La mayor ilusión de don Fermín Aldave, padre de Galo, era que su hijo fuese médico. Él mismo había estudiado medicina, en contra de las intenciones de su propio padre, que auguraba para él un próspero futuro como terrateniente. Fermín era el primogénito de una acaudalada familia del norte de Navarra. Su padre era propietario de un considerable número de fincas de cultivo y de una importante extensión de terreno para pasto, todo adquirido por él mismo —su hermano mayor había heredado la hacienda familiar—. Con dieciocho años recién cumplidos, en plena ocupación napoleónica, aprovechando la magnífica situación de su casa, cercana a la frontera con Francia, empezó a comerciar con el país vecino comprando y vendiendo mercancías de todo tipo, la mayoría de las veces de contrabando. Una vez finalizada la contienda y con una pequeña fortuna a sus espaldas, se especializó en la importación de vino. Su principal proveedor era un mayorista de Pau con el que congenió nada más conocerlo, hasta llegar a convertirse en grandes amigos. Con él se lamentaba de que Fermín, su único hijo varón, en vez de dedicarse al negocio y patrimonio familiares, se decantara por una profesión que, con casi total seguridad, le iba a impedir seguir los pasos de su progenitor. En uno de sus viajes a Pau, Fermín, recién licenciado, acompañó a su padre. Se alojaron en casa del comerciante francés y en tan solo tres días, al percibir la sintonía del joven médico con la hija menor del anfitrión, quedó pactado el compromiso de los dos jóvenes.
Constance no sabía nada de español cuando llegó a Tudela. Su marido había obtenido por oposición un puesto de médico titular en la ciudad regada por el Ebro. Aunque añoraba a su familia y a su país, la joven desde un principio decidió no arredrarse y convertirse en una verdadera española, aunque fuera por no dejar en mal lugar a su esposo, del que se había enamorado desde el primer instante en que lo vio. Él mismo le impartía clases de castellano después de finalizar cada día su trabajo. Muy pronto comenzó a chapurrear el idioma y al año de su llegada ya ayudaba a Fermín en la consulta. Por su juventud, su posición social, la nacionalidad de ella, muy pronto la pareja se hizo popular en la localidad. A Constance, por supuesto, la llamaban la Francesa.
Fermín adoraba Francia. Quizás fuese esa la primera razón por la que le gustó la muchacha nada más verla. Irradiaba espíritu francés, como él acostumbraba a denominar la mezcla de modernidad, racionalidad, ilustración, refinamiento… que el país galo le mostraba a través de los viajes con su padre o de sus lecturas. Con Constance en casa un pedazo de Francia le pertenecía y se dejaba contagiar de su discreción, su cultura, su elegancia…
Por eso, cuando Galo manifestó el deseo de ser médico, su padre no lo dudó ni un instante: lo enviaría a estudiar a París. Vendió parte de la herencia de su padre el comerciante, la invirtió en deuda del Estado y con los intereses sufragó la matrícula y los gastos.
Por su parte, Galo, ya desde adolescente, no concebía su futuro fuera de la medicina. La consulta de su padre siempre le había parecido un lugar asombroso, con la mesa ordenada, la camilla inmaculada, el armario repleto de frascos e instrumentos variados y desconocidos, el olor a medicinas…, pero su vocación la debía por entero al ejemplo de su progenitor, que disfrutaba todos los días del año de su trabajo. Cursó el bachillerato en Pamplona y, nada más finalizar el último curso, acompañado de sus padres y del abuelo francés, llegó a París para matricularse en la Facultad de Medicina. Como no podía ser de otra manera, la ciudad le deslumbró. Las capitales que hasta entonces conocía —Pamplona, Zaragoza— no dejaban de ser «pueblos grandes». París era algo extraordinario, y más para un joven de dieciocho años lleno de dinamismo y ganas de comerse el mundo.
