La primera tentación de Galo Aldave cuando pisó de nuevo la calle fue girar sobre sí mismo y contemplar, aunque fuera con escasa perspectiva, el edificio de la Prefectura. Su majestuosidad lo abrumó. Semejaba un gigante con los brazos extendidos abarcando a todo el que se le acercase, dominando no ya solo la plaza que lo acogía, sino toda la ciudad de Marsella y todo el departamento. «Nada es verdad ni es mentira —le decía a menudo su padre, recordando esos versos de Campoamor—, todo depende del color del cristal con que se mira». Rememoró esta frase porque una hora antes, al entrar en la prefectura, ni había reparado en la magnificencia del inmueble, ensimismado en las razones del encuentro que iba a producirse, ni en la importancia de su interlocutor, algo que, ahora, frente al edificio neoclásico, quedaba rotundamente de manifiesto. Contó dieciséis ventanas por planta, que multiplicadas por tres alturas suponían cuarenta y ocho ojos con los que vigilar a los marselleses y a los habitantes del departamento. Tendría no menos de cincuenta metros de largo, y la piedra algo ocre de su fachada a esa hora del día irradiaba una cálida luz que atemperaba el rigor de los asuntos que en su interior se decidían. «El ventanal central con las banderas debe de ser el de su despacho», pensó. Pero a la vez que era consciente del enorme poder del prefecto, también lo era de su debilidad. ¿Cómo si no un hombre de su rango pone en peligro su carrera por un asunto menor? Objetivamente, para el sanatorio, para su director, el tema de las «irregularidades» del Saint Paul era, sin duda, algo grave, pero para un prefecto, para el hombre que detenta el mando de uno de los departamentos más importantes de Francia… resulta poco más que insignificante en medio de las importantes cuestiones que a diario con toda seguridad se le presentan. «Le Figaro», voceó un niño. Galo compró un ejemplar: «Miércoles, 8 de mayo de 1889», leyó de soslayo mientras doblaba el ejemplar y lo guardaba en el bolsillo. «Sea un tema mayor o menor para un político, para un forense el asunto del sanatorio de Saint Paul es magnífico, una gran oportunidad para poner en práctica el método científico». Por un momento se sintió a gusto consigo mismo, se sintió afortunado al ser elegido para investigar un caso así. Alto, con el cabello castaño oscuro, ondulado, la barba poblada y un traje de pantalón y levita de color gris, encargados un año antes a un joven sastre de París que comenzaba a despuntar, la mayoría de las damas que se cruzaban con él le obsequiaban con miradas sugerentes y él les respondía de igual forma desde unos ojos profundos y, para muchas, enigmáticos.
Consultó el reloj: cerca del mediodía; por suerte aún tenía tiempo de conocer el puerto. De ninguna manera podía admitir que la razón por la que había aceptado el caso era poder pisar el puerto de Marsella, pero su devoción por Alejandro Dumas y especialmente por la vida y peripecias de Edmond Dantés le habían llevado a soñar muchas noches de su adolescencia con la isla y el castillo de If, frente a la costa de Marsella, donde el sufrido conde de Montecristo permaneció preso hasta que, ingeniosa y valientemente, se escapó. Mejor ocasión que aquella para poder divisarlo con sus propios ojos… Se orientó por el sonido de las sirenas de los buques, que parecían potentes plañideras pretendiendo atraer a todo el que estuviera de paso. Mientras recorría sus calles le sorprendió la vivacidad de la ciudad, la más antigua de Francia, fundada 600 años antes de Cristo por los focenses, procedentes del golfo de Esmirna, en el Asia Menor. Desde principios del siglo XIX había progresado de manera espectacular debido a la expansión francesa hacia Argelia desde 1830 y a la apertura en 1869 del canal de Suez. A partir de entonces todo había crecido: el puerto, la población, la urbe… y el número de fábricas, que a su vez atraían a mano de obra trabajadora. Contaba con unos 400 000 habitantes. Y su puerto era el cuarto en importancia mundial, tras los de Londres, Liverpool y Nueva York. El español, siguiendo las enseñanzas de su padre, nunca viajaba a ningún lado sin antes informarse bien de adónde iba. Conforme se acercaba al muelle iba percibiendo, cada vez con mayor intensidad, su aroma húmedo y