La época
En 1859, apenas tres años después del nacimiento de Henry Rider Haggard, se publicaba en Londres El origen de las especies, de Charles Darwin, cuyas teorías sobre la evolución de todas las formas de la vida animal iban a marcar profundamente la ciencia y la sociedad del siglo XIX, afectando también a la religión, que el filósofo Spencer —inspirándose en la sociología de Auguste Comte— había cuestionado en un sistema que reivindicaba la preeminencia de las ciencias sobre la teología, y de lo individual sobre la sociedad. De este modo, el desarrollo de las ideas abría el camino a la revolución económica basada en la mayor libertad de oportunidades, y apoyaba, al poner el acento en la selección natural, el impulso que dinamizaba el capitalismo industrial, cuyo crecimiento incontenible encabezó Inglaterra desde comienzos del siglo.
En ese momento Inglaterra producía el noventa por ciento de la producción mundial de carbón. Sus minas hicieron posible el desarrollo de los ferrocarriles, que en la década del 40 y 50 se pusieron a la cabeza del continente por su expansión de líneas y circulación. La producción de máquinas de vapor y la introducción del hierro en la construcción de navíos hizo crecer asimismo la industria siderúrgica, que en pocos años triplicó la francesa. La flota mercante, que había doblado su tonelaje entre 1790 y 1820, apoyándose en el tradicional poderío británico sobre los mares, se convirtió rápidamente al vapor e impulsó la exportación de algodón elaborado en el Lancashire y transformó esta materia textil, que reemplazaba a la lana, en el factor dominante de la economía inglesa, representando hacia 1870 el 45 por ciento de las exportaciones totales del país.
Esta revolución industrial encabezada por Inglaterra produjo una enorme expansión de riqueza pero también exigió un precio tremendo a las crecientes masas de trabajadores que constituían su mano de obra. La expansión del capitalismo primitivo exigió un coste social ingente, representado por un trabajo agotador en una jornada que se extendía desde el alba al anochecer, hambre, epidemias, alcoholismo, viviendas insalubres y escasas (agravadas por la urbanización salvaje que rodeaba a las nuevas fábricas), y total desamparo social y sanitario de la nueva «clase trabajadora» (término, por cierto, que comenzó a usarse en 1815) que formaba el naciente proletariado industrial.
El proceso provocó hambres y disturbios sociales, cuya expresión más dramática tuvo lugar en Irlanda, donde la empobrecida población rural se enfrentó con una epidemia de la patata que provocó la muerte por inanición de un millón de personas y la emigración de otro millón entre 1845 y 1851.
Sin embargo —como escribe Michael Grant en Las Civilizaciones de Europa— «fue ésta una época en Inglaterra, especialmente durante la jefatura del gobierno de Sir Robert Peel (1841-1847), de espectaculares reformas: libertad de importaciones, las leyes de fábricas (1833) y de las minas, alimentos baratos y leyes de salud pública, garantías de autogobierno al Canadá y Australia. Además, a partir de los años cincuenta pareció alcanzarse un equilibrio satisfactorio, que reportaba beneficios a todas las clases, entre lo antiguo y lo nuevo, entre la agricultura y la industria, entre el laissez faire (liberalismo económico) y la regulación».
Mientras la antigua Inglaterra rural se transformaba rápidamente en una gran potencia industrial, se extendía asimismo su expansión mundial por las vías del comercio y la ocupación colonial. Aunque había perdido a fines del siglo anterior su colonia americana al producirse en 1775 la guerra de independencia de Estados Unidos, su imperio se extendía desde el Canadá a la India, en tanto encabezaba a las naciones europeas que se repartían los inmensos territorios africanos. Bajo el dilatado reinado de Victoria (1837-1901), el imperio británico creció hasta ser el más grande de la historia, mientras que a través del comercio y las inversiones en los más diversos países se convierte en el rector ubicuo de la economía mundial.
