces recién sacado del horno…, y todo estaba verdaderamente delicioso.

Al poco de terminar, llegó Poulet:

—¡Doctor Aldave! —gritó desde la puerta de entrada.

—¡Sí, estoy aquí! —contestó Galo en el mismo tono.

El cochero estaba aún más alegre y dicharachero que la noche anterior.

—¿Preparado para conocer el sanatorio?

—Preparado y dispuesto —repuso Aldave contagiado del optimismo de François.

La casa de Poulet hacía esquina. La fachada estaba pintada de blanco y la sencilla puerta de entrada de azul intenso. Desde el tejado en la segunda planta bajaba una densa maraña de hiedra que cubría casi por completo la mitad de la vivienda, dejando libre en ese espacio tan solo el hueco de una ventana. El español desdeñó entrar en el coche y se sentó en el pescante junto al joven Poulet. En plena mañana de primavera, Saint-Rémy lucía esplendoroso. Todas las ventanas estaban adornadas con flores diversas, de otros tantos colores; las fachadas, muy simples, estaban pintadas de unas tonalidades suaves —azul, crema, rosado, lavanda…— que las dotaban de una elegancia y armonía asombrosas; colgando de los balcones, numerosas parras repletas de hojas verdes donde se refugiaban los rayos del sol; y en la calle, yendo y viniendo, o simplemente hablando, grupos de gente parlanchina ataviada con ropa estampada en colores vistosos.

—Me gusta Saint-Rémy —dijo Aldave—, no puede haber en toda Francia algo más distinto a París y, sin embargo, tan bello.

—¿Lo dice de verdad?

—Al menos, mi primera impresión es esa. ¿No está de acuerdo conmigo?

—No sé —contestó Poulet encogiéndose de hombros—. Yo conozco poco fuera de Saint-Rémy. Aquí nací, aquí crecí y aquí me casé. Lo más lejos que he ido es a Marsella en una ocasión, a acompañar a dos religiosas del sanatorio. Pero, qué quiere que le diga, prefiero esto. Marsella es demasiado grande para alguien ignorante como yo.

El español se admiraba de la humildad y de la sinceridad del joven y también de su naturalidad en el trato. No estaba cohibido con él como les sucedía a otras personas de posición social inferior cuando por cualquier motivo entablaban relación. En esos casos, Galo siempre advertía cierta incomodidad que le impedía un acercamiento humano como el que estaba experimentando con Poulet prácticamente nada más conocerse. Mientras hablaban, el cochero saludaba a todo el que se cruzaba con ellos. Después le explicaba a Galo quiénes eran estos y aquellos, pero el español no prestaba demasiada atención a estos detalles, impacientado ahora ante la incertidumbre de lo que se iba a encontrar pocos minutos más tarde.

Salieron de la población y tomaron una prolongada carretera flanqueada por olmos. De vez en cuando aparecía alguna mansión de piedra a uno u otro lado, señorial, distinguida… Los pájaros seguían cantando y ahora era su sonido y el trote del caballo lo único que se oía, después de dejar atrás el bullicio de la gente. Al final de una recta, el cochero se desvió hacia un camino a la izquierda y, al fondo, apareció el sanatorio.

—El doctor Peyron lo espera en su despacho —indicó Poulet bajando del coche—. Yo le acompaño.

Aldave, mientras el chófer conducía al caballo hacia una puerta lateral, observó el magnífico paisaje. El recinto estaba rodeado de árboles —la mayoría olivos, almendros, alguna higuera—, arbustos, mariposas, flores silvestres…

Tras la verja de entrada, un camino bordeado de parterres con flores perfectamente cuidadas conducía al edificio principal. A la izquierda se dejaba un habitáculo donde un hombre de edad indeterminada, barbudo y con cara de pocos amigos, los saludó con un mínimo gesto de cabeza desde un ventanuco. Aldave supuso que era un guarda o algo similar, pero no le preguntó a Poulet. En el recinto reinaba el silencio, acompasado por el leve sonido de un enorme sauce mecido por la brisa y por la armoniosa cadencia del agua de alguna fuente próxima. Una mujer joven, morena, garbosa, impecablemente vestida al estilo de París, venía hacia ellos. Ya desde lejos, Galo se percató de que ella no le perdía de vista. Cuando llegó a su altura, mirándolo fijamente a los ojos y con una sonrisa que al médico le pareció cautivadora, exclamó: «buenos días», sin ralentizar su paso.