salado. Empezaron a aparecer puestos de vendedores con comida, ropa, aparejos de barco… y multitud de gente diversa, tanto en el color de la piel y en la variedad de rostros y figuras como en su vestimenta. Marineros de todas las razas y pelajes, mujeres de dudoso aspecto, caballeros atildados, fornidos descargadores, niños sucios con caras felices jugueteando sin control, algún clérigo… Todos parecían caber armoniosamente en esa especie de escenario que a Galo se le antojó extraordinario. «Lo mejor de Marsella —pensó—. La prefectura, al lado de esto, es una anécdota». Las naves, como formidables templos, dejaban entrar y salir de sus tripas sin cesar a decenas de estibadores con contenedores de madera, fajos de carga, bidones, aparatosos baúles… Algunos eran hombres corpulentos, pero en cambio otros estaban enjutos e impresionaban por su aparente debilidad porque aun así portaban los mismos bultos, a veces más voluminosos y pesados que ellos mismos, y caminaban encorvados, casi tocando con la nariz el suelo, empapados de sudor, uno tras otro, con rítmica cadencia sobre un estrecho puente de madera y cuerda que se bamboleaba a su mismo son. Entre ellos, de vez en cuando, algún adolescente imberbe, por poco un niño, acompañando seguramente al padre o habiendo heredado de él el puesto. Entraban por una puerta, descargaban, salían por otra… y vuelta a empezar. Unos navíos partían, otros atracaban. Le llamaron poderosamente la atención las grúas y los ascensores que funcionaban a presión con vapor de agua. Se oían gritos en multitud de idiomas. Todo estaba en febril movimiento, en un aparente caos de ruidos, olores, visiones…, pero un caos perfectamente coordinado. Se acercó a un hombretón con aspecto de capataz que dirigía a un grupo. Arrastraban una especie de vagoneta con ruedas de madera cargada de carbón para alimentar el fuego de una grúa. Galo tenía interés por conocer cuáles eran los productos que entraban y salían a diario del puerto. Mientras se liaba un cigarro, y sin quitar ojo a sus subordinados, el hombre le explicó que por allí pasaba de todo, desde alimentos como cereales, azúcar, café, cacao, grano, legumbres o vino, hasta seda, tabaco, metales o madera. Mirándolo de arriba abajo le preguntó si iba a embarcar y en ese caso si necesitaba a alguien que le acercase el equipaje. Aldave le aclaró que tan solo estaba de paso y aprovechó para preguntarle acerca de la isla de If. Tenía que recorrer todo el puerto y, desde el extremo de la bahía, la podría ver, le explicó el capataz. El mar estaba en calma aquella mañana. Una multitud de gaviotas gritaba estruendosamente volando por doquier. De repente alguna pasaba cerca del español rozándole el sombrero, obligándole a sujetarlo, lanzada en busca de alguna migaja o de algún trozo de pescado abandonados en el suelo. Conforme se aproximaba al final de la bahía, los barcos atracados ya no eran de carga, sino de pasajeros, y los estibadores habían dado paso a los criados de los viajeros y al personal de las embarcaciones, vestidos con mayor pulcritud y con ademanes más esmerados. Dos muchachas idénticas, pelirrojas, mientras aguardaban el momento de subir a su barco, ofrecían trocitos de pan a las gaviotas, levantando la mano lo más alto que podían. Las aves, en cuanto adivinaban la comida, se dirigían como flechas a las chicas, consiguiendo solo las más rápidas el trofeo. Era curioso observarlas porque también sus vestidos eran iguales, tan solo se distinguían por un pequeño matiz de color, más verdoso el de una y más azulado el de su hermana. Galo sonrió viendo cómo disfrutaban y se preguntó de dónde vendrían y adónde irían, y deseó en su fuero interno que esa felicidad no se limitase a un instante, que permaneciera en sus corazones juveniles y en sus corazones de mujeres adultas para siempre. El final del muelle estaba próximo. Cuando lo divisó a lo lejos, en mar abierto, cuando distinguió el castillo y la fortaleza que le habían hecho soñar años atrás, sintió que aquel viaje ya no sería una aventura baldía. Aquella visión que tenía ante sí lo justificaba y le exhortaba a seguir hasta Saint-Rémy y a bregar con lo que el destino le tuviera preparado. Aspiró el aroma del Mediterráneo mientras contemplaba un horizonte azul y alentador.