La Reina Victoria había demostrado un talento especial para elegir estadistas apropiados para cada periodo, durante las siete décadas de historia cambiante en que llevó la corona. Lord Palmerston, Gladstone, Disraeli, fueron los líderes —alternativamente conservadores o liberales— que gobernaron Inglaterra durante los cambios que impulsaron la revolución industrial, y que condujeron a la potencia del capitalismo, la expansión colonial y las guerras de Crimea o la rebelión de la India. Mientras se acentuaba la lucha por el dominio de nuevos territorios —ya que el capitalismo europeo se edificó en gran parte sobre la explotación de la India, Indochina y, más tarde, de América y África— las potencias del viejo continente empezaron a acrecentar sus gastos militares, al dejar de existir el equilibrio europeo forjado por Metternich tras la derrota de Napoleón. En 1870 Prusia derrota en Sedán al emperador de los franceses, Napoleón III. Inglaterra misma interviene en la agotadora guerra de Crimea, contra el imperio de los zares. Austria consolida su imperio centroeuropeo ante la preocupación de sus vecinos, extendiéndose a los Balcanes e Italia, aún dividida. España, entretanto, continúa su decadencia como potencia, desgastada por las luchas internas y su aislamiento de las corrientes progresistas del resto del mundo desarrollado.
El capitalismo europeo, apoyado en las teorías económicas y el progreso tecnológico, confiaba en su expansión África por vía de la conquista (comercial o por las armas) de nuevos mercados consumidores y productores de materias primas baratas. Por eso, cuando los países coloniales decidieron ampliar su política expansiva, su objetivo principal fue África —sobre todo el África negra—, con sus inexploradas riquezas y la debilidad de sus poblaciones autóctonas para resistir la rapacidad blanca. Allí predominó también Inglaterra, seguida de cerca por las ocupaciones de otros países europeos, especialmente Francia, Bélgica y Alemania. A sus planes de colonización en el sur se oponían los colonos de origen holandés, los bóers, que habían colonizado Sudáfrica. Contra ellos emprendióse una guerra cruenta e impopular (la guerra anglobóer, 1899-1902), pero exitosa, que consolidó la presencia británica en un enorme territorio del sur africano, que se sumaba a otras extensas posesiones. En esta región, justamente, y pocos años antes de la guerra, se desarrollan varias novelas de Rider Haggard, que había vivido allí en su juventud. Por esta época la población de la metrópoli inglesa alcanzaba los treinta y seis millones de habitantes y el Imperio británico comprendía 390 millones de seres, un cuarto de la población del mundo.
En cuanto a las artes, las ciencias y las letras, Inglaterra Las artes, conoció en el periodo Victoriano —un término que define las ciencias, a la vez un estilo, una época, una moral pacata y llena de las letras hipocresía— un auge interesante. Dickens dominó la novela, con sus obras conmovedoras y llenas de generoso anhelo de bondad ante los sufrimientos de los humildes, pero debe reconocerse que cabalga entre el naciente puritanismo Victoriano y la mayor libertad de costumbres del reinado anterior. Los grandes poetas ingleses del siglo, Keats, Shelley, Byron. Wordsworth, pertenecían a la época romántica, pero Alfred Tennyson (1809-1892) encarnó un papel de profeta de la vida contemporánea. Así, la literatura victoriana, como las ciencias, exhibía con gran variedad una sensibilidad abierta a las ideas de libertad política y un conservadurismo moral que se enfrentaba al mundo de los cambios económicos y sociales.
El autor
Nacido en Wood Farm, Norfolk, el 22 de junio de 1856, Henry Rider Haggard fue el octavo hijo de una numerosa familia: eran diez hermanos, tres de ellos mujeres. Su padre, William Haggard, era el clásico terrateniente inglés del siglo XIX: esa especie ya extinguida del «squire» que suele encontrarse en las novelas de Dickens y Jane Austen.