—Buenos días —respondieron los dos hombres al unísono.

—¿La conoce? —preguntó Galo cuando presumió que ya no los podía oír.

—¡Claro que la conozco! ¡Todo el mundo conoce a Pauline en Saint-Rémy! Bueno, quiero decir a la señora Murat, o mejor dicho, a la señora viuda de Murat. Guapa, ¿eh? —repuso Poulet riendo y mirando de reojo a su huésped.

—Sí, muy guapa —reconoció el español.

—Pronto la conocerá, no se preocupe. Es una de las mayores benefactoras del sanatorio. Viene de vez en cuando por aquí. Pero, aunque me meta en lo que no me llaman…, le aconsejo que no se acerque mucho a ella.

—¿Y eso? —preguntó Aldave, extrañado, deteniéndose.

—No quiero hablar más de la cuenta, Dios me libre, pero Pauline, perdón, la señora Murat, es de esas mujeres… que pueden hacer desgraciado a un hombre —dijo como toda respuesta el joven, prosiguiendo la marcha.

—¡Ah!, eso no es ninguna novedad, Poulet. La capacidad de infligir desventura a los hombres es consustancial a la naturaleza femenina, lamentablemente.

—No le entiendo del todo, doctor.

—Quiero decir que todas las mujeres, de una manera u otra, nos hacen desgraciados; si no es hoy, será mañana.

—No me fastidie, doctor… Mi Charlotte es un alma bendita… Si alguien da un disgusto en mi matrimonio, puedo jurar que por una vez que me lo da ella ciento se los doy yo.

—Me refería en general, Poulet. Claro que en toda regla hay excepciones y, por suerte, tu Charlotte puede ser una de ellas… En fin —prosiguió Aldave moviendo la cabeza dubitativamente—, tal vez tengas razón y el problema radique en las mujeres con las que me he topado… O, si me apuras, en mí mismo.

Nada más cruzar el umbral de la puerta del edificio principal, el español sintió que allí se acababa el sosiego. No es que hubiera un ruido descomunal ni una algarabía tremenda, simplemente se percibía el trajín propio de una residencia donde se vivía y se trabajaba. El despacho del director estaba ubicado en la planta baja. Poulet condujo a Galo hasta la puerta y se despidió con prisa por todas las tareas que tenía previstas. El doctor Peyron lo recibió con amabilidad. Era una persona seria, rechoncha, de mirada inteligente tras sus minúsculos lentes. Lo estaba esperando impaciente tras la marcha del doctor Jalou.

—La medicina interna no es mi fuerte, doctor Aldave, y tampoco el del doctor Larroque, mi ayudante, especializado en psiquiatría. Afortunadamente ya está usted aquí y puede ponerse a trabajar hoy mismo.

—Por supuesto, doctor Peyron, a eso he venido.

—Muy bien —continuó el director sin más preámbulos, como queriendo finalizar cuanto antes la presentación—. Aunque irá conociendo el funcionamiento del centro conforme comience su tarea, voy a explicarle lo fundamental. En primer lugar, en el sanatorio disponemos de cien plazas, cincuenta de hombres y cincuenta de mujeres. Cada enfermo tiene su propia habitación. En este momento hay setenta plazas ocupadas y, por lo tanto, treinta habitaciones vacías. El doctor Larroque y yo pasamos visita a todos los internos dos veces al día. Si detectamos cualquier trastorno físico, se lo comunicamos al médico de medicina interna, es decir, a usted, para que pase a valorarlo. Por su parte, usted pasará visita a estos enfermos por la mañana y por la tarde. También se encargará, además de las dietas específicas de sus pacientes, de la dieta estándar de todos los internos, a no ser que nosotros, el doctor Larroque y yo, indiquemos alguna especial a un paciente puntual.

