En seguida retrocedí hasta el extremo más alejado de la roca y esperé a que una de las variables ráfagas de viento pasara detrás de mí y luego corrí por toda la extensión de la enorme piedra, entre treinta y cuarenta pies y salté salvajemente al vertiginoso vacío. ¡Oh! Fueron espantosos los terrores que sentí al arrojarme hacia aquella pequeña punta rocosa, sobre todo cuando una horrible sensación de desesperación fulguró en mi cerebro al comprender que ¡mi salto había sido corto! Por eso, mis pies no tocaron la punta y cayeron en el vacío, mientras mis manos y mi cuerpo entraron en contacto con la piedra. Me aferré al espolón con un aullido, pero una mano resbaló y giré en redondo, sostenido por la otra, de modo que quedé frente a la piedra de donde había saltado. Salvajemente estiré mi mano izquierda y esta vez conseguí aferrar un saliente de la roca; allí quedé suspendido en la bárbara luz rojiza, con miles de pies de vacío por debajo. Mis manos se asían a cada lado de la parte inferior del espolón, de modo que su punta tocaba mi cabeza. Por eso, aunque hubiese dispuesto de la fuerza necesaria, no podía alzarme hacia la parte superior. Todo lo que podía hacer era sostenerme colgado poco más de un minuto y luego caer, caer en las simas del pozo sin fondo. ¡Si algún hombre puede imaginar una situación más horrible que hable! Todo lo que sé es que la tortura de ese medio minuto estuvo a punto de volverme loco.

Oí que Leo lanzaba un grito y luego, de pronto, lo vi en medio del aire elevándose como un antílope. Fue un espléndido salto, impulsado por el terror y la desesperación. Franqueando el horrible abismo como si no fuese nada y posándose correctamente sobre la punta rocosa, se arrojó boca abajo, para poder asomarse a las profundidades. Sentí cómo se estremecía el espolón ante el impacto de su peso y apenas lo hizo vi cómo la enorme piedra oscilante, que había sido inclinada violentamente por Leo cuando saltó, volvió a elevarse cuando quedó libre de su peso hasta que, por primera vez en todos esos siglos, perdió su equilibrio y cayó, con un estruendo espantoso, sobre la misma habitación de piedra que una vez había servido de hogar al filósofo Noot. Así quedaba bloqueado para siempre, sin duda, el pasaje que conducía al lugar de la Vida, sellado por cientos de toneladas de roca.

Todo esto aconteció en un segundo, y resulta curioso que, a pesar de mi terrible posición advertí todo eso, involuntariamente, tal como sucedió. Incluso recuerdo haber pensado que ningún ser humano podría ya penetrar en aquel espantoso sendero.

En el instante sentí que Leo me sujetaba la muñeca derecha con ambas manos. Al estar echado boca abajo sobre la punta rocosa podía alcanzarme.

—Debes dejarte ir y balancearte libremente —dijo con voz tranquila y sosegada— luego, intentaré levantarme o caeremos juntos. ¿Estás listo?

Por toda respuesta me solté, primero la mano izquierda y luego la derecha y en consecuencia me mecí apartado de la sombra de la roca, con todo mi peso colgando de los brazos de Leo. Fue un momento espantoso. Leo era un hombre muy vigoroso, lo sabía, ¿pero tendría fuerza bastante para levantarme hasta que yo pudiese aferrarme a la cima del espolón, cuando debido a su postura, tenía tan poca capacidad de maniobra?

Durante unos pocos segundos oscilé de un lado a otro, mientras él reunía todas sus fuerzas. Sentí cómo crujían sus tendones sobre mí y me sentí izado como si fuese un niño pequeño, hasta que puse mi brazo izquierdo alrededor de la roca y mi pecho se apoyó en ella. El resto fue fácil: en dos o tres segundos estuve arriba y nos quedamos tendidos, jadeando, uno junto al otro, temblando como hojas mientras corría por nuestra piel el frío sudor del terror.

Entonces, al igual que antes, la luz se extinguió como una lámpara.

Cerca de media hora estuvimos así, tendidos sin pronunciar una palabra y luego, al fin, comenzamos a arrastrarnos a lo largo del gran espolón como mejor pudimos, en medio de las densas tinieblas. A medida que nos aproximábamos al frente del acantilado de donde surgía el espolón como un clavo de una pared, la luz aumentó, aunque muy poco, porque fuera ya era de noche. Después, las ráfagas de viento cesaron y pudimos avanzar algo mejor, hasta que al fin alcanzamos la boca de la primera caverna o túnel. Pero ahora nos enfrentábamos con un nuevo problema: nuestro aceite había desaparecido y las lámparas, a no dudar, habían sido reducidas a polvo al caer la piedra oscilante. No teníamos siquiera una gota de agua para calmar nuestra sed, porque habíamos bebido la última en la estancia de Noot. ¿Cómo podríamos abrirnos paso en este túnel sembrado de cantos rodados?

Evidentemente, todo lo que podíamos hacer era confiar en nuestro sentido de la orientación e intentar el paso en la oscuridad. De modo que nos arrastramos por allí, temiendo que, si tardábamos en hacerlo, la extenuación podría vencernos hasta el punto de echarnos y morir.