Ya de vuelta hacia la ciudad, antes de abandonar el puerto, sintió un contacto extraño:
—La buenaventura, señor…
Una gitana le había cogido la mano. Aldave la retiró al instante, con un estremecimiento, pero la mujer insistió:
—Señor, solo son unos céntimos, ¿no quiere saber su futuro?
—No, déjelo, mujer —replicó Galo con seriedad.
—¡Puedo ahuyentarle el mal de ojo! —insistió ella acercándose aún más.
El médico se puso nervioso. Aborrecía las supersticiones y a las personas que vivían del engaño a los ignorantes, que, desgraciadamente, eran muchos. Pero la gitana seguía acorralándole sin permitirle dar ni un paso. El resto de transeúntes seguía su camino sin siquiera mirarlos. «Quizás tenga cerca a un compinche y, si no cedo, se alíen para robarme. En ese caso, seguro que entre tanta gente nadie saldría en mi ayuda», pensó Aldave. Para acabar cuanto antes con ese inesperado encuentro, tendió su mano.
—¡Gracias, señor, qué bueno es el señor! —profirió la mujer sujetándole con firmeza la mano.
Entonces sintió el roce de las suyas, cálidas pero con cierta aspereza, como las de las campesinas que ayudaban a su madre en casa, cuando le retenían contra su voluntad para lavarle la cara o peinarle.
—Por favor, vaya rápido, tengo prisa —requirió impaciente.
La mujer lo condujo con gracia a la pared más próxima. Llevaba el cabello largo, de color castaño, recogido a modo de diadema con una tira de tela estampada, aunque alguna greña le caía por la frente. De entre la tez oscura, apergaminada sin duda prematuramente, sobresalían dos ojos verdes como piedras preciosas que compensaban con creces la oscuridad de algún diente. Llevaba una blusa parda abrochada con botones de arriba abajo, como las de los hombres, y una falda abullonada de rayas verticales y grandes flores verdes, grises y granates, de colores más vivos en unas zonas y más mortecinos en otras, con algún que otro remiendo aquí y allá…, y toda su vestimenta —blusa, falda, pañuelo— estaba recubierta de una capa de mugre tal que incluso en aquel ambiente variopinto llamaba la atención. Varios collares dorados y dos grandes aretes en las orejas dignificaban el conjunto mientras asomaban por las faldas como dos ratoncillos curiosos los pequeños pies del color de la ceniza.
—A ver, a ver… —le decía, concentrada en la palma de la mano, guiñando un ojo, como queriendo embeberse de la ciencia que transmitían los surcos de la piel—: le gusta ganar y le gusta gastar… Ha sido infeliz y ha sido feliz… Ha recibido una buena noticia hace poco tiempo… Se va de viaje… Y esa noticia va a cambiar su vida… —Galo miraba aquí y allá con miedo de hacer el ridículo y, en el fondo, temiendo también, a pesar de su descreimiento, el vaticinio de la mujer—. Va a vivir muchos años, hasta los noventa, y va a ser muy feliz —concluyó la gitana, tendiendo ella esta vez su palma ante el médico. Aldave le entregó un franco—. ¿Solo esto? —le espetó la mujer.
«Conque solo quería unos céntimos», estuvo a punto de decirle. El médico le entregó uno más. Rápidamente ella los guardó en algún bolsillo entre sus faldas floreadas. Mientras se alejaba, gritó:
—¡Les pondré velas a los santos para que le protejan!
Instintivamente, Galo se llevó las manos a la pechera: allí estaba su cartera y también palpó la llave que le había entregado el prefecto. «A todos les dirá lo mismo —pensó del augurio de la gitana. Ahora lo encontraba hasta divertido—. Pobre mujer, tener que ganarse la vida con este cuento». Y decidió dar por finalizado su paseo por el muelle. No quería que cualquier otra sorpresa le hiciera perder el tren.