A Aldave le gustaba la precisión del director. Parecía un hombre minucioso, pero con las cosas claras, sin ambages. Su despacho estaba concienzudamente ordenado y hasta la mesa tenía todos los objetos perfectamente colocados. Galo, al oír mencionar el tema de las dietas, quiso indagar sobre el asunto. Presumía que Peyron iba a poder dedicarle poco tiempo y quería disponer desde el principio de toda la información posible para comenzar por buen camino la investigación que le habían encomendado. Por otra parte, estaba convencido de que al director ni se le pasaba por la cabeza que Aldave fuera forense en vez de médico internista.

—Un inciso, doctor Peyron, ¿quién elabora las dietas?

—¿Se refiere a quién cocina?

—Sí.

—La hermana Concepción, que es española como usted, es la cocinera principal. Cuenta con una ayudante, una novicia de la congregación, no recuerdo su nombre. La hermana Concepción es una magnífica colaboradora, cumplirá a rajatabla sus indicaciones hasta el último gramo, téngalo por seguro. —Al evidenciar un mínimo gesto de asentimiento por parte de Galo, el director matizó—. No se crea, esto es inusual entre religiosas de cierta edad, que tienden a improvisar sus propias recetas en detrimento de lo indicado por el médico.

—¿También cocina para la congregación de hermanas?

—No, ellas tienen su propia cocina y otra cocinera, creo que una hermana muy mayor, que ya no ayuda en el sanatorio. Pero… pasemos a temas de mayor interés. —Estaba claro que Peyron no disponía de mucho tiempo o que le disgustaba dar vueltas a la misma cosa—. Ya que estamos hablando de las hermanas, sepa que, desde hace veintidós años, las hermanas de Saint Joseph de Vesseaux nos ayudan en el sanatorio. Tenemos una contrata con ellas que hasta ahora vamos renovando anualmente. La superiora es una mujer con mucha valía, la madre Épiphane. Cuando la conozca en profundidad se dará cuenta de que controla, en el mejor sentido de la palabra, todo lo que ocurre en el Saint Paul.

—¿Ella se encarga también de las cuentas?

—No, desde la revolución se prohibió a las órdenes religiosas hospitalarias realizar esa labor. Contamos con un ecónomo, el señor Olivier Gastineau, que se ocupa de la contabilidad. Gracias a él nuestro centro funciona, porque yo soy una verdadera nulidad en cuestiones de economía. Eso sí, la madre Épiphane supervisa y registra todo el movimiento de artículos de consumo del sanatorio, desde un pliego de papel hasta la lencería de cama, pasando por los productos alimenticios o las medicinas. No entra en el centro ni un gramo de sal sin que ella lo sepa y autorice su compra mediante un recibo con su firma. También distribuye el trabajo de las hermanas que, además de la cocina, se encargan de acompañarnos a los médicos en las visitas, dan de comer a los internos que lo necesitan, les suministran las medicinas, los ayudan en el aseo diario…, todo esto con la colaboración de las sirvientas y los ayudantes. En total, el personal del Saint Paul lo formamos veinticinco personas.

A Galo le hubiese gustado tomar notas de todos los datos suministrados por el director, cualquiera de ellos podría serle útil en un futuro; el aparentemente menos importante podría darle la clave del misterio del sanatorio, pero hubiera resultado sospechoso o cuanto menos extraño que un médico recién llegado necesitase controlar hasta ese punto la actividad diaria del centro.

—¿Dispone de farmacia el sanatorio?