El entorno del pequeño Henry no parecía favorable a la literatura. Aunque de salud delicada al nacer, pronto creció vigorosamente entre sus hermanos, en la enorme casa de Brandeham Hall o en la finca de verano en Norfolk, aprendiendo a cazar y cabalgar como todos los muchachos de su clase social, habituados a la vida al aire libre. Su padre, el estentóreo William Haggard, amaba los deportes y las cacerías como gentilhombre rural que era, si bien poseía dotes de hombre inteligente, más culto que la mayoría de sus iguales. Muy dotado para los negocios, regía su casa como un autoritario y bondadoso patriarca, aunque su vida extrovertida se balanceaba —ante sus hijos— con la sensibilidad de su esposa Ella Doverton, amante de la poesía y la música, que escribía versos e intentaba introducir cierto clima intelectual en una vida cotidiana dominada por las conversaciones sobre los precios del ganado y los incidentes de las cacerías.
Como ha sucedido frecuentemente con personalidades que luego brillarían en las artes o en la ciencia, los estudios de Henry Rider no fueron especialmente brillantes. Aprendió a leer en su hogar, enseñado por su hermana mayor, y luego asistió a un colegio en Londres. Ante los escasos resultados, su padre lo envió, a partir de los diez años, a la rectoría del reverendo H. Graham, donde aprendió los clásicos, con nociones de latín y griego. Sin embargo, no llegó a cumplir el obligado pasaje de la mayoría de los miembros de su clase por Oxford o Cambridge, tras la instrucción preuniversitaria en Eton. Ingresó en una Grammar School (Instituto de segunda enseñanza) en Ipswich (donde llamó la atención por su habilidad en pergeñar versos latinos a la manera de Horacio y Virgilio) y más tarde su padre proyectó iniciarlo en la carrera diplomática. Su preparación no dio resultados, y luego de dos años el dominante progenitor decidió cambiar de nuevo sus objetivos respecto a la educación y la carrera de su hijo, abandonando estudios superiores y el posible ingreso en el Foreign Office (Ministerio de Asuntos Exteriores británico). Este giro iba a ser decisivo para el futuro de Henry Rider: su aparente mediocridad iba a borrarse ante otros horizontes.
Un amigo y vecino de William Haggard en Norfolk, sir Henry Bulwer, acababa de ser nombrado gobernador de Natal, en África, y a aquél se le ocurrió sugerirle que llevase a su hijo en calidad de ayudante o secretario. Así se hizo y Henry Rider, a los diecinueve años, partía por primera vez de Inglaterra y nada menos que al continente negro.
En 1875, fecha del viaje, África estaba aún parcialmente inexplorada y era para los europeos la tierra del misterio, la aventura y —por supuesto— de las oportunidades para conquistar riquezas rápidas sin dar cuenta a nadie. El primer territorio que se presentó ante la vista del joven viajero fue la colonia de El Cabo, que actualmente forma parte de la Unión Sudafricana y que entonces era en parte dominio inglés, en parte colonia alemana, y en otro sector territorio bóer, enclave de los colonos blancos de origen holandés. Por entonces, sin embargo, las tribus autóctonas conservaban cierta independencia en muchas comarcas y pactaban o luchaban, según los casos, con el invasor blanco.
En este mundo nuevo y extraño, el joven Haggard —juzgado un muchacho tonto y torpe por maestros y parientes y al cual su madre describió una vez como «pesado como el plomo, tanto en cuerpo como en espíritu»— se transformó completamente. Como secretario del gobernador Sir Henry Bulwer comenzó sus estudios acerca de la vida de los nativos, una tarea que apartó de él su sempiterno aburrimiento. Debía asimismo cumplir tareas administrativas, como atender a los visitantes de la Casa del Gobernador y redactar despachos, pero esto le dejaba tiempo suficiente para recoger las historias de los cazadores y exploradores, o de los antiguos granjeros que habían colonizado el país. También podía dedicarse a la caza mayor en aquel paraíso cinegético.
Un año más tarde, sus conocimientos sobre los naturales africanos le valieron un puesto entre los funcionarios de Sir Theophilus Shepstone, cuando éste fue nombrado Comisionado en el Transvaal. Rider Haggard admiraba a Shepstone por su política frente a los bóers y afirmaba que había salvado a estos colonos de ser eliminados por los zulúes al anexionar el Transvaal a la República Sudafricana.