El primer día de clase se sentó por casualidad al lado de otro alumno impecablemente vestido y, aparentemente, tan solo y perdido como él. Se trataba de Philippe Bruneau, perteneciente a una familia de jueces y magistrados de mucho renombre en París. Él era el primer miembro de la saga que se decantaba por una carrera alejada del mundo del derecho. Se hicieron amigos. Aunque Galo hablaba un perfecto francés «del sur», Philippe enseguida adivinó que era extranjero: su atuendo lo delataba. Cuando la amistad profundizó, Philippe le insinuó, de la manera más delicada que pudo, la idoneidad de modernizar su ropa al estilo de la capital. Orgulloso, Galo, en su fuero interno, se molestó, aunque se esforzó por ocultarlo. Sin embargo, rápidamente encargó dos trajes completos y veinte días más tarde era un completo parisino.
Al igual que en el tema de la ropa, Philippe le aleccionó en todos los aspectos de la ciudad que solamente un nativo de cierta posición social conoce y domina. Le presentó a sus amigos, le mostró los barrios de París, le enseñó las costumbres y modos de relación… y lo introdujo en su familia. Su padre apenas pisaba la casa, pero su madre lo acogió con cordialidad. La belleza de Camille, la única hermana de Philippe, unida al carácter decidido y extrovertido de la joven turbaban a Galo, que apenas se atrevía a dirigirle un escueto saludo. Había permanecido los últimos cuatro años de su vida en un rígido internado y solo había tenido trato con muchachas en los escasos días de vacaciones. Por supuesto que Camille nada tenía que ver con esas chicas. Ella era distinta incluso al resto de jóvenes que paseaban por los bulevares parisinos. Tenía una elegancia innata que no dependía tanto de la lujosa ropa que llevaba como de su manera de andar, de sentarse, de mirar a través de la ventana o de, simplemente, sonreír sin disimulo ante cualquier torpeza de Galo en un mundo muy por encima de sus posibilidades. El tono dulce de su voz no era sino una continuación de un rostro sereno y nacarado y de unos ojos verdes que reflejaban el estallido de un manantial de agua cristalina. Hasta sus manos eran preciosas, aderezadas con una sencilla sortija con varias turquesas dispuestas en forma de corazón. Alguna vez Aldave se había quedado magnetizado contemplando la gracia de aquellas manos sirviendo café para los tres o colocando delicadamente unas flores secas o unas plumas en un sombrero que acababa de comprar para adornarlo ella misma, a su gusto. Y también sabía ser divertida, ocurrente, chispeante en el momento más oportuno, cuando los dos amigos llegaban cabizbajos tras una mala calificación o cuando querían celebrar un gran acontecimiento, como la jubilación de un profesor huraño o la conquista de Philippe de algún amor que se le resistía… Si desaparecía, toda la alegría que emanaba parecía evaporarse; y al contrario, si de repente entraba en la casa, solo con adivinarla, aun sin verla, el ambiente se impregnaba de un hálito especial, mucho más potente que el mejor de los perfumes. ¿Cómo no estar cohibido ante ella? ¿Cómo no verla como una diosa en el Hades a una distancia inalcanzable para un mortal?
Entre estudio, clases, amistades y diversión fueron pasando los meses y los cursos y los muchachos se convirtieron en dos hombres con un prometedor futuro. A los dos les apasionaba la medicina y con frecuencia entablaban largas conversaciones que se prolongaban hasta las primeras luces del alba. Philippe había alquilado una habitación con la excusa de concentrarse mejor en el estudio y allí se reunían a diario para compartir libros y discutir de cualquier tema que estuviese de actualidad, pero sobre todo de su carrera. Les interesaba la figura del insigne fisiólogo, ya fallecido, Claude Bernard, y sus experimentos en la Sorbona. Comentaban con entusiasmo tanto su famoso libro Introducción al estudio de la medicina experimental como pasajes de sus dos obras póstumas, Lecciones de fisiología operatoria y Lecciones sobre los fenómenos de la vida comunes a los animales y los vegetales, y cómo la ruptura con su maestro Magendie se había producido al criticar Bernard el empirismo radical del primero. Corrían ya tiempos de positivismo y experimentación.
