Lo único que recuerdo después es que sentía el más terrible envaramiento y una curiosa, vaga idea que rondaba mi cerebro semidespierto de que yo era una alfombra que acababan de sacudir. Abrí los ojos y el primer objeto en que tropezaron fue el venerable semblante de nuestro viejo amigo Billali, que estaba sentado junto al lecho improvisado en el que yo había dormido y se mesaba su larga barba pensativamente. Su presencia me trajo de inmediato a la mente el recuerdo de todo lo que habíamos pasado recientemente, lo cual se acentuó al ver al pobre Leo, que estaba tendido en el lado opuesto, con su rostro golpeado casi hasta parecer una jalea, y su bella corona de ensortijados cabellos que había pasado del dorado al blanco[96]. Todo esto me hizo cerrar los ojos y gruñir.
—Has dormido mucho tiempo, Babuino mío —dijo el viejo Billali.
—¿Cuánto tiempo, padre mío? —pregunté.
—Una vuelta completa del sol y una de la luna, un día y una noche has dormido, y el León también. Mira, duerme todavía.
—Bendito sea el sueño —respondí—, porque devora los recuerdos.
—Cuéntame —dijo— qué os ha ocurrido y qué significa esa extraña historia de la muerte de Aquélla que no puede morir. Piensa, hijo mío: si esto es cierto, entonces el peligro que corres y el peligro que corre el León es muy grade… Ya puedo ver que la vasija ardiente que os querrán poner en la cabeza está casi preparada y los estómagos de los que van a comer ya sienten hambre por la fiesta. ¿No sabes que estos amahagger, mis hijos, estos habitantes de las cavernas, te odian? Odian a todos los extranjeros pero a vosotros os odian más porque Ella puso en el tormento a sus hermanos por causa vuestra. Seguramente, si alguna vez comprenden que no hay nada que temer de Hiya, de la terrible Ella-la-que-debe-ser-obedecida, os matarán con la vasija. Pero déjame escuchar tu cuento, mi pobre Babuino.
Tras esta súplica, comencé a hablar y le conté —no todo, en realidad, porque no creía conveniente hacerlo, pero sí lo suficiente para mis propósitos, que consistían en hacerle comprender que Ella ya no estaba más— que había caído en alguna especie de fuego y, como le señalé —porque los hechos reales hubiesen sido incomprensibles para él—, se había quemado. También le narré algunos de los horrores que habíamos padecido durante nuestra huida, y esto le produjo una gran impresión. Pero advertí claramente que no creía en el relato de la muerte de Ayesha. Creía realmente que nosotros pensábamos que ella estaba muerta, pero su explicación era que había considerado conveniente desaparecer por un tiempo. Una vez, dijo, en tiempos de su padre, ella se había ido durante doce años y era tradición del país que muchos siglos atrás nadie la había visto durante toda una generación, hasta que de pronto reapareció y destruyó a una mujer que había ocupado su puesto de Reina. No respondí nada a esto; me limité a agitar la cabeza, tristemente. ¡Ay! Yo sabía demasiado bien que Ayesha no aparecería más o, en todo caso, que Billali nunca más la vería de nuevo. Dondequiera que pudiéramos hallarla, no sería aquí.
—Y ahora —concluyó Billali—, ¿qué vas a hacer, Babuino mío?
—No sé —dije—, no lo sé, padre mío. ¿No podremos escapar de este país?
Él sacudió la cabeza.
—Es muy difícil. Por Kôr no podríais pasar, porque seríais vistos, y tan pronto como estos feroces sujetos supieran que estáis solos…, bueno —sonrió significativamente e hizo un gesto como si estuviese colocando un sombrero sobre su cabeza—. Pero hay un camino sobre el acantilado, del que ya te he hablado una vez, donde llevan al ganado a pacer. Desde allí, más allá de las praderas, hay tres días de viaje hasta las ciénagas y después no sé, pero he oído que a siete días de marcha hay un gran río que fluye hacia el agua negra. Si podéis llegar hasta allí quizá es posible escapar, ¿pero cómo llegar hasta ese lugar?