Cuatro años vivió Henry Rider en África del Sur, viajando por el interior del país y experimentando no pocas aventuras, que iban registrándose en su memoria. En uno de estos viajes asistió a la danza guerrera del mamut, que ofrecía un jefe zulú en honor del gobernador Bulwer. La impresionante ceremonia excitó su aún inconsciente vocación de escritor y la registró en un artículo publicado en el Gentlemaris Magazine de julio de 1877, que se titulaba Una danza guerrera zulú, que se hizo notar por su vigor descriptivo.
A los veintiún años, Haggard fue nombrado Secretario del Tribunal Supremo de Pretoria, en el Transvaal. Era un cargo no poco brillante para un joven de su edad. Pero, cuando Shepstone y sus colaboradores abandonaron África, su posición crítica contra la nueva administración lo apartó de funciones oficiales, y se dedicó a diversas empresas comerciales más o menos fantásticas e improductivas, como la cría de avestruces, asociado a su amigo Arthur Cochrane. Este periodo de su vida coincide con el origen de su personaje de Allan Ouatermain, el cazador, cuyas actividades comerciales —según cuenta él mismo en la novela— eran fantasiosas y de poco éxito. En 1879 regresa a Inglaterra y decide casarse. No será con la joven con la cual se había prometido antes de partir, que había roto con él debido a su larga ausencia, sino con Louise Margitson, de Norfolk, que había sido compañera de estudios de su hermana Mary.
Se casaron el 11 de agosto de 1880 en Ditchingham House, tras algunas demoras debidas a la juventud de su novia —era huérfana y estaba bajo la custodia del Tribunal Tutelar de Menores— y poco después se embarcaron para Durban. La situación que hallaron no era precisamente pacífica. Acababa de terminar la guerra zulú y estaba a punto de estallar la primera guerra bóer: la rivalidad entre los colonos bóers, de origen holandés, y los británicos establecidos en El Cabo comenzó ese mismo año. Los bóers del estado libre de Orange y el Transvaal atacaron a los ingleses y, tras muchas luchas sangrientas, las hostilidades se interrumpieron brevemente durante el armisticio de 1881. Pero la sangrienta rivalidad colonial sólo concluiría en 1905, con el triunfo inglés.
Esta inestable situación hace que Haggard y su socio abandonen África con sus familias, en agosto de 1881. Ya en Gran Bretaña, Henry Rider Haggard dedicará sus esfuerzos a la carrera de leyes —pese a que su mujer ha heredado una considerable fortuna— mientras escribe artículos inspirados en sus experiencias africanas. En 1882 escribe su primer libro, Cetywayo y sus vecinos blancos, interesante reflejo de su conocimiento de los africanos de raza negra. Esta obra, como su siguiente volumen de cuentos, Amanecer, 1884, obtienen escaso eco, hasta el punto de que el autor consideró seriamente la posibilidad de abandonar la carrera literaria, pensando que su padre (con el cual estaba enemistado por esto) tenía razón cuando lo recriminaba por abandonar la carrera diplomática. Su tercer libro, La cabeza de la bruja (1885) es mejor recibido y decide persistir en su vocación.
Instalado en el tranquilo barrio londinense de Kensington, Henry Rider Haggard escribe en algo más de un mes Las minas del Rey Salomón, donde aparece por primera vez uno de sus personajes predilectos, su «alter ego», el cazador de elefantes Allan Quatermain. El autor tenía veintiocho años cuando el libro se publicó, en septiembre de 1885, obteniendo un éxito tan impresionante, que decide la suerte de Henry Rider Haggard y se convierte en uno de los modelos clásicos de la novela de aventuras. Desde entonces, además, el autor y África se funden en una imagen inseparable.