También encontraban tiempo para asistir a exposiciones, cafés y tertulias… El barrio de Montmartre, plagado de artistas y cabarets, lo conocían a la perfección. Con su planta, su simpatía, su juventud, su distinción…, les sobraban admiradoras por todas partes y ellos, sobre todo Philippe, se dejaban querer…
Sin más preámbulo, un día Philippe le espetó a su amigo que su hermana estaba enamorada de él. Estaban en la habitación alquilada, uno de espaldas al otro, estudiando cada uno en una mesa. Galo ni siquiera se giró. Su corazón comenzó a palpitar atropelladamente. Se quedó mudo, incapaz de articular ni una sola palabra, es más, incapaz de elaborar un solo pensamiento. Al notar su azoramiento, Philippe se levantó de la silla y le pasó el brazo por los hombros susurrándole al oído: «bienvenido a la familia Bruneau». Era domingo y se oía con claridad el bullicio de la gente en la calle, pero el joven español solo escuchaba una y otra vez el murmullo de las palabras que su amigo acababa de ofrecerle como el mejor de los regalos. A partir de ese instante su mundo cambió y Camille se convirtió en el centro de su vida y de sus ilusiones. Incapaz de dejar de pensar en ella, andaba distraído, no se concentraba en el estudio, olvidaba citas… El día en que le declaró su amor a la muchacha, esta le confirmó lo que su hermano ya le había adelantado. Galo no imaginaba que se pudiera ser tan feliz. Como por arte de magia todo lo que le rodeaba era más hermoso: las calles, las aulas, la pensión donde vivía, hasta el mismo sol…, todo estaba impregnado del amor y la dicha de los dos jóvenes, que vivían su historia a plena luz del día, pero, por consejo de Philippe, con total reserva dentro de la casa familiar («mis padres no quieren que Camille se comprometa tan joven»).
En el último curso de carrera, Galo obtuvo una codiciada plaza de alumno interno pensionado tras examinarse de unas pruebas teórico-prácticas dificultosas, y entró a formar parte de la cátedra de Medicina Legal que encabezaba el afamado profesor Leroy. Este le había cautivado con sus lecciones magistrales, inyectándole el germen de la curiosidad y de la pasión por una rama del saber tan interesante como compleja: averiguar el porqué y el cómo de los actos criminales para ponerlos al servicio de la justicia. Philippe, por su parte, se decantó por la reina de las especialidades médicas: la medicina interna. Su sueño era instalar una consulta privada en el centro de París y ejercer a su vez en uno de los hospitales de la ciudad, como hacían los médicos más prestigiosos.
Juntos comenzaron la carrera y juntos la terminaron. El profesor Leroy se había percatado de la inteligencia, la sagacidad y la capacidad de trabajo del español, y le ofreció una plaza eventual de profesor de prácticas con un sueldo que le permitía mantenerse por sí mismo. Al catedrático le agradaba mucho Aldave, lo consideraba uno de sus discípulos más aventajados, con un gran porvenir. Si el joven respondía a sus expectativas, pretendía no solo enseñarle todo lo que él mismo sabía, sino proporcionarle una situación laboral estable en su cátedra para que no se viese obligado a volver a España a ejercer, país con un retraso de siglos respecto a Francia.