—Sí. La regenta el farmacéutico titular de Saint-Rémy, el señor Adrien Clermont. Todos los días, después de nuestro pase de visita, elabora los remedios que nosotros pautamos y una hermana los distribuye a los internos —el doctor Peyron calló durante unos segundos, como si estuviera concentrado—. Por cierto, no le he preguntado qué tal su viaje, si le ha gustado Saint-Rémy y todas esas cosas…

—El viaje, fenomenal, y Saint-Rémy me ha encantado —abrevió Galo en vista de las prisas de Peyron, que intuía habituales en él—. Una última cuestión, doctor Peyron: estoy muy a gusto en casa de François Poulet, el cochero, pero no sé cuáles son sus intenciones, si debo permanecer allí hospedado o tiene preparado otro alojamiento para mí.

—Es verdad, lo olvidaba —respondió el director pasándose la mano por la frente, como pensando—. En principio, si usted se encuentra cómodo allí, le aconsejo que siga —determinó—. Tanto Poulet como su familia son agradables y muy discretos, virtud esta última que escasea en los pueblos, ya se dará cuenta por sí mismo. Si cambia de opinión por cualquier motivo, comuníquemelo y consideraríamos otras posibilidades, como por ejemplo una habitación de hotel.

—De acuerdo, me quedo en casa de Poulet. Yo creo que estaré bien allí.

Llamaron a la puerta.

—¡Pase!… ¡Ah, doctor Larroque, adelante, adelante! Le presento al doctor Aldave.

Se estrecharon las manos. Sébastien Larroque era bastante más joven que Peyron, tendría unos cuarenta años. Era alto, un poco desgarbado y, sin ser desaliñado, no transmitía la imagen de pulcritud que Aldave estaba acostumbrado a ver en los médicos parisinos.

—Lo dejo en sus manos, doctor Larroque, acabe usted de solventarle todas las dudas que tenga. Nos veremos más tarde, doctor Aldave.

—De acuerdo —dijo este.

—Si lo desea, puedo acompañarle a su despacho —le invitó Larroque señalando a la puerta.

El despacho de Aldave se encontraba en el mismo pasillo, dos puertas hacia la derecha. En medio de los dos, el de Larroque.

—¿Cómo ha conseguido esta plaza, doctor Aldave? No sé si estará al corriente, pero estaba muy solicitada desde que se supo que el doctor Jalou tenía intención de jubilarse… —Larroque formuló la cuestión mientras caminaban por el corredor, sin mirar a Aldave, sin mostrar excesivo interés, como si formara parte de la ceremonia de bienvenida…, pero el español sintió una punzada en el pecho, adivinando la intencionalidad de la pregunta y percibiendo lo delicado de su misión que, ahora sí, había comenzado.

—Mi contrato es eventual, tan solo por unos meses, hasta que se cubra la plaza definitiva, doctor Larroque.

—Eso desde luego. Aunque el Saint Paul es un centro privado, sus estatutos internos obligan a convocar un concurso-oposición para otorgar cualquier plaza de médico. A lo que yo me refería es a cómo ha logrado obtener el puesto eventual. Todo el mundo sabe que el interino en una plaza tiene muchas probabilidades de ganar el concurso para la plaza como titular. Yo, por ejemplo, tuve que superar un duro examen para entrar a trabajar como eventual antes de presentarme al concurso definitivo.

El español intuyó que no se iba a dar por vencido.

—Yo deseaba conocer el mundo rural, salir de París y practicar otro tipo de medicina distinto al de la capital. Un amigo se lo comentó al doctor Peyron y este accedió. No hay más.

—Pero Peyron me dijo que lo había recomendado el prefecto desde Marsella.

Aldave comenzaba a impacientarse.

—Quizás. No sé a ciencia cierta los pasos que dio mi amigo. Pensaba que había hablado directamente con el director del Saint Paul, pero tal vez recurrió a una tercera persona.

—Ya…

—¡Menudo desastre de despacho! Será mejor que ponga un poco de orden —dijo Galo, concluyendo así la inoportuna insistencia de su compañero.

—Está bien. Le dejo. Más tarde le pasaré la lista de sus enfermos. Si necesita algo, voy a estar en mi despacho.

—Gracias.