Había aparcado su equipaje en la consigna, pero todavía le quedaba algo de tiempo antes de tomar el tren para Tarascon. Llevaba horas sin probar bocado porque los puestos de comidas del puerto le habían producido una cierta repugnancia, con su olor a aceite rancio y sus escuadrones de moscas libando sin cesar de las sardinas recién fritas y de los quesos. La estación de Saint Charles estaba a rebosar. Echó un vistazo a las cantinas. En una, una muchacha con una trenza morena aguardaba a los clientes apoyada en el mostrador, erguida, con una gran sonrisa como aderezo. En otra era un paisano orondo con un mandil rojizo el que ofrecía sus productos a los viajeros. No lo dudó. La joven le invitó a probar una ración de tapenade, una especie de pasta negra elaborada con olivas y anchoas. Detrás de ella, de espaldas, una mujer se afanaba preparando los productos que vendía la joven. Mientras esta le untaba una gran rebanada de pan con tapenade, la otra, seguramente su madre, miró de reojo por encima del hombro a Aldave sugiriéndole que probara el pastis, la bebida típica de la Provenza. Galo, aunque solo fuera por no menospreciar el ofrecimiento, se animó. Nada más ingerir el primer sorbo, a punto estuvo de escupirlo, de tan amargo. Lo contuvieron las miradas de las dos mujeres, que ahora reían al verle tan apurado mientras se disculpaban por no haberle advertido del sabor y de la cantidad de alcohol que contenía. Sin embargo, el tapenade le encantó y, por supuesto, se lo hizo saber.
Por fin anunciaron su tren. Aún le quedaba un considerable trayecto hasta Tarascon y, tras realizar transbordo, unas cuantas leguas hasta Saint-Rémy. Esa misma mañana, cuando el convoy llegaba a la estación de Saint Charles amanecía; por eso, al andar el camino en sentido inverso, contemplaba el paisaje por primera vez. El cielo, de un nítido y luminoso azul, contrastaba con los colores de los cultivos. Se sucedían las plantaciones de árboles frutales intercaladas con extensos campos amarillos plagados de girasoles. De pronto se adivinaba una mancha roja en el horizonte, y cuando el tren la alcanzaba se convertía en una alfombra de amapolas solicitadas sobremanera por mariposas y libélulas. Bandadas de aves sobrevolaban la extensa llanura dibujando evanescentes estelas. La luz del sol se reflejaba y brillaba en cada pétalo, en cada hoja, y el aroma de la lavanda penetraba por las ventanillas medio abiertas purificando el aire del humo y la carbonilla que exhalaba el ferrocarril. Mirara por donde mirara, el espectáculo que la naturaleza ofrecía era sublime. Se llenó de optimismo.
—¿Qué bonito paisaje, verdad? —El caballero que viajaba frente a él le sacó de su abstracción.
Hasta entonces el hombre había permanecido ensimismado leyendo un pequeño libro ayudado por unos quevedos. Era enjuto y menudo, apenas le llegaban los pies al suelo, pero tenía una nariz prominente, disarmónica con el resto de su cara, coronada, para colmo de males, con una gran verruga.
—Ya lo creo —respondió Aldave.
—¿Es la primera vez que visita la Provenza?
—Sí, y puedo asegurarle que jamás he visto una luminosidad como la de aquí. Y eso que yo procedo de una tierra con mucho sol.
Al médico no le importó entablar conversación. Su interlocutor debía de ser de la tierra, por el acento, más parecido al de Marsella que al parisino, y parecía amable.
—Extranjero, ¿verdad? ¿Tal vez español?
—Sí, soy navarro, ¿conoce Pamplona?
—¡Claro!, quiero decir que he oído hablar de ella, aunque no la conozco personalmente. ¿Es usted de allí?
—No exactamente, de una ciudad al sur, de Tudela —contestó Aldave.
—¿Toledo?
—No, Toledo es una ciudad al sur de Madrid. Tudela es una pequeña ciudad cercana a Pamplona —corrigió Galo.
—¡Ah!, comprendo. ¿Y está usted de paso? —volvió a preguntar.
—Llevo viviendo en Francia nueve años, si es a eso a lo que se refiere, concretamente en París. Pero asuntos profesionales me han traído a la Provenza, a Saint-Rémy.
—¡Ah, Saint-Rémy! —dijo el desconocido con cierta ampulosidad—: ¡La cuna de Nostradamus!
—¿Nostradamus? ¿Quiere decir que Nostradamus nació en Saint-Rémy? —preguntó extrañado el médico.
—Allí mismo. ¿Conoce su vida? —le preguntó el hombre acercándose a él y bajando el tono de su voz.
—No en profundidad, pero sí sé quién fue y conozco algo de su obra —contestó Galo.