Cansado de ocultar por más tiempo a los señores Bruneau su relación con Camille y en vista del aprecio que le habían profesado durante todos los años de amistad con Philippe, Galo comentó a su amigo su decisión de pedir la mano de la muchacha. Se encontraban en un diminuto café de Montparnasse y el ambiente estaba bastante enrarecido. Esta vez quien se quedó sin habla fue el francés. Su semblante, habitualmente alegre, se ensombreció de repente. Apuró de un trago el vaso de absenta y empezó a mirar a todas partes evitando los ojos interrogantes del español. Al fin le dijo que esperase un poco, que al día siguiente hablarían con calma del asunto. Por mucho que Galo insistió en que le explicase el porqué de semejante actitud, Philippe se negó a contestarle y, atropelladamente, se despidió con un torpe pretexto. A través del vaho de la ventana Galo vio su entrañable figura alejarse entre la gente en medio del atardecer y sintió en lo más profundo de su ser una incomprensible soledad. Esa noche no pudo dormir. La expresión de Philippe le había dejado inmensamente preocupado. Si bien es verdad que hasta entonces no acababa de comprender la razón de tanto disimulo con los padres de Camille, tampoco se había planteado la posibilidad de que existiera algún obstáculo a la hora de afianzar su amor con la muchacha ante su familia y ante el resto del mundo. Ahora sí. Ahora acudían a su mente mil y una trabas reales o imaginarias que podían poner en peligro su dicha, el estado de perpetua felicidad en el que se encontraba desde que supo que su hermosa Camille le amaba. Pero cuando la angustia más lo atenazó fue al rememorar sus últimos encuentros con la joven. En ese momento, él, entusiasmado por relatarle sus éxitos profesionales, apenas había reparado en la actitud de Camille, que ahora se le representaba nítida en medio de la noche: Camille, su adorada Camille, el sueño de cualquier hombre —bella, inteligente, cálida—, había cambiado. Su sonrisa, sus ademanes cariñosos, su mirada atenta a todo lo que Galo pudiera decir o hacer… no habían desaparecido, pero no poseían, ni mucho menos, la fuerza y la entrega incondicional de antes. ¡Cómo había sido tan imbécil de no haberse dado cuenta!
«¿Por qué?», esa era la pregunta que incesantemente se repetía. «¿Por qué Camille ya no es la misma?, ¿por qué Philippe no me felicitó ni me animó a pedir su mano?, ¿por qué palideció cuando le hablé de mis intenciones con su hermana?».
En cuanto amaneció, Galo se vistió y se dirigió a la mansión de los Bruneau. Una niebla espesa cubría la ciudad. Apenas se vislumbraba la luz tintineante de las farolas, todavía encendidas. Los escasos transeúntes parecían espectros atravesando el más allá, presurosos y casi volátiles. Había quedado con Philippe en que se verían a última hora de la tarde, pero no podía esperar hasta entonces con semejante desazón consumiéndole. El mayordomo lo recibió sorprendido de verlo a esas horas, pero, ante la insistencia de Aldave, fue a avisar a Philippe. La casa estaba completamente silenciosa. De vez en cuando desde la zona de la cocina llegaba algún lejano murmullo, el ir y venir que indicaba el comienzo de la jornada de los criados. Lo habían pasado a un pequeño gabinete contiguo a la biblioteca, donde el señor Bruneau recibía a las visitas relacionadas con su profesión, pero sin la categoría suficiente para ser atendidas en su despacho. Galo imaginó a Camille durmiendo apaciblemente en el piso de arriba y por un instante dudó de si estaba cometiendo una tontería, si había construido una montaña de un minúsculo grano de arena, si sus conjeturas no habrían sido fruto de los celos, de la inseguridad o, simplemente, del miedo de perderla, sin fundamento alguno, tan solo por un gesto ambiguo de su amigo que podía significar cualquier cosa intrascendente.
Philippe apareció con el pelo revuelto, sin afeitar, envuelto en una bata larga de seda azul noche. Al advertir el estado de zozobra de Galo, le ofreció inmediatamente una copa, le invitó a sentarse y le rogó que esperase unos minutos mientras se vestía. Galo percibió debajo de su ropa la frialdad del cuero añejo del sillón y sintió un pequeño escalofrío. Apoyada en la pared, una mesa rectangular sustentaba una gran batalla de soldados de plomo de la época de Napoleón. Uno de ellos sostenía una especie de estandarte en el que se leía «Borodino». En otras ocasiones, Aldave se había entretenido esperando a Philippe en ese mismo lugar, deleitándose con los inconfundibles uniformes de los soldados franceses, con la noble caballería rusa, con los cañones de los dos bandos y con la disposición de todos los elementos como si de una recreación fiel de la batalla se tratase. Pero aquel día su atención se fijó en un pobre soldado ruso de la retaguardia, solo, tal vez herido, sentado en un diminuto asiento de papel maché que simulaba una roca, ajeno a la ofensiva. Le vino a la mente un fragmento de Tolstói, en Guerra y paz, cuando Nicolai, segundos antes de entrar en combate, contempla el maravilloso cielo azul y piensa que quizás esa sea la última vez que pueda admirarlo. En ese momento, Galo, habiendo alcanzado el cielo con Camille, presentía cercana una inmensa sima.