—Billali —dije—. Una vez, lo sabes, te salvé la vida. Ahora paga tu deuda, padre mío, y sálvame a mí y a mi amigo, el León. Será algo grato en que pensar cuando llegue tu hora y algo bueno para poner en el platillo de la balanza para contrapesar lo malo que hayas hecho en tu tiempo, si acaso has hecho algo malo. Además, si obras bien, y si Ella sólo se ha ocultado, seguramente te recompensará cuando regrese.
—Babuino, hijo mío —respondió el anciano—, no pienses que tengo un corazón desagradecido. Recuerdo muy bien cómo me rescataste cuando esos perros permanecían quietos viendo cómo me ahogaba. Medida por medida te daré y si puedes ser salvado, con toda seguridad yo te salvaré. Escucha: estad preparados mañana por la mañana, porque habrá dos literas aquí para transportaros a través de las montañas y las ciénagas que están más allá. Esto haré, diciendo que es la palabra de Ella la que ha dado la orden y el que desobedece la palabra de Ella será alimento de las hienas. Luego, cuando hayáis cruzado las ciénagas, deberéis remar con vuestras propias manos, de modo que tal vez, si la buena suerte os acompaña, viviréis para llegar a esa agua negra de la que me habéis hablado. Y ahora, mira, el León despierta y debe comer el alimento que hice preparar para vosotros.
Pudo comprobarse que el estado de Leo, una vez estuvo bien despierto, no era tan malo como se había deducido de su aspecto, y ambos conseguimos ingerir una sabrosa comida, que por cierto necesitábamos desesperadamente. Después bajamos cojeando hasta la fuente y nos bañamos. Volvimos luego y dormimos otra vez hasta el atardecer, y otra vez comimos por cinco. Billali estuvo ausente todo aquel día, sin duda disponiéndolo todo para preparar las literas y los porteadores, porque fuimos despertados en mitad de la noche por la llegada de un considerable número de hombres al pequeño campamento.
Al amanecer apareció el viejo en persona y nos dijo que, utilizando el temible nombre de Ella, aunque con alguna dificultad, había logrado conseguir los hombres necesarios y dos guías para conducirnos a través de la ciénagas; nos urgió para que partiéramos al instante y al mismo tiempo nos anunció su intención de acompañarnos, para protegernos de cualquier traición. Me emocionó sobremanera este acto de gentileza de parte de aquel viejo bárbaro inculto para con dos extranjeros absolutamente indefensos. Tres días de viaje —en su caso seis, porque debía retornar— por aquellas mortíferas ciénagas no era una empresa liviana para un hombre de su edad, pero él la aceptó alegremente, con el fin de resguardar nuestra seguridad. Esto demostraba que incluso entre estos espantosos amahagger —que con su melancolía sumada a sus diabólicos y feroces ritos eran ciertamente los salvajes más terribles que había conocido— había gente de corazón tierno. Naturalmente, el propio interés debía tener que ver algo en todo esto. Debió de pensar que Ella podía reaparecer de pronto y pedirle cuentas acerca de nuestra seguridad a manos suyas. Pero de todos modos, aparte de todas estas deducciones, había un trato muy superior al que cabía esperar en aquellas circunstancias, y sólo puedo añadir que, mientras viva, mantendré el más afectuoso recuerdo de mi padre adoptivo, el viejo Billali.
De acuerdo con esto, ingerimos algún alimento y luego partimos en las literas, sintiéndonos —tal como nuestros cuerpos iban— maravillosamente bien, después de nuestro largo descanso y nuestro sueño. Nuestros cuerpos estaban como antes de nuestras fatigas; en cuanto a nuestras mentes, dejo a vuestra imaginación el suponer su estado.