Todo el misterio, la grandiosidad y el encanto de las tierras vírgenes, de sus salvajes e incontaminados seres, surge de las obras de Rider Haggard, cuya comprensión del medio (sin que olvide su centralismo blanco, colonial) es fundamental para que sus novelas unan la imaginación y el perfume de lo realmente vivido. Se cuenta que escribió Las minas del Rey Salomón después de leer La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, su genial precursor, y en respuesta al desafío de un hermano suyo, que le dijo que no podría escribir algo «ni la mitad de bueno». Antes de ser publicado, el manuscrito fue rechazado por la mayoría de las editoriales inglesas…
Es proverbial la rapidez de Haggard en la elaboración de sus libros: Las minas del Rey Salomón fue escrito en un breve espacio de tiempo, lo mismo que Ella y otras novelas. Durante este periodo fecundo, publicó a un ritmo de dos novelas por año. En 1885, también, escribe Jess y Allan Quatermain (continuación y coronación del personaje de Las minas …) que se publican en libro en 1887, apareciendo primero en forma de folletín periódico. Entre febrero y marzo de 1886 escribe Ella. Esta romántica historia de la reina inmortal tuvo también un éxito extraordinario, lo mismo que su continuación, Ayesha: El regreso de Ella, que publicó en 1905.
En enero de 1888 emprende un viaje a Egipto, un país que deseaba visitar desde hacía mucho tiempo y que ahora —famoso y sin dificultades económicas, ya desechadas sus tareas de abogado— podía recorrer a su antojo. En realidad, su interés por el lugar se debía sobre todo al Egipto de los faraones, que ya aparece fugazmente, pero con relieve, en la historia de Ella. También se proponía reunir material para una novela acerca de Cleopatra, que efectivamente publicó en 1889, pero sin el éxito de Ella. De este último y luego de su segunda parte, Ayesha, se efectuaron tiradas de más de 25.000 ejemplares, cifra notable para la época. A su regreso de Egipto, Rider Haggard escribió, además de Cleopatra, La venganza de Mama (otra aventura del popular Allan Quatermain) y El testamento de Mr. Meeson, comenzando asimismo Beatrice y El deseo del mundo. En 1889 publicó también La esposa de Allan y otros cuentos, donde vuelve, retrospectivamente, al héroe de sus famosas novelas iniciales.
Rider Haggard era un trabajador infatigable, como puede comprobarse al repasar la bibliografía. Además, participaba activamente en la vida pública de su tiempo, escribiendo numerosos artículos y dando conferencias. Pero sucesivas desgracias familiares (la muerte de su madre en 1888, y luego, aún más terrible, la de su hijo Jock en 1891), lo sumergen en una profunda crisis emocional. Por último, en 1892, muere su padre. Se recluyó en la mansión familiar de su esposa, Ditchingham House, aislándose de la vida exterior. No dejó de escribir, sin embargo: su profesionalidad lo empujaba a una cuota diaria de producción. Y además debía compensar con trabajo su mala cabeza para los negocios… Pero la muerte había dejado su huella: tenía sólo 33 años, y había envejecido prematuramente.
La vitalidad incontestable de Rider Haggard y las necesidades económicas terminan por superar su aislamiento. Escribe caudalosamente y vuelve a la vida pública. Durante un tiempo se interesa por la política, pero su candidatura, por el partido conservador, es derrotada. Entretanto su esposa da a luz una niña, en 1892, que se llamó Lilias. Muchos años después, Lilias publicará un entrañable libro sobre su padre: La capa que yo dejé (1951). Todo esto parece rejuvenecer al autor: recobra su curiosidad ubicua y mientras sigue escribiendo novelas y artículos con profusión (véase la lista completa de su bibliografía, que abarca casi ochenta títulos) se vuelca con entusiasmo sobre los problemas de la agricultura, escribiendo un libro titulado El año del granjero (1899) y más tarde una obra mucho más extensa y ambiciosa: Inglaterra rural (1902), en dos volúmenes, que resume dos años de investigaciones acerca de la agricultura inglesa. Como consecuencia de estos estudios, fue enviado oficialmente por el gobierno a Estados Unidos, para informar sobre los establecimientos agrícolas e industriales instalados allí por el Ejército de Salvación. Luego formó parte de la Real comisión para la repoblación forestal y la erosión costera.