Philippe regresó ya vestido. Le recordó al español que era día de trabajo y le propuso ir andando hacia la facultad mientras hablaban. Daba la impresión de que tenía prisa por salir de casa, seguramente para que no los viera nadie de la familia. Como era muy temprano y hacía frío, entraron en un café. Los dos estaban nerviosos, aunque Philippe trataba de disimularlo. Conocía de sobra a su amigo y sabía que no podía andarse por las ramas. Comenzó diciéndole que su hermana era una persona incapaz de mentir, que el amor que le profesaba era sincero y que, al igual que Galo, se había ilusionado de cara a un futuro compartido con él. Lo que ocurría es que la realidad es más decisiva que los sueños y llega un momento en que estos se agotan. Los señores Bruneau se habían enterado de la relación de los dos jóvenes y le habían advertido a Camille de que era imposible continuar con él. Tenían proyectado desde hacía tiempo el futuro de su hija y esto era algo inamovible. Camille en el fondo siempre había conocido «su futuro», que no era otro que emparentar con alguien «como ellos», aunque durante su «amistad» con Galo ella misma se había colocado un velo delante de los ojos. Pero era una buena hija y acataría, sin ninguna duda, la decisión de sus progenitores.
Indudablemente, Philippe se había preparado estas palabras y había cuidado la manera de decirlas para herir lo menos posible a su querido amigo. No era el Philippe irónico de siempre, el seguro de sí mismo, el que mantenía el tipo ante los imprevistos. Bajo un tono de voz que intentaba transmitir seguridad, Galo adivinaba a un Philippe desconocido, ¿con sentido de culpa? Mientras hablaba, Galo tenía la vista fija en un punto insignificante de la mesa, como el acusado que está oyendo su sentencia de muerte y evita el rostro del que se la está leyendo. No se enteró de más. No escuchó las sinceras palabras de su amigo, que lamentaba, sí, su parte de culpa y el deplorable estado en que se encontraba Galo.
Se levantó y, tras un casi imperceptible «adiós», se colocó el sombrero y se fue. Empezó a vagar sin rumbo por las calles que poco a poco se iban poblando de gente. Todo le era ajeno. Cualquier otro día habría saludado con simpatía a los tenderos que sacaban a la calle sus mercancías y a las criadas que barrían a primera hora los portales con ojos de sueño. Pero ahora todo había cambiado radicalmente. Nada le importaba. Al atravesar el Sena se acercó a la baranda del puente y pensó en los infelices que habían entregado su vida al río en un momento de desesperación. Él podía ser hoy uno de ellos. Al fin y al cabo, si en el platillo de una balanza colocase los momentos felices de su vida y en el otro los de un terrible desamparo, con toda seguridad pesarían más los últimos. Para qué seguir viviendo entonces. Para qué sufrir más. Semioculto por la bruma, nadie se enteraría de su «accidente» y tampoco le iban a extrañar sus íntimos en París, los hermanos Bruneau, extraños desde ese día como cualquier desconocido transeúnte…
—¡Aldave! ¿Es usted? —una potente voz familiar lo condujo de repente a la realidad. Se trataba del profesor Leroy, que lo había reconocido desde su coche a pesar de la poca visibilidad de la mañana—. ¿Qué está haciendo? ¡Venga al coche ahora mismo!
Por un momento, Galo dudó si estaba inmerso en un maldito sueño. Casi mecánicamente entró en el carruaje, aterido, y al ver el rostro sorprendido de Leroy, en medio de una gran tensión, se acordó de su padre y se echó a llorar.