Luego vino el terrible escalamiento del farallón. A veces el ascenso era natural, pero otras se trataba de una carretera en zigzag abierta al principio, sin duda, por los antiguos habitantes de Kôr. Los amahagger dicen que ellos llevan el ganado que les sobra a través de ese camino una vez al año hacia los pastos que están fuera de su valle. Todo lo que sé es que esos rebaños deben tener patas de una agilidad fuera de lo común. Por supuesto las literas eran inútiles aquí, de modo que tuvimos que caminar.
Hacia el mediodía, de todos modos, llegamos a la gran cúspide llana de aquella gigantesca pared rocosa; grandioso también era el panorama que desde allí se alcanzaba; por un lado la llanura de Kôr, en cuyo centro se podían distinguir claramente las ruinas sostenidas por columnas del Templo de la Verdad, y por el otro, las melancólicas ciénagas sin límite. Esta pared de roca, que sin duda formó parte alguna vez del borde del cráter, tenía alrededor de una milla y media de ancho y aún estaba cubierta de lava. Nada crecía allí y lo único que resaltaba ante nuestra vista eran ocasionales charcos llenos de agua de lluvia, porque la lluvia caída recientemente se acumulaba donde hallaba un pequeño agujero. Atravesamos la cresta plana de la gigantesca muralla y luego iniciamos el descenso, el cual —aunque no tan difícil como el ascenso— era aún suficientemente arduo como para romperse el cuello. Nos llevó hasta la caída del sol. Aquella noche, sin embargo, acampamos a salvo en las poderosas laderas que bajaban hasta las ciénagas de abajo.
La mañana siguiente, hacia las once, comenzó nuestro pesado viaje por aquel horrible mar de ciénagas que ya he descrito.
Durante tres días completos, entre el fango y la hediondez, sin hablar del omnipresente aliento de las fiebres, nuestros porteadores bregaron por allí, hasta que al fin llegamos a un terreno abierto y ondulado, casi sin cultivar y con escasa arboleda, pero lleno de caza de todas las variedades, que se hallaba más allá de este distrito totalmente desolado y absolutamente impracticable sin guías. Y aquí, a la mañana siguiente, nos despedimos del viejo Billali, no sin cierto pesar. El anciano mesaba su barba y nos bendijo solemnemente.
—Adiós, Babuino, hijo mío —dijo—, y adiós a ti también, oh León. No puedo hacer más para ayudaros. Pero si alguna vez llegáis a vuestro país, sed prudentes y no os aventuréis más por tierras desconocidas, porque no volveréis más y dejaréis vuestros blancos huesos para señalar el límite de vuestra jornada. Adiós una vez más; a menudo pensaré en ti y tú tampoco me olvides, Babuino mío, porque aunque tu rostro es feo tu corazón es sincero.
Luego se dio la vuelta y partió y con él se fueron los altos y hoscos amahagger. Los miramos alejarse, con sus literas vacías, como una procesión que transportase a los muertos de una batalla, hasta que las nieblas del marjal los confundieron en la distancia hasta ocultarlos completamente. Entonces, sintiéndonos totalmente desolados en aquel vasto desierto, nos volvimos, echando una mirada a nuestro alrededor y luego mirándonos el uno al otro.
Tres semanas antes aproximadamente cuatro hombres habían penetrado en las ciénagas de Kôr y ahora dos de ellos estaban muertos. En cuanto a los otros dos, habían vivido aventuras y experiencias tan extrañas y terribles, que la muerte misma no presentaba un aspecto más espantoso. Tres semanas… ¡Sólo tres semanas! El tiempo verdadero debe medirse por los acontecimientos y no por los períodos horarios. Parecían haber pasado treinta años desde que habíamos visto nuestra ballenera por última vez.
—Tenemos que dirigirnos hacia el Zambeze, Leo —dije—, pero sabe Dios si llegaremos alguna vez allí.
Leo asintió. Se había vuelto muy silencioso últimamente. Partimos sin nada más que las ropas que llevábamos puestas, un compás, nuestros revólveres, rifles de tiro rápido y cerca de doscientos cartuchos de municiones. De este modo concluyó la historia de nuestra visita a las antiguas ruinas de la poderosa e imperial Kôr.