Fue nombrado caballero en 1912 e ingresó más tarde en la Real comisión para los dominios, que debía recorrer el Imperio examinando los negocios coloniales; así viajó por Australia, Nueva Zelanda, Sudáfrica y Canadá, regresando a Inglaterra poco después del estallido de la Primera Guerra Mundial. Los cargos y grados honoríficos (entre ellos el de Caballero del Imperio Británico, en 1919) se acumularon sobre él, sin que por ello dejase de escribir infatigablemente, hasta el punto de que varios de sus libros se publicaron después de su muerte. Ésta acaeció el 14 de mayo de 1925, en Londres, después de una operación, y tras varios años de enfermedad.
La obra
La nota necrológica que el Times dedicó a Rider Haggard el 15 de mayo de 1925 decía entre otras cosas: «… escritor romántico, experto en agricultura, político del Imperio; profundamente interesado por los negocios de la Iglesia y del Estado; con mucho de místico y no poco de asceta también…, uno de los más notables, pintores y versátiles hombres de su tiempo y su generación…»
El juicio del famoso periódico era tan exacto como acostumbra, pero su objetividad deja algunas lagunas sobre el personaje. Quizá en 1925, cuando el mundo literario hervía de innovaciones (el surrealismo, la aparición escandalosa de James Joyce, la escuela de Bloomsbury, con Virginia Woolf a la cabeza, las primeras novelas de Aldous Huxley, etc.), la figura del romántico autor de novelas de aventuras parecía minimizarse y perderse en un pasado Victoriano, que era el suyo, al fin…
Pero la prueba del lector, la definitiva, comprobaba que sus libros seguían tan frescos y atractivos como en la fecha de su aparición. Sin duda su «familia» literaria no es la de las vanguardias modernas, sino la clásica narrativa de Kipling, Conan Doyle y el mayor de todos, Robert Louis Stevenson, maestro de la aventura.
Pero como ellos, Rider Haggard ha superado la prueba del tiempo y las modas, se ha vuelto intemporal y por tanto siempre presente. El autor de estas líneas leyó Ella por primera vez a los doce años, cautivado por el misterio y la fantasía de la reina bella y aislada entre las montañas, que amaba y esperaba siglo tras siglo y no podía morir… Lo curioso es —y constituye una prueba de fuego para cualquier escritor leído en la infancia— que, al releerlo ahora y al traducirlo, el trabajo se convierte en un nuevo viaje al misterio y el encanto, tan excitante como al leerlo décadas antes.
El secreto, quizá, de esta frescura renovada es que en sus novelas Rider Haggard apela tanto a una realidad viva como a la imaginación más penetrante y fantástica, que sin embargo también resulta vívidamente real.
En esta mezcla fascinante de comarcas ignotas y civilizaciones perdidas (en muchos de sus grandes libros aparece una cultura extinguida, como en Ella, o misteriosamente viva y aislada, como en Allan Quatermain) el héroe lucha, al igual que en las antiguas odiseas, contra peligros innumerables, sostenido a veces por fuerzas sobrenaturales y extrañas. En este plano, Ella (y su continuación, Ayesha) es la más imaginativa y maravillosa aventura creada por Rider Haggard. En ella confluyen su atracción por las antiguas civilizaciones muertas (Egipto, sobre todo) que transfigura creando sus propias ciudades perdidas entre inaccesibles montañas, y sus inclinaciones místicas, que le hacen bucear en los arcanos de la historia y en las creencias orientales de la transmigración y las reencarnaciones. Los lectores que han llegado hasta aquí habrán recorrido la increíble historia de Ayesha, que, amando a un sacerdote de Isis, en el Antiguo Egipto faraónico, termina matándolo por despecho, ante su rechazo, en las cavernas de Kôr, donde ha llegado a través de inaccesibles caminos. Allí ha descubierto, entre catacumbas de una civilización remota, la Fuente de la Vida, una columna de fuego que otorga a quien se baña en sus llamas una inmortalidad casi absoluta. Ayesha, llena de amor, espera siglo tras siglo el regreso del sacerdote Calícrates.