Hasta que Galo no se tranquilizó el catedrático no permitió que el coche se detuviera. Ya en su despacho, con algo más de calma, el español no tuvo más remedio que relatarle el porqué de la locura que había estado a punto de cometer.
—¡Ay!, qué malo es el mal de amores —repuso comprensivo Leroy—, y se lo dice alguien que lo ha sufrido.
Desde entonces se creó entre los dos una especie de nexo de unión entre iguales, siendo tan distantes sus orígenes y su categoría profesional. A partir de ese día Leroy se afianzó en su intención de conservar a su lado al joven a toda costa.
***
Mi adorada Camille:
No puede haber otro ser más desdichado que yo sobre la tierra. Aún me parecen un mal sueño las palabras de Philippe sobre ti, sobre nosotros, hace tan solo unas horas. Al evocar todos los momentos maravillosos que hemos compartido, que hemos vivido al unísono como si nuestros espíritus fueran uno solo, me resisto a creer que el destino nos separe de esta forma tan absurda. Te amo con toda mi alma, mi querida y adorada Camille. No puedo ofrecerte posición social ni rentas que estén a la altura de tu familia, pero mi vida te la entregué el primer día que te declaré mi amor; desde entonces ya no me pertenece, sin ti la pierdo para siempre.
Necesito oír de tus labios que todavía me amas, que vas a anteponer nuestra dicha a todos los convencionalismos… Si eso es lo que te dicta tu corazón, o si en él se debate una mínima duda, por favor, hazme llegar una nota cuanto antes y acudiré veloz donde tú propongas.
Tu entregado,
Galo
París, 20 de enero de 1889
***
Estimada Camille:
Al no recibir contestación a mi anterior carta, doy por sentado que no deseas ninguna comunicación conmigo. No me queda más salida que respetar tu actitud, aunque me cuesta comprenderla viniendo de ti. Te deseo lo mejor para el resto de tus días. Ojalá tú puedas ser feliz.
Galo
París, 26 de enero de 1889
***
Estimado Philippe:
En primer lugar, deseo disculparme por haberme despedido de una forma tan fugaz, tan poco educada, la otra mañana. Tengo que agradecerte la sinceridad con que expusiste la «situación» de tu hermana y sus planes de futuro. En realidad me siento como un completo bobo y soy consciente de haber hecho el ridículo ante vosotros y tu familia. Lo confieso: pensé que era «uno de los vuestros», figúrate qué atrevimiento y qué ingenuidad por mi parte. Como atenuante ante una familia de juristas diré que quizás el amor por Camille me cegó, que mi presunción se debió a un sincero sentimiento hacia tu hermana, maravillosa mujer que no merezco (esto ya lo pensaba cuando entre nosotros nada se interponía).
Respecto a nuestra amistad, siempre conservaré los buenos momentos, que han sido muchos.
Pero no puedo evitar reprocharte desde lo más profundo de mi corazón que no me advirtieras del desenlace de todo esto —que conocías desde el principio— y que no hayas luchado ni un ápice por variar el final de la predestinación de tu hermana —si es que a mí me veías capaz de hacerla feliz, que ahora lo dudo—. Seguramente tú eres uno más «de ellos», pero si es así, no debieras haberme abierto tu casa, ni tu inteligencia, ni tu alma en tantas ocasiones. Mi idea de la amistad es «para lo bueno y para lo malo», casi un tratado de ingenuidad, como ves.
Sé que dejaste una nota para mí invitándome a tu casa para seguir charlando y, según intuí, para que Camille me diese «explicaciones». Gracias, pero no voy a atravesar esa puerta nunca más, voy a ahorrarme esa humillación.
Te ruego, por tanto, que tú y tu familia os olvidéis de mi persona, como si no hubiéramos coincidido jamás en un banco de universidad. Sé que vosotros me lo agradeceréis.
Atentamente,
Galo Aldave
París, 26 de enero de 1889