Por fin se había quedado solo. Pero la visión que tenía ante sus ojos era todo menos alentadora: un caos dentro de una habitación. Aldave no sabía por dónde empezar. Así no podía ni sentarse. Y no solo debía ordenar la marabunta de papeles, libros y cuadernos que estaban amontonados en la mesa, en las sillas y en las estanterías, sino que no podía prescindir de ninguno, podrían serle de gran utilidad para encontrar alguna pista que le indicase de qué y por qué enfermaban y morían tantos dementes en el sanatorio. Y estaba claro que, al menos al doctor Larroque, no le había entrado con buen pie. «Mal comienzo —se dijo—. Esperaba encontrar un aliado en el ayudante de Peyron, pero va a ser complicado trabajar con él, quizás hasta sospeche algo». Como no podía hacer otra cosa, se puso manos a la obra y comenzó a revisar uno por uno los informes y los libros que había encima de la mesa. A la vez, tomaba apuntes de los datos que, a su juicio, podían resultarle de interés, ordenándolo todo según la importancia de la información proporcionada. Lo que no necesitaba lo colocaba en el suelo formando una columna de papeles que más adelante situaría en alguna estantería (desordenada a su vez en ese momento). Cuando había pasado más o menos una hora llamaron a la puerta. Casi agradeció la interrupción. Una religiosa enjuta y arrugada entró en el despacho y se plantó delante de la mesa: era la superiora de la congregación, la madre Épiphane. Solo con verla, Galo atestiguó la imagen de ella que el director le había descrito. Sin efusividad, pero con corrección, la religiosa se presentó y, con fluidez y claridad de ideas, en pocos minutos le explicó las funciones de las hermanas, la organización del sanatorio y hasta los problemas diarios con que se enfrentaban. Nada mencionó de la salud física de los internos ni de las «desviaciones de la norma» en materia de mortalidad que observó el inspector de París, y, por el momento, Aldave tampoco quiso ni mencionarlo.

—Las hermanas de Saint Joseph estamos en este sanatorio para servir a Dios a través del servicio a estos pobres desgraciados. Esa es nuestra auténtica misión y a ella encomendamos nuestros esfuerzos diarios. La recompensa la recibiremos en el más allá, no nos importa lo desagradecido de la vida en este mundo.

Por el tono uniforme de voz, a Aldave no le acabó de quedar claro si la religiosa decía esto con auténtica convicción o si por el contrario era una norma de vida que le habían impuesto o se había impuesto a sí misma para, con el paso de los años, aceptarla finalmente como dogma. En todo caso, no titubeó a la hora de relatarle el funcionamiento del Saint Paul, ni a la hora de expresarle su fe.

—En cuanto a su pase de visita a los enfermos —prosiguió la madre—, usted estará acompañado de la hermana Anne-Marie, que hasta ahora hacía lo propio con el doctor Jalou. De las cuestiones prácticas le informará ella con todo detalle. En este momento no puedo presentársela porque está descansando. Esta última noche se ha quedado de vela con las internas y, por lo tanto, hoy dispone de la mañana libre para reposar, pero esta tarde la podrá conocer.

—¿Cuántas personas se quedan de noche a velar a los internos?

—Normalmente, una hermana en el pabellón de mujeres y dos ayudantes en el de hombres, a no ser que haya algún interno con agitación y sea necesario un ayudante más.

—Posiblemente me quede yo también alguna noche.

La madre Épiphane se le quedó mirando unos segundos y después dijo seria:

—No es lo habitual.

—¿A qué se refiere, madre?

—Los médicos nunca se quedan en el sanatorio a velar a los pacientes. Tendrá antes que consultarlo con el doctor Peyron.

—Ah, de acuerdo, igual me he expresado mal, no me refería exactamente a velar a los internos, sino a permanecer en el centro, aquí en mi despacho, a trabajar.

—De todos modos, tiene que hablarlo con el doctor Peyron —dijo la monja zanjando de una vez el tema—. A propósito, el doctor Larroque me ha encargado que le diga que, debido a lo avanzado de la hora, hoy usted realizará solo su visita de la tarde… —La religiosa echó un vistazo por toda la estancia—. El doctor Jalou era un tanto desordenado, pero, créame, estaba convencida de que yo misma encargué que ordenaran este despacho.