En cuanto a las aventuras que nos sobrevinieron posteriormente, por más variadas y extrañas que fueran, he determinado, después de una reflexión, no registrarlas aquí. En estas páginas sólo he tratado de ofrecer un breve y claro relato de un acontecimiento que no tiene precedentes, según creo. Esto he hecho, no con vistas a una publicación inmediata, sino para llevar al papel simplemente los detalles de nuestro viaje y sus resultados, mientras aún están frescos en nuestra memoria, que serán de interés para el mundo, me parece, si alguna vez nos decidimos a hacerlos públicos. Esto, como lo advierto ahora, no pensamos hacerlo mientras duren nuestra vidas.
En cuanto a lo demás, no tiene interés general y se parece a las experiencias de más de un viajero por el África Central. Baste decir que, tras increíbles penalidades y privaciones, llegamos al Zambeze, que aún comprobamos estaba a ciento setenta millas al sur de donde nos dejó Billali. Durante seis meses estuvimos prisioneros de una tribu salvaje, que creía que éramos seres sobrenaturales, principalmente debido a la cara juvenil de Leo unida a sus cabellos blancos como la nieve. Por fin escapamos de ese pueblo y cruzamos el Zambeze, marchando hacia el sur, donde, a punto de morir de hambre, fuimos lo suficientemente afortunados para encontrar un mestizo portugués, cazador de elefantes, que había perseguido una manada de estos animales hasta que se adentró más que nunca en el interior de la comarca. Este hombre nos trató con la mayor hospitalidad y al fin, gracias a su ayuda y después de innumerables sufrimientos y aventuras, llegamos a la bahía de Delagoa, más de dieciocho meses después de haber salido de las ciénagas de Kôr. Al día siguiente de nuestra llegada logramos alcanzar uno de los vapores que hacen la carrera entre El Cabo e Inglaterra. Nuestro viaje a la patria fue próspero y pusimos el pie en el muelle de Southampton exactamente a los dos años de la fecha de nuestra partida hacia nuestra descabellada y aparentemente ridícula búsqueda. Y ahora escribo estas últimas palabras con Leo apoyado en mi hombro, en la vieja habitación de mi universo, la misma en que hacía veintidós años irrumpió mi pobre amigo Vincey la memorable noche de su muerte con el cofre de hierro.
Y éste es el final de esta historia, en tanto concierne a la ciencia y el mundo exterior. Cuál será su fin en lo que respecta a Leo y a mí es más de lo que puedo imaginar. Pero sentimos que aún no ha llegado a su fin. Una historia que comenzó hace más de dos mil años puede dilatarse por un largo tiempo en el oscuro y distante futuro.
¿Es realmente Leo la reencarnación del antiguo Calícrates, a quién se refiere la inscripción? ¿O había sido engañada Ayesha por algún extraño parecido hereditario? Otra pregunta aún: ¿En este drama de reencarnaciones tiene algo que ver Ustane con la Amenartas de hace tanto tiempo? El lector deberá formar su propia opinión sobre ésta y muchas otras cuestiones. Yo tengo la mía, que es ésta: en lo que concierne a Leo, Ella no se equivocó.
Con frecuencia me siento de noche, a solas, contemplando con los ojos de la mente las tinieblas del futuro y me pregunto de qué forma y de qué modo se desarrollará el gran drama y dónde tendrá lugar la escena del próximo acto. Y cuando ese desenlace final se produzca, como sin duda deberá suceder, obedeciendo a un destino que nunca se desvía y a un propósito que no puede ser modificado, ¿cuál será el papel interpretado en él por aquella bella egipcia Amenartas, la princesa de la real casta de los faraones, por cuyo amor el Sacerdote Calícrates rompió sus votos ante Isis y, perseguido por la inexorable venganza de la ultrajada diosa, huyó hacia las costas de Libia para encontrar su destino en Kôr?