¡Oh, cuántos horrores en este túnel final! El lugar estaba sembrado de rocas y caímos sobre ellas, golpeándonos hasta quedar sangrando por una multitud de heridas. Nuestra única guía era la pared lateral de la caverna, que reconocíamos por el tacto, y estábamos tan aturdidos en nuestro avance por la oscuridad, que varias veces nos embargó el terrible pensamiento de que habíamos vuelto y estábamos recorriendo un camino equivocado. Seguimos andando, cada vez más quebrantados por nuestra debilidad, deteniéndonos a los pocos minutos cada vez, porque nuestras fuerzas estaban agotadas. Una vez nos venció el sueño y creo que dormimos algunas horas, porque cuando despertamos nuestros miembros estaban envarados y la sangre de nuestras heridas y rasguños se había coagulado, formando una costra seca y dura sobre nuestra piel. Entonces nos arrastramos penosamente otra vez, hasta que al fin, cuando ya la desesperación invadía nuestros corazones, vimos de nuevo la luz del día y nos hallamos fuera del túnel, en el repliegue rocoso que, como se recordará, llevaba al interior desde la superficie externa del risco.

Eran las primeras horas de la mañana, como podíamos apreciar al sentir la suave brisa y ver el bendito cielo, que ya no esperábamos contemplar nunca más. Cuando entramos en el túnel —según mis cálculos— había pasado una hora desde la puesta del sol: de modo que nos había llevado una noche entera arrastrarnos a través de ese espantoso lugar.

—Un esfuerzo más, Leo —balbuceé—, y llegaremos a la ladera donde está Billali, si no se ha marchado. Ven. no te rindas ahora.

Decía esto porque Leo se había arrojado al suelo boca abajo.

Se levantó y, apoyados el uno en el otro, descendimos aquellos cincuenta pies del farallón; de qué modo lo hicimos, no tengo la menor idea. Sólo recuerdo que nos hallamos tendidos en un montículo del fondo, y una vez más recuerdo que comenzamos a arrastrarnos sobre manos y pies hacia la arboleda donde Ella había ordenado a Billali que esperase nuestro regreso, porque ya no podíamos dar un solo paso. No habíamos avanzado ni cincuenta yardas de ese modo cuando de súbito apareció un mudo de entre los árboles que se alzaban a nuestra izquierda. Supongo que estaba dando un paseo matutino por allí y se acercaba corriendo para ver qué clase de animales extraños éramos. Nos contempló fijamente, una y otra vez: luego elevó sus manos en señal de horror y a punto estuvo de caer al suelo. En seguida salió corriendo tan de prisa como pudo hacia la arboleda, que estaba a unas doscientas yardas de distancia. No era de extrañar que estuviese horrorizado ante nuestro aspecto, porque debíamos de ofrecer una visión espantosa. Leo, para comenzar, que tenía sus rizados cabellos rubios blancos como la nieve, sus ropas colgando a girones sobre el cuerpo, su fatigado rostro y sus manos convertidos en una masa de magulladuras, rasguños y suciedad mezclada con sangre, constituía un espectáculo de por sí alarmante, mientras se arrastraba penosamente por el suelo. Sin duda mi apariencia no era mucho mejor. Sabía que, cuando inspeccionase mi rostro un par de días después en un espejo de agua, apenas podría reconocerme. Nunca había sido famoso por mi belleza, pero ahora había algo que estaba más allá de la fealdad estampado en mis facciones: algo de lo cual no he podido desembarazarme hasta hoy. Era algo que se parecía más que nada al aspecto extraviado que a veces presenta una persona asustada cuando despierta de un sueño profundo. Y en realidad no es de extrañar. Lo que sí me sorprende es que hayamos escapado de todo aquello sin perder la razón.

Entonces, para mi intenso alivio, vi al viejo Billali que se apresuraba a venir hacia nosotros y aún en esos momentos apenas pude contener una sonrisa ante la expresión consternada que aparecía en su digno semblante.

—¡Oh, mi Babuino, mi Babuino! —exclamó—. Mi querido hijo, ¿eres tú, de verdad, y el León? Vaya, su melena que era como el maíz maduro ahora está blanca como la nieve. ¿De dónde venís? ¿Y dónde está el Cerdo, y dónde está Ella-la-que-debe-ser-obedecida?

—¡Muertos, ambos muertos! —contesté—. Pero no hagas preguntas; ayúdanos y danos agua y comida o pronto moriremos ante tus ojos. ¿No ves que nuestras lenguas están negras por la falta de agua? ¿Cómo, pues, podremos hablar?

—¡Muerta! —balbuceó—. ¡Imposible! Ella, que nunca muere…, muerta, ¿cómo es posible?

Luego, advirtiendo, creo, que su rostro era observado por los mudos que habían llegado apresuradamente, se contuvo y les ordenó que nos transportaran hasta el campamento, cosa que hicieron de inmediato.

Por fortuna, cuando llegamos había algo de caldo hirviendo en el fuego y con el mismo nos alimentó Billali, porque estábamos demasiado débiles para comer solos. Creo firmemente que con eso nos salvamos de morir de agotamiento. Después ordenó a los mudos que lavasen la sangre y la suciedad de nuestros cuerpos con paños húmedos, tras lo cual fuimos acostados sobre montones de hierba aromática, donde caímos instantáneamente en el profundo sueño que produce el total agotamiento de cuerpo y espíritu.