—No se preocupe, madre, casi prefiero hacerlo yo mismo. Hay material que puede ser de interés y de esta manera sé dónde lo guardo.

La puerta había quedado entreabierta y una voz grave se oyó desde el pasillo.

—¡Madre Épiphane!

—¿Sí?… Ah, eres tú. ¿Qué ocurre, Pierre?

—Poulet espera fuera al nuevo doctor dentro de media hora para llevarlo a comer.

—Muchas gracias, Pierre, puedes volver a tu puesto. —La madre se giró hacia Galo—. Era nuestro portero. Ya lo ha oído, Poulet le espera. Si necesita algo de mí, no dude en decírmelo. Confío en que se habitúe pronto a nuestras costumbres y esté usted en nuestro sanatorio lo más a gusto posible.

—Muchas gracias, madre.

Cuando desapareció la religiosa, Aldave decidió dar por concluida su tarea hasta la tarde. Salió del despacho y, lejos, oyó una especie de alarido, seguramente de algún demente, y palabras en voz alta que no supo descifrar. Ya en el exterior, para hacer tiempo, optó por visitar la capilla, adyacente al edificio principal del sanatorio. Nada más entrar se quedó maravillado. Una música armoniosa, bellísima, llenaba todo el espacio del oratorio. Casi mecánicamente se sentó en el último banco y se dejó llenar también él de unos sonidos vibrantes y melodiosos que le llegaban directamente al alma. Notó que alguien había entrado en el recinto sigilosamente y se sentaba a su lado. Era un sacerdote. Tras unos minutos en silencio, le susurró:

—Emociona…, ¿verdad?

Galo, en vez de responder verbalmente, para no romper el encanto del momento, simplemente cerró los ojos afirmando con la cabeza. A un lado del altar, oculta por una columna, de espaldas a ellos, una religiosa estaba sentada tocando algún instrumento desconocido para Aldave, pero de una sonoridad y un refinamiento exquisitos. Cuando la hermana terminó, se arrodilló para rezar y los dos hombres salieron.

—Eugène de Tamisier, capellán del Saint Paul —se presentó el clérigo.

—Galo Aldave, médico recién llegado.

—¿Había oído tocar la cítara alguna vez, doctor Aldave?

—Nunca, pero estoy realmente impresionado.

—La hermana Anne-Marie es una gran citarista. Es un verdadero privilegio escucharla… ¿Está usted interesado por la música?

—Disfruto mucho con ella…, pero no soy ningún experto.

—¡Ah!, de eso se trata, de saber disfrutar de la música, de la poesía… El arte nos hace más humanos y nos acerca más a lo divino, ¿no cree?

—Estoy completamente de acuerdo con usted; al fin y al cabo, es una de las pocas cosas que nos diferencian de los animales.

—¡Fabuloso! Ya tenía ganas de poder hablar de cosas interesantes con algún médico del sanatorio —exclamó el capellán, luego bajó el tono de voz a la vez que ocultaba su boca con la mano y se acercaba a Aldave exagerando la complicidad—; estoy harto de tanto cerebro y circunspección.

—Pero tengo entendido que en el Saint Paul se le da mucha importancia al arte como medida terapéutica para los internos.

—Sí, eso sí, gracias a Dios. Los doctores de este centro, me refiero a Peyron y Larroque, atribuyen al arte un poder curativo que yo estoy convencido de que posee, lo que ocurre es que, después, ellos son incapaces de «disfrutar» como usted o como yo, solo teorizan, no sé si me explico.

Antes de que Galo pudiera contestar, oyó la voz de Poulet que lo reclamaba.

—Lo siento, padre, ya nos veremos y seguiremos hablando.

—Eso espero…, ¡y bienvenido! —dijo en voz alta mientras Aldave se alejaba a buen paso.