—Un personaje enigmático, sin duda. Y muy interesante. No deje de visitar su casa natal. Dicen que irradia energía…, lo que no sé si positiva o negativa —balbuceó el caballero, como si estuvieran hablando de algo misterioso.
—La visitaré, pierda cuidado…, y espero que la energía que irradie en ese momento sea positiva —terció Galo, medio en broma.
Sin apenas darse cuenta, el cansancio acumulado pudo con el médico y se durmió. Cuando despertó estaba solo en el compartimento. El sol estaba ya declinando.
—¡Tarascon! —gritó el revisor desde el pasillo.
Aldave se apresuró a bajar del tren. El enlace con Saint-Rémy estaba a punto de salir. Sentado ya en el nuevo vagón, más modesto, observaba a la gente en el andén. Le llamaba la atención la indumentaria, distinta a la de Marsella, y no digamos a la de París. Casi todas las mujeres portaban un mantoncillo sobre los hombros y una especie de gorrito blanco en la cabeza. Los hombres llevaban camisas blancas y alguno, de vez en cuando, chaleco. Parecían animados, parloteando sin parar con grandes ademanes. Algunos llevaban cestos con hortalizas o frutas… Le recordaban a los hortelanos de su tierra cuando regresaban al caer la tarde a sus hogares después de una jornada de trabajo.
El convoy partió. Si la belleza de la tarde le subyugó, el atardecer acabó de conquistarle: los últimos rayos de sol cubrían con una infinita gama de amarillos y anaranjados el horizonte, y todo en medio de una armoniosa quietud, alterada tan solo por el paso del tren. Conforme se acercaba a su destino comenzó a sentir una cierta intranquilidad y, a pesar de lo prolongado del viaje, deseó poder dilatarlo aún más… Pero todo llega y él lo sabía…, también la estación del final de trayecto.
Apenas había puesto un pie en la escalerilla, oyó una voz:
—¡Doctor! —gritó un hombre joven levantando la mano hacia el médico.
—¡Sí, soy yo! —exclamó Galo.
Qué razón tenía el prefecto: con una simple ojeada el cochero lo había localizado entre todo el personal que pululaba por el andén de Saint-Rémy.
—François Poulet, a su servicio —se ofreció el joven quitándose la gorra de la cabeza.
Era de mediana estatura, flaco y un tanto desgarbado, rubio, cercano a la treintena. Sobre la camisa blanca llevaba un blusón abierto de rayas grises que le llegaba casi a la rodilla.
—Galo Aldave —dijo el español mientras le tendía la mano.
—Deje que le lleve el equipaje, señor.
—No se preocupe, lo llevaré yo, señor Poulet, muchas gracias.
—Nada de eso —insistió el cochero mientras le arrebataba las maletas—. Tengo el coche aquí al lado. Nos están esperando dos caballeros que he de llevar al sanatorio. Antes lo dejaré a usted en mi casa.
Aldave debió de poner una expresión de extrañeza, porque el joven añadió al instante:
—Hemos acordado con el director del Saint Paul, el doctor Peyron, que usted se alojaría en mi casa hasta nueva orden.
—¡Ah!, estupendo.
El cochero llevaba el cabello muy corto y en la frente se le formaba un gracioso remolino que le confería cierto aire de pilluelo.
—Tenemos una casa bastante espaciosa y hospedamos a alguna persona de confianza si tenemos ocasión, ya sabe, maestros, médicos, comerciantes de paso… Ahora la habitación de huéspedes la tenemos libre… En principio, si a usted le parece bien, la hemos preparado para esta noche, después usted decidirá.
—Seguro que estaré de maravilla, no se preocupe, señor Poulet.
Tanto la mirada como los ademanes del joven reflejaban lo avispado que era.
—En la casa vivimos mi mujer, nuestra hija de cuatro años y mi suegra, que es una excelente cocinera, como muy pronto podrá usted comprobar.
Al lado del coche esperaban dos individuos. Uno de ellos vestido completamente de negro, con aspecto de pastor protestante; y el otro, estrafalario, con el pelo y la barba de un color rojo cobrizo, un aparatoso vendaje en la cabeza y la mirada extraviada. Poulet los presentó a su manera:
—Señores, van a compartir asiento por unos minutos; el señor es médico y viene de París, los señores vienen de Arles y van al sanatorio de Saint Paul.