En ese punto comienza la verdadera aventura, cuando un joven inglés y su tutor, un profesor universitario, abren el cofre heredado por los Vincey de generación en generación y descifran el increíble mensaje de su remota antepasada, la princesa egipcia Amenartas, esposa del sacerdote Calícrates. Es un mensaje de venganza, que pide a sus descendientes que busquen y castiguen a la asesina de su esposo. Hay que hacer notar que toda esta historia fantástica, que lleva a los desconfiados protagonistas hasta la costa africana y luego a la ciudad perdida de Kôr, donde espera la misteriosa Ayesha, está escrita en un estilo sobrio y analítico, con erudición y perspectiva científica, como corresponde al sabio profesor Holly, su supuesto narrador y compañero del joven Leo Vincey, el británico descendiente de Calícrates y Amenartas.
Este tratamiento, que además preside el animado transcurso de la aventura física, la odisea llena de peligros que lleva a los viajeros hasta la remota Kôr, no excluye las reflexiones filosóficas del protagonista; como el mismo Holly observa en el texto, la historia de Ella parece ocultar una alegoría cósmica, una redención a través del sufrimiento y el amor, la abstinencia y la renuncia final a las ambiciones y la pasión carnal. Esto lleva a dos aspectos interesantes de la novela: su contenido pero potente erotismo y sus curiosos componentes místicos de variado origen.
En lo primero, Ayesha es descrita como una belleza casi sobrehumana, pero muy terrenal en sus atributos y en las pasiones que despierta: es una seductora, más terrible aún porque su hermosura es a la vez pavorosa y tierna. Pero como las peripecias de la acción siempre impiden la unión de los amantes (Ayesha promete el connubio para después de que su amado se bañe en la Fuente de la Vida), el erotismo surge —en forma muy victoriana— de las alusiones y la postergación reiterada de la satisfacción del deseo, de la pasión amorosa que devora al hombre ante la radiante figura de Ella, apenas velada.
En cuanto a las alegorías, debe señalarse que Ayesha, además de una especie de maga o Angel Caído que fue (ambas teorías se barajan en el relato), parece señalada por un destino complejo. Sus artes mágicas (o su conocimiento de los misterios de la naturaleza, como ella prefiere decir), su sabiduría acumulada en muchos siglos de vida, la llevan a imaginar empresas de un orgullo inaudito. Y por eso, el final del libro la ve humillada y aniquilada por fuerzas superiores. La aventura de Ella concluye con su terrible y aparente muerte, pero en la continuación de esta historia, Ayesha, la búsqueda se traslada —veinticinco años después— al Asia Central. Esto permite a Rider Haggard incorporar al relato otras versiones del misterioso origen de Ayesha, mientras se suman al drama otros personajes, posibles reencarnaciones de quienes en el pasado fueron sus enemigos.
La creciente importancia que Haggard otorga a las cosmogonías orientales —en Ayesha aparece un monasterio budista, y poco a poco el relato se impregna de visiones y premoniciones, de concéntricas alegorías y reencarnaciones— se une a una contemplación de la vida como un misterio que tiene fondos mucho más complejos que la superficie de la realidad. Toda la fantasía de Ella, en suma, es la visión poética de creencias milenarias que aún persisten y hasta reciben nuevas explicaciones en la parapsicología.
Por cierto, se ha relatado que el mismo Rider Haggard tenía facultades parapsicológicas, y que en una ocasión «vio» al sabueso de su hija yaciendo entre unos matorrales cerca del agua. Cuatro días más tarde, el perro aparecía muerto, flotando en el río. Este sueño, que se atribuyó a un acto de telepatía o algo semejante, aparece en sus libros más de una vez; Ayesha, por ejemplo, proyecta a menudo —sobre un espejo de agua— las imágenes que recibe a distancia o que recoge de la mente de sus interlocutores. Curioso anticipo del cine…
Andrew Lang, asesor literario editorial y más tarde íntimo amigo de Rider Haggard, dijo que Ella «era la novela más extraordinaria que jamás había leído». Quizá no es la más extraordinaria, pero sí uno de los relatos más fascinantes de toda la literatura de aventuras, digno de figurar entre los libros que no solo entretienen sino que excitan la imaginación en pos del misterio y la belleza. No es poco, en un mundo que suele hacer del gris horizonte cotidiano una virtud.
José Agustín MAHIEU