El supuesto pastor y Aldave se saludaron con sendos movimientos de cabeza llevándose la mano al sombrero. El hombre pelirrojo no se inmutó. Iba vestido con un modesto traje gris de percal bastante arrugado y una camisa de tono parecido. Se acomodaron como pudieron en los asientos mientras Poulet colocaba el equipaje sobre el techo del coche.
—Nos ha comentado el cochero que va a ejercer usted en el Saint Paul —comentó el presunto pastor, una vez iniciado el trayecto hasta la casa de Poulet.
—Sí, así es —confirmó con brevedad el médico.
—El señor Van Gogh —prosiguió, mirando de reojo a su acompañante— va a ingresar allí. Tal vez sea paciente suyo.
—Posiblemente… —respondió Aldave con una sonrisa amable hacia el enfermo, que continuaba abstraído.
—Yo, en cuanto lleguemos y hable personalmente con el director del sanatorio, que me está esperando, volveré a Arles con el último tren. Soy pastor y tengo obligaciones en mi parroquia, pero no podía permitir que el señor Van Gogh viajara solo hasta Saint-Rémy —dijo el hombre justificándose.
—Comprendo —concluyó el español, sin más.
Durante el breve trayecto evitaron mirarse. Aldave y el pastor miraban por las ventanillas. El pintor tenía los ojos clavados en el suelo.
El coche paró.
—Ya hemos llegado —anunció Poulet.
Aldave se despidió de sus compañeros de viaje.
—Frédéric Salles —dijo el pastor tendiéndole la mano.
—Galo Aldave. Nos veremos, señor Van Gogh —saludó al enfermo llevándose la mano al sombrero.
Este hizo un gesto de aquiescencia con la cabeza.
La mujer y la suegra del cochero habían salido a la puerta a recibirle. La primera era una bonita muchacha rubia y sonrosada, de grandes ojos azules, muy parecida a su madre, algo más baja y redondeada. Las dos le aguardaban con sendas sonrisas matizadas por la timidez. Aunque su ropa era sencilla transmitía pulcritud y eso le gustó a Galo, le causó buena impresión.
—¡Le dejo en buenas manos! —le había gritado Poulet en el pescante al reemprender la marcha.
—¡No lo dudo! —le respondió Galo en el mismo tono campechano.
Ya había anochecido y empezaba a refrescar. En la calle no se oía ni el movimiento de una hoja. Con gran amabilidad las mujeres lo condujeron a su dormitorio, en el segundo piso de la casa. Entre ellas hablaban un idioma que Galo solo comprendía en parte y supuso que se trataba del provenzal. Al darse cuenta madre e hija, por cortesía, cambiaron de inmediato al francés.
Cenó él solo en un pequeño comedor, servido por Charlotte, la mujer de Poulet. Llevaba el pelo recogido en un moño alto que le dejaba al descubierto un cuello blanco y delicado. Tenía las paletas un poco separadas y alguna peca despistada en la diminuta nariz. Sus manos eran tan sonrosadas como su rostro, pero carecían de la finura de su cutis, prueba innegable del trabajo diario que realizaban. Para empezar le sirvió una sopa de judías blancas con patatas, tomate, trozos de cerdo y laurel. Después, una cazuelita con una especie de estofado de buey con cebolla, zanahoria y, por el sabor, una buena cantidad de hierbas aromáticas. Y para colofón, una fuente con nueces, higos secos, almendras, avellanas, uvas pasas… y dulce de membrillo. Casi no podía con su alma cuando se despidió de sus anfitrionas. Mientras subía despacio por la angosta escalera, iluminándose con una humilde palmatoria, iba rememorando todos los acontecimientos de la intensa jornada: el largo viaje de norte a sur atravesando toda Francia, la intensa visita al prefecto, la extraordinaria visión del puerto con la isla de If en mar abierto, la misma localidad recóndita de Saint-Rémy donde ahora se encontraba, acogido por una familia desconocida… Cuando se acostó en la sencilla habitación, todavía le bombeaban todas esas imágenes en la cabeza: la gitana del muelle y su buenaventura, las gemelas pelirrojas jugando con las gaviotas… y hasta el desdichado demente que habría ingresado ya en el sanatorio de Saint Paul… A su pesar también recordó París y lo que allí había dejado… Pero poco a poco se apoderó de él el cansancio acumulado y cayó en el más profundo de